Eran jóvenes y llenos de
luz, sus ojos y sus cuerpos irradiaban energía. Ella se llamaba Estela y
anhelaba ese amor puro e ingenuo de adolescencia, de chiquilla soñadora, que
sueña con ese mundo al que abarca su imaginación, un mundo al que no ha salido,
mientras hilvana y cose vestidos, preciosos pañuelos y no menos preciosas
mantillas que las gentes del pueblo lucen en las fiestas señaladas. Él se
llamaba Santiago y anhelaba dar luz a todos esos pueblos que aún veneraban
los candiles, amaba la electricidad y el progreso, como amó a Estela desde el
momento en que la vio por primera vez en el estanco, ella compraba unos sellos, él unos cigarrillos, no se miraron aunque el corazón les diese un
vuelco, el mismo vuelco que dio el pueblo el día que la electricidad comenzó a
funcionar, mientras la luz iluminaba las calles Santiago tomaba la mano de
Estela, ella veía en él a un héroe, no menos que un Hercúles,
un adalid de la modernidad que iluminaría su camino, llegó pasado un par
de años una sonada boda, dos hijos guapos y una imposición de la
rutina y de la costumbre, mientras por las noches la luz iluminaba el
pueblo y los candiles descansaban en los trasteros. Sin previo, como
sobrevienen las tragedias llegó la tempestad, arrastró la luz , el pueblo y con
todo lo que el avezado lector pueda imaginar, se llevó un historia de amor que
caducó.
Texto: Pedro Maximiano Cascos
Fotos: Ana Manotas Cascos
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