Hoy tengo un día tonto, un día extraño que necesito que llegue a su fin cuanto antes. Estoy rara, pero no sé qué es lo que me pasa. No tengo fuerza, estoy agotada, triste y con ganas de llorar, pero no puedo hacerlo, muy a mi pesar. Y cuando tengo un día de estos siempre hago lo mismo: me voy a la cama antes de tiempo sin que me importe qué hora es o en qué día estoy viviendo. Decido acostarme sin pensar en si ese es el error o la solución a dicho problema, pero me voy igualmente. El silencio es la única voz que deseo escuchar. Necesito un poco de calma y allí es en el único lugar donde creo que puedo encontrarla.
Cuando tengo uno de estos días no puedo dejar de pensar, le doy demasiadas vueltas a todo. Los pensamientos van y vienen a su antojo y no sé por qué pienso lo que pienso, pero no puedo dejar de hacerlo. Mareo la perdiz, pero no consigo darle caza. Pienso en todo y en nada. Las ideas se amontonan, adquieren diferentes formas, pero acaban volviendo a su formato original una y otra vez sin que pueda hacer nada al respecto. Y esos pensamientos, pesados y recurrentes, no me dejan en paz. Me acompañan dondequiera que vaya y se meten conmigo bajo las sábanas. Esa tela no me protege de nada.
Y las horas se hacen eternas, las noches demasiado largas y no encuentro alivio ni siquiera en la palabra. Cuando estás triste lo que menos necesitas es que alguien te diga: «Venga, anímate», ¿si fuese tan fácil no crees que ya lo habría hecho antes?