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domingo, 19 de diciembre de 2021

Malas notas

A mi compañero y amigo Ignacio Vicente-Sandoval, como sólido
y brillante docente que es, comprometido con que la enseñanza de
la arquitectura tenga sentido (y también, ya de paso, porque fue un
excelente maquetista en el estudio de Richard Rogers). 


Ha muerto Richard Rogers(1), uno de los más brillantes arquitectos de las últimas décadas. Y todos, naturalmente, nos hemos puesto a glosar y celebrar sus magníficas obras. Pero alguien, muy oportuno, ha sacado un interesante documento: sus penosas calificaciones del cuarto curso de arquitectura:

Solo aprobó una asignatura (services, que sería algo así como "instalaciones"). En el informe que acompañaba a esas notas se decía que el chico tenía un genuino interés y sentimiento por la arquitectura, pero no estaba intelectualmente equipado para canalizarlos, y también que tenía un método de trabajo caótico y un juicio crítico inarticulado. Vamos, que sus profesores tenían lo que viene llamándose "ojo clínico". Y, claro, de ahí muchos tuiteros han inferido que la enseñanza es y ha sido siempre un desastre y nos han pedido a los docentes que nos lo miremos (o que dimitamos, o que nos demos un tripazo).

Bien: Aparte de que siempre es conveniente hacer examen de conciencia y de que me aterroriza ser injusto con alguien (llevo tres días pasándolo mal por una corrección que le hice a una alumna, e incluso le he escrito un correo para intentar puntualizar y suavizar algo), creo que no se puede achacar a fallos del sistema lo que pueden ser problemas de adaptación, de velocidad de maduración, de adiestramiento en rutinas, etc.

Rogers era disléxico, si bien en cuarto curso de arquitectura ya debía estar más o menos adiestrado en torear estas cosas. Pero, en efecto, hay gente que se desenvuelve muy bien durante sus estudios y que luego no tiene una gran carrera profesional, o científica, o artística, y otra a la que la etapa académica se le hace una árida, insoportable y dificilísima cuesta arriba, que salen de la facultad de perfil y por la puerta chica, pero que luego explotan con todo su brillo y su fulgor en el "mundo real", que es el que importa.

Creo que quienes deducen de las malas notas de Richard Rogers que el sistema falla, que siempre ha fallado y que los profesores somos nefastos seguro que aciertan en algún caso (ojalá no en demasiados), pero no deberían generalizar. A veces se hace el razonamiento al revés, y hay quien llega a considerar que fallar en las pruebas escolares es garantía de ser bueno. Según eso yo soy un magnífico pintor y un músico genial.


Los estudios académicos están pensados para dar una formación estándar a unos alumnos estándar, y a veces fallan con los muy geniales o con los muy no-geniales. Pero he tenido la oportunidad de poder asomarme un poco a la trastienda de quienes organizan los programas, las asignaturas, los créditos y las pruebas, y no hacen más que pensar e imaginar cómo pueden ser útiles. Cada uno desde nuestro puesto estamos dándole vueltas y vueltas a cómo exponer y proponer, cómo entusiasmar, cómo evaluar, de qué forma obtener los mejores resultados ayudando a la madurez y a la plenitud de los estudiantes.

Richard Rogers, como tantos grandísimos artistas, técnicos, filósofos y científicos, demostró que el sistema educativo a veces no se adapta a las personalidades "especiales" y "desequilibrantes", pero también supo hacer el esfuerzo de tragar ricino, pasar por el aro y salir -aparentemente- con una formación endeble y cogida con alfileres, con un título de mírame y no me toques, pero lo suficiente como para empezar a hacer lo que quería y podía, para crear y para asociarse con gente brillante que también tenía esa formación incipiente e incompleta que no sirve para solucionarte la vida, ni mucho menos, sino para ayudarte a formular preguntas y a tener dudas. Y luego, a partir de ahí, ojalá tengas suerte.



Añadido en frío al día siguiente: 20-12-2021
Lo que queda escrito más arriba no excluye la posibilidad de que los tutores tuvieran razón. Todos hemos conocido la obra de Rogers... después de haber salido de la escuela con su título bajo el brazo. A quien no hemos conocido es al Richard Rogers que cursaba penosamente el cuarto curso de la carrera de arquitectura suspendiéndolo casi todo.
Es obvio que tarde o temprano terminó por aprobar. A ver si fue eso. A ver si verdaderamente tenía muy buenas cualidades natas pero desordenadas y poco maduradas, y los estudios (y sus profesores) lo ayudaron a centrar y orientar sus aptitudes.
A ver si al final los estudios de arquitectura le sirvieron para algo.


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(1).- En el nombre de Richard Rogers he enlazado un estupendo artículo de Anatxu Zabalbeascoa que os pido que leáis.

domingo, 2 de junio de 2019

Nuestros padres

Donación de Carlos Santamarina-Macho. Ni siquiera
sé si está en su casa o si lo vio por ahí y lo fotografió.

La carrera de arquitectura no es que sea especialmente difícil -la prueba es que incluso yo la pude terminar-, pero lo que sí es es muy cansina, muy exigente y a veces incluso angustiosa.

Es una carrera que tiene al alumno siempre ocupado: las veintiséis horas del día y los nueve días de la semana. Es un no parar: Prácticas de esto y de lo otro, parciales, entrega de proyectos... y muchas de esas cosas al mismo tiempo y en distintos sitios.

Uno, más que arquitectura, aprende bilocación, suplantación, falsificación, ardides varios, excusas, escurrebultismo y otras mañas que a la larga resultan bastante más útiles para desenvolverse en la vida que las materias regladas que se imparten.

Dormimos muy poco, escuchamos la radio (perdón, la escuchábamos entonces: La de horas que me he tirado yo con Pumares y con Gomaespuma en Antena 3 Radio. Ahora, con tanto espotifai y tantas historias ya ni sé cómo pasan las noches los estudiantes actuales), bebemos café, fumamos (eso, afortunadamente, cada vez menos) y hacemos cosas raras para estar trabajando noche tras noche sin caernos de bruces en la cama o sobre el tablero (que también nos caemos, y luego abrimos el ojo a las tantas y salimos corriendo a la escuela, vistiéndonos por la escalera, porque no llegamos a la entrega, o al parcial, o a la práctica, o a lo que sea).

Y así un año, y otro año, y otro año... Demasiados, hasta que podemos tachar por fin la última maldita casilla  del plan de estudios y salir de la escuela con la cabeza muy altBAJA.

Y nuestros padres (animalitos de Dios), también sufren y se angustian. Y quieren ayudar, y sienten a menudo que no pueden. Ayudan -y mucho- estando ahí, y haciéndonos la vida lo más fácil posible, pero sufren nuestros problemas y nuestras angustias y se ven impotentes.

lunes, 8 de enero de 2018

El último racionalista

Me acabo de enterar, gracias precisamente a un lector de este blog, de que ayer, día de los Reyes Magos, ha muerto uno de mis mejores amigos de la carrera: Juan Pablo de Bidegain Herrera. Bidegáin.


No sé nada más, no sé cómo ha sido, ni si estaba enfermo, ni nada. Me pongo a escribir sin saber qué voy a decir. Era mi amigo. Estoy consternado y desorientado. ¿Qué pasa? ¿Qué coño pasa? ¿Cómo se puede morir Bidegáin?

Ya conté que era el operador de cámara en clase de Fullaondo. Movía los grandes libros en sentido inverso bajo el visor del proyector de opacos y hacía unos travellings estupendos de aquellas grandes fotos que no cabían de una vez. Era insustituible en clase. No faltaba casi nunca, y las poquísimas veces que por enfermedad o por lo que fuera no podía venir Fullaondo se quedaba muy fastidiado sin poder dar la clase como él quería, porque ningún otro alumno era capaz de proyectar las imágenes en la pantalla.

(Inserto: Al principio todos los compañeros de clase le llamábamos Bidegáin. Supongo que por influencia de Fullaondo, que llamaba a todos los alumnos por el apellido, y el suyo era bastante fonético. Al cabo de un tiempo, ya muy amigos, le empecé a llamar Pablo, y aún después Juan Pablo, porque era así como él se reconocía mejor y se sentía más cómodo).

Juan Pablo era muy reposado hablando. Buscaba la palabra correcta y precisa para no generar malentendidos ni confusiones, y eso le hacía a veces ser lento y poco expresivo. Era todo lo contrario que yo: Todo lo que yo tengo de bocazas y de metepatas lo tenía él de elegante y discreto.

En sus proyectos siempre era correcto y preciso. Fullaondo una vez le llamó El último racionalista, y era verdad. Sus proyectos eran modernos canónicos, y todo era racional y todo estaba justificado.
Recuerdo que ayudándole a dibujar su fin de carrera veíamos que un alzado era poco expresivo y le dije que forzara un efecto de curvatura en un muro. En un proyecto en el que todo el mundo mentía o dibujaba cosas gratuitamente por lo bien que quedaban él no consintió en falsear (no digo mentir, sino sólo agudizar gráficamente) una curvatura para que en alzado quedara mejor. El alzado tenía que corresponderse escrupulosamente a la planta, y en planta esa curvatura era la idónea para lo que se pretendía, y si en alzado no quedaba muy fotogénica daba igual. Tenía que ser como tenía que ser.

Juan Pablo era de una honradez extrema. Al final le convencí de que, sin mentir, hiciera una especie de trompe-l'oeil que sería real si el edificio fuera construido. De alguna manera conseguí convencerle en parte y el alzado mejoró algo.

Le sugerí también que en alguna parte del proyecto rotulara "El último racionalista" y no coló. No era pertinente, tenía razón: No era el momento ni la ocasión. Pero al poco tiempo nos presentamos al concurso del conservatorio de Almería y ahí sí: Ahí nos pusimos como lema "El último racionalista".
Fueron unos días de trabajo intenso en su piso compartido de la Colonia Saconia, en Madrid, con la carrera recién terminada y antes de que se fuera a Santander, de donde era.

Después dejamos de vernos, aunque él vino algunas veces por Madrid y yo fui con mi familia otra a Santander. Durante estos treinta y dos años nos habremos visto unas seis o siete veces, no más, y habremos hablado por teléfono otras tantas (larguísimas conversaciones). Pero hemos mantenido la amistad y el cariño.

Juan Pablo de Bidegain Herrera era un hombre bueno.

Nuestra común amiga Aurora Herrera, santanderina como él, me contó una vez que en el colegio de arquitectos de Cantabria Bidegáin era una especie de tesorero perpetuo, ya que era tan honrado y tan cabal que elección tras elección ninguna candidatura presentaba alternativa a la tesorería. Todos estaban de acuerdo en que siguiera él. Sé que fue también de consejero de ASEMAS y que ahora estaba -de tesorero, cómo no- en la UAPFE. El tesorero ejemplar. El hombre más honrado del mundo.

Era muy buen fotógrafo (pero ahora me pesa mucho que no tengamos ninguna foto juntos1), y hasta una vez le publicó una fotografía EL PAÍS. Era que vino a Madrid una famosa atleta alemana y él fue al evento con su cámara. Con su perfecto alemán sin acento la saludó y ella le miró interesada, sorprendida y atenta, momento en que disparó su cámara y obtuvo una fotografía buenísima.
Tenía muchísimas fotos buenas. Miles y miles de contactos pequeñitos, de los cuales sólo conseguían pasar a ser ampliados unos pocos (el papel y los demás materiales eran caros y había que seleccionar muy bien).

Hasta aquí he escrito de corrido y aquí me he parado de golpe. Llevo unos minutos sin saber qué más escribir. Serían cientos de anécdotas, pero me he quedado sin fuerzas. Qué más da. Qué más da todo. Mierda.

Mi amigo Juan Pablo se ha muerto.

El último racionalista.

El último hombre honrado.


1.- He escrito que no teníamos ninguna foto juntos pensando en los tiempos de la escuela, pero luego he recordado que muchos años después sí nos la hicimos. En 2002, en nuestras vacaciones en Cantabria, quedamos en Santoña.
Aquí estamos las dos familias: Él con su mujer y su hija y yo con mi mujer y mis dos hijos.




Addenda 10 de enero de 2018. No pude ir al funeral que tuvo lugar en Santander ayer martes, 9 de enero, pero me acabo de enterar de que ASEMAS va a celebrar en Madrid una misa en memoria de Juan Pablo el próximo jueves 18 de enero a las 21:00 h, a la que espero ir. Será en la parroquia del Inmaculado Corazón de María, en C/. Ferraz 74, esquina a Marqués de Urquijo.
Enlazo aquí la nota de recuerdo a Juan Pablo que ha sido publicada en la web de ASEMAS.

lunes, 12 de noviembre de 2012

En clase de Juan Daniel Fullaondo (I)

Juan Daniel Fullaondo Errazu nació en Bilbao el 4 de marzo de 1936 y murió en Madrid el 26 de junio de 1994, domingo, con cincuenta y ocho años de edad. Ese día yo había salido en la tele por la mañana, y cuando mi amigo Juan Carlos Castillo Ochandiano me llamó por teléfono creí que era para felicitarme por ello y bromear un poco (porque había estado todo el tiempo muy arrinconado y apenas había salido por pantalla). Recuerdo perfectamente lo que me dijo: una frase como de película, que no se dice en la vida real.
-¿Estás sentado? Siéntate.
Pero me estoy desviando. No es eso.
He empezando por escribir los datos objetivos de su nacimiento y de su muerte, pero en esta entrada no voy a dar datos objetivos. Juan Daniel Fullaondo no tiene (aún) entrada en la wikipedia, y yo sería incapaz de redactarla. Sí que me atrevo a hablar de él a través de mis recuerdos.

Dibujo de Luis García Gil

Desde que murió, hace ya dieciocho años, creo que no ha pasado ni un solo día en que no haya pensado en él, siquiera un instante. Un gesto, un recuerdo, una palabra, una broma... Tanto marcó mi vida. Y, sin embargo, llevo ya 193 entradas en este blog y hasta ahora no he sido capaz de dedicarle una. No sé expresar todo lo que siento, y supongo que me enredaré en anécdotas secundarias, pero tengo que hacerlo.
Perdonad que hable de mí más que de él.
Yo era un buen estudiante en las asignaturas teóricas de la carrera de arquitectura, que me iba sacando por curso, pero tropezaba con las gráficas. Sin ninguna formación plástica previa, el Análisis de Formas de primero se me atragantó, y necesité ir a una academia (como alumno repetidor) para poder con él. Eso me desfasó, y llevaba las gráficas (columna vertebral de la carrera y eje de lo que es ser arquitecto) a rastras.
En tercero teníamos Elementos de Composición, la asignatura que por fin preparaba para Proyectos, y un profesor infame de cuyo nombre no quiero acordarme estuvo a punto de convencerme para que dejara la carrera. Viendo mis patosidades me preguntó por mis otras asignaturas, las teóricas, y, como le dije que iban muy bien, me animó a hacer alguna ingeniería y a abandonar mi desaforado intento de ser arquitecto. Me lo dijo con tono comprensivo, casi con cariño. Creí que me lo decía por mi bien, y recuerdo perfectamente cómo se lo conté a mi padre, saltándoseme las lágrimas.
(Décadas después supe que esta charlita era una táctica suya habitual, porque algún compañero, hablando de aquel mismo profesor, me contó que le había dicho lo mismo que a mí).
Yo estaba muy acomplejado. Era muy malo. No sabía cómo afrontar los ejercicios que nos ponían y no hacía más que torpezas tristes y anodinas. Suspendí Elementos. Al año siguiente conseguí salir del trance de mala manera, con otro profesor, a trompicones, con un cinco pelado y muy cutremente. Cuando en cuarto curso tuve que buscar grupo para cursar Proyectos I, un compañero me habló del de Fullaondo.
¡Fullaondo! ¡Ni que estuviera loco! Era fama que en su grupo se hacían locuras y virguerías brillantes. Era el más divertido, pero solo apto para geniecillos explosivos y juguetones. No. Yo era un estudiante gris y concienzudo, y buscaba un profesor de esos que te miran con escalímetro el descansillo de la escalera. No podía ni soñar con la efervescencia de los fullaonditos. Pero mi amigo, que no era nada brillante, había terminado Nivel I con un aprobadillo, pero lo había pasado francamente bien y había aprendido mucho. Así que me animé.

miércoles, 21 de julio de 2010

Emilio

(Prometí escribir sobre el Caixa Forum, pero este asunto tiene preferencia, porque hoy voy a comer con Emilio).
Emilio es amigo mío desde el primer día que entré al hall de la Escuela de Madrid. Despistado entre el gentío de novatos, y sin saber a qué grupo pertenecía, me encontré con otros cinco chicos de mi edad (más o menos) y de mi cara (más o menos).
Corrígeme si me equivoco, Emilio, pero yo diría que érais Jesús Herraiz Tapia, Juan Guerrero Pacheco, Carlos González Tausz, Jesús Guiñales Encinas (Garfunkel) y tú. Cuando me arrimé a vosotros me sacabais ventaja, porque ya os conocíais desde hacía tres o cuatro minutos.
Deambulamos como tontos hasta que nos dijeron que los nuevos teníamos que subir a las aulas de dibujo técnico, y allí, ante unos tableros de dibujo en los que seguramente había cursado Juan de Villanueva, una multitud de pánfilos escuchamos a una profesora llamada Helena Iglesias, que nos dijo a voces que ya había demasiados arquitectos y demasiados estudiantes de arquitectura, y que lo mejor que podíamos hacer era irnos de allí entonces, que estábamos a tiempo.
Por algún problema de entendimiento, o de falta de riego sanguíneo, seguimos, aguantamos, tragamos carros y carretas. De los seis que he dicho (incluido yo) terminamos la carrera la mitad. Los otros tres cayeron antes de terminar tercero. (Nuestra carrera eran seis cursos más el fin de carrera).
Con Emilio he estado toda la vida, desde el otoño de 1977, con etapas de relación más o menos intensa, y ahora le estoy esperando para comer con él.
Hicimos la carrera coincidiendo en todas las teóricas pero en ninguna gráfica. Nuestra relación era curiosa, porque son las asignaturas de proyectos las que unen más y crean más ambiente de compañerismo, y no el álgebra o el legal. (Del legal mejor no hablo).
Todo lo que llevo escrito es para decir que ambos nos acordamos perfectamente de un día, ya en el tramo final de la carrera, sentados en la escalinata del pabellón viejo, que nos preguntamos qué iba a ser de nosotros, cómo y en qué íbamos a ser capaces de trabajar.
Yo, aparentando una seguridad que no tenía, le dije que era muy fácil: Pondría una placa en el portal (obviamente en el de la casa de mis padres) y empezarían a llegar clientes.
Pues bien: No sé cómo, de una manera milagrosa, empezaron a llegar clientes. Y no puse la placa. Nunca he tenido placa.
Eran clientes sin pretensiones ni ideas arquitectónicas, clientes de aquí te pillo aquí te mato, que casi nunca me dejaron ejercer la arquitectura como yo la entiendo, pero que pagaron las minutas de honorarios y me permitieron casarme, comprar una casa, etc. A menudo les he echado la culpa de no dejarme volar, de no dejarme soñar, crear, etc. Excusas. La gente que tiene algo que decir siempre encuentra el modo de decirlo, y yo, a estos clientes míos, sólo les debo gratitud y respeto.
Emilio es un máquina de las estructuras. Hijo de un hombre honrado de la generación de los “sin título” (mi padre también es un “sin título”), que hacían de ingenieros, calculistas, delineantes o lo que fuera, y lo hacían bien porque aprendieron cómo, y se llevaban el trabajo a casa, y lo sacaban adelante, y trabajaban los sábados (entonces se trabajaba los sábados) y algún domingo, Emilio, como sus hermanos, estaba llamado a las estructuras, a hacer posibles los sueños de sus compañeros, a realizar lo realizable (y casi lo irrealizable), a pelear, a ajustar los costes, los plazos, los cantos, las flechas.
Milagrosamente, después de aquella conversación en la escalinata del pabellón viejo, los dos conseguimos “buscarnos la vida”. Ya digo que sigo sin saber cómo ocurrió.
Acabamos la carrera con un cuarto de siglo de edad, y ha pasado otro cuarto de siglo. O sea, que ahora tenemos medio (y miedo), y vemos que la cosa está muy mal y tenemos que afrontar enormes y traumáticas transformaciones, e incluso redefiniciones y reinvenciones. Vamos a comer juntos. Le estoy esperando de un momento a otro. Lo bueno sería que después del café nos fuéramos a la escuela, nos sentáramos en la escalinata del pabellón viejo y nos preguntáramos el uno al otro qué va a ser de nosotros, y cómo y en qué vamos a ser capaces de trabajar ahora.
Si ya lo conseguimos una vez, seguro que lo volvemos a conseguir otra. Y será igualmente inexplicable y milagroso.
Sé que seguiremos haciendo arquitectura.