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viernes, 28 de febrero de 2020

23° Festival de Cine de Punta del Este


Pantallas incandescentes

El Festival de Punta del Este presentó esta semana una programación sobresaliente, con propuestas de países tan disímiles como Kazajistán, Rumania, Guatemala, Polonia y Canadá, y con directores de la talla de Porumboiu, Loach, Haynes, Ripstein, y Suleiman.  Conferencias, charlas, cortometrajes y una selección de cerca de cuarenta largos se sucedieron en salas de Maldonado y Punta del Este, celebrando, un año más, una fiesta de cine.


Este año, las propuestas más transgresoras provinieron de Chile. Previo a la presentación de la película El príncipe, la programadora Daniela Cardarello señaló a la concurrencia que la película a exhibirse sería especialmente fuerte. Acto seguido, el director Sebastián Muñoz dio su opinión sobre la importancia de exhibir cuerpos desnudos masculinos sin censuras ni prejuicios. Lo que vino a continuación estuvo a la altura de las advertencias: un drama carcelario en el que no faltan escenas violentas, violaciones, sexo abundante y un número incalculable de desnudos integrales. Lo llamativo del asunto es que, lejos del realismo, se presenta una cárcel en la que los reclusos cuentan con momentos de privacidad, en donde prácticamente todos son homosexuales, y en la que hasta tienen lugar un par de inesperadas escenas musicales, entre ellas un tango interpretado por el actor argentino Gastón Pauls. La película funciona bien como delirio y, de las programadas, seguramente fue la que más dividió las opiniones entre la audiencia.


Y qué decir de Ema, la grandiosa última película de Pablo Larraín. El director chileno ha sido irregular como pocos, logrando por un lado obras excelentes como Tony Manero y El club, y por otro, bodrios infumables como Jackie y Neruda. Lo cierto es que Larraín ha vuelto a encaminarse en la senda del bien, con una propuesta sumamente anárquica y entretenida. Se trata de un drama en torno a una muchacha que toma la difícil decisión de devolver un hijo tomado en adopción, luego de que él prendiera fuego su vivienda con graves consecuencias -la hermana de la protagonista queda deformada por las quemaduras-. A partir de entonces, se abre una brecha social entre quienes cuestionan y demonizan a la protagonista y quienes, a pesar de todo, optan por acompañarla y respaldarla en su decisión. Si bien la película trata el asunto con hondura psicológica y notable lucidez sociológica, lo más importante es la forma: Larraín logra un imponente y luminoso cuadro de una tribu urbana de Valparaíso, en el cual la protagonista participa en grupos de danza, catalizando sentimientos a través de coloridos clips musicales y embistiendo al espectador con su deslumbrante fuerza intrínseca. Como apropiándose del accionar de su ex hijo adoptivo, Ema incinera autos, semáforos, monumentos, en escenas que parecen proféticas de lo que luego sucedió en esa ciudad, pocos meses después del rodaje; la expresión de una juventud deseosa de romper con estructuras añejas y con una injusticia crónica, imperante en el país desde hace décadas.


Desde hace tiempo que el realizador rumano Corneliu Porumboiu destacaba con películas como Policía, adjetivo y Cae la noche en Bucarest. Hasta ahora, obras sumamente personales y autorales, pero nunca lo habíamos visto volcado al cine de géneros. Esta vez, con La gomera, se abocó a un sobresaliente film noir, en el que esa típica austeridad y decadencia intrínseca al cine rumano aportan un clima de tensión constante, así como una notable personalidad. Como en sus películas anteriores, Porumboiu introduce referencias sutiles a ciertos problemas políticos y sociales de Rumania; desde un grupo de policías totalmente sumergidos en la corrupción debido a sus escasos ingresos, hasta un muchacho arrestado y quizá procesado por posesión de marihuana, pasando por narcotraficantes latinos interesados en el país, el cual les ofrece tentadoras oportunidades para el lavado de dinero. El enfrentamiento propuesto entre los narcos y la empobrecida pero ambiciosa policía rumana supone una contienda de poderes especialmente desiguales, y la película dilata notablemente el conflicto, paralizando e inquietando intermitentemente a la audiencia.


El documental argentino Mala madre es prácticamente un ensayo cinematográfico en torno a la maternidad, pero más específicamente sobre el mandato social de ser madre, y sobre una labor doméstica raramente discutida, cuestionada o incluso verbalizada. Son puestos en foco los tabúes del puerperio y de la crianza más básica e inicial, en la que la madre –quien no necesariamente está preparada- queda usualmente en total soledad, junto a un bebé vulnerable que no habla pero le exige una dedicación constante. La directora Amparo Aguilar se aboca a un tema crucial sobre el cual ni siquiera el feminismo se ocupa con suficiente énfasis, y que a su vez es absolutamente determinante respecto a la renovación generacional y la dinámica futura de los grupos familiares. Fundamentalmente realizado con entrevistas a mujeres (rodadas con nítidos primeros planos en blanco y negro), animaciones rudimentarias y la voz en off de la realizadora, en algún momento el documental pierde el ritmo, e incluso baja un poco el interés durante las entrevistas a los propios hijos de la directora -lejos de la fluidez de su hermana menor, el varón, dubitativo, pareciera responder en función de lo que su madre espera de él-. Aún así, se trata de la película definitiva en torno a una temática que apenas si fue abordada por el cine.


Otro punto alto de la programación fue La inocencia, de la directora española Lucía Alemany, un coming on age sumamente particular, en el cual la protagonista adolescente se abre paso hacia la adultez al seno de una familia religiosa y patriarcal, en un pueblo pequeño y, de a ratos, asfixiante. Pero el cuadro esquiva notablemente los lugares comunes logrando un universo al mismo tiempo arduo y entrañable, con interpretaciones deslumbrantes. La actriz principal, Carmen Arrufat, podría perfectamente ser la mejor actriz de todas las películas presentadas en el festival, aunque ni ella ni la mayoría de los otros intérpretes que la circundan son actores profesionales.


Pero seguramente la mejor película de esta edición fue la adictiva Corpus Christi, dirigida por el polaco Jan Komasa, una auténtica revelación europea y quizá el cineasta que más dé que hablar en los próximos años. Nominada al oscar a mejor película internacional, Corpus Christi perdió contra Parásitos, a pesar de ser muy superior a ella. La película propone el acercamiento a un joven problemático, un muchacho de unos veinte años detenido en un terrorífico reformatorio, en el cual  él y sus compañeros se ven sometidos en igual cantidad a sermones y a terribles golpizas. Debido a un prontuario en el que probablemente no escasean las drogas y la violencia, el protagonista se ve incapacitado de estudiar para ser religioso, pero el destino le impone una oportunidad única: la de hacerse pasar por sacerdote en un pequeño pueblo. A partir de aquí, se propone una situación crecientemente incómoda, en el que el impostor pasará a recibir confesión y a aconsejar a los fieles, a pesar de ser él mismo un antisocial quizá incorregible. Las derivaciones a las que lleva esta situación son, como en toda gran película, completamente inesperadas. Una obra brutal, profunda y con diferentes capas de interpretación, además de una experiencia cinematográfica irrepetible.


En los últimos años los asistentes del Festival nos hemos sorprendido con la calidad de los trabajos exhibidos en la muestra de “Maldonado Filma”, una selección de cortos realizados por jóvenes cineastas del departamento y seleccionados por el Fondo de Incentivo Audiovisual. Entre una notable selección, este año sobresalieron en particular tres de las propuestas: el documental Entropía, de Gabriel Lema, enfocado en la figura del artista plástico Miguel Ángel Battegazzore, un planteo clásico, con entrevistas a personajes allegados y especialistas, así como al mismo artista, pero en el cual se destaca el cuidado estético, con una música funcional, movimientos de cámara armónicos y una esmerada fotografía. Por su parte, En busca del obsesor es el último corto de Lucía Nieto Salazar, quien había logrado previamente otros notables como Negra y Betty. Esta vez, se trata de un falso documental en el que la cineasta sigue los rastros de “el obsesor”, un espíritu siniestro y fétido que acompaña a las personas, induciéndolos a acciones y pensamientos obsesivos y autodestructivos. Lejos de ser una simple historia de terror, se trata de un cine sugerente, incómodo y cuestionador. Por último, Abel Alfonso, poeta de la Capuera es un sentido y bello homenaje al poeta del título, en la que él mismo relata a cámaras una niñez con muchas carencias, ciertas vivencias y hasta alguna enseñanza. El documental compagina notablemente títulos en pantalla, animación y registro fílmico de la vida en la localidad de La Capuera, con la entrañable presencia de Alfonso durante sus últimos tramos de vida. La directora Claudia Beltrán es fotógrafa de profesión, y es algo que puede advertirse en cada fotograma. 


Publicado en Brecha el 28/2

viernes, 14 de octubre de 2016

Afterimage (Powidoki, Andrej Wajda, 2016)

Testamento, y un retazo de historia


Una de las primeras escenas de Powidoki –titulada Afterimage en el TIFF– es elocuente acerca del período histórico que Wajda procura reconstruir. En la ciudad de Lodz, un artista se encuentra en su departamento-taller, pero de pronto el lienzo en el que está a punto de pintar adquiere un color rojo intenso. No es para menos, un equipo de obreros se encuentra colgando un inmenso cartel de Stalin en la fachada de su edificio, tapándole por completo la luz del día. Ahora su habitación está opacada, inundada por ese inoportuno color rojo. Completamente irritado, el pintor abre la ventana y, con uno de sus caballetes, rompe la sección de tela que la tapa, de modo de poder recibir inalterada la luz del sol y seguir trabajando como siempre. Pero lo suyo ha sido un exabrupto mayor: en los hechos, lo que hizo fue vandalizar la sagrada imagen del líder de la revolución. En esta breve escena se impone, tan sencilla como poderosa, la metáfora. El protagonista pretenderá evitar a toda costa que su arte se convierta en lo que el comunismo le dicta, y no se trata de una rebeldía infantil o caprichosa, sino de hacer uso del más elemental sentido común; es imposible trabajar con los lienzos manchados de rojo. 
Wladyslaw Strzeminski fue un afamado pintor polaco que se desempeñó durante la primera mitad del siglo XX, teórico del constructivismo, ayudante de Malévich y autor de la teoría del unismo. Así, la película de Wajda nos muestra a un Strzeminski veterano, admirado por colegas y por estudiantes durante la segunda mitad de los años cincuenta. Pero en la Polonia de la posguerra, la era de las vanguardias pasó a ser cosa del pasado, y el régimen procuró abrazar un nuevo y estricto código de realismo socialista, que decretaba que “todo arte debe satisfacer las necesidades de las personas”. Así, pasaron a mirarse de reojo especialmente a los pintores abstractos, calificados entonces como “formalistas” que llevaban a cabo un arte contaminado de “americanismo”. 
Strzeminski no sólo luchó por seguir haciendo su trabajo, sino que también se percató de cómo el régimen comunista amenazaba con acabar de un plumazo con la riqueza y la diversidad cultural, imponiendo un funesto paradigma propagandístico. Profesor de historia del arte en la Escuela Superior de Artes Plásticas de Lodz –institución que él mismo había contribuido a fundar–, el protagonista se opondrá enfáticamente a los dictados de los nuevos funcionarios y ministros, lo cual acarreará consecuencias nefastas sobre su persona: desde la expulsión de la escuela hasta la cancelación de sus exposiciones o la directa destrucción de sus obras. Y luego, cosas aun peores. 
Wajda venía planificando este proyecto desde hacía por lo menos veinte años, una deuda consigo mismo, ya que en parte cuenta hechos que vivió en carne propia. Antes de comenzar sus estudios de cine, el director fue estudiante de Bellas Artes en la misma escuela en la que Strzeminski impartía cátedra. Wajda pensaba originalmente realizar una película sobre la vida del pintor y su pareja, Katarzyna Kobro, quien, como él, también fue una célebre artista. Pero luego de pensarlo desistió de abordar la tórrida relación que mantuvieron –sólo eso habría cambiado completamente el tono de la película– y optó por comenzar su abordaje a Strzeminski ya en sus últimos años, poniendo el foco en su relación con colegas, con su hija, con sus alumnos y especialmente con una secretaria personal que lo acompañó hasta sus últimos días, amándolo en secreto.


El carismático protagonista se encuentra notablemente interpretado por Boguslaw Linda, un actor de trayectoria que trabajó con Wajda en varias ocasiones, pero además con muchos de los mejores cineastas polacos: Kieslowski, Holland, Bajon, Kolski, Falk. Hacía tiempo que el intérprete no tenía un protagónico en cine, lo que le dio una gran oportunidad de desempeño. Strzeminski quedó inválido tras perder un brazo y una pierna en la Primera Guerra Mundial, y si bien Linda cuenta con todos sus miembros inalterados, su interpretación y la magia de los efectos visuales llevan a que ello pase completamente desapercibido. 
La terca valentía del pintor y su porte imperturbable ante la secuencia de infortunios que sobre él recaen lo convierten en un gran personaje trágico, abordado con estoica maestría por parte del director. Si bien el guión está repleto de giros dramáticos, la naturalidad con la que se suceden y la ausencia de énfasis sobre ellos los vuelven aún más terribles y memorables; el protagonista lamiendo un plato en el que segundos antes hubo una suculenta sopa, la desaparición de un personaje tras ser arrestado, una cama inesperadamente vacía en un hospital son elementos que operan con parquedad, sin subrayados ni notas estridentes, pero que aun así se tornan inolvidables. Si bien la narrativa es lineal y clásica, Wajda también se permite dejar cabos sueltos, situaciones carentes de explicación, que quedan repicando en la audiencia. La gris y opaca fotografía de Pawel Edelman refleja brillantemente un capítulo significativo de la Polonia del último siglo, período rara vez abordado por el cine. 
El testamento cinematográfico de Wajda ha sido tachado de frío o de falto de intensidad, algo sumamente injusto considerando que se trata de un cine que emociona desde la sutileza, que apela al rigor histórico evitando la lágrima fácil o los lugares comunes del melodrama, y que impresiona desde su despojada literalidad. Es curioso como Wajda, quien supo ser un poeta de grandes alegorías y hermetismos varios, ha dejado un testamento así de llano y desgarrador, uno que, de sólo rememorarlo, llama al escalofrío. 

Publicado en Brecha el 14/10/2016

viernes, 1 de abril de 2016

XXXIV Festival Cinematográfico Internacional del Uruguay

De cine, cuatro platos

A veces se tiene muy mala suerte y se asiste justo a las peores películas del festival, otras veces, con un poco de acierto y un buen asesoramiento, uno puede dar con un puñado de películas sobresalientes. En cualquier caso, asistir a un festival supone la oportunidad de ver un cine distinto que, aunque pudiera no colmar del todo nuestras expectativas, supone una experiencia muy alejada de las que disponen las salas comerciales. Uno puede no gustar de una película surrealista y profundamente deprimente como La espuma de nuestros días (Michel Gondry, 2013) –por poner un ejemplo–, pero ningún espectador podría negar que se trata de una proyección absolutamente atípica, casi marciana, sin dudas muy diferente a todo lo que acostumbra a ver en salas el resto del año. Ir a un festival, dejarse llevar por sus caprichosas pesquisas es ante todo un ejercicio de apertura mental, de descubrimiento de nuevos mundos. Y muchas veces damos con auténticos diamantes en bruto, por lo que la aventura vale siempre la pena. A continuación, varios de los hallazgos con los que pudo dar este cronista. 

Tangerine (Sean Baker, Estados Unidos, 2015)


Tangerine es la bomba. Se trata de una diligente travesía a través de los suburbios de Los Ángeles, de la mano de dos travestis airados que salen a la búsqueda de un proxeneta con el que ajustar cuentas. En su recorrido se cruzarán con muchos travestis más, con prostitutas, policías, traficantes, adictos varios, un taxista rumano y sus allegados. Si la anécdota, ambientada en un entorno marginal y repleta de personajes border ya es de por sí notablemente atractiva, la puesta en escena es asimismo sobresaliente: fue filmada íntegramente con i-phones, pero gracias a las nuevas tecnologías en lo referente a steadicams las tomas son limpias, sin temblequeos o movimientos bruscos. También se hace un uso formidable de la paleta cromática, con colores chillones y saturados pero siempre armónicos. Pese a que la variada música (electrónica, clásica) se impone reforzando el artificio, sorprendentemente la propuesta no deja de ser realista. Para ello es probable que tanto la proximidad que permiten las cámaras (los celulares, mejor dicho) como el uso de actores no profesionales hayan sido grandes aciertos. 
Por lo pronto el director Sean Baker ha logrado una de las mejores películas de este festival, una obra fresca, repleta de buenas ideas, con buen ritmo, una estética atrapante y ambientada en un entorno atípico. Más allá de todos los méritos anteriormente nombrados, no es común dar con una película que equilibre tan bien la comedia, el drama y el cine social, que delimite personajes tan complejos como queribles, que transgreda al mismo tiempo que divierte y emociona. Y, no menos importante; es notable que en este paquete se logre humanizar a un puñado de representantes de una minoría de parias, demostrando los muy cercanos conflictos que viven aquellos que realmente tienen poco para perder, relegados a los últimos confines de la exclusión social. 

Las letras (Pablo Chavarría, México, 2015)


En las antípodas en estilo y forma, se encuentra el extrañísimo documental mexicano Las letras. Se trata de una joyita igual de innovadora y personal, pero esta vez carente de una narrativa lineal, de una intención clara o explícita, o siquiera de pistas claras que nos orienten en su recorrido. Por supuesto, se trata de un cine bien propio de festivales, del que muchos espectadores huirán despavoridos por no atenerse a parámetros reconocibles o a lineamientos nítidos; pero quien esté preparado para una inmersión sensorial y vivencial, no le tenga miedo a los experimentos audiovisuales y guste encontrarse dentro de las salas con un mundo de atmósferas y sentimientos plasmados, no deberían dejar de pasar esta notable producción. La nueva película del gran Pablo Chavarría Gutiérrez supone un viaje flotante y onírico a través de La Sierra Madre Oriental, un universo agreste en el cual los habitantes de la Comunidad El Bosque convergen con la naturaleza, se desempeñan en juegos o en labores mínimas, recorren los vastos terrenos. Para su captura, el director hace uso de variados recursos cinematográficos: cámaras invertidas, juegos con los focos, repeticiones en loop y un montaje que vincula escenas aparentemente inconexas, aunque armónicas en sus paisajes sonoros. 
Lo que se esconde detrás de lo visible es la historia de Alberto Patishtán Gómez, profesor y activista indígena que fue condenado injustamente a una reclusión de sesenta años, por el asesinato de cinco policías. Luego de trece años de confinamiento, el Poder Ejecutivo de México reconoció que hubo una violación de sus derechos durante su proceso penal, y por ello le fue concedido el indulto. Pero esta película no apunta al panfleto ni a la denuncia explícita, por el contrario, apunta a captar esos espacios perdidos que le fueron vedados a Patishtán, un mundo agreste y repleto de vida al que esporádicamente le son superpuestos algunos de los escritos del activista, cálidos, humanos y esperanzadores. 

Demonio (Marcin Wrona, Polonia / Israel, 2015)


La anécdota de la polaca-israelí Demonio, de Marcin Wrona se centra en un joven que llega a la Polonia rural, para casarse en los terrenos campestres de la acaudalada familia de su novia. Recorriendo las inmediaciones de la antigua casa que la pareja obtiene como dote, el protagonista encuentra enterrados restos humanos, y luego de una breve estadía comienza a desarollar un extrañísimo comportamiento. Es en plena boda que Piotr comienza a dar señales de que algo muy malo le sucede: convulsiones, una agresividad a flor de piel, visiones extrañas. Cuando el novio comienza a hablar en yiddish ya nadie parece dudarlo: fue poseído por una antigua alma en pena; más exactamente, por un "Dybbuk", espectro de las leyendas judías; entidad sobrenatural que invade un recipiente humano, con el objetivo de completar aquello que no pudo realizar en vida. 
Pese a los intentos de la familia y, sobre todo, de su suegro de tapar y acallar el suceso, y de embriagar bien a los festejantes para que no se den por enterados, poco puede hacerse para ocultar los horrores ancestrales (y no tanto) que circundan a la familia. Los lugares comunes del cine de terror que en un principio parecían llevar la narración de forma convencional dan paso a una atmósfera lúgubre y patética, de fuerte contenido alegórico. Mientras los personajes son superados por la situación –incluído un cura que, como buen representante de la iglesia opta por mirar para el costado– se va dejando en evidencia cómo aquellos que en el pasado dieron vía libre a los nazis para sus planes de exterminio, hoy empeñan en la misma zona los terrenos para su devastación y explotación megaminera. Polonia parece condenada, y no es precisamente el dybbuk la peor de las amenazas. 

Nahid (Ida Panahandeh, Irán, 2015)


Como los asiduos del festival ya están enterados, el cine iraní suele lanzar año tras año varias de las películas más solidas de la programación, y Nahid no es una excepción en este sentido. Quien da con su nombre el título es una mujer de mediana edad, divorciada y con un hijo, que vive en una ciudad en la costa del Mar Caspio. Su exmarido es un yonki en rehabilitación, pero aún con esa característica la ley iraní dispone que sea él quien se quede con la custodia; en un pacto de palabra, el exmarido acepta que ella viva con su hijo, con la condición de que no vuelva a casarse con otra persona. Aquí es que surge una complicación puramente iraní: los casamientos temporales, ideados para que los adultos puedan tener relaciones sexuales –aunque sea por una vez– sin faltar a la ley. Nahid conoce a un hombre que, al menos en apariencia, parecería cercano a un ideal: atento, bien plantado, con una situación económica desahogada. Pero los problemas de Nahid no son pocos y el sistema legal y de creencias imperantes no sólo no toma en consideración a las mujeres divorciadas, sino que parecería complotar para hacerles la vida imposible. Nadando en un mar de complicaciones, el cuadro que envuelve a Nahid da cuentas de la lucha inagotable que debe dar una mujer sola por salir adelante; el casamiento temporal que contrae con su nuevo candidato puede ser lo legalmente establecido, pero también le pesa como una maldición. 
Con una aproximación austera, despojada de artificios dramáticos –el rostro atormentado de Nahid ya es más que suficiente– la cineasta Ida Panahandeh presenta un mundo de conflictos humanos determinado por estructuras paternalistas arcaicas. La narrativa cíclica da cuentas de una maraña adulta en la cual los problemas se suceden unos a otros indefinidamente: quizá algunos pudieran disolverse, pero también terminan abriéndole camino a otros nuevos. Y, pareciera decir Panahandeh, en este trajín los más afectados son los niños, quienes observan desorientados circunstancias que los exceden, y que dejan en ellos huellas imborrables.

Publicado en Brecha el 1/4/2016

sábado, 3 de octubre de 2009

Las mejores películas (XI)

Esta última selección me quedó bien variada, y miren que fue casual, no es que quiera hacerme el polifacético. Todos conocen mi entusiasmo por el cine de Tarantino, y comprenderán que me ponga tan exultante con Inglorious; hoy mismísimo voy al cine a verla otra vez. Todas las pelis que le siguen son muy sólidas y sobresalen especialmente entre lo último que he visto. Diría que hasta imprescindibles.

Inglorious Basterds de Quentin Tarantino (Estados Unidos/Alemania)
Al acercarse a la última película de Tarantino uno pone el listón de expectativas demasiado alto, tanto que hasta podría resultar un poco injusto. Pero Tarantino es de los pocos cineastas en el mundo capaz de superar incluso las aspiraciones más optimistas. Inglorious es una obra mayor, revolucionaria, inclasificable y poderosa. Va a traer opiniones encontradas y unas cuantas quejas, claro que sí.

La graine et la mullet de Abdel Kechiche (Francia)
Kechiche ya se había lucido antes con la notable L'esquive, y ahora se confirma como un gran director a seguir y a tener en cuenta. Una familia de origen árabe se dispone a abrir un restaurante en un barco, encontrándose con unas cuantas dificultades en el camino. Un acercamiento íntimo a un montón de personajes cuestionables, y adorables al mismo tiempo.

Taare zameen par de Aamir Khan (India)
El cine indio también tiene películas centradas en anécdotas pequeñas, y ésta en particular es profundamente emotiva. Un niño tiene serios problemas en la escuela, con sus pares y su familia. Convencidos de que tiene problemas mentales y de conducta, sus padres deciden meterlo en un internado, donde sus problemas se agudizan. Si yo tuviese la posibilidad, difundiría esta película a lo largo y ancho del mundo. Ustedes no se la pierdan, por lo pronto.

The chaser de Hong-jin na (Corea del sur)
Un inescrupuloso proxeneta se indigna porque sus prostitutas lo abandonaron sin aviso, y procura tomar cartas en el asunto. En seguida se da cuenta de que todas ellas cayeron en manos de un retorcido asesino serial. Un thriller fortísimo y sangriento, donde increíblemente el psicópata es atrapado a los quince minutos de metraje.

The hangover de Todd Phillips (Estados Unidos/Alemania)
Un grupo de amigos se despierta sin acordarse de nada de lo que hicieron la noche anterior. Y en seguida descubren una serie de consecuencias inauditas. Un tigre en el baño, un amigo desaparecido, enemigos desperdigados por doquier, una patrulla de policía en lugar de su auto. Sería algo así como una buddy movie con trama policial; probablemente la comedia más divertida del año.

Katyn de Andrzej Wajda (Polonia)
Yo pensaba que Wajda estaba muerto, inactivo, o finiquitado creativamente. Pero nada que ver, el viejo se saca de adentro una historia que lo marcó de por vida, logrando plasmarla con empuje y gravedad. Como pasa con tantos otros hechos históricos que no tienen nada que ver con el holocausto nazi, pocos saben qué cuernos fue la masacre de Katyn. Acérquense, y sáquense la duda.

Eden lake de James Watkins (Inglaterra)
Una pareja sale a distenderse a un bosque idílico y aparentemente desierto. Pero una banda de adolescentes maleducados y molestos también anda por ahí, y empieza a atomizarlos demasiado. Luego de ciertos intercambios de violencia, las cosas llegan demasiado lejos, y nuestra protagonista deberá armarse con lo que venga para hacer frente a ese grupo de enfermitos.

Ip man de Wilson Yip (Hong Kong)
Bellísima película de artes marciales, con Donnie Yen haciendo de maestro protector de su pueblo, al sur de la China. Aunque no tenga mayor vuelo, se trata de una obra clásica, divertida y fresca, que además cuenta con la invaluable colaboración de Sammo Hung como coreógrafo de las secuencias de lucha. Cierta cuestión patriótica molesta un poco, pero en fin, no se puede pedir todo.

Luz silenciosa de Carlos Reygadas (México, Francia, Holanda, Alemania)
Ya sé que en estas páginas hablé mal de Reygadas una vez. Me equivoqué, el tipo es un gran cineasta. La peli es lenta como la mierda, pero también dice muchas cosas; un hombre no logra decidir si quedarse con su mujer y sus hijos o si irse a vivir con su amante, y su indecisión trae una tragedia inesperada. La intensidad contenida, el enfoque austero y un desenlace que recuerda al mejor Dreyer son elementos que conforman una gran obra.

The hill de Sidney Lumet (Inglaterra, 1965)
Mientras juro explorar la filmografía de Lumet hasta sus últimas consecuencias, aprovecho para sugerirles que se aproximen a este clásico olvidado. Entre varias 007 Sean Connery quiso prestarse para una película más autoral, que pudiera darle un poco de prestigio y para que lo tomaran un poco en serio. Lumet logró transmitir el calor y la existencia nauseabunda dentro de una cárcel británica para desertores de guerra.