Ayer mismo escribí una entrada en este blog con un tono sarcástico y seguramente más estúpido de lo aconsejable, pero es que, comprendedme, ya estaba cansado de mesarme los cabellos, de indignarme, de rabiar y de gritar. ¿Para qué? ¿Qué más da todo?
El caso es que, como imaginaba, lo que escribí en tono de burla mucha gente lo piensa en serio.
Varios periódicos han dado la noticia de la ignominia, y, como todos ellos en sus ediciones digitales tienen abierta la posibilidad de que cualquier lector pueda opinar, aquello se ha puesto perdidito de opiniones.
Opiniones indignadas porque a los arquitectos nos gusten mierdas como la felizmente derribada y no nos gusten las casas buenas y bonitas de verdad como la que se está terminando de construir. Siempre lo mismo. No basta ya con la ignorancia, sino que hay un cabreo exaltado, un odio a quienes hemos consagrado nuestra vida a la arquitectura, porque actuamos como si conociéramos un arcano que a ellos les estuviera vedado y por ello nos sintiéramos superiores. (Y, por supuesto, no piensan hacer nada por estudiar, por escuchar, por aprender...)
-¡A mí ningún chulo me va a decir lo que está bien y lo que está mal!
Bueno, pues yo voy a osar decir un par de cosas.
Ya he dicho varias veces que todo es opinable, y que todo el mundo tiene derecho a opinar, pero que no todas las opiniones son respetables.
Esto en otros campos se entiende muy bien: Yo, que no sé exactamente por dónde queda el hígado, ni siquiera aproximadamente por dónde el páncreas, ni para qué sirven, puedo criticar la desobstrucción del colédoco que le han hecho a mi tío Recesvinto, puedo hablar -con un palillo entre los dientes- de la disparatada pancreatectomía parcial que le han practicado a mi colega Triboniano y puedo incluso proclamar que lo que tenían que haber hecho ambos era dejarse de médicos y tomar mucho zumo de limón. El zumo de limón es buenísimo. Y la homeopatía.
Pues sí. Pues estas cosas se dicen y ya está. Y no pasa nada. Todos sabemos de todo y todos opinamos de todo.
Lejos de mí pedir, sugerir siquiera, que quien no sepa no opine. Tan sólo opino -opinar es libre, ya digo- que quien opina de algo sin tener ni idea, sin haberse parado a pensar sobre ello, sin tener ninguna referencia ni ningún criterio salvo el de la ciencia infusa, es un bocachancla y un mascachapas. Pero, claro, esto es sólo una opinión mía.
Hoy resulta que es lo mismo
ser derecho que traidor,
ignorante, sabio, o chorro,
generoso o estafador.
¡Todo es igual!
¡Nada es mejor!
Lo mismo un burro
que un gran profesor.
No hay aplazaos ni escalafón,
los ignorantes nos han igualao.