algunos trabajos te gustan,
te inspiran un sentimiento
limpio y amable,
como el de
descargar
furgones de
pescado congelado.
el pescado llegaba embalado
en cajas con forma de ataúd
maravillosamente
pesado y tan tieso
que casi
no se podía doblar.
y llevabas manoplas gruesas
y un garfio
con el que enganchabas
aquellas malditas cosas,
las sacabas
arrastrándolas por
el suelo y las cargabas en el
camión
que estaba esperando.
y, cosa rara, no
teníamos capataz.
nos dejaban
solos,
sabían que haríamos
el trabajo.
siempre
enviábamos a algún
compañero a buscar más
botellas de
vino.
en los furgones,
muy resbaladizos,
hacía frío.
sacábamos aquellos pescados helados,
bebíamos vino
y el mal rollo
desaparecía.
estallaba
alguna pelea
pero nada realmente
violento.
yo era el que ponía
paz.
"¡venga, dejad
esa mierda!
¡vamos a sacar
este pescado de
aquí!
¡sí!"
luego nos
poníamos a reír
y a decir burradas
otra vez.
según avanzaba la tarde
nos íbamos quedando callados.
el pescado parecía
pesar más por
momentos.
nos dábamos golpes en las espinillas
y en las
rodillas
y el vino
caía pesadamente
en el
estómago.
la última
caja
la sacabas
de allí
por
cojones.
y al fichar de
salida
te pesaba
hasta la
ficha.
y luego montabas
en tu viejo coche
y volvías a
casa,
a la mujer que vivía contigo,
con la duda de
si te esperaba
un rato agradable
o
un infierno.
pero pensar
en el pescado congelado
con el que habías
estado trabajando
resultaba agradable y
tranquilizador.
y lo tenías que volver a
hacer:
enganchar y empujar
la madera.
caía la noche
y encendías
los faros del
coche
y, en aquel
instante,
el mundo estaba
bien.
Charles Bukowski, Poemas de la última noche de la Tierra
lunes, 28 de marzo de 2011
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