Uno de los indicadores que considero más precisos a la hora de informar sobre una cultura (con un grado variable de localismo) es su arte religioso. Especialmente cuando se confrontan culturas locales con un alto grado de parentesco. Quizás porque en el arte religioso se da una proyección más honda de cada idiosincrasia particular, ó simplemente quizás debido a la primacía de este tipo de representación a lo largo de buena parte de la historia de los últimos mil años. Visitando museos e iglesias en España, Francia e Italia siempre he tenido la misma sensación. Frente a la misma tradición católica que ha dado lugar a un tipo de imaginería similar (y también de escenografía; muy felliniana según el propio autor de Amarcord), si comparamos las morfologías y expresiones de las representaciones en las diferentes áreas saltan a la vista las diferencias. Las Vírgenes y santos hispánicos son figuras enjutas –en algunos casos rozando la anorexia- e invariablemente ponen cara de sufrimiento, cuando no de terror. En claro contraste, las correspondientes figuras galas muestran faces regordetas y cara de complacencia, cuando no de franca alegría. A medio camino, las figuras italianas parecen estar siempre en plena representación teatral, o como mínimo, en un casting para una telenovela. Quizás en el caso de Italia se da una fuerte componente diferencial debido al gran empuje sufrido por las artes plásticas a partir del S. XIII que hace que las representaciones pictóricas y escultóricas estén fuertemente teñidas por la personalidad de su correspondiente autor. Es por eso que se hace difícil encontrar una figura que simbolice de forma colectiva el sentir de esa área, al revés que en el caso de Francia (el sonriente ángel de la catedral de Reims) ó de España (cualquiera de las dolientes figuras neobarrocas que se utilizan en las tradicionales celebraciones de Semana Santa). Quizás los ángeles de Francia rían más que los santos de España porque su actitud frente a la vida sea más positiva. Quizá porque tengan más la sensación de abundancia, o porque su dieta incluya más lácteos y vino, o simple y llanamente porque tengan la sensación de vivir en el mejor lugar del mundo. Ortega y Gasset ya hacía notar que las omelettes francesas parecían los brazos de una figura femenina de Rubens en comparación de la escuchimizada tortilla a la francesa española.
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domingo, 23 de agosto de 2009
domingo, 18 de mayo de 2008
Paname
Estos días leo en la prensa diversas reseñas de esas que las bases de datos generan automáticamente y que hacen referencia a conmemoraciones. El Mayo francés, en este caso, es digerido con ayuda de unos pocos lugares comunes, alguna reflexión actual de alguno de sus protagonistas y dos declaraciones de dirigentes contemporáneos. Una de las grandezas de Francia es que constantemente se está reinventando a sí misma (no recuerdo de quién es esta frase, pero la encuentro sumamente acertada). Cualquier campesino allá es un intelectual y cualquier conard callejero un poeta. Lo mejor del caso es que a Francia no le faltan ni intelectuales ni poetas. Aunque en ocasiones se haya sobreestimado a Gounod, Massenet, Lamartine ó Poussin, la verdad es que no han faltado los Chopin, Debussy, Baudelaire ó Cezánne. Las revoluciones, en ese país, han generado más literatura que en cualquier otro. La alianza del racionalismo en materia intelectual –artística incluida- con el amor por los placeres de la vida ha dado lugar a toda una cultura de características muy definidas. Sigue habiendo todo tipo de opiniones respecto al sentido de las contestaciones del 68: principio de una era; final de una era; libertad; impotencia; reto…Como en el caso de la Resistencia gaullista, gran parte del hecho en sí forma ya parte de la leyenda ó incluso del mito colectivo. Lo que más se recuerda de Mayo del 68, sin embargo, son los eslóganes: de nuevo, literatura. Tal como, parafraseando la famosa frase del film Casablanca, repite –en un contexto radicalmente diferente- un filme de Woody Allen, “siempre nos quedará París…”
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