Mostrando entradas con la etiqueta Azorín. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Azorín. Mostrar todas las entradas

martes, 14 de octubre de 2025

La ruta de don Quijote de Azorín

Todavía con el buen sabor en la boca de los días en Almodóvar del Campo (del Campo de Calatrava, que a eso se refiere), publico hoy esta reseña que escribí este verano, que me parece todavía más acertada en la crítica a las críticas tan injustas de Azorín a La Mancha. Yo en Almodóvar vi un pueblo modélico, lleno de gente con iniciativa, limpio, ordenado, arreglado, no esas parodias que hace Azorín de los pueblos del Quijote:

Como estaba con las primeras novelas de Azorín, me dio por La ruta de don Quijote, con ilusión de que fuera un libro de viajes que le hiciera justicia a La Mancha. 

Lo he acabado decepcionado, por la visión de fondo, no por el estilo azoriniano, tan limpio, tan armonioso, tan agradable de leer, tan original todavía ahora (¡cuánto se puede aprender de él!). Pero la visión de fondo que da es la del tedio de la vida manchega, y además con ínfulas de ser verdaderamente la patria de autor y personajes de El Quijote, una pretensión que presenta con comprensión, cierta ironía y un poco de retranca, con cierto tonillo de superioridad sobre deliquios de ese jaez. 

El centro, el núcleo de ideas del libro, es que el idealismo de El Quijote que ven los ingleses en La Mancha es en realidad una falta de realidad, una "fantasía loca, irrazonada e impetuosa que rompe de pronto la inacción para caer otra vez estérilmente en el marasmo" (157-158).

Nos presenta Azorín una Mancha de calles vacías, de tedio, de aburrimiento, de tiempo paralizado. no es esa la Mancha que conocí: me siento traicionado otra vez por el noventayocho; unos representando mal Castilla la Vieja, otros representando mal Castilla la Nueva. En el caso de Azorín me escocieron sus comparaciones con Levante en Antonio Azorín: son increíblemente obtusas, mercantiles, chatas, de un extrañísimo pancatalanismo ridículo. Aquí la víctima es La Mancha.

lunes, 15 de septiembre de 2025

Antonio Azorín de José Martínez Ruiz

En esta novela y las otras dos contiguas a ella aparece como protagonista un Antonio Azorín que es un trasunto del escritor, hasta el punto de que se quedó con el nombre para sus libros siguientes. 

Tras La voluntad (1902), el personaje reaparece aquí, en esta novela de 1903, sin argumento más allá de los caminares y reflexiones del protagonista, primero por el Levante (Monóvar, Pretel, Elda) y después entre Madrid y La Mancha (Torrijos, Villanueva de los Infantes). 

Lo que más me ha sorprendido es el tono regeneracionista de la última parte, donde opone el ímpetu gestor de los levantinos frente a lo que él ve como abandono de los castellanos, que parece como que se están dejando morir. Parece muy injusto, en esos trazos tan gruesos: es repulsivo de hecho el tonillo.

A mí lo que más me gustó fueron las páginas más serenas, de reflexiones vitales del narrador, sus cartas a Pepita, sus protestas de desilusión, de falta de opiniones fuertes, de abandono. Es un tono no quejoso, es sereno, llamativo en su compostura.

Por otro lado, no sé qué hacer con las descripciones que hace, tan detalladas, con ese estilo asindético, de frases cortas: son muy bonitas algunas. En otras, me parece que abusa de un léxico que al menos cien años después nos hace opacas esas páginas, a no ser que cada pocas líneas nos vayamos a Google o similar, a que nos lleven al DRAE, a ver qué es eso por ejemplo de los relejes

martes, 29 de julio de 2025

La voluntad de Azorín

Además del Diario de un enfermo, de Azorín había leído Las confesiones de un pequeño filósofo. Ahora me dio por La voluntad, que también protagoniza Antonio Azorín, un trasunto del autor, que da título a la novela que le sigue, que será la próxima que lea.

Me ha gustado. Me ha sorprendido en su modernidad, para bien, siendo un libro de 1902, que describe la época, que hace un retrato detallado del modo de vida, las casas, el mundo local de Yecla pero también el mundillo literario de Madrid, con todas sus mezquindades, pero todo con un tono muy contenido, sin estridencias. Nada suena en absoluto a rancio, ni mucho menos. Hay descripciones de esas que asociamos a Azorín y mucho de divagación filosófica, entre Schopenhauer y Nietzsche, sobre el sentido de la vida humana, del mundo como representación, sobre todo acerca de la voluntad. El protagonista es justamente ese, no exactamente Antonio Azorín, sino la voluntad que le falta al protagonista para actuar, para verle un sentido a la vida, para hacer algo por España, valga la frase.  

Es una novela de no ficción y en ese sentido también es muy moderna en el mejor sentido de la palabra. Hay cartas a Baroja de José Martínez Ruiz sobre Antonio Azorín metidas dentro, hay mucho de autobiografía de fondo, me parece. Miré después la edición crítica de Cátedra, porque el libro lo he leído en la edición de la Biblioteca Castro: ahora me gusta más tener el texto sin notas y, ya si eso, buscar después una edición critica donde leer los comentarios pertinentes.

En realidad da un poco igual el contexto, Schopenhauer, el Cerro de los Santos o esas divagaciones que me recuerdan al peor Borges sobre la multitud de mundos posibles o el eterno retorno de todo. A mí lo que me ha gustado ha sido el tono, sereno, de grandísima contención, nada estridente.

miércoles, 31 de diciembre de 2014

Mejores de 2014

Músicas:
Haendel y Berlioz.
Mount Kimbie y Darkside.
Marius Ziska, Kingdom Crumbs y Future Islands. Y más de Future Islands (luego, se hicieron famosos).
The Modern Lovers, Hospital.
His Golden Messenger.
Jungle y Foxygen.

Libros:
John Henry Newman, Sermones Parroquiales, volúmenes 5, 6 y 7, Encuentro, Madrid
Rona Goffen, Giovanni Bellini, Yale University Press, New Haven, 1989
José Mateos, Silencios escogidos, La Veleta, Granada,
Un viejo estanque. Antología de haiku contemporáneo en español, ed. de Susana Benet y Frutos Soriano, La Veleta, Granada, 2013
Obras Completas de san Juan de Ávila, II ed. L. de Sala Balust y F. Martín Hernández, BAC, Madrid, 2001
Karmelo C. Iribarren, Diario de K., Renacimiento, Sevilla, 2014
Azorín, Las confesiones de un pequeño filósofo, Turner, Biblioteca, castro, 2011
Baldomero Fernández Moreno, La patria desconocida,
John Waters, Lapsed Agnostic, Dublin, 2007
Armando Pego, XXI Güelfos, Vitela, Sevilla, 2014
Carver Country, Anagrama, Barcelona, 2013

Películas
Tres de niños.

Evento de 2014
Mi conversión al hormigón

jueves, 29 de mayo de 2014

La primera novela de Azorín

Diario de un enfermo es del año de la muerte de Clarín. Pero hay un mundo de separación: argumento mínimo, un yo fuerte pero solo en la expresión de su nihilismo –la salvación por el amor es solo retrasar el fin que traerá la muerte de la amada (la enfermedad: tísica, eso sí muy XIX): el suicidio que queda como única salida.
El narrador es un enfermo que escribe con el famoso estilo paratáctico y asindético de Azorín, que he comprobado aquí que refleja no morosidad ni ‘impresionismos’, sino la agitación de un espíritu que ha descubierto el valor del silencio, pero al que tampoco el silencio le cumple todo eso a lo que aspira con la escritura, incluso silenciosa y nada estridente, limpia cada vez más de retórica decimonónica y sentimentalismo idem. Hay una tensión agobiante en una superficie hermosa, los famosos adjetivos en tiradas largas y nunca banales, siempre precisas: «Todos mis amores han sido fugaces, momentáneos, desabridos» (9), «Los días claros, luminosos, tibios; los días del renacimiento primaveral» (10).
Hay pocas palabras ‘raras’, poco arqueologísmo todavía. Me gustó encontrarme una palabra que no conocía en español: «tantalismos» (10), que define a continuación: «conatos de placer».
Todo sucede entre Madrid, Toledo y Alicante. El libro está dedicado al Greco. La reacción del narrador ante él es compleja: de rechazo: «los retorcidos, desmadejados, grises, negruzcos, siniestros personajes del Greco…» en Santo Domingo el Antiguo de Toledo (28). Pero al poco ese mismo Greco le hace llorar «de admiración y de angustia. Sus personajes alargados, retorcidos, violentos, penosos, en negruzcos tintes, azulados violentos, violentos rojos, palideces cárdenas – dan la sensación angustiosa de la vida febril, tumultuosa, atormentada, trágica. ¡Qué retrato el del cardenal Tavera!» (33-34). Y no voy a poner todo el texto, que actúa de espejo de toda la novela y del protagonista, pero bien interesante que es: que alguien haga un artículo sobre Azorín y su visión de El Greco (antes de Cossío): oh, ah, ya hay uno. Ah; y esto.
Lo que me conmovió fue encontrar (32) un elogio a Alonso Cano (además de versos de Verlaine y de Maragall), a propósito de un busto de una monja en éxtasis que le recuerda a santa Teresa, por la que expresa una admiración sin fisuras: «representa la fe omnipoderosa, el desprendimiento profundamente artístico de las terrenas cosas, el ansia del infinito, el vuelo sereno y firme al ideal. Iluminada, abstraída, bravío espíritu en achacoso cuerpo –peregrina a través de toda España, sufre hambres, pasa fríos, funda pobre y desamparada numerosos conventos…». Esta es otra pincelada de ese Azorín que buscaba a ciegas en esos años jóvenes.

Azorín, Diario de un enfermo (en Novelas I (1901-1925), ed. M. A. Lozano Marco), Biblioteca Castro, Turner, Madrid, 2011, p. 1-46 [Madrid, Ricardo Fe, 1901]

lunes, 12 de mayo de 2014

Leo a Azorín

Como dice A. T., hay autores que leemos por ósmosis. Yo creía que me pasaba eso con Azorín. Pero el hecho triste es que, fuera de comentarios de textos, páginas escogidas y similares, casi no lo conocía en realidad.

Las confesiones de un pequeño filósofo me han gustado mucho. Es un libro pequeño, de recuerdos infantiles en Yecla, en un mínimo marco ficcional. Una finura grande en todo.

Luego su trasfondo, como en Baroja, Unamuno, Machado, JRJ (todos tan grandes)  acaba resultando limitado. Aquí ¿cuáles acaban siendo las confesiones de ese filósofo pequeño? Pues un poco de panteísmo, un cierto aire a Nietzsche, mirar el cristianismo con simpatía, pero en cuanto pasado, una atención a lo pre-cristiano que no deja de sorprenderme: aquí unas excavaciones -la misteriosa Elo- las magnifica como algo telúrico fundamental y que explicaría la raza, el carácter y el ser de España.

Pero qué bien escribe cuando se olvida de todo eso. Me impresionó encontrarme estos dos adjetivos, por ejemplo: «la fronda adusta y cenicienta de los olivos» (40). O palabras llenas de fuerza en cuanto viejas: relejes (56), cenceño (65), por más que yo me canse pronto de ese palabrismo arqueológico que da para que los filólogos se luzcan en las notas a pie de las ediciones.

Y en esa línea arqueológica, me impresionó encontrarme algo que recordaba de Castro de pequeño:
«de cuando en cuando discurre por las calles un hombre triste que hace tintinear una campanilla, y nos anuncia que un convecino nuestro acaba de morirse». (71)
O que cuente que hay geranios en latas de conserva (100) o que se acuerde de un tío suyo al que define con una frase («estos hombres buenos y escépticos son terriblemente sensuales») y lo pinta sorbiendo con delectación el tuétano del hueso: «y yo lo veo, con su cara redonda y su papada, cómo rosiga [= roe] y sorbe los huesos, cómo los golpea contra el plato para que suelten la blanca médula (100-101)».

Vaya, me estoy poniendo arqueólogico yo también. Voy a acabar buscando recuerdos de infancia y nombres que me la recuerden en escritores así.

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Críticas de JRJ a escritores sobre Castilla

Vuelto de Valladolid y con la emoción de tanto campo en la retina, me encontré entre papeles este texto de JRJ (Guerra en España, p. 606-607) que me ha vuelto a parece de tremendo interés. Ojalá lo hubiera tenido cuando escribí sobre el paisaje de Castilla y los escritores a los que se refiere aquí (pongo en negrita lo que más me llama la atención):
[Está contando que Ortega le criticaba su línea poética] Él hubiera preferido que yo cantase a Castilla como Unamuno o como Antonio Machado, o como un conjunto de los dos; que él había escrito ya que su ideal de poesía castellana sería un Antonio Machado, menos descriptivo, con un Miguel de Unamuno más sensorial; pero yo no podía intentarlo sinceramente, ni estaba dispuesto a proponerme a ello. Yo tenía conciencia de que era andaluz, no castellano, y ya consideraba un diletantismo inconcebible la exaltación de Castilla (y sobre todo de la Castilla de los hidalgos lampones, tan de la picaresca) por los escritores del litoral, Unamuno, Azorín, Antonio Machado, Ortega mismo. Prefería ya, y sigo prefiriendo, a los escritores que escriben de lo suyo, Baroja, Miró, Valle-Inclán, en su segunda época; y nunca pude, aun cuando haya contado muchas veces en prosa lo que veía en Madrid, donde yo vivía, o en mis viajes por los nortes de España, considerarme castellano. Declaro francamente que soy enemigo de ese "eternismo casticista" de mesón del segoviano, cofradía de la capa y otras necedades tan cercanas al patio de Monipodio; y creo que el mejor hijo­ de algo es el hijo de su tiempo, de su lugar en el espacio y de su conciencia. Hay un soneto mío, que yo detesto, el que empieza: "Estaba echado yo en la tierra, enfrente del infinito campo de Castilla", por el que me felicitaron mucho Francisco Giner, Manuel Bartolomé Cossío y otros amigos de la Institución Libre de Enseñanza, cuya ideolojía de la segunda mitad del siglo XIX era la misma que la de Antonio Machado, Azorín y gran parte de Unamuno. Pero mi idea instintiva de entonces y conciente de luego, era la exaltación de Andalucía a lo universal, en prosa, y en verso, a lo universal abstracto; y como creo que es verdad que el hábito hace al monje, yo me puse por nombre "el andaluz universal" a ver si podía llenar de contenido mi continente. Lo que Ortega no sospechaba, ni yo se lo dije en aquellas ocasiones, era que yo atravesaba una profunda crisis formal y estaba escribiendo en aquel momento los poemas de Estío y Sonetos espirituales, que marcan un cambio fundamental mío, no sólo en espresivo intelijente o sensitivo, sino en lo más interior; y esto es lo que los dos libros señalan al comienzo de mi segunda época. Madrid ha sido siempre un gran nivelador de estilos para los poetas de otras rejiones; y es sabido que los mayores poetas contemporáneos de España, los más completos, vienen de los litorales. Insisto es que yo no puedo comprender por qué fusiones o confusiones, Unamuno, Azorín, Antonio Machado, etc. cantan a Castilla con tal consecuencia amanerada, y lo que menos me gusta de todos ellos es lo que a esta Castilla, madrastra de ellos, se refiere, Castilla, la para mí forera, esquisita, ha venido a ser, por culpa de los falsos actores de latiguillo del falso 98, una odiosa mansión de la más falsa aristocracia, como Andalucía fue y sigue siendo odiosa, cantada por los turistas o los complacedores de los turistas, como la mansión de la jitanería esterior. Tan de pandereta es la Andalucía de Théophile Gautier como la de Salvador Rueda o la de Federico García Lorca, aunque con distinta calidad y conocimiento. Es claro que Unamuno es un gran poeta en sus poemas abstractos, los de más alta esfera, y que Azorín escribió unos primeros libros levantinos verdaderamente bellos, y que Antonio Machado tiene, antes y después de sus Campos de Castilla, las hermosísimas canciones de su juventud y su senectud. Yo doy todos sus poemas castellanos por uno de sus Galerías o por uno de los últimos poemas de Abel Martín. (...) Sea todo esto como sea, yo había leído mucho, en mis siete años de campo moguereño, a San Juan de la Cruz, a Santa Teresa, a Fray Luis de León, poetas de espacio y tiempo jenerales, y castellanos naturales, sin decirlo; y ellos eran los que influían más en mi cambio tan favorable.

sábado, 20 de febrero de 2010

Ni tuyo ni mío / Los baluartes

Los dos últimos libros de artículos de Andrés Trapiello tienen títulos excelentes (eso es marca de la casa), el primero del Discurso de la Edad de Oro del Quijote y el segundo la propuesta que hizo Azorín para  traducir la palabra boulevards: baluartes.
Son libritos maravillosamente editados, preciosos, yo les daría el Premio Nacional de Edición sobre la marcha: pobreza y elegancia, lo mínimo necesario para unas ediciones perfectas.
Y ahí es donde he podido enterarme de que la última palabra que pronunció Ramón Gaya fue gracias: y qué bien me parece que define al que debió de ser un hombre pobre y generoso, abierto a los demás y humilde. Y cuando Trapiello sigue a Gaya es cuando mejor es.

Y hasta aquí los elogios: los artículos, publicados en el magazine de La Vanguardia en 2005 y 2006, no me convencieron mucho -es una forma positiva de decirlo- y no recuerdo ninguno memorable (y mira que T. tenía algunos artículos memorables en sus primeras recopilaciones) y sí unos cuantos prescindibles y otros directamente malos.
No me convence nada el T. comentarista político: se ve que es algo que le pilla lejos y sobre lo que tiene opiniones muy poco originales; y a veces parece que está pensando más en agradar a sus lectores -y me da que los lectores de La Vanguardia tienen un perfil sociológico burgués de centroizquierda nacionalista complaciente- que en entrar a fondo en las cuestiones de calado. Luego tiene un anticlericalismo primario, que te lo encuentras en tantos tontos columnistas de El País y no te sorprende, pero en él quieres pensar que no puede ser tan simplón: todos los curas son malos (y peores que los radicales islámicos), todos los papas son malos (menos Juan XXIII) y las hermanas de la Caridad son buenas y el Opus malo.
Me parece que para entender el tono desabrido de estos artículos hay que tener en cuenta la polarización de España esos dos años, después del 11M; ese tono tan poco habitual en él quizá se entienda un poco mejor así: yo me acuerdo de alguna entrada que escribí entonces en mi blog sobre cosas de política y me pongo rojo de vergüenza -menos mal que las borré.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Troppo vero troppo breve

Ya se me ha acabado Troppo vero, y demasiado pronto otra vez. Dentro de unos meses lo releeré, ya sin las prisas involuntarias de la primera lectura, y lo disfrutaré lo mismo, pero de otra manera.
No sé por qué se quejan algunos de que son libros largos, yo estaría encantando de que sacase un volumen de dos mil páginas cada trimestre: tanto disfruto de estos Diarios.

En este volumen está lo de siempre -y lo que siempre quiero encontrar- pero siempre con variaciones: esta vez no hay viajes largos, sólo breves visitas -muy bonita descripción de Cádiz, o mejor, del mar desde Cádiz-; el tiempo en Las Viñas es menos o me supo a poco: las páginas sobre la Semana Santa allí con unos amigos son de lo mejor que ha escrito en toda su vida: maravillosas, la alegría por escrito.
La gran novedad es que esta vez el libro no acaba allí, al calor de la chimenea, pero esa variación le da a T. un enorme juego en las páginas finales para eso, para jugar con la cuestión de la verdad de estos Diarios, su referencia a la realidad o su exceso de realidad: troppo vero es el título, que le sugirió uno de Belfast cuando le envió un comentario de alguien que se había creído que Días y noches, una novela suya, era en realidad los diarios del supuesto protagonista: Troppo vero, como el retrato de Inocencio X de Velázquez.
Y es un volumen de Diarios en el que la música de fondo es la verdad y la literatura, de ahí el que esté tan bien puesto el título. Y el que haya una foto suya de Las Viñas en la portada es otra vez un gran acierto.
El título iba a ser Diario de nada, a partir de una cita muy buena de Azorín que pone al principio. Y a Azorín, le voy a tener que dar otra oportunidad, que nunca he acabado de interesarme por él.

Y a mí me interesa mucho saber cómo ha ido variando -a veces incluso los cambios en milésimas de aprecio- su valoración de literatos y artistas:
Da alegría ver sus elogios a Jiménez Lozano.
La muerte de Cela le sirve para ponerle en su sitio: un escritor de cuarta fila.
A José Hierro lo valora poco; acababa de morir -y es increíble cómo se la ha olvidado en estos siete años.
Vuelven a aparecer menciones a Ramón Gómez de la Serna y Baroja, de los que tanto hablaba en los primeros volúmenes, pero de pasada, sin devolverles al trono.
Habla también de Francisco Pino, un poeta de Valladolid que jaleaban mucho cuando yo vivía allí.
Me interesó lo que dice sobre Cernuda, el que valore más algunos poemas de después de la guerra. Yo prácticamente ni lo conozco, así que me guiaré por los que recomienda.
En este volumen queda más claro todavía cómo va creciendo -si eso es posible- su admiración por JRJ.

Les pega buenas zurras a Robayna y Javier Marías: y merecido se lo tienen. A Valente de pasada, pero también, que también se lo merece. Yo no sé por qué hay gente que se escandaliza de eso: hay todo un circo mediático alabando a los mediocres y a los muy malos en literatura y arte y para alguien que dice verdades como puños y hace una excelente labor de educación tyodavía hay gente que siente como escrúpulos cuando le lee esas críticas. A veces se habrá pasado, no digo que no, pero muchas de esas páginas han sido enormemente valiosas, al menos para mí.

De arte, son conmovedoras las cosas que cuenta del declinar de Gaya.
También me alegró que hablase de Catalá-Roca. 
Sigue sin gustarle la pintura de Antonio López; esta vez se lo encuentra en un avión.
Habla de Barceló, reducido a sus justos términos: un pintor que vende bien su imagen y que tiene valor en algunos dibujos, pero poco más.
Vuelve a hablar maravillas de Van Gogh y de Ensor. A este y a Regoyos me los apunto para mirarlos despacio. Sale poco Solana, cuya España negra -el libro- tanto me gustó el año pasado.


Esta vez he soltado la carcajada unas cuantas veces. Hay escenas antológicas, como la de la zarza.
Y palabras nuevas. Una que me he aprendido, además de sirle: relejes, esas rodaduras que dejan en los caminos de tierra los coches, donde se forman charcos: tiene una descripción formidable (¡formidable!, decía mucho mi padre) de eso, para enmarcar.
Es angustiosa la enfermedad de R. (y se olvida de contar que se cura, así que te pasas doscientas páginas con el alma en vilo). Hay descripciones familiares tremendas. León lo describe muy bien: quizá ahora sí que le den algún premio allí, porque se lanza a degüello.

En el siguiente volumen no va a aparecer el cazador pegando tiros al principio, pero no importa: comienza la cuenta atrás de la espera y entonces lo comprobaremos.

sábado, 1 de mayo de 2004

Campo de Ciudad Real

¡Qué bonito está el campo de Ciudad Real a Almodóvar en primavera! Encinas desperdigadas, el suelo reverdecido y un sol gigantesco que todavía no quema.

En Bailén (Episodios Nacionales IV), este pasaje sobre La Mancha y su grandeza (por cierto que Galdós lo escribió bastantes años antes que los de la generación del 98: véase la visión metafísica de El Quijote y del campo castellano antes de que Azorín y amigos etc. lo 'inventaran' y llamaran a Galdós 'don Benito el garbancero'):

"Así atravesamos la Mancha, triste y solitario país donde el sol está en su reino, y el hombre parece obra exclusiva del sol y del polvo; país entre todos famoso desde que el mundo entero se ha acostumbrado a suponer la inmensidad de sus llanuras recorrida por el caballo de D. Quijote. Es opinión general que la Mancha es la más fea y la menos pintoresca de todas las tierras conocidas, y el viajero que viene hoy de la costa de Levante o de Andalucía, se aburre junto al ventanillo del wagon, anhelando que se acabe pronto aquella desnuda estepa, que como inmóvil y estancado mar de tierra, no ofrece a sus ojos accidente, ni sorpresa, ni variedad, ni recreo alguno. Esto es lo cierto: la Mancha, si alguna belleza tiene, es la belleza de su conjunto, es su propia desnudez y monotonía, que si no distraen ni suspenden la imaginación, la dejan libre, dándole espacio y luz donde se precipite sin tropiezo alguno. La grandeza del pensamiento de don Quijote, no se comprende sino en la grandeza de la Mancha. En un país montuoso, fresco, verde, poblado de agradables sombras, con lindas casas, huertos floridos, luz templada y ambiente espeso, D. Quijote no hubiera podido existir, y habría muerto en flor, tras la primera salida, sin asombrar al mundo con las grandes hazañas de la segunda.

D. Quijote necesitaba aquel horizonte, aquel suelo sin caminos, y que, sin embargo, todo él es camino; aquella tierra sin direcciones, pues por ella se va a todas partes, sin ir determinadamente a ninguna; tierra surcada por las veredas del acaso, de la aventura, y donde todo cuanto pase ha de parecer obra de la casualidad o de los genios de la fábula; necesitaba de aquel sol que derrite los sesos y hace locos a los cuerdos, aquel campo sin fin, donde se levanta el polvo de imaginarias batallas, produciendo al transparentar de la luz, visiones de ejércitos de gigantes, de torres, de castillos; necesitaba aquella escasez de ciudades, que hace más rara y extraordinaria la presencia de un hombre, o de un animal; necesitaba aquel silencio cuando hay calma, y aquel desaforado rugir de los vientos cuando hay tempestad; calma y ruido que son igualmente tristes y extienden su tristeza a todo lo que pasa, de modo que si se encuentra un ser humano en aquellas soledades, al punto se le tiene por un desgraciado, un afligido, un menesteroso, un agraviado que anda buscando quien lo ampare contra los opresores y tiranos; necesitaba, repito, aquella total ausencia de obras humanas que representen el positivismo, el sentido práctico, cortapisas de la imaginación, que la detendrían en su insensato vuelo; necesitaba, en fin, que el hombre no pusiera en aquellos campos más muestras de su industria y de su ciencia que los patriarcales molinos de viento, los cuales no necesitaban sino hablar, para asemejarse a colosos inquietos y furibundos, que desde lejos llaman y espantan al viajero con sus gestos amenazadores.