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sábado, 7 de mayo de 2011

El insensible

Colocó su taza en la pequeña mesa de mármol. Miró a la gente de fuera; parecían felices, reuniéndose en mitad de la calle, gritando, riendo, peleando por nada. Pero no podía sentir el sabor, no podía sentir. En el salón de té, entre las mesas y los parlanchines camareros, el terrible temor se apoderó de él… no podía sentir.

La señora Dalloway (Virginia Woolf, 1925)

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Apenas se dio cuenta de cómo sucedió. Empezó como un resfriado. Comenzó a tener la nariz atascada. Tenían que ser olores muy fuertes para sentirlos. Pronto su olfato entró en una neblina. Todo le olía gris. El guiso de mediodía, la flores del parque, los contenedores de basura, la lluvia en el asfalto. Prefirió no asustarse, el olfato es un sentido animal, no me hace falta. Pero pronto, no necesitó la sal. Casi mejor, pensó, no es buena para la salud. Pero los alimentos se estaban convirtiendo en su boca en una especie de papilla insípida. Sentado en la barra de un bar, un día, pidió un café y le supo a corcho. Ni siquiera abrió el sobre de azúcar. Un líquido caliente irreconocible bajaba por su garganta, por eso dejó el café a medio tomar. Pensó en las ventajas de no querer comer y siguió su camino. A los pocos días, en su cuarto, echado en la cama, de repente escuchó un sonido agudo y tras él, un silencio. Abrumador. Operístico. No escuchaba la habitual cháchara de su vecina hablando por teléfono junto a la ventana, ni al perro que solía ladrar a lo lejos. No escuchaba el chisporroteo del fluorescente al encenderse. Empezó a preocuparse y nadie parecía saber que es lo que le estaba pasando. Quizá a nadie le importaba realmente. Un día conoció a una chica y sintió un vuelco al corazón, por fin, un sentimiento. Prometía ser una historia importante. Ella le sonreía y él le devolvía media sonrisa, para hacerse el interesante. No la oía, claro está, pero sabía que era ella. A los días, como imanes, las miradas se fueron acercando, los cuerpos le siguieron obedientes y los labios irremediablemente se unieron en un beso. No sintió nada. Era como si un trozo de carne se pegara a su boca. Cerró los ojos y se desmayó.

miércoles, 16 de febrero de 2011

Los gemelos idénticos

Todos los hombres nacen iguales, pero es la última vez que lo son

Abraham Lincoln

Fue un enorme shock. Dos hijos de golpe es mucho más de lo que habría pensado nunca. El miedo al embarazo no significaba nada comparado al miedo a tener dos hijos. Pero todo fue con normalidad. Tuvieron una infancia feliz. Se llevaban bien, parecían uno sólo. Los vestía iguales, me hacía gracia verlos idénticos. Incluso a veces los confundía. Yo me lo tomaba con humor, pero a ellos no les hacía gracia. No comprendían como su madre no sabía identificarlos, aunque no se daban cuenta que el parecido era exacto. Los problemas surgieron con la adolescencia, ¡esa maldita época! Era su momento de reafirmación y dejaron de vestirse igual. Al principio me pareció normal, pero pronto me di cuenta que la ropa diferente era el inicio de su separación. Cuando acabaron el instituto, eligieron universidades y carreras diferentes. Yo me consolaba pensando que eso era lo habitual en el caso de hermanos no gemelos. Cada uno en una ciudad diferente, sólo sabían el uno del otro a través de lo que yo les contaba y que cada cual me contaba a su vez a mí. Lo escuchaban con desinterés y apenas me preguntaban nada más que por cortesía. En vacaciones era aún peor, porque apenas se dirigían la palabra en casa. Los miraba por separado y aún se parecían tanto, que lloraba en silencio. Cuando acabaron sus estudios, de nuevo decidieron separar sus destinos. Uno volvió a casa, el otro se fue al extranjero. En el aeropuerto fue la última vez que los vi juntos. En aquel momento, dejé de aferrarme al recuerdo de aquellos dos niños vestiditos iguales. Los vi como dos hombres diferentes, con sueños, con anhelos y con una vida distinta. En la despedida se fundieron en un abrazo y se dijeron adiós. De vuelta a casa, en una mirada furtiva, miré a los ojos de mi hijo: había alivio dentro de él.

sábado, 31 de octubre de 2009

El impuntual

Tanta prisa tenemos por hacer, escribir y dejar oír nuestra voz en el silencio de la eternidad, que olvidamos lo único realmente importante: vivir.

Robert Louis Stevenson


Miro el reloj. Mierda, llego tarde. Lo vuelvo a mirar incrédulo. No puede ser. Acelero el paso al mismo tiempo que se me acelera el corazón. Miro como mis pies avanzan cada vez más rápido. Noto que se va formando una gota de sudor en la frente, que por su propio peso caerá rondando por la sien antes de explotar. No puedo andar más rápido sin echar a correr. La prisa me devora. Mis mejillas se encienden. Por un instante, desearía que se parara la vida apenas 5 minutos y así no tener que recurrir a las burdas excusas para justificar mi retraso. Pienso qué decir, vamos, pero no se me ocurre nada convincente. Nunca sé en que me entretengo cuando llego tarde. Suelo procurar ir con tiempo a los citas, pero luego todo se complica y el tiempo es más corto de lo que debería. Hoy he ajustado demasiado. Eso ha sido. Vuelvo a mirar el reloj por si me he equivocado leyendo la hora, pero no. Es tarde, religiosamente tarde. Y volverá a pasar que me miren con cara de decepción, como perdonándome la vida. Contarán cada minuto retrasado y suspirarán pensando que por llegar tarde soy un desastre. Sigo mi contrarreloj particular esquivando a la gente que obstaculiza mi camino. Quién pudiera pasear con tranquilidad. Hace un día precioso para hacerlo. Mi meta está cerca, casi la puedo ver. No quiero ni mirar más el reloj. Hago un último esfuerzo para que no se note el tiempo que lleva esperándote. Antes de cruzar la esquina, me freno, me sosiego. Y aparezco, como si saliera a escena. Pongo mi mejor cara de niño bueno y digo la única frase de la función: Lo siento, ¿llevas esperando mucho?

lunes, 21 de septiembre de 2009

La Garbo

Nadie aprende, nadie aspira, nadie enseña a soportar la soledad.


No llevaba ni dos días trabajando de camarero en el café cuando un compañero me dijo que atendiera a la Garbo. Señaló con desgana a la mesa del fondo donde se sentaba una pequeña anciana con un cigarrillo. Cuando me acerqué, ella, sin mirarme a los ojos, me pidió: Lo de siempre, chico. Como no me quería equivocar, me aseguré en la barra que es lo que era lo que siempre pedía la Garbo. Café solo en vaso largo con un chorrito de cointreau, coronado con nata y espolvoreado con canela. Siempre lo mismo, cada dos días. ¿Por qué la Garbo? se me ocurrió preguntar en algún momento. Ni el que llevaba más tiempo lo sabía, ya venía con el local, chaval, se rió. Puntual como un reloj, La Garbo ocupaba la misma mesa cada dos tardes salvo los fines de semana. Siempre al fondo, siempre callada, mirando por el ventanal distraída. Su largo pitillo se consumía paciente en sus dedos, dándole a la Garbo una figura verdaderamente aristocrática. Desde aquel día, yo me encargaba de atenderla. Me fascinaba observarla, e incluso refunfuñaba cuando otros clientes me molestaban con insulsos pedidos. Apenas pude sacarle unas pocas palabras. No quería hablar. Pronunciaba un perfecto castellano, alargando las sílabas finales. Vestía clásica pero elegante, un tanto raída, como venida a menos, lo que le confería un aire de otro tiempo. La Garbo podía ser igualmente marquesa, esposa de embajador, actriz de cine o escritora, siempre me lo pregunté y nunca lo supe.
Cuando me despidieron, aún regresé algunas tardes con la excusa de visitar a los compañeros, sólo para volver a deleitarme con la Garbo. Aunque inevitablemente, me fui olvidando de ella y de su solitaria figura. Un día, por casualidad, me encontré a un camarero del café. ¿Sabes qué? Se murió la Garbo. Vivía sola, la pobre. Vinieron unos familiares lejanos a preguntar si debía algo. Lo siento, sé que te gustaba esa vieja. Sonreí para disimular. Pensé todo el día en ella. Y cuando volví a casa, me preparé en su honor lo que siempre tomaba. El cointreau lo sustituí por lágrimas.

jueves, 6 de agosto de 2009

Cuerpos

Tomás se decía: hacer el amor con una mujer y dormir con una mujer son dos pasiones no sólo distintas sino casi contradictorias.
El amor no se manifiesta en el deseo de acostarse con alguien (este deseo se produce en relación con una cantidad innumerable de mujeres), sino en el deseo de dormir junto a alguien (este deseo se produce en relación con una única mujer).

Cuerpos y más cuerpos. Cuerpos, levedad, cuerpos sin mentes, sin cargas, volátiles como plumas. Sin pasaportes, cuerpos sin amarras como globos que ascienden a las nubes. Colecciono cuerpos. Es lo único que sana esta eterna enfermedad que se agrava por las noches. Busco con desesperación, cazo. Tan acuciante es mi mal, que a veces no distingo hombre de mujer, ni joven o viejo, ni esbelto o desgarbado. Da igual. Sólo son cuerpos urgentes, como el antídoto del veneno, que me calma momentáneamente pero no me termina de curar. Cuerpos que vienen y se van, sin mayor retorno, que comprenden su comienzo y su fin. Como el círculo del que nunca salgo, del que no puedo salir y me lleva, errante, cuerpo tras cuerpo, en una infinita cadencia. Ya ni pongo excusas, porque no hay remedio para mí. Sé que está grabado como un tatuaje sobre mi piel, al que tengo que ver cada mañana frente al espejo. No sirve de nada la lamentación, sólo me resta tiempo para la búsqueda. Miro a las personas que pasean por la calle y me parecen extrañas, diferentes, inmersas en una realidad que no comprendo. Pero disimulo todo el tiempo, petrificando mi cara en una mueca agradable, para no asustar, para no ser descubierto. Y busco, busco con desvelo el cuerpo que pare esta agonía. Pero todos son casquillos vacíos. Cuerpos sin boca. Sombra de cuerpos. Sin nombre, sin alma.

viernes, 12 de junio de 2009

La madre de la artista

Todo lo que soy o espero ser se lo debo a la angelical solicitud de mi madre.

Sólo vi a esa mujer dos veces en mi vida. Pero apenas eso me bastó para hacerme una idea de su vida y sus desvelos, de sus retos. Era alta y espigada, con facciones marcadas pero armónicas, que le conferían un aire de gran señora. Tenía las manos quizá demasiado grandes para una mujer. Lucía en una de ellas una solitaria alianza de matrimonio. Era el único adorno que portaba. Vestía sobria pero elegantemente. Tenía ademanes educados. Era discreta. La primera vez que la vi, yo trabajaba de ayudante de producción en una película. Fue uno de mis primeros trabajos en el cine aunque tanto éste como la película pasaron sin pena ni gloria. Me la presentaron en los primeros días del rodaje. Ella era la madre de la estrella infantil del momento, que protagonizaba la película. Aunque pequeña, la actriz tenía más experiencia que la mayoría del equipo. La madre siempre observaba todo en un segundo plano. En cada escena, se apartaba unos pasos y atenta, seguía cada gesto de su hija. Asentía o negaba con la cabeza según le parecía la actuación y en silencio repasaba algunas frases del guión. Cuando la pequeña terminaba, la apartaba en un rincón, acercaba su cara a la de su hija y le daba indicaciones. Su hija la miraba con expresión cansada y ella le reprendía. No sé que es lo que le decía, todo esto lo veía de reojo, inmerso en la marabunta de trabajo. Había dureza en sus ojos.

La segunda vez que la vi habían pasado unos años, la niña prodigio se convirtió en joven promesa del cine y recibió su primer premio. Yo estaba en el público de un auditorio volcado con ella. Cuando salió a agradecerlo, busqué entre las butacas a su madre. Allí estaba, aplaudiendo parcamente. La chica hizo el típico discurso, gracias a los que confiaron en mí, a los que le habían concedido el premio y al público en general. Hizo una pausa y dedicó especialmente el premio a su madre, sin la cual nada de esto hubiera ocurrido. La madre sonrió satisfecha. Éste, justo éste era su momento ansiado. Se le humedecieron los ojos. Su reto se había cumplido. Todo había merecido la pena. Cuando su hija volvió a su lado, la besó en la mejilla y le comentó algo. Tampoco sé que es lo que le dijo. Supongo que en aquel preciso instante ideó una meta mayor. Esa vez, como en la anterior, sus ojos se volvieron duros y fríos, implacables.

Imagen: Maternidad del pintor ecuatoriano Oswaldo Guayasamín.

domingo, 19 de abril de 2009

Los egoístas

Entonces construyó un alto muro alrededor y puso este cartel:

Prohibida la entrada.
Los transgresores serán
procesados judicialmente.


¿Cómo me dejas así, sin más? Nunca pensé que me podrías hacer esto. Con lo que yo te he dado, con lo que me he sacrificado por ti... Puse todo mi empeño en que tuvieras una vida tranquila, sin sobresaltos, que te dedicaras a ti, que no trabajaras porque no te hacía falta. Dormí poco por ti, para que el trabajo fuera lo más próspero posible, por crear un futuro asegurado para ti, para los dos. Te compré de todo, ni siquiera hubieras soñado antes con poseer todo lo que tienes. Accedí a tus caprichos, por más idiotas que fueran y ahora me doy cuenta de que fueron para nada. Te olvidaste de ellos tan rápido como ahora te olvidas de mí. Construí mi vida a tu alrededor y ahora descubro que ese mundo es tan falso como el decorado de un teatro. Siempre creí que estaba solo en el mundo hasta que apareciste, entonces mi vida cambió. Giró en torno a ti, tú eras el centro. Pero ahora me doy cuenta de que todo fue un espejismo, una apariencia, un papel para tenerme contento mientras afilabas el puñal asesino. Me haces replanteármelo todo ahora, si eran de verdad esas manos cariñosas, esa boca insinuante, esas palabras aterciopeladas, esa vida. Yo que respiraba de lo que salía de tu boca, ahora me ahogo. No hay aire en esta habitación. Me miras en este momento y sólo veo el vacío en tus ojos. No queda nada de ti dentro. ¿No tienes ni siquiera palabras?

Cambió el gesto y dijo: Me lo diste todo, absolutamente todo, aunque nada nunca dejó de ser tuyo. Sin embargo yo sólo quería una cosa que estaba, de largo, fuera de mi alcance: a ti.

sábado, 21 de marzo de 2009

Las viejas amigas

Niega tus deseos y hallarás lo que desea tu corazón.


De repente sintió que alguien le tocaba al hombro.

-¿Elena? -dijo con cara de seguridad.
-Sí, Susi... que alegría verte, cuanto tiempo.
-Desde el instituto, ¿cómo te va la vida?
-Bien, no me puedo quejar.
-No me digas que esta niña tan guapa es tuya.
-Sí, ¿te acuerdas de Pablo del instituto? Pues me casé con él.
-Estabais hechos el uno para el otro, no me sorprende nada.
-¿Y tú? ¿Estás casada? ¿Tienes hijos?
-Pues ni lo uno, ni lo otro.

Susi le contó a Elena su periplo por Asia como cooperante, una experiencia que le había cambiado la vida, y Elena, por su parte, le explicó la felicidad de ser madre y cuanto estaba enamorada de su marido. Se dieron los respectivos números de teléfono y se despidieron.

Qué bien reencontrarme con Susi, cuanto tiempo... parece una eternidad. La veo muy mona, un poco delgada, pero con la vida viajera que ha tenido, pues no me extraña. Yo creí que nadie cumplía los sueños de viajar que teníamos en el instituto. Pero ella sí, siempre fue muy dispuesta. Se la veía plena. Debe ser que cuando te dedicas a algo tan interesante, se te refleja en la cara. No es lo mismo que trabajar en una oficina. Donde va a parar... Y sigue soltera. Qué bien. Yo me casé demasiado pronto, siempre me lo digo. Me hubiera gustado aprovechar más la juventud, pero Pablo se empeñó y la niña vino enseguida. Ay, no digo que no esté a gusto, pero igual me hubiera ido unos años más tarde. No se puede hacer lo mismo siendo madre, que si la comida, que si el colegio... son responsabilidades que te pone la vida en el camino. Mira Susi, tan feliz, sin tener que dar explicaciones a nadie y volviendo a casa a la hora que le parece. Así tiene todo el tiempo para ella. Ya me gustaría estar en su pellejo un temporadita. Uy, el móvil. Dime Pablo (...) en el tercer cajón de la cómoda, sí, (...) está ahí seguro, mira bien. De todas formas, ya voy para casa. Adiós.

Cuanto tiempo hace del instituto y que cambiada está Elena. Normal, no me extraña, está casada, es madre. Eso hace madurar aunque no quieras. La he visto muy centrada, muy volcada en su niña. Qué linda... Es para estar orgullosa, pasear con tu pequeña. Ya me gustaría a mí verme así. Me siento muy sola, y no sé si esto lo pienso sólo para satisfacer un capricho. Tengo una edad, soy consciente, sin embargo hasta hoy no he encontrado a ningún hombre con el que me gustara tener un hijo. Ha habido muchos, pero ninguno con madera de padre. Elijo mal, estoy segura. También podría ser madre soltera, pero no sé si estoy preparada para soportar esa responsabilidad yo sola. Debe ser precioso abrazar un cuerpecito sabiendo que ha nacido de tu cuerpo, que ha estado dentro de ti. A Elena se la veía plena, muy contenta. Cuanto daría por cambiarme por ella aunque fuese un momento, que te esperen en casa, escuchar risas de niño... ¿Dónde tengo el móvil? Hola, que alegría escucharte (...) ¿esta noche? No, no tengo nada que hacer (...) Vale, pásate por casa y así me recoges. Un beso, guapo.

domingo, 31 de agosto de 2008

El hombre teórico

En teoría, no hay diferencia entre teoría y práctica. Pero en la práctica, sí que la hay.

Era profesor universitario. Daba clases de una asignatura con un nombre larguísimo que todos acortaban llamándola "Teoría". Era un profesor brillante, del que nadie tenía queja. Sus alumnos no pasaban por sus clases como zombis sino que aprendían los rudimentos de dicha teoría, pensando por sí mismos. Entre sus compañeros también era muy apreciado. Incluso había labrado amistad con algunos otros profesores. Un día, a la salida de una clase, le esperaba uno de estos amigos. ¿Te tomas un café conmigo? Por supuesto. Y ante ese café le fue exponiendo su situación personal: pequeños líos de faldas que ahora se volvían difíciles y que amenazaban con tambalear una vida estable. El profesor escuchaba muy atento, sopesaba las posibilidades y como si fuera un oráculo, le daba un consejo sencillo, equilibrado, sabio. Como una pequeña instrucción que aliviaba al angustiado amigo. Eres estupendo, siempre sabes que es lo mejor que se puede hacer. Era verdad, todos estaban de acuerdo en eso. Era una persona que escuchaba atentamente, comprendía y daba excelentes consejos.

Pero todas las tardes, cuando regresaba en coche a su casa, los ecos de esta responsabilidad le pesaban. Eran sólo instrucciones teóricas que nunca había puesto en práctica. Siempre dejaba a otros que lo hicieran. Estos consejos que le habían hecho ganar el respeto de sus compañeros y amigos nunca le fueron de gran utilidad, ni en su divorcio, ni al educar a sus hijos, ni con sus padres. Sistemáticamente era incapaz de aplicar sus buenas ideas. Sabía que nada de lo que aconsejaba podía servirle a él mismo. Sólo tenía buenas intenciones que luego no se materializaban en nada. Por eso, cada noche se enfrentaba sólo a la televisión, sentado en un sofá, con un cuenco de sopa de sobre. Por eso, sus fines de semanas se acompañaban de periódico y soledad. Por eso apenas conocía a nadie fuera de los límites del campus.

martes, 22 de julio de 2008

La observadora / El observador

El auténtico observador contempla tranquila y despreocupadamente los nuevos tiempos revolucionarios.

Es una amiga, hoy cena con nosotros. Perfecto. Dos besos. ¿Qué quieres de beber? Me mira. Sus ojos se han parado en mí. Sigue los movimientos de mi boca cuando hablo. ¿Qué observa? Debo de tener algo de comida entre los dientes. Me llevo la palma de la mano a la boca para disimular y repaso con la lengua cada uno de los dientes. Creo que ya está. Sonríe satisfecha, era eso. Frunzo el ceño. Vuelve a sonreír. Miro al resto de personas, comen y charlan animadamente. El vino empieza a hacer efecto. Lo noto. Río a carcajadas con alguna tontería que he escuchado. Siempre río a carcajadas cuando bebo. Hace alguna observación graciosa y aprovecho para mirarla yo también. Cruzamos las miradas. Rápidamente la retiro. Me pone nervioso. Hago como si no pasara nada. Hablo, gesticulo, se fija en mis manos. Me las llevo debajo de la mesa para esconderlas. La observadora me tiene encañonado. Tiene unos ojos bonitos, pero no encuentro claridad en su mirada. Son ojos turbios. Estoy deseando que termine la cena.

No conozco a nadie, qué compromiso. Beberé vino yo también, gracias. Pero poco, el vino siempre me da sueño y no quiero bostezar aquí. ¿Cómo se llamaba el chico que tengo enfrente? Me lo han presentado pero no me acuerdo del nombre. Lo miro, a ver si me viene a la cabeza. Cree que tiene comida entre los dientes, jajaja. Se conocen todos en la mesa, soy la única que sobra. Me miran fijamente. A este chico creo que lo conozco, me resulta familiar. ¿De las clases de inglés? No, no. Da igual. Debo integrarme, no quiero que piensen que soy estúpida. Digo algo gracioso. ¿Por qué me mira así? No voy a ser menos. ¡Ah cobarde! has retirado la mirada. Tiene las manos bonitas. Siempre me fijo en las manos de los hombres, me gustan. Empiezan a contar anécdotas de gente que no conozco. Miro al infinito. Mañana tengo muchas cosas que hacer. Mi amigo me pregunta si estoy bien. Disimulo. Sí, perfecta, no te preocupes por mí. Pero con la segunda copa ya me está entrando un sueño horrible. Estoy deseando irme a casa.