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viernes, 22 de julio de 2022

Decadencia

Ahora que acaba de terminar el curso y que han salido nuevas hornadas de arquitectos en todas las escuelas de arquitectura me parece pertinente comentar el habitual mantra que salmodiamos los arquitectos mayores acerca de que cuando nosotros estudiábamos todo era más difícil y más exigente, que nuestros profesores nos hacían estudiar y trabajar mucho más y que salíamos mucho mejor preparados que los jóvenes de ahora.

Supongo que esto mismo lo dirán los médicos, los abogados, los geógrafos y los historiadores viejos de sus colegas recién titulados, pero yo lo oigo donde lo oigo y solo puedo referir mi experiencia. Y, precisamente hablando de mi experiencia, os cuento:

Cuando yo comencé a estudiar Arquitectura en Madrid la ETSAM estaba aún sin construir. La tuvimos que hacer nosotros, curso a curso, al estilo de los discípulos-esclavos de la alegre hermandad de Taliesin.

Ese año solo se daba primer curso. Nos dieron un pico y una pala y nos pusieron a hacer las zanjas de cimentación. Mientras sudábamos y teníamos la espalda y los brazos doloridos, un maestro nos recitaba en voz alta los fundamentos del álgebra y de las proporciones armónicas, que teníamos que retener en la memoria sin pizarra y sin tomar apuntes (teníamos las manos ocupadas con las herramientas de trabajo), y de los que éramos preguntados inesperadamente en cualquier momento.

¡Ay de ti como no supieras la respuesta correcta! Te llevaban a la picota y allí te daban diez azotes que no te eximían de hacer después los metros de zanja que tuvieras asignados para ese día. Te tocaba quedarte a cavar una vez terminada la jornada.

martes, 23 de febrero de 2021

Coordenadas en un mapa inestable

Hace unos años (no demasiados, pero no estoy seguro de cuántos; el tiempo pasa cada vez más deprisa) Jaume Prat me propuso participar en un proyecto apasionante. Estaba en una buena situación que le permitía afrontarlo con visos de éxito, y, con el entusiasmo que le caracteriza, me lo explicó.

La cosa consistía en tomar cada una de las Seis propuestas para el próximo milenio, de Italo Calvino, y lanzarse a escribir sobre arquitectura a su hilo y a su calor. Un texto por cada propuesta, y cada uno de un autor diferente.

Me dijo que se lo había dicho nada menos que a Agustín Fernández Mallo, que había accedido, y no sé quiénes serían los otros tres autores. Tampoco sé (o no recuerdo, porque creo que sí que me lo dijo), sobre cuál de las seis propuestas tendría que escribir yo.

Pero no salió. (Por ahí debe de haber muchísimos universos paralelos con tantísimas cosas que todos íbamos a hacer y que al final no salieron en este que habitamos). Fue una pena, porque estando Jaume y Agustín, y seguro que otros autores de considerable altura, el resultado habría sido espléndido aunque los intrusos de siempre lo hubiéramos empañado un poco.

Sin embargo, aquella decepción de hace años se ha visto ahora súbitamente compensada con una alegría. Resulta que sin que lo supiéramos (al menos yo no tenía ni noción de ello), Jaume siguió aferrado a su proyecto y durante todo este tiempo ha estado escribiendo un ensayo tras otro sobre cada una de las seis propuestas de Calvino: Ligereza (L), Rapidez (R), Exactitud (E), Visibilidad (V), Multiplicidad (M) y Consistencia (C), y acaba de sacar a la luz este espléndido libro:


PRAT ORTELLS, Jaume,

viernes, 5 de diciembre de 2014

Maldita belleza

El arquitecto Alberto Campo Baeza ha ingresado en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y ha leído un discurso que ha titulado "Buscar denodadamente la belleza".

(Nota mía que no viene a cuento. Son sólo mis neuras: No me gusta nada ese adverbio. "Denodadamente". Está admitido por la RAE, y Don Alberto lo ha empleado con propiedad, pero... no. No me gustan quienes Juanmanueldepradean. No mola nada. Me parece un estupendismo innecesario y... vamos, que no. Además, con ese título no puedo dejar de imaginarme a Don Alberto buscando la belleza en plan gñññññññññññññ).

¡La belleza! ¡Ay, la belleza!
Este considerable arquitecto español ha dicho en alguna otra ocasión que cuando algún alumno le dice que ha ido a Roma él le pregunta si ha llorado al ver el Panteón. (Sólo los mejores alumnos -léase los más pelotas- le confiesan que sí, que han llorado bastante).
Belleza, sublimidad, goce celestial, síndrome de Stendhal... Idos por ahí. Idos a tomar por conducto reglamentario de una maldita vez.
Belleza. Belleza. Belleza. Ya está bien.

Quentin Matsys, A Grotesque Old Woman (La Duquesa Fea), 1513.
National Gallery, Londres

En su discurso Don Alberto dice que, como arquitecto, lo que de verdad busca es la belleza. No estoy de acuerdo en absoluto. En mi modesta (pero firme) opinión un arquitecto no debe buscar la belleza. Todos haríamos mucha mejor arquitectura si no la buscáramos (y, desde luego, si no la buscara el promotor). A todos nos hace mucho daño la maldita belleza. La arquitectura que busca la belleza (denodadamente o no) pierde mucho.
El arquitecto debe buscar (incluso denodadamente) la idoneidad, la bondad, la eficacia, la adecuación... pero no la belleza. La belleza, si viene, viene sola. Viene por su cuenta, sin que nadie la invite ni la busque. La belleza se cuela en la fiesta, pero si la invitas no viene, sino que manda en su lugar a sus primas la horterada y la cursilada. Eso si no viene su tío abuelo el kitsch.

Francisco de Goya, Saturno devorando a un hijo, 1819-1823.
Museo del Prado, Madrid

Ni bellezas ni chorradas. La arquitectura (como la literatura, la música, la pintura, etc) no tiene que ser bella; tiene que ser buena. Todo lo demás sobra.

-¿Don Joserramoncito, y qué es la arquitectura buena?
-Yo qué sé, Arturo Arístides Artemio. Yo qué narices sé. (Pero me entiendo).
-Pues yo no le entiendo.
-Te callas.

El Bosco, Cristo con la cruz a cuestas, (detalle), 1510-1535.
Museo de Bellas Artes, Gante

Don Alberto dice que hay que conseguir la Venustas tras el cumplimiento perfecto de la Utilitas y de la Firmitas. ¡Oh, no!
¡Coño, Don Alberto! ¡Que estamos en el siglo veintiuno! ¡Que han pasado muchas cosas desde Vitruvio! Y, siguiendo con ese principio inmarcesible y tan viejuno de la tríada belleza-utilidad-firmeza (ya está bien, hombre), abunda además en el pensamiento retrógrado de que primero hay que garantizar la utilidad y la firmeza, y ya si eso, después le ponemos la venustas. O sea, que el arquitecto primero se comporta como alguien responsable y eficiente, y decente, y una vez que ha cumplido con su deber cívico y ha conseguido rematar la faena con éxito, ya tiene licencia para volverse locaza y hacer cosas bonitas. Santo cielo.
Esa era la frase de Sullivan: "La forma sigue a la función". En su caso incluso cronológicamente: Su socio Dankmar Adler hacía "la parte ingenieril", "la caja" y luego él la revestía "de arte".
Todo esto consolida la imagen (que tanto me repugna) de que el acto edificatorio tiene dos facetas: la de ingeniero y la de arquitecto. Una vez escindida absurda, injusta y esquizofrénicamente esa realidad edificatoria, a la supuesta "parte ingenieril" le tocan la sensatez, la profesionalidad, la lógica, la razón y la eficacia, mientras que a la supuesta "parte arquitectónica" le tocan el delirio, la melifluidad, el capricho, la verborrea, los ojos en blanco, el estupendismo y la superfluidad. Me niego a eso. Soy arquitecto, no un caprichoso disparatado ni un loco estúpido.

Dicho lo cual, puntualizo y matizo:
En realidad, finalmente es una cuestión de léxico. ¿A qué llamamos belleza? Lo que he escrito antes es completamente así si la belleza es "buscar lo bonito", "hacer filigranas", "mariposear". Pero un poco más adelante Don Alberto dice: "A la belleza en arquitectura se llega de la mano de la Razón". ¿A ver, a ver? Esto ya me va gustando más.