En pleno verano siempre me apetece hablaros de jazz, pero hoy en vez de comentaros alguna pieza mítica o decir algo de algún músico importante os voy a contar un cuento que escribí hace tiempo.
Está muy vagamente inspirado en una actuación tristemente famosa de varios de los mejores músicos de su momento, pero que no tuvieron su mejor noche.
La he deformado mucho, a mi gusto, y me he inventado lo que he querido, pero a pesar de ello creo que los muy aficionados al jazz la podréis reconocer.
A ver si os gusta.
LA PEOR ACTUACIÓN
Las luces se hicieron más tenues y un cañón iluminó el pequeño escenario. El dueño, emocionado y orgulloso por haber conseguido a tan buenos músicos, apareció en el círculo de luz y dijo:
–Señoras y señores: El New Rose Club se complace en presentarles... ¡al gran Tommy Francis y a su grupo!
Los asistentes rompieron a aplaudir y el gran Tommy Francis hizo una vagarosa entrada, deambulando por el escenario, perdido. Tras él entraron los miembros de su banda.
Con los ojos acuosos, Tommy intentó otear la sala por si descubría a su proveedor, pero el cañón era demasiado potente como para ver algo. Le hacía daño la luz y estaba mareado. Así que tomó el micrófono y, en vez de saludar como era de rigor, dijo, simplemente:
–Rex, te llevo esperando media hora en el camerino. Si estás ahí haz el puñetero favor de subir.
Los desconcertados espectadores miraron en derredor, a ver quién se levantaba y acudía, pero nadie lo hizo. Tommy, tras unos minutos de vana espera, se dirigió a sus músicos.
–Así no puedo tocar.
No podía pensar en otra cosa. Rex le había fallado. Había quedado en ir allí media hora antes y no había aparecido. Desde luego, él así no podía tocar.
Sus compañeros no estaban mucho mejor: Robie Robson, el pianista, se había bebido en el camerino dos botellas de bourbon (no eran las únicas del día, por supuesto), y sonreía estúpidamente, borracho perdido, mirando ensimismado las teclas del piano. Henry Perkins, el batería, algo menos bebido, tenía toda su atención puesta en una chica que se sentaba al fondo. Lowell Louis, al contrabajo, estaba casi bien. Y Harry, el trompeta, ni siquiera había venido.
Pasaban los minutos y la música no empezaba. El público se empezaba a poner nervioso, y al fin Lowell, puesto que el líder no decía nada, insinuó:
–¿Empezamos con Sweet Lorraine?
–¡Yo así no puedo! –dijo Tommy.
–¿Y qué hacemos?
–¡Yo qué sé! ¡Yo así no puedo!
–¿Entonces?
–De acuerdo. Sweet Lorraine.
La canción empezaba (debía empezar) con unos acordes al piano, pero Robie estaba demasiado absorto en la contemplación del teclado como para hacer nada. Le preocupaba la irregular alternancia de teclas blancas y negras, que, como si ahora las viera por primera vez, le sugerían nuevas escalas posibles. Era muy curioso, sí. Era una estructura endiablada, la de la música. También pensaba en el ajedrez (el teclado era el desarrollo lineal del tablero), considerando que tal vez, si estuviera más despierto, podría analizar ciertas maniobras del juego desde el punto de vista armónico.
Henry, muy divertido, hacía gestos obscenos a la chica –sin que ésta, a su juicio, mostrara repugnancia–. Dejó la batería para sacar a Robie de sus abstrusas disquisiciones dándole una amistosa patadita en el culo para que empezara. Por efecto de la sorpresa, el pianista dio un manotazo al teclado. Henry rompió a reír y Robie siguió aporreando las teclas a manotadas, también riendo, descubriendo armonías que al parecer sólo él sabía apreciar.
Dando por buenos los manotazos de Robie, Henry tomó el mando de su batería y le siguió la corriente. Lowell y Tommy no podían o no querían hacer su parte, y así continuó durante un minuto el estrafalario dúo de piano y percusión.
Los dedos de un músico tienen memoria e inteligencia propias. Los de Robie, ignorando el estado mental de su dueño, acabaron por encontrar las armonías de Sweet Lorraine. Lowell anotó con su contrabajo, y Tommy, como un escupitajo, lanzó una frase frenética con su saxo y se lo quitó repentinamente de la boca como si le diera asco. Fue la peor interpretación de Sweet Lorraine (y la más corta) que se haya oído jamás.
Por el fondo de la sala entró Rex, por fin, y se dirigió hacia el escenario. Tommy le vio venir, y su excitación llegó al límite. Los segundos que tardó Rex en llegar se le hicieron eternos.
–Señoras y señores: El New Rose Club se complace en presentarles... ¡al gran Tommy Francis y a su grupo!
Los asistentes rompieron a aplaudir y el gran Tommy Francis hizo una vagarosa entrada, deambulando por el escenario, perdido. Tras él entraron los miembros de su banda.
Con los ojos acuosos, Tommy intentó otear la sala por si descubría a su proveedor, pero el cañón era demasiado potente como para ver algo. Le hacía daño la luz y estaba mareado. Así que tomó el micrófono y, en vez de saludar como era de rigor, dijo, simplemente:
–Rex, te llevo esperando media hora en el camerino. Si estás ahí haz el puñetero favor de subir.
Los desconcertados espectadores miraron en derredor, a ver quién se levantaba y acudía, pero nadie lo hizo. Tommy, tras unos minutos de vana espera, se dirigió a sus músicos.
–Así no puedo tocar.
No podía pensar en otra cosa. Rex le había fallado. Había quedado en ir allí media hora antes y no había aparecido. Desde luego, él así no podía tocar.
Sus compañeros no estaban mucho mejor: Robie Robson, el pianista, se había bebido en el camerino dos botellas de bourbon (no eran las únicas del día, por supuesto), y sonreía estúpidamente, borracho perdido, mirando ensimismado las teclas del piano. Henry Perkins, el batería, algo menos bebido, tenía toda su atención puesta en una chica que se sentaba al fondo. Lowell Louis, al contrabajo, estaba casi bien. Y Harry, el trompeta, ni siquiera había venido.
Pasaban los minutos y la música no empezaba. El público se empezaba a poner nervioso, y al fin Lowell, puesto que el líder no decía nada, insinuó:
–¿Empezamos con Sweet Lorraine?
–¡Yo así no puedo! –dijo Tommy.
–¿Y qué hacemos?
–¡Yo qué sé! ¡Yo así no puedo!
–¿Entonces?
–De acuerdo. Sweet Lorraine.
La canción empezaba (debía empezar) con unos acordes al piano, pero Robie estaba demasiado absorto en la contemplación del teclado como para hacer nada. Le preocupaba la irregular alternancia de teclas blancas y negras, que, como si ahora las viera por primera vez, le sugerían nuevas escalas posibles. Era muy curioso, sí. Era una estructura endiablada, la de la música. También pensaba en el ajedrez (el teclado era el desarrollo lineal del tablero), considerando que tal vez, si estuviera más despierto, podría analizar ciertas maniobras del juego desde el punto de vista armónico.
Henry, muy divertido, hacía gestos obscenos a la chica –sin que ésta, a su juicio, mostrara repugnancia–. Dejó la batería para sacar a Robie de sus abstrusas disquisiciones dándole una amistosa patadita en el culo para que empezara. Por efecto de la sorpresa, el pianista dio un manotazo al teclado. Henry rompió a reír y Robie siguió aporreando las teclas a manotadas, también riendo, descubriendo armonías que al parecer sólo él sabía apreciar.
Dando por buenos los manotazos de Robie, Henry tomó el mando de su batería y le siguió la corriente. Lowell y Tommy no podían o no querían hacer su parte, y así continuó durante un minuto el estrafalario dúo de piano y percusión.
Los dedos de un músico tienen memoria e inteligencia propias. Los de Robie, ignorando el estado mental de su dueño, acabaron por encontrar las armonías de Sweet Lorraine. Lowell anotó con su contrabajo, y Tommy, como un escupitajo, lanzó una frase frenética con su saxo y se lo quitó repentinamente de la boca como si le diera asco. Fue la peor interpretación de Sweet Lorraine (y la más corta) que se haya oído jamás.
Por el fondo de la sala entró Rex, por fin, y se dirigió hacia el escenario. Tommy le vio venir, y su excitación llegó al límite. Los segundos que tardó Rex en llegar se le hicieron eternos.