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martes, 18 de septiembre de 2018

Los buenos amigos

A David, Emilio, Francis, Nacho y Pedro.

Hace unas semanas os conté que estaba preparando un currículum para presentarme a algo que, aunque no necesitaba perentoriamente para vivir, sí me hacía mucha ilusión.
Bueno, pues finalmente los resultados han salido hoy. Nos hemos presentado trece, y con la satisfacción de haber quedado entre los trece primeros os tengo que contar la experiencia tan tremenda que he vivido.

Lo primero fue que me llamó Ignacio Vicente-Sandoval para avisarme del asunto y para animarme a que me presentara.
Me hizo mucha ilusión que Nacho pensara en mí como un posible buen candidato, y me animé a participar.
Le doy las gracias muy efusivamente por ello.

Ya he contado varias veces que soy un desastre para estas cosas. Siempre hago algo mal, no presento la documentación correcta, no cumplo el plazo, no acudo al sitio adecuado... Lo que sea. El caso es que siempre lo hago mal.
Así que esta vez me propuse hacerlo bien. Me estudié las bases, reuní la documentación y fui al registro pertinente a presentarla.
Una vez presentado, fui a diario para ver si había salido la lista provisional de admitidos, ya que, como os podéis imaginar, tenía el inveterado mosqueo de que algo hubiera salido mal, y según las bases había solo cinco días para subsanar lo que fuera.
Tenía que estar atento. La señorita que atendía el registro me veía aparecer cada mañana ante su mesa y cada mañana me decía que no había novedades.

Finalmente salió la lista provisional y, como me temía, yo estaba excluido. No podía ser. Esta vez lo había hecho perfectamente. (Pero mirad cómo a pesar de todo tenía el temor, y cómo ese temor era fundado).
El motivo de exclusión fue no haber acreditado algo que me constaba que había acreditado incluso con exhaustivo y pelmazo cansinismo.

Me quedé hundido, desarmado. Deshecho. ¿Qué más podía hacer? Esta vez lo había hecho bien y tampoco había servido. Estaba completamente desanimado.

Vi con sorpresa (no había ningún motivo de sorpresa; era, sencillamente, que no me lo esperaba) que mi amigo David García-Asenjo también se había presentado (y sí estaba entre los admitidos).

Las mejores amigas

En mi desesperación, lo primero que se me ocurrió fue llamarle: "¿Qué documentación has presentado tú, que te han admitido?" Pero no podía. ¿Cómo iba a hacerlo si él optaba a lo mismo que yo, si éramos involuntarios competidores? No: Definitivamente no podía ponerle en ese compromiso de obligarle a ayudarme o a poner alguna excusa para no hacerlo. Me ayudaría, por supuesto, pero no quería (y no debía) obligarle. Tenía que buscar otra solución.

En esto me llamó Nacho, que había visto las listas. Me animó. Me dijo cómo interpretaba mi exclusión según su experiencia. Me animó a volver a aportar la documentación señalada, a insistir, a no rendirme. Me dejó más tranquilo.

En ese momento, y sin saber dónde se metía, se cruzó mi amigo Francis sin saber nada de esto y contándome otra cosa. Aproveché para desahogarme con él. Le señalé también la calidad del amigo que se había interesado por mí, que me había llamado y me había animado tanto. Y me contestó, sencilla y naturalmente, que cada uno se merece los amigos que tiene y que yo me merezco los mejores.

Estoy mayor, me siento un inútil, estoy muy sensible, veo que soy un bobo, tengo amigos que me quieren mucho... Conclusión: Una fugaz lagrimita me escurre por el borde la nariz. Ay, Señor, qué mentecatez, qué blandura.

Al día siguiente, también ignorando dónde se metía y sin imaginar la muñeca chochona que se iba a encontrar, me llamó Emilio para otra cosa. Nueva exaltación de la amistad. Enésima muestra del cariño que me tiene Emilio... No os riáis, pero con todo esto me siento triste, patoso, torpe y muy feliz.

Pedro, otro de los grandes amigos, contrapesaba la tensión hablándome del asunto desapasionadamente, pero cumpliendo también una función decisiva para conseguir un cierto equilibrio en mi estúpido yo.

Y ya el colmo, la bomba, fue cuando David (mi amigo David, pero no olvidemos que al mismo tiempo uno de mis rivales en la pelea) me mandó un mensaje preguntándome que me había pasado y brindándome su ayuda.

jueves, 9 de octubre de 2014

Charlie Parker, el sabio ignorante

Aprovechando la gran alegría que me han dado últimamente Anatxu Zabalbeascoa y Luis Fernández Galiano, y también las cuatrocientas mil visitas al blog y el nuevo descenso en el ranking de blogs de ebuzzing, me apetecía hablar otro poco de jazz, que es un tema que tengo muy abandonado.
Estaba en estas cuando mi amigo Pedro, que me lee el pensamiento, me ha puesto un guasap: "¿Para cuándo una nueva entrada sobre música en tu blog?". Qué tío. Qué talento. Pues para ahora mismo:

Charlie Parker fue el músico de jazz que todos tenemos en mente: Pobre, negro en un mundo racista, sin padre, sin educación... (y drogadicto, y muerto muy joven...). Tiene todas las condiciones, todas las connotaciones y todos los etcéteras que se os ocurran para perfilar el personaje maldito de cualquier historia de jazz.
Aloja en sí todas las evocaciones, todos los sueños, todas las historias. Fascinó a Julio Cortázar (si no habéis leído "El Perseguidor" dejad de leed esto ahora mismo, dejad de hacer cualquier cosa que estéis haciendo y lanzaos a leerlo) y a Clint Eastwood (si no habéis visto Bird dejad de leed esto ahora mismo, dejad de hacer cualquier cosa que estéis haciendo y lanzaos a verla).
(Cortázar no quiere ceñirse estrictamente a Parker y en su relato se inventa un personaje, pero es Parker. Además dedica el cuento a Ch. P., in memoriam. Eastwood, por el contrario, en su película es perfectamente biográfico y documental).
No competiré con Cortázar ni con Eastwood (no me gusta abusar), pero os apuntaré un par de cosas para que quienes no conozcáis demasiado a Charlie Parker le empecéis a amar.


Su pobre madre, haciendo un milagroso esfuerzo, le compró el saxo alto más barato del mundo, de cuarta o quinta mano (y boca), muy estropeado. Las llaves no cerraban bien, las zapatas cuarteadas dejaban escapar aire, y muchos mecanismos no funcionaban.
Con el instrumento lleno de gomas elásticas y de celofán, y con sus zapatas chorreando agua, el niño Charlie lo hacía sonar.
(La madre, por su parte, colaboró haciéndole al saxo una funda con tela de almohada a rayas azules).
Nunca tuvo un profesor. Nadie le enseñó la digitación correcta, que además en ese saxo era imposible, pues mientras que, por ejemplo, con los dedos índice y corazón de la mano izquierda cerraba las llaves 1 y 2 para hacer un La como mandan los cánones, con el meñique tenía que sujetar una varilla o tapar un hueco que se abría inopinadamente.
A falta de otros juguetes y distracciones, pasaba horas y horas tocando el saxo. Con su oído prodigioso sacaba todas las canciones que conocía, y con su instinto y afán juguetón las adornaba y enlazaba.
Tenía una gran memoria y una gran intuición, y le bastaba escuchar cualquier canción en el aparato de radio de un vecino para tocarla exactamente igual.
Con esa formación autodidacta, y capaz ya (según él) de tocar todas las canciones del mundo, escuchó a Lester Young en el Reno Club de su ciudad, Kansas City, y se quedó fascinado. Fue varias veces a escucharle. Se llevaba su saxo, y mientras le oía iba repasando con los dedos (sin aplicar la boca) las posiciones de todas las notas que daba Lester, sin fallar ni una. Y eso es un prodigio, porque Lester Young era uno de los músicos más hábiles y pasmosos de la época.
Después, cuando podía, se quedaba a ver y a escuchar la jam session, en la que el maestro tocaba de manera informal con los músicos locales y con otras estrellas que estaban allí de paso como él, con esa mezcla irreproducible de reto, compañerismo y chulería.
Charlie pasó meses repitiendo una y mil veces las piezas que le había escuchado a Lester Young, y al cabo de ese tiempo se atrevió por fin a participar en una jam session. (Ya sin Lester Young). Fue en el club High Hat. Se puso a la cola con los demás aspirantes y esperó su turno.
Subió al escenario, esperó la entrada que le daban los acordes del piano y empezó a tocar con precaución, buscando el momento del solo. Se metió en Body and Soul, tocó un coro completo y al siguiente trató de doblar el tiempo. A continuación el pianista hizo algo que él no entendió: algo tan sencillo como repetir el tema cambiando de tono. Hubo una acumulación de desastres hasta que el batería dejó de tocar y se hizo un silencio que acabó en una estruendosa carcajada.
Charlie Parker se fue a su casa llorando y no volvió a tocar el saxofón (su vida, su alma) durante tres meses.


Nunca había tocado con otros, y no sabía que durante la ejecución de una pieza es habitual hacer algún cambio de tono. Charlie Parker se había hecho una rara idea de que toda la música del mundo se hacía en una sola tonalidad. Mejor dicho: Ni se había parado a pensar que existía la tonalidad.
Le explicaron que no había una tonalidad universal, sino una docena de tonalidades mayores (una por cada tecla del piano, blanca o negra, de Do a Do), y otras tantas menores.

Esta información básica y apresurada no le llevó a preguntar más, ni a buscar un profesor, o al menos un amigo algo más adelantado que él, sino que le hizo encerrarse en su casa y practicar, una por una, todas las tonalidades posibles.
Vamos a ver -se decía a sí mismo-; la tonalidad natural, la del Do, es:
Do, Re, Mi, Fa, Sol, La, Si, Do.
Si subimos cada nota un semitono tendremos la tonalidad del Do sostenido:
Do#, Re#, Mi#=Fa, Fa#, Sol#, La#, Si#=Do, Do#.
Subamos otro semitono y tendremos la del Re:
Re, Mi, Fa#, Sol, La, Si, Do#, Re.
Etcétera. Hasta la tonalidad del si. (Todas ellas mayores. Por ahora). Doce tonalidades.
Nadie en su sano juicio había tocado jamás en Sol sostenido mayor, o en Fa sostenido mayor, por decir algo. Los músicos de jazz manejaban tres o cuatro tonalidades a lo sumo.
Pero eso Charlie no lo sabía. Se había puesto en ridículo por no saber cambiar de tono durante una canción y ahora las tocaba todas cambiando constantemente de tonalidad en tonalidad, pasando por todas las posibles.
Tocó un blues en Mi que dejó perplejos a quienes lo escucharon. (Los blues no se tocaban en Mi, y este sonaba muy raro). Estaba empezando a crear un sonido propio, gracias a su concienzuda ignorancia de la armonía y de cualquier teoría musical.
Y tenía horas y horas, y días y días, y semanas y semanas, y meses y meses, para experimentar con aquello con lo que nunca antes había experimentado ningún músico de jazz.
Sin ayuda de nadie exploraba los caminos de la armonía. (Pero los exploraba a su manera, sin mapas ni pistas; sin referencias, sin nada). Encontraba disonancias y acordes por casualidad, y desentrañaba la estructura de la música de una forma que nunca antes se había experimentado. Su tremenda ignorancia le hizo pasar muchísimo tiempo probando sonidos que cualquier profesor le habría exigido que desechara. Perdió tanto tiempo en asuntos en los que no merecía la pena perder el tiempo que encontró algo nuevo, fascinante.
Charlie dominaba las escalas "raras". Y, para colmo, había conseguido un saxofón nuevo.

lunes, 6 de septiembre de 2010

¿Se puede ser moderno?

Borges decía que él era moderno porque no podía ser otra cosa. Ciertamente, en su situación, en su ambiente, en su momento, no tenía más remedio que ser moderno.
Por eso mismo, nosotros somos post-modernos.
Hace décadas que el arte moderno terminó de decir lo que tenía que decir, y nació su manierismo, en el que aún estamos.
Lo primero que se me ocurre pensar es que el arte, según definición clásica, imitaba a la naturaleza. Después estudió la naturaleza, sobre todo la naturaleza abstracta de las cosas y del mundo, e intentó descubrir pautas de generación de un universo. O sea, volvió a imitar a la naturaleza, pero no en sus ejemplos externos y anecdóticos, sino en sus leyes.
Y ahora el arte ha dejado de imitar tanto las formas externas de la naturaleza como su orden íntimo, e imita al propio arte. O sea, es un simulacro de un simulacro.