Mucho hemos tardado. Fue allá por el quinto aniversario de este Un libro al día cuando quienes por esa época llenaban de reseñas el blog se decidieron a desnudarse un poco y mostrar al mundo algo de su currículum lector, claro está, el anterior a embarcarse en este pequeña aventura. Han transcurrido no ya otros cinco años, sino seis, y todavía varios de ellos conservan humor y afición suficientes para seguir aquí, ni siquiera hace falta que los nombre, porque todos los conocéis: los cuatro fantásticos de ULAD. Y ahora, así, en frío, nos lanzan a los más jóvenes recientes colaboradores una invitación, no sé si algo envenenada, para que pasemos por el mismo trance. No sé si con más pudor que entusiasmo aceptamos la iniciativa, y aquí nos tendréis, uno tras otro, contando nuestras batallitas con los libros, espero que para entretener y no para aburrir.
Hummm… esto de las biografías lectoras tiene un peligro evidente: el autobombo, en plan: yo, devorador de libros desde mi la más tierna infancia, a los trece ya leía a Sartre y me había despachado la Ética a Nicómaco, lo que más me divertía era leer a Joyce en versión original para descubrir los matices del humor irlandés, y para mi decimoquinto cumpleaños me pedí las obras completas de… No va a ser mi caso. De hecho mi trayectoria como lector es bastante poco espectacular, discreta, hasta corriente.
La Prehistoria

Podría llamar así a esa etapa inicial de la infancia, más o menos tardía, porque todavía ni siquiera había comenzado propiamente mi historia como lector. Uno no era nada parecido a esos niños ensimismados/entusiasmados tras las páginas de un libro en un desván (vamos, el
Bastian de
La historia interminable), ni siquiera despachaba con avidez colecciones para chavales, y de hecho nunca he leído nada de
Los Cinco o similares. Las que sí volaban eran las páginas de tebeos de
Mortadelo, Zipi y Zape y cosas así, ya saben, Ibáñez, Vázquez y toda esa tropa, además de algunos antiguos de
Superman y
Hazañas bélicas de mi hermano mayor. Entre aquella marea de historietas ilustradas apenas pudo hacerse hueco alguna cosa de tapas algo más sólidas:
El principito que mandaban leer en el colegio,
Viaje al centro de la Tierra (único Julio Verne que quise leer de una amplia colección a mi disposición) o, algo más tarde, el
Diario de Ana Frank, además de un venerable tomo sobre astronomía que todavía luce su lomo azul en lugar preminente del salón, faltaría más. Las ventanas eran pequeñas, apenas dejaban ver el exterior, pero sí se podía intuir que algo asomaba por ellas.
La verdad está ahí fuera

Efectivamente, el primer impulso para ver lo que había detrás de los libros parece que me llevó, más que hacia la literatura, hacia los misterios de lo paranormal. No sé hasta dónde pudo influir la combinación previa entre Julio Verne y el libro sobre los cuerpos celestes, creo que no mucho, más bien debió ser el descubrimiento de los libros de mi primo Javi, que incluía unos cuanto títulos de gente como Erich von Däniken o Charles Berlitz. No sé cuántos de esos libros leí ni cuáles eran, solo se me ha quedado grabado el título de El triángulo de las Bermudas. Pero en todo caso eran distintos (aunque me temo que muy semejantes) tipos de misterios sobre ruinas mayas, extraterrestres, mensajes ocultos o desapariciones inexplicables. Servidor era desde luego muy crédulo, y debatía con ardor frente a quien se atreviese a poner en duda mis asombrosos descubrimientos. El asunto terminó de golpe cuando leí (no sé si en libro o en alguna revista) que J.J. Benítez afirmaba que había estado (de cuerpo presente, no en ensoñación) en Ganímedes, el satélite de Júpiter que yo conocía tan bien por el libro de astronomía. No, este señor no había estado en Ganímedes ni de coña, y en tiempo récord me convertí en agnóstico en materia paranormal. Posiblemente gracias a eso estuve preparado para abrir la siguiente ventana. La buena.
Los hermanos Maristas

Es muy posible que sea el único que lo diga, pero es de justicia: en favor de mi afición lectora intervinieron de forma decisiva dos profesores de Maristas de Bilbao. El primero fue el hermano Palencia (nunca supe su nombre). El plan de estudios incluía por esa época más bien algunos clásicos, supongo que el
Quijote, el
Lazarillo, Bécquer y no recuerdo qué más. O sea, nada demasiado atractivo para un chaval de quince o dieciséis años. Pero es que el hermano Palencia, desde luego muy a su pesar, nos hacía tanta gracia cuando hablaba enfáticamente de esos libros o cuando leía algún párrafo, que terminó por engancharme un poquito. También por ahí pudo empezar a entrar cierta afición a la poesía, quizá Machado, Lorca, mi paisano Blas de Otero, y tal vez la que podría considerar mi primera lectura seria:
La catedral, de Blasco Ibáñez.

La estocada decisiva me la dio don Pedro Orbezua, a quien seguramente haya ya citado alguna vez aquí. En clase era el hombre más serio y enérgico del mundo, inflexible, granítico, nos tenía acojonados pese a estar ya (nosotros, no él) en edad plenamente contestataria. Pero oiga, cada día entraba en clase con cuatro o cinco libros para leer pasajes concretos en que apoyar sus explicaciones. Y ahí sí que se abrieron las ventanas de par en par. En el irremediable orden cronológico entraron el 98, la generación del 27, Cela y Sender, y sobre todo la narrativa española de los 60 tras los pasos de Joyce o Faulkner, el existencialismo, Camus… En fin, todo ese mundo de la literatura irrumpió por aquella ventana como una luz inmensa, desordenada, inabarcable y fascinante.
Y todo lo demás

Cuento tantas cosas de ese momento cero porque a partir de ahí todo fue un flujo interminable que ha llegado hasta hoy mismo, con la misma ansia de conocerlo todo y sin nada que se pareciese a un sistema. Quizá de lo primero realmente potente, tras amagar con el
Retrato del artista adolescente y
Dublineses, fue el
Ulises, pero mezclado con mil cosas heterogéneas: el descubrimiento de que los clásicos griegos no eran un tostón incomprensible (
La Odisea, Sófocles),
La metamorfosis, César Vallejo,
La muerte en Venecia, Shakespeare, Sartre, Valle-Inclán, León Felipe, Nietzsche,
Jorge Manrique, libros políticos a cascoporro,
la Biblia y el Corán, Quevedo, por supuesto
Cien años de soledad…

No sería capaz de destacar hitos concretos, seguramente cada uno de esos grandes títulos de la literatura fue en sí mismo un gran empujón, el impulso hacia otras de las miles de ofertas que este arte iba sembrando aquí y allá. Pero tal vez hubo momentos en que determinados títulos me ayudaron a abrir nuevas ventanas a libros que escapaban a los clásicos consagrados. Ahí tuvieron bastante culpa
El nombre de la rosa y, unos años más tarde,
Juegos de la edad tardía. Efectivamente, había vida más allá de los 60 o 70 del siglo pasado y, aun manteniendo mi reverencia hacia los clásicos, también había que conocerla. Así se ha ido formando un aluvión casi aleatorio, una masa creo que bastante respetable, aunque muy modesta en comparación con mucha gente, seguramente todos mis compañeros de blog y muchos de nuestros habituales lectores.
¿Qué ha quedado en limpio de todos estos años de lectura caótica? Pues muy buenos ratos, algunas decepciones y tiempo perdido en cosas que no lo merecían, recuerdos de libros venerables, muchos olvidados por mi escasa memoria, y la sensación de haber explorado, aunque solo sea un poquito, el genio y el trabajo de muchos tipos brillantes que lo dejaron ahí escrito para que otros, en el momento o muchos años después, lo disfrutemos o aprendamos con ellos.
Y esto continúa.