(A los profesores buenos)
En la escuela de arquitectura fui un alumno aplicado, y como además siempre se me habían dado bastante bien las matemáticas y similares iba aprobando las asignaturas por curso, parcial a parcial.
Bueno: No todas. Igual que creía (con fundamento) que yo valía para las teóricas, también había pensado siempre (sin razón) que dibujaba bien. En el colegio sacaba muy buenas notas en dibujo, pero esto era otra cosa. Suspendí desde el primer año, y a partir de ahí llevé siempre retrasadas las gráficas. Como una rémora. Como una maldición.
Por fin en tercer curso teníamos Elementos de Composición, que era la asignatura de introducción a proyectos, y ahí me tocó intentar diseñar algo por primera vez en mi vida. Qué desastre. No lo había hecho nunca y no tenía ninguna aptitud.
Durante ese curso aciago me arrastré vergonzosamente por la infausta asignatura. Un día el profesor me preguntó en un aparte qué tal llevaba las demás, y yo le dije que muy bien y le expliqué lo que he dicho antes. Me aconsejó entonces, con un tono verdaderamente amistoso y paternal, que dejara esta carrera, para la que obviamente no estaba llamado, y me pasara a alguna ingeniería, donde me iba a ir mucho mejor.
Yo le creí. Creí de verdad que lo decía por mi bien. Me vine abajo.
Llegué a mi casa hecho polvo y se lo conté a mi padre. Se me saltaban las lágrimas. Mi padre me miraba con impotencia, y acabó diciéndome que si eso era lo que me aconsejaba el profesor debía hacerle caso. Yo le dije, deshecho: "Pero es que yo quiero ser arquitecto".
Qué impotencia. Lo que yo más quería no era para mí. Me estaba negado. ¿Por qué? ¿A santo de qué quería con tanta intensidad algo para lo que no estaba dotado en absoluto? Qué absurdo. Qué pena. Qué desastre.
Mi padre se había quedado con la frustración de estudiar una carrera universitaria, y siempre había querido que sus hijos la hiciéramos. Yo era el mayor y el que estaba abriendo el camino en casa. Él era un hombre bueno, honrado y decente, que creía profundamente en la preparación, la dignidad y la sabiduría de los profesores, y juzgaba (como yo) que si uno de esos seres sublimes se había dignado a prestarme la atención suficiente como para darme esos consejos, lo que yo tenía que hacer era seguirlos agradecidamente.
A esas alturas de curso lo único que podía hacer era terminarlo como mejor pudiera, intentando aprobar las teóricas para ver si me las convalidaban al año siguiente en teleco, que era la opción que mi padre siempre había deseado para mí y que yo ya asumía como segunda, una vez que renunciaba a la primera.
Terminé el curso, aprobé todas las demás y, no sé por qué, al siguiente, en vez de irme de allí, repetí la asignatura maldita con otro profesor. Aprobé en ese segundo intento con un cinco pelado: Seguía siendo un alumno bastante lamentable y que iba a rastras. Un perdedor.
Algunas décadas después dos amigos me contaron que habían cursado con ese mismo profesor, en dos años diferentes, y a los dos les había dicho lo mismo. Y ninguno le había hecho caso. Hoy son arquitectos más que decentes y presentables.
Así que era una estrategia, una pose, una escena ensayada. Así que se lo decía a todo aquel que no era lo suficientemente brillante. Y se lo decía en el curso previo a proyectos, en la primera intentona que había tenido el alumno de diseñar algo. O sea, que o eras estupendo ya a la primera o te decía que te largaras de allí. Desde luego él no te iba a animar a mejorar, ni a enseñarte nada, ni a proponerte un camino de aprendizaje.