Mostrando entradas con la etiqueta cuento. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta cuento. Mostrar todas las entradas

miércoles, 22 de julio de 2020

La peor actuación

En pleno verano siempre me apetece hablaros de jazz, pero hoy en vez de comentaros alguna pieza mítica o decir algo de algún músico importante os voy a contar un cuento que escribí hace tiempo.
Está muy vagamente inspirado en una actuación tristemente famosa de varios de los mejores músicos de su momento, pero que no tuvieron su mejor noche.
La he deformado mucho, a mi gusto, y me he inventado lo que he querido, pero a pesar de ello creo que los muy aficionados al jazz la podréis reconocer.
A ver si os gusta.

Fotograma de Bird (1988), de Clint Eastwood

LA PEOR ACTUACIÓN

Las luces se hicieron más tenues y un cañón iluminó el pequeño escenario. El dueño, emocionado y orgulloso por haber conseguido a tan buenos músicos, apareció en el círculo de luz y dijo:

–Señoras y señores: El New Rose Club se complace en presentarles... ¡al gran Tommy Francis y a su grupo!

Los asistentes rompieron a aplaudir y el gran Tommy Francis hizo una vagarosa entrada, deambulando por el escenario, perdido. Tras él entraron los miembros de su banda.

Con los ojos acuosos, Tommy intentó otear la sala por si descubría a su proveedor, pero el cañón era demasiado potente como para ver algo. Le hacía daño la luz y estaba mareado. Así que tomó el micrófono y, en vez de saludar como era de rigor, dijo, simplemente:

–Rex, te llevo esperando media hora en el camerino. Si estás ahí haz el puñetero favor de subir.

Los desconcertados espectadores miraron en derredor, a ver quién se levantaba y acudía, pero nadie lo hizo. Tommy, tras unos minutos de vana espera, se dirigió a sus músicos.

–Así no puedo tocar.

No podía pensar en otra cosa. Rex le había fallado. Había quedado en ir allí media hora antes y no había aparecido. Desde luego, él así no podía tocar.

Sus compañeros no estaban mucho mejor: Robie Robson, el pianista, se había bebido en el camerino dos botellas de bourbon (no eran las únicas del día, por supuesto), y sonreía estúpidamente, borracho perdido, mirando ensimismado las teclas del piano. Henry Perkins, el batería, algo menos bebido, tenía toda su atención puesta en una chica que se sentaba al fondo. Lowell Louis, al contrabajo, estaba casi bien. Y Harry, el trompeta, ni siquiera había venido.

Pasaban los minutos y la música no empezaba. El público se empezaba a poner nervioso, y al fin Lowell, puesto que el líder no decía nada, insinuó:

–¿Empezamos con Sweet Lorraine?

–¡Yo así no puedo! –dijo Tommy.

–¿Y qué hacemos?

–¡Yo qué sé! ¡Yo así no puedo!

–¿Entonces?

–De acuerdo. Sweet Lorraine.

La canción empezaba (debía empezar) con unos acordes al piano, pero Robie estaba demasiado absorto en la contemplación del teclado como para hacer nada. Le preocupaba la irregular alternancia de teclas blancas y negras, que, como si ahora las viera por primera vez, le sugerían nuevas escalas posibles. Era muy curioso, sí. Era una estructura endiablada, la de la música. También pensaba en el ajedrez (el teclado era el desarrollo lineal del tablero), considerando que tal vez, si estuviera más despierto, podría analizar ciertas maniobras del juego desde el punto de vista armónico.

Henry, muy divertido, hacía gestos obscenos a la chica –sin que ésta, a su juicio, mostrara repugnancia–. Dejó la batería para sacar a Robie de sus abstrusas disquisiciones dándole una amistosa patadita en el culo para que empezara. Por efecto de la sorpresa, el pianista dio un manotazo al teclado. Henry rompió a reír y Robie siguió aporreando las teclas a manotadas, también riendo, descubriendo armonías que al parecer sólo él sabía apreciar.

Dando por buenos los manotazos de Robie, Henry tomó el mando de su batería y le siguió la corriente. Lowell y Tommy no podían o no querían hacer su parte, y así continuó durante un minuto el estrafalario dúo de piano y percusión.

Los dedos de un músico tienen memoria e inteligencia propias. Los de Robie, ignorando el estado mental de su dueño, acabaron por encontrar las armonías de Sweet Lorraine. Lowell anotó con su contrabajo, y Tommy, como un escupitajo, lanzó una frase frenética con su saxo y se lo quitó repentinamente de la boca como si le diera asco. Fue la peor interpretación de Sweet Lorraine (y la más corta) que se haya oído jamás.

Por el fondo de la sala entró Rex, por fin, y se dirigió hacia el escenario. Tommy le vio venir, y su excitación llegó al límite. Los segundos que tardó Rex en llegar se le hicieron eternos.

sábado, 25 de noviembre de 2017

El pabellón

Dedicado a Agustín Ferrer Casas (a quien
espero no contaminarle el cómic que está
haciendo), a Ekain Jiménez Valencia y a
Javier R. Cabello por haberme disparado a
elucubrar esta fantasía.


Alemania se jugaba mucho en la Exposición Universal de Barcelona. Desde la derrota de la Gran Guerra Europea, hacía ya diez años, no habían sido capaces aún de levantar cabeza, y eso que seguían siendo un ejemplo de finura y precisión. ¿Cómo era posible que teniendo una tecnología tan avanzada, una maquinaria tan eficiente y una capacidad de trabajo tan alta no terminaran de imponerse en los mercados ni de salir de la crisis que los asfixiaba?
En Barcelona tenían que enseñar lo que eran y lo que sabían hacer. Tenían que mostrar con orgullo sus productos perfectos. Tenían que sorprender y engatusar a los estadounidenses, a los italianos, a los españoles, a los franceses, a los ingleses... A todos. Tenían que conseguir que todos los países del mundo les encargaran barcos, aeroplanos, automóviles, maquinaria pesada y objetos manufacturados de todo tipo, y que la banca mundial les financiara esos encargos.

La Exposición Universal de Barcelona tenía que conseguir el milagro de que Alemania enamorara al mundo entero.
Naturalmente, aparte de los productos que se expusieran el propio pabellón tenía que ser un ejemplo de buena construcción, de solvencia, de avance técnico. Había que convocar a los mejores arquitectos para que lo diseñaran.
Pero el pabellón también tenía que movilizar al pueblo alemán, tan sufrido y en esos momentos aún tan humillado. Los alemanes tenían que ilusionarse con el pabellón. Su pabellón. Su patria.

En 1928, para involucrar al pueblo en el diseño del pabellón de su patria, el comité designado decidió convocar un concurso abierto tanto a profesionales como a aficionados. Cualquier ciudadano interesado en ello podía presentar un diseño. Y podía ganar.
(Esto era una medida demagógica y tramposa. Que participaran todos los que quisieran y que presentaran sus torpes e infantiles diseños: Al final, lógicamente, se llevaría el premio un profesional y todos tan contentos).

Efectivamente, se recibieron miles de propuestas. La inmensa mayoría eran torpísimos dibujos de gente incompetente y fueron desechados a la primera. Unos cincuenta llegaron a la fase final, y se fueron haciendo varias rondas eliminatorias hasta que quedaron dos propuestas:

Finalista nº 1. Fue llamada "Monumento" por los miembros del comité

Finalista nº 2. Fue llamada "Esa cosa" por los miembros del comité

lunes, 1 de agosto de 2016

Un encuentro y un duelo

El otro día mi amigo Emilio vino a visitarme al hospital. Hablamos del blog (siempre me alegra con sus amables comentarios y apreciaciones) y me dijo que hacía tiempo que no ponía nada sobre jazz.
Es cierto. Lo voy a hacer ahora. Pero como estoy un poco vago (más mimoso que debilucho) y además medio de vacaciones, permitidme que copie sin más un viejo cuento.
Este cuento, del que aún me siento muy satisfecho, quedó finalista en el muy prestigioso concurso "Hucha de Oro". Fue en la edición XXVIII, del año 1994.
Espero que os guste.


UN ENCUENTRO Y UN DUELO
         A esa hora de la tarde el club no tenía nada de la magia, ni de la sensualidad –ni tampoco de la sordidez– que le eran propias por la noche. Ahora era sólo un salón inofensivo y apaletado. Las sillas, colocadas sobre las mesas con las patas para arriba, eran los únicos estrafalarios ocupantes del local. La pista de baile, fregada por la mañana, aguardaba a ser hollada de nuevo por la noche. Hasta entonces aquello estaba muerto.
        El muchacho había esperado en la acera, con su saxofón al hombro, a que un susceptible empleado abriera el local, y le había mentido diciéndole que tenía una cita con el bandleader. El portero ni le creyó ni le dejó de creer.
         –Viene a las ocho y media –le dijo–. Por la entrada de artistas –le indicó con un movimiento de barbilla el callejón lateral y desapareció en el vestíbulo, sin dirigirle una mirada más.
         Al cabo de dos horas llegó el músico. El muchacho lo reconoció por las fotos de los discos, y le salió al paso ansiosamente.
         –Maestro, toco el saxo tenor.
        –¿Eh? Sí; bien. Debe de haber un error. No he convocado ninguna audición. Lo siento; tengo la banda al completo.
         –Sí. Ya lo sé. No vengo por un puesto. Sólo quiero que me oiga.
         –Mira, chico; no es el momento. No...
     –Por favor. Falta aún una hora y media para su actuación. Mientras van llegando sus músicos óigame. Ni siquiera me preste atención si no quiere. Yo tocaré mientras usted hace lo que tenga que hacer.
        Lo que tenía que hacer el director de la banda era descansar y concentrarse, fumar y quizá beber algo pensando en su soledad itinerante. El ansia del muchacho le hizo rememorar tiempos pasados; le enterneció y le decidió a apartar de su pensamiento la fundada sospecha de incompetencia y petulancia. Acaso no tocara muy mal del todo un jovencito que tenía tal desfachatez.
       –De acuerdo. Veamos qué sabes hacer.
      El muchacho tomó su saxo y atacó Body and Soul según la mítica versión de Coleman Bean Hawkins. La siguió respetuosamente durante unos pocos compases y en seguida la alteró a su aire, divagando con fraseos largos que se enredaban en arabescos poderosos. El maestro apreciaba las limitaciones técnicas del muchacho, pero estaba muy gratamente sorprendido por su fuerza y su decisión. En pasajes particularmente difíciles, en los que el joven se metía sin necesidad y de los que no podía salir airoso con su imperfecta técnica, sucumbía decididamente, sin pretender disimular. Se hundía hasta el final, soplando dolorosamente, gimiendo con la garganta e incluso babeando la embocadura. El resultado era impresionante. Ahí había pasión, había vida, lucha, coraje y fracaso. Esa forma de tocar contaba una historia, una gran historia llena de humanidad.

martes, 10 de julio de 2012

Yo deseo

(Hoy pongo en el blog una especie de cuento. Es de hace dos años, y coincidió con el Mundial de Fútbol, pero hoy me he vuelto a acordar, quizá por la Eurocopa, quién sabe. En realidad no es un cuento. Es algo especial. Es un "encargo" o una "transferencia" de mi amigo Emilio, en quien me encarné momentáneamente. Mezclé recuerdos míos con los suyos. Espero que me perdone por colgarlo aquí).

Dedicado a Emilio García Alonso
y a Ramón Nieto

Hace un par de semanas sentí que todos mis recuerdos eran falsos, que mi padre no era la persona que yo llevo ya tantos años evocando, y que ni las cosas habían ocurrido como yo creía ni las personas queridas habían sido como las recordaba. Durante unos minutos se me desmoronó mi vida, y no supe si todo había sido una invención o un espejismo.

Cuando murió Franco yo tenía quince años. En aquella época no se hablaba de política, y los niños de quince años éramos sólo eso: niños. Nuestra patria era el fútbol y nuestra ideología eran Eddy Merckx y Luis Ocaña. Yo me enteré después de muchas cosas, como todo el mundo; pero entonces, para los chicos de mi edad Franco era el que mandaba en España y el que salía en los sellos y en las monedas. Nada más. Recuerdo que lo primero que pensé cuando se murió fue si las monedas iban a seguir valiendo o si nos darían unos días de plazo para que nos las gastáramos. También recuerdo, creo que muy claramente, la mañana del veintiuno de noviembre, de camino al colegio, con los quiosqueros tomando los periódicos de los paquetes aún atados sobre la acera, y desatándolos y vendiéndolos frenéticamente allí mismo, en el suelo. Y recuerdo finalmente a Don Luis en la calle, ante la puerta cerrada del colegio, mandándonos a casa. Se veía que eran momentos solemnes, pero yo celebré los días de vacaciones que nos daban.
Era el mayor de mis hermanos, y mi padre me trataba siempre como a tal cuando había algún problema, para exigirme responsabilidad y ejemplo ante ellos y para regañarme por los desaguisados, pero también para llevarme al fútbol.
Mi padre no hablaba de política. Nadie hablaba entonces de esas cosas. Eso no existía. De lo que sí discutíamos mucho era de Del Bosque: A él no le gustaba nada; decía que era demasiado pasivo, soso, poco luchador, y que le hacía mucho daño al juego del Real Madrid. A mí, por el contrario, Del Bosque siempre me pareció un artista, y se lo decía a mi padre sin tapujos, incluso acusándole de no tener ni idea de fútbol y de apreciar sólo el juego de tanques y apisonadoras. Mi padre se enfadaba mucho y zanjaba las discusiones diciéndome:
–Cállate, que yo he visto jugar aquí a Di Stéfano.
(¿O esas discusiones también me las había inventado? ¿O las había deformado?).
Pero aquel día, cuando mi padre volvió a casa por la tarde, me tendió el Informaciones, me señaló un artículo y me dijo:
–Emilio, lee esto.
Por aquella época yo del periódico sólo leía los deportes y la cartelera de cine, pero esa vez capté la solemnidad, casi la trascendencia de mi padre, y me dispuse a leer el artículo con atención.


He dicho que era un crío y que sólo me interesaba el fútbol, pero lo que decía aquel artículo me impresionó. El autor hablaba de esperanza por un nuevo tiempo (obviamente se refería a lo que deseaba que ocurriera ahora en España), y me pareció valiente. Y lo entendí, al menos en su sentido general.
Le devolví el periódico. Estaba emocionado porque él me había considerado lo suficientemente adulto como para entenderlo, y había confiado en mí. Me sentí aún más mayor, más hijo mayor y más hermano mayor. Me sentí importante, no sabía muy bien por qué.

Han pasado treinta y cinco años. Hice una carrera universitaria, mi padre murió, me casé, tuve una hija y un hijo, al que sigo intentando abonar al Real Madrid… La vida me ha hecho más escéptico y me ha desencantado lo normal, lo que a todos.
El otro día, hará un par de semanas, pasé por delante de la Hemeroteca Municipal de Madrid (Calle del Conde Duque, número 11), y se me ocurrió entrar. Había vivido estos treinta y cinco años en Madrid y podría haber buscado aquel artículo en cualquier momento, pero no se me ocurrió. Son de esas cosas que uno conserva en la memoria, cada vez más vagamente, pero que no se le ocurre comprobar. Y de pronto noté no sólo el pinchazo de la curiosidad, sino la necesidad imperiosa de volver a leer aquel artículo, de volver a tocar aquel viejo papel, de volver a escuchar la voz de mi padre:
–Emilio, lee esto.
Necesitaba volver a leerlo.
Entré con timidez e inseguridad. Me acerqué a una empleada y le dije que quería leer el Informaciones del veintiuno de noviembre de mil novecientos setenta y cinco.
Me preguntó muy amablemente si tenía tarjeta de lector. Le contesté que no, confuso en aquel mundo extraño, arrepentido de estar allí y preguntándome que a santo de qué había tenido que entrar, si yo, al fin y al cabo, iba andando por la calle a hacer una gestión. Pero mientras me arrepentía iba dándole el deeneí y firmando papeles.
Me señaló una mesa y me dijo que esperara allí a que me llevaran el tomo. Me senté y me quedé en silencio. Había otros dos lectores, enfrascados en sus tochos, tomando notas como monjes medievales, ajenos al mundo exterior. Yo  no tenía nada con lo que entretenerme, así que aguanté los minutos de espera mirando todo aquello, y cada vez más sorprendido de estar allí. Pero, al mismo tiempo, mis ganas de releer aquel artículo iban creciendo, y llegaron a hacerse apremiantes, angustiosas.
Al rato apareció otra empleada con un tomo en el que estaban encuadernados todos los Informaciones de aquel lejano mes de noviembre.
Lo empecé a hojear con morosidad. Tenía tantas ganas de llegar que me entretuve voluntaria y voluptuosamente. No sé por qué. Empecé a pasar páginas, a tocarlas y a olerlas. Era evidente dónde estaba el día veintiuno: había un cambio brusco en los bordes de las hojas. Nadie había consultado los ejemplares anteriores a ese día, mientras que ése y todos los siguientes estaban manoseados. Se notaba muchísimo.
Abrí el número del día veinte, aunque era obvio que allí no podría venir el artículo, porque Franco murió aquella noche. No obstante, tal vez por familiarizarme con la composición del periódico, lo inspeccioné cuidadosamente.
Entré en el día veintiuno, que era el que buscaba. No me acordaba del título del artículo, pero creía recordar su aspecto general, y estaba seguro de que cuando lo viera lo reconocería al momento.
Pero no había nada. Lo volví a hojear con cuidado. No podía ser.