miércoles, 1 de diciembre de 2010
DXC: Ella también
lunes, 5 de octubre de 2009
sábado, 12 de septiembre de 2009
CCCXXI: Bisagra salomónica
jueves, 27 de agosto de 2009
CCCXII: Invisible
sábado, 25 de julio de 2009
CCIXC: Capítulo mágico
jueves, 16 de julio de 2009
CCLXXXIII: Testamento vital
martes, 7 de julio de 2009
CCLXX: La herencia perdida
miércoles, 10 de junio de 2009
CCLVIII: Sin despedidas
sábado, 28 de febrero de 2009
CXCIX - Hurtos 6: Pablo Neruda
Puedo escribir los versos más tristes está noche.
Escribir, por ejemplo: «La noche esta estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos».
El viento de la noche gira en el cielo y canta.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.
En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.
Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.
Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.
Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche está estrellada y ella no está conmigo.
Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.
Como para acercarla mi mirada la busca.
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.
La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.
De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.
Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.
Porque en noches como esta la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.
Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.
Poema 20
Pablo Neruda
martes, 2 de diciembre de 2008
CXI
martes, 11 de noviembre de 2008
XCI
Resulta ineludible ese cross de derecha que el vacío atina en el centro de nuestro espíritu, haciéndonos sentir un poco más nada, de lo que estamos acostumbrados a pensar. Desesperadamente lento fue el camino de aquel Santo hacia la meca, pero arbitrariamente opuesto, repentino y efímero fue su salto al infinito de los letargos, fiel reflejo de su paz interior. Sin lugar a dudas, eso que representa para nosotros, los mortales, la culminación de las enseñanzas, o el adiós a todo pasado, presente y futuro, fue carne en un espíritu viejo, sabio, que nunca permitió a su cuerpo ceder ante la tentación.
Encontrar la paz, parece cuestión de infinitas búsquedas, pero ¿cuán ciegos pudimos ser para no haber inmiscuido nunca nuestra ociosa búsqueda, en esos ojos que bien sabían guardarla?
Que egoísta se ve hoy, ese último “Hola!”, que aludía a mi reciente llegada a un hogar (que hoy se asemeja un poco más a una casa), encadenando lo suficientemente mi percepción, como para reconocer el “Adiós!” que su alma estaba susurrando.
Sería infantil (más que infantil, estaría bordeando sutilmente la línea de la idiotez absoluta) el dolerse de una partida que nos carga de vida, más allá de la ausencia que indefectiblemente genera. Llorar a aquel Santo que fue ejemplo de vida y que supo grabar las huellas del camino que todos deberíamos seguir, es sano, pero uno nunca debe desmoronarse sobre sus lágrimas, sino llenar mares de sabiduría bajo sus párpados goteantes.
Éste es sólo un adiós, para el Omnisciente. Para quién fuera de toda concepción social, civil o correcta, supo amar, compartir, dar, disfrutar, conocer, aprender, pero sobre todas las cosas, pacificar.
Al pacifista en su máxima expresión. Al símbolo de los que somos “parte” de la vida, y no entes autárquicas ante la belleza exterior. Al eternamente vivo…
Adiós!