Sabemos ir de la estación o del air terminal al hotel. Queremos que no esté demasiado lejos. Nos gustaría estar en el centro. Estudiamos cuidadosamente el plano de la ciudad. Vamos repertoriando los museos, los parques, los lugares que nos han recomendado que veamos a toda costa.
Vamos a ver los cuadros y las iglesias. Nos gustaría mucho pasearnos, callejear, pero no nos atrevemos; no sabemos ir a la deriva, tenemos miedo de perdernos. Incluso no andamos de verdad, vamos siempre a toda prisa. No sabemos muy bien qué mirar. Casi nos emocionamos si nos topamos con la oficina de Air-France, casi a punto de llorar si vemos Le Monde en un quiosco de periódicos. Ningún lugar se deja atar a un recuerdo, a una emoción, a un rostro. Repertoriamos salones de té, cafeterías, milk-bares, tabernas, restaurantes. Pasamos delante de una estatua. Es la de Ludwig Spankerfel di Nominatore, el célebre cervecero. Miramos con interés unos juegos completos de llaves inglesas (nos podemos permitir el lujo de perder dos horas y nos paseamos durante dos horas; ¿por qué nos atraerá esto más que lo otro? Espacio neutro, todavía no conferido, prácticamente sin referencias: no sabemos cuánto tiempo hace falta para ir de un sitio a otro; de golpe nos damos cuenta de que vamos terriblemente adelantados).
Dos días pueden bastar para que empecemos a aclimatarnos. El día que descubrimos que la estatua de Ludwig Sapnkerfel di Nominatore (el célebre cervecero) está sólo a tres minutos del hotel (al final de la calle Prince-Adalbert) mintras que antes empleábamos una larga media hora para llegar allí, empezamos a tomar posesión de la ciudad. Lo cual no quiere decir que empecemos a habitarla.
A menudo guardamos de estas ciudades el recuerdo de un encanto indefinible a pesar de haberlas rozado sólo ligeramente: el recuerdo mismo de nuestra indecisión, de nuestros pasos vacilantes, de nuestra mirada que no sabía hacia qué volverse y que no se emocionaba con casi nada: una calle vacía poblada de grandes plátanos (¿eran plátanos?) en Belgrado, una fachada de cerámica en Sarrebrük, las cuestas en las calles de Edimburgo, la anchura del Rhin, en Bâle, y la cuerda –el nombre exacto sería el andarivel- que va guiando la balsa que lo atraviesa…
Georges Perec, Especies de espacios
Vamos a ver los cuadros y las iglesias. Nos gustaría mucho pasearnos, callejear, pero no nos atrevemos; no sabemos ir a la deriva, tenemos miedo de perdernos. Incluso no andamos de verdad, vamos siempre a toda prisa. No sabemos muy bien qué mirar. Casi nos emocionamos si nos topamos con la oficina de Air-France, casi a punto de llorar si vemos Le Monde en un quiosco de periódicos. Ningún lugar se deja atar a un recuerdo, a una emoción, a un rostro. Repertoriamos salones de té, cafeterías, milk-bares, tabernas, restaurantes. Pasamos delante de una estatua. Es la de Ludwig Spankerfel di Nominatore, el célebre cervecero. Miramos con interés unos juegos completos de llaves inglesas (nos podemos permitir el lujo de perder dos horas y nos paseamos durante dos horas; ¿por qué nos atraerá esto más que lo otro? Espacio neutro, todavía no conferido, prácticamente sin referencias: no sabemos cuánto tiempo hace falta para ir de un sitio a otro; de golpe nos damos cuenta de que vamos terriblemente adelantados).
Dos días pueden bastar para que empecemos a aclimatarnos. El día que descubrimos que la estatua de Ludwig Sapnkerfel di Nominatore (el célebre cervecero) está sólo a tres minutos del hotel (al final de la calle Prince-Adalbert) mintras que antes empleábamos una larga media hora para llegar allí, empezamos a tomar posesión de la ciudad. Lo cual no quiere decir que empecemos a habitarla.
A menudo guardamos de estas ciudades el recuerdo de un encanto indefinible a pesar de haberlas rozado sólo ligeramente: el recuerdo mismo de nuestra indecisión, de nuestros pasos vacilantes, de nuestra mirada que no sabía hacia qué volverse y que no se emocionaba con casi nada: una calle vacía poblada de grandes plátanos (¿eran plátanos?) en Belgrado, una fachada de cerámica en Sarrebrük, las cuestas en las calles de Edimburgo, la anchura del Rhin, en Bâle, y la cuerda –el nombre exacto sería el andarivel- que va guiando la balsa que lo atraviesa…
Georges Perec, Especies de espacios
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