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lunes, 9 de junio de 2025

La ciudad y la casa de Natalia Ginzburg

Voy a acabar leyendo, por hache o por b, todo lo que escribió Natalia Ginzburg, aunque creo que ya tengo conocido lo más valioso de ella, para mí Léxico familiar y Todos nuestros ayeres. No es que el resto de su producción sea flojo, es que no le encuentro el nivel y la intensidad de esas dos obras.

La ciudad y la casa es la última novela que escribió. Se puso un listón alto, hacer una novela epistolar y con muchos personajes, un grupo de amigos a los que une esa amistad a varias bandas, en algunos casos amoríos episódicos entre algunos de ellos. Yo, que soy tan pacato, me he sorprendido de la frivolidad de las relaciones de esos supuestos años setenta en que me imagino que está ambientada la novela: parejas abiertas, monogamias sucesivas. Lo que salva a esta novela es el modo de contar de Natalia Ginzburg, porque lo que describe a mí me deja fuera: es un mundo, el de una cierta burguesía pagana o postcristiana, que no comprendo: me interesa que me lo describan, pero no consigo entender las motivaciones de fondo: parece que todos actúan sobre todo por impulsos, la atracción amorosa pero no la fidelidad duradera, el tener quizá un hijo, pero tampoco con la responsabilidad que eso supone. No hay nada grande ni valioso por lo que vivir. Lo único que parece permanente es el tema de la casa, de las casas, de la vida en la ciudad, pero tampoco. Todos se van hundiendo, deshaciendo, rompiendo. Es desolador. Menos mal que hay muchos momentos de un humor muy fino. 

lunes, 16 de septiembre de 2024

María y otros relatos de Marisa Madieri y Domingo de Natalia Ginzburg

Los dos libros son menores, retazos en fase de borrador buena parte de ellos, e interesantes para mí en la medida que reflejan sus obras más conseguidas. 

Tengo un gran recuerdo de Verde agua, de Maria Madieri, que leí hace muchos años, tantos que ni lo menciono en este blog, luego lo leí antes de 2004. Era la mujer de Claudio Magris, del que leí hace muchos años El Danubio, libro al que me gustaría volver, creo; lo he cogido alguna vez, pero la letra tan pequeña me echa para atrás. Es él quien escribe las páginas finales de Maria y otros cuentos, hablando de ella y de su obra: a mí me parece que sería una mujer extraordinaria. Recoge lo que otro decía de ella, que "con su sola presencia, daba espesor a las cosas", que recuerda un poco a lo de la mujer de Delibes

Marisa Madieri murió muy joven, me parece, con un poco más de mi edad, 58 años, y dejó otro libro, El claro del bosque, que no me convence tanto. El que me he leído ahora en realidad son dos fragmentos narrativos inacabados, uno largo, Maria, que iba para novela quizá, bastante prometedora y La caracola, junto a varios relatos breves.

Escribe con sencillez, sin frivolidad, nunca dice nada estúpido ni cursi. Mira con ojos claros, tampoco ingenuos, las cosas y con piedad a las personas, sea un niño huérfano, un anciano chocheante o la Maria de la novela, una mujer a la que define la soledad.

Hay una reseña de Helena Farré que no sé si fue el motivo de que consiguiera este libro que he leído ahora, como un vaso de agua fresca, como un trozo de pan. Luis Daniel González tiene una extensa y profunda reseña que os recomiendo vivamente.

Domingo de Natalia Ginzburg tiene relatos que no me parece que acaben de funcionar. Mucho más interesante es la segunda parte, donde cuenta recuerdos de infancia y de sus años en los Abruzzos. El mejor texto es sobre la búsqueda de una casa en Roma, muy bueno. Era como leer más cosas de Léxico familiar y Nuestros ayeres, que son sus libros que más me gustan.

viernes, 6 de octubre de 2023

Natalia Ginzburg ensayista

Me gusta mucho como novelista y también tengo muy buen recuerdo de sus ensayos en Las pequeñas virtudes, así que me alegró ver que habían traducido Vida imaginaria.

Sobre todo disfruté con sus comentarios de crítica literaria, en sí mismos, porque no sabía de los autores que estaba comentando: era un acercamiento que sonaba sincero, sencillo, sin presuntuosidad, contando lo que le habían parecido los libros. También me gustó cuando hablaba de cine, del de Fellini o el de Bergman.

Luego tiene otros artículos que me dejaron más frío. Hay uno sobre Israel que fue polémico en su momento y ahora sigue siendo de los de o conmigo o contra mí. La suya es una postura básicamente contraria al Estado de Israel, en la que pesa su origen judío y a la vez un intento de querer ser objetiva, pero me parece que sobre todo lo que decide el tono es su pensamiento de izquierda, que aquí rechina especialmente. Al menos ella sabía que no iba a hacer amigos escribiéndolo y lo escribió y amigos suyos se quejaron. En el propio libro se recoge algún comentario, porque lo que tenemos es la traducción de una edición crítica italiana del texto, me imagino, con comentarios y glosas.

Bien, no siempre estoy de acuerdo con Natalia Ginzburg, especialmente cuando habla de algunos temas (saludo aquí al lector que siempre me recuerda la postura de esta sobre el aborto, con la que NO estoy de acuerdo). Me quedo con Léxico familiar y Todos nuestros ayeres.

lunes, 27 de marzo de 2017

Todos nuestros ayeres

Leí esta novela de Natalia Ginzburg por 1998, cuando estaba en Ciudad Real, después, creo, de Léxico familiar. Ahora la he releído, otra vez disfrutándola, más todavía quizá. Son las dos obras de ella que más me gustan y esta vez he vuelto a comprobar lo estrechamente relacionadas que están: Léxico familiar es la novela de su familia, sin salirse un milímetro de los hechos, unas memorias en torno a las frases familiares. Esta novela, escrita antes, es su familia con otros nombres, con pequeños cambios: el padre de la novela es un misántropo que no trabaja, en vez del profesor industrioso que fue el suyo original, pero comparten el mal humor y sus puntos de desánimo. Su hermana mayor se llama aquí Concettina y se casa con un fascista, cuando su hermana Paola con quien se casó fue con uno de los Olivetti (los de las máquinas de escribir), antifascistas hasta la médula, pero los Olivetti son ahora los vecinos de enfrente de los protagonistas de la novela.

Esto os importará poco: Todos nuestros ayeres se sostiene sola, porque la verdad de los personajes es la misma, fuera de estos cambios circunstanciales. Su madre aparece aquí como una señora que vive en la casa y les echa una mano a los protagonistas, buena, preocupada por los detalles, aturullada, un desastre en realidad, pero a la que todos quieren. La madre real de Natalia Ginzburg es un espíritu libre, una madraza, de intereses múltiples y por eso aturullada. Yo, si tuviera tiempo, me pondría a hacer un estudio comparativo en detalle, pero no por hurgar o una supuesta erudición, sino para comprender mejor cómo hace Natalia Ginzburg para escribir tan de verdad, ya sea contando cosas de su familia en unas memorias, ya transformándolas en una novela.

Una de las claves creo que es el amor por los detalles o, mejor todavía, el amor por esos elementos mínimos que retratan a una persona.
La otra, el mirar a todos, familiares o personajes de una novela, con gran cariño, sin condenarlos nunca. Hay un personaje, Franz, judío, cobardica, dejado, que acaba siendo el héroe: lo vamos viendo y cuando ocurre eso, nos parece lógico, porque a pesar de todo siempre le tuvimos cariño.
Luego está Cenzo Rena, su criada, la Maschiana, Emanuele, la mujer del sargento, un montón de personajes admirables.

Léxico familiar siguió también el orden espacial de esta novela; de un lugar del norte (que no es Turín, pero como si lo fuera), a un pueblo de los Abruzzos y vuelta. El pueblo, san Costanzo, es inolvidable. En un pueblo así estuvo confinada ella con su marido, un judío, Leone Ginzburg, que acabó muriendo a manos de los alemanes.

A mí me da envidia, además, porque me parece que es una novela a la que todos los italianos pueden acudir, tratando como trata de los años treinta y la guerra mundial y los años siguientes, tan traumáticos para Italia. En España no tenemos una novela así sobre la Guerra Civil, que trate con justicia a todos, sin caer en simplificaciones ni maniqueísmos.

Si yo me metiera en otros jardines además, vería esta novela como modelo de las escritas por una mujer: esos detalles verdaderos que encuentro en Safo, en mi recuerdo de los cuentos de Katherine Mansfield (tendría que releerla, a ver), en Jane Austen, en Flannery O'Connor.



lunes, 22 de febrero de 2016

Léxico familiar otra vez

Me he vuelto a leer, por vez número no sé cuántas*, Lexico familiar, de Natalia Ginzburg. Creo que esta lo he disfrutado más que nunca y mira que he disfrutado yo con ese libro, aparte de las carcajadas cada dos páginas. Está, sin duda, en mi top 10 total. Digo más: si me preguntasen qué libro de Literatura italiana me llevaría a una isla desierta, sería ese (estoy atascado en medio del Purgatorio de Dante, qué mal).
Me preguntaba estos días por qué. Una clave es, creo, que los protagonistas, sus padres, son unos personajes grandiosos: en cierto modo monolíticos (el padre testarudo, intolerante y a pesar de todo muy querible, la madre con sus cosas de niña y su optimismo) y a la vez con múltiples facetas.
Me sigue impresionando lo verdadero que es todo. Quizá aparezca en unos años -hay mucho destrozamitos desaprensivo- un libro que diga que todo en este libro es mentira, pero yo le creo a Natalia lo que me cuente, así de rendido estoy a su modo de escribir. Al principio afirma ella que todo lo que dice en ese libro es verdad: yo la creo porque me da la gana creerla y porque me convence gracias al trabajo que hace con su escritura. No sabría explicarlo mejor.

Voy a poner un ejemplo contrario: Matar un ruiseñor, de Harper Lee (q.e.p.d). La novela la leí con veinte años y me pareció una mierda. La película, en cambio, me gustó mucho. Pero la volví a ver y ya no me gustó tanto. Entre medias, había leído a Flannery O'Connor, que comentó de ese libro que era «para niños». Y no puede tener más razón: en aras de lo bondadoso, se recorta el perfil de los problemas y se da una solución  que parece políticamente deseable, pero en realidad es muy mentirosa. Os lo voy a resumir: blanco con ejemplaridad pública bueno, basura blanca mala, negros buenos pero coitadiños, la justicia ex machina para solucionar los problemas irresolubles. Cualquier cuento de Flannery es justamente lo contrario: mostrar lo que hay. Por eso quizá por ejemplo en mi Universidad tienden a no ponerla como lectura obligatoria, porque «es muy difícil» para los alumnos.

El otro día escribía Gregorio Luri: «Hay que asumirlo: el fin de la pedagogía, tal como es concebida actualmente, es ocultarle la realidad al niño».
Por eso Matar un ruiseñor triunfa en las escuelas.

*En 2007 ya me la había leído por quinta o sexta vez.

jueves, 10 de septiembre de 2009

Ensayos de Natalia Ginzburg

Cada vez admiro más a los editores de libros: qué bien cuando lo hacen bien.
Lo digo a cuento de la editorial Lumen: ya me referí a la edición de Cuentos Completos de Flannery. Además de lo que dije entonces, el error más garrafal fue poner los cuentos en el orden cronológico de la edición original: para un público (el hispánico), que no la conocía, es un error grave poner primero los cuentos que hizo en el Master de Escritura en Iowa y que a ella le parecían malísimos. El hecho es que no son tan malos (sobre todo si eres fan de ella), pero hubieran estado mucho mejor en un apéndice al final del volumen: la gente hubiera empezado a leer con la primera colección de cuentos que ella publicó.
A Natalia Ginzburg le han ido editando en Lumen sus novelas y relatos en volúmenes bien cuidados (aunque siempre con esa manía de ponerles un prólogo: a las novelas no hay que ponerles prólogo), pero con los Ensayos han hecho un volumen demasiado gordo juntando dos libros distintos, el primero, Nunca me preguntes,  que me pareció bastante bueno -la selección la hizo ella- y el segundo (No podemos saberlo), mucho más flojo, póstumo, que ella hubiera aligerado seguro, porque muchos de los textos valen poco o al menos no llegan a la altura de los demás. A pesar de todo, también en el segundo volumen hay  artículos buenos; dos: No entiendo a Dario Fo y su Autobiografía en tercera persona, un texto excepcional.
Y yo le echo la culpa a la superstición filólogico-conservacionista del mito de las "Obras completas" (el último defensor: Rafael Conte, me convenció durante un tiempo). Pero yo ahora soy partidario decidido de las Antologías.
Y ella misma lo explica mejor en uno de esos artículos últimos, a propósito de Pavese (p. 429):
De un escritor que está muerto es importante lo mejor; lo peor hay que dejarlo aparte. Y sin embargo, también lo peor debe conocerse, indagarse y estudiarse, pero aparte. Y de alguna forma ocurre lo mismo con todo ser humano: no se entiende bien por qué, pero sólo después de muerto vemos salir a la superficie lo mejor que tenía y hundirse en la oscuridad lo peor. Y es lo mejor lo que queremos recordar.

martes, 29 de mayo de 2007

Ginzburg: Léxico familiar

Lumen, que está en racha de aciertos, reedita Léxico familiar, de Natalia Ginzburg. Lo había releído por quinta o sexta vez hace poco, pero me puse otra vez y me lo leí de nuevo.
Y qué maravilloso libro, cómo me gusta. No sé por qué me gusta tanto, pero con él me río, me emociono, disfruto. Es, sin duda, uno de mis libros favoritos. Junto con Las pequeñas virtudes y Nuestros ayeres, lo mejor de esta enorme escritora italiana. Más de mi amor por Natalia Ginzburg aquí y aquí. Traduje un artículo suyo aquí. 
El otro día caí en la cuenta de que a Natalia Ginzburg y a Flannery O'Connor (¡nada menos!) las descubrí en mis años de Ciudad Real.


lunes, 14 de noviembre de 2005

Lecturas de Ginzburg

Un libro* sobre Natalia Ginzburg de la biblioteca de la Facultad, con una entrevista de Peg Boyers. Habla de los escritores que le gustan:
Chejov, Svevo, Shakespeare, George Eliot, Jane Austen, Carson McCullers, Flannery O'Connor, Francis Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, Marina Tsvetaieva.
Me da una especial alegría que cite a George Eliot. Salvo Hemingway (no acabo de valorarlo), Svevo y Carson McCullers (de la que no he leído nada), me llevo el gran alegrón al ver que me gustan muchos escritores que le gustaban.
Los misterios del gusto -o de la afinidad-, que establecen lazos: Trapiello tradujo a Natalia Ginzburg; Carmen Martín Gaite se llevaba bien con Trapiello y tradujo a la Ginzburg y a las Brontë. José Jiménez Lozano es lector fervoroso de Flannery O'Connor.
A Trapiello no le gusta Valle-Inclán: a mí tampoco. No me acaban de convencer las obras de Martín Gaite, aunque me gustaría que me gustase más (como traductura es genial).
Y aquí esperando que a quienes apreciamos les guste lo mismo que nos gusta a nosotros, aunque deberíamos amar sus gustos distintos y no elevar a canon literario los nuestros (aunque tengamos la convicción de que se equivocan).
*Natalia Ginzburg. A Voice of the Twentieth Century, edited by Angela M. Jeannet and Giuliana Sanguinetti Katz, Toronto, Buffalo, University of Toronto Press, 2000.

sábado, 5 de noviembre de 2005

Natalia Ginzburg

Le iba a dejar a un conocido Nuestros ayeres, una novela de Natalia Ginzburg (que tradujo Carmen Martín Gaite), pero no me pude aguantar y como la tenía en la mano la volví a leer (creo que por cuarta vez). Es, junto con Léxico familiar y Las pequeñas virtudes, mi obra favorita de esta escritora maravillosa.


Esta es una foto que he encontrado con su primer marido, Leone Ginzburg; él murió en 1944 en una cárcel romana, capturado por los nazis en una imprenta ilegal.
Nuestros ayeres cuenta de forma novelada lo que es un relato biográfico en Léxico familiar. Algún relato de Las pequeñas virtudes tiene también este trasfondo autobiográfico.

martes, 19 de octubre de 2004

Ginzburg

Hace un tiempo traduje este artículo de Natalia Ginzburg (una de los mejores escritores de la historia: y no cambio ni una palabra):
Natalia Ginzburg, "Il crocifisso nelle scuole", L’unità 25.III.1988, p. 2 (reimpreso en Non possiamo saperlo. Saggi 1973-1990, a cura di Domenico Scarpa, Torino, Einaudi, 2001, p. 126-9):

Dicen que hay que quitar el crucifijo de las aulas. El nuestro es un estado laico y no tiene el derecho de imponer que en las aulas haya un crucifijo. La señora Maria Vittoria Montagnana, maestra de Cuneo, había quitado el crucifijo de las paredes de su clase. Las autoridades educativas la han obligado a volver a ponerlo. Ahora se está peleando por poder quitarlo de nuevo y para que lo quiten de todas las clases de nuestro país. En lo que se respecta a su propia clase, tiene toda la razón. Pero a mí me disgusta que el crucifijo desaparezca para siempre de todas las clases. Me parece una pérdida. Todas o casi todas las personas que conozco dicen que lo quiten. Otras dicen que es una cuestión sin importancia. Los problemas son tantos y dramáticos, en la escuela y fuera, que este es un problema sin importancia. Es verdad. Pero a mí me desagrada que el crucifijo desaparezca. Si fuera profesora, querría que en mi clase no lo tocaran. Toda imposición de la autoridad es horrenda en lo que respecta al crucifijo en las paredes. No puede ser obligatorio ponerlo. Pero en mi opinión tampoco puede ser obligatorio quitarlo. Un profesor debe poderlo poner si quiere y quitarlo si no quiere. Debería ser una elección libre. Sería justo también pedir opinión a los niños. Si uno solo de los niños lo quisiese, escucharlo y hacerle caso. A un niño que desea un crucifijo puesto en la pared hay que hacerle caso. El crucifijo en clase no puede ser otra cosa que la expresión de un deseo. Y los deseos, cuando son inocentes, se respetan. La hora de religión es una prepotencia política. Es una clase. Se gastan palabras. La escuela es de todos, católicos y no católicos. ¿Por qué hay que enseñar religión católica?

Pero el crucifijo no enseña nada. Calla. La hora de religión genera una discriminación entre católicos y no católicos, entre los que se quedan en clase a esa hora y los que se levantan y se van. Pero el crucifijo no genera ninguna discriminación. Calla. Es la imagen de la revolución cristiana, que ha difundido por el mundo la idea de la igualdad entre los hombres, hasta entonces ausente. La revolución cristiana ha cambiado el mundo. ¿Queremos acaso negar que ha cambiado el mundo? Hace ya casi dos mil años que decimos ‘antes de Cristo’ y ‘después de Cristo’. ¿O queremos acaso ahora dejar decirlo así? El crucifijo no genera ninguna discriminación. Está allí mudo y silencioso. Lo ha estado siempre. Para los católicos es un símbolo religioso. Para otros puede no ser nada, una parte de la pared. Y finalmente para alguno, para una minoría mínima, o quizá para un solo niño, puede ser algo especial, que suscita pensamientos contrapuestos. Los derechos de las minorías deben respetarse. Dicen que por un crucifijo puesto en la pared, en clase, pueden sentirse ofendidos los alumnos hebreos. ¿Por qué se van a ofender más los hebreos? ¿Es que no era Cristo un hebreo y un perseguido, y no murió martirizado, como les ha ocurrido a miles de hebreos en los campos de concentración? El crucifijo es el signo del dolor humano. La corona de espinas, los clavos, evocan sus sufrimientos. La cruz, que imaginamos alzada en la cima de un monte, es el signo de la soledad en la muerte. No conozco otros signos que expresen con tanta fuerza el sentido de nuestro destino humano. El crucifijo es parte de la historia del mundo. Para los católicos Jesucristo es el hijo de Dios. Para los no católicos puede ser simplemente la imagen de uno que fue vendido, traicionado, martirizado y muerto sobre la cruz por amor de Dios y del prójimo. Quien es ateo quita la idea de Dios pero conserva la idea del prójimo. Se dirá que muchos fueron vendidos, traicionados y martirizados por su fe, por el prójimo, por las generaciones futuras, y su imagen no está en las paredes de las escuelas. Es verdad, pero el crucifijo les representa a todos. ¿Cómo les representa a todos? Porque antes de Cristo ninguno había dicho nunca que los hombres son todos iguales y hermanos, todos, ricos y pobres, creyentes y no creyentes, hebreos y no hebreos y negros y blancos, y ninguno antes de él había dicho nunca que en el centro de nuestra existencia debemos situar la solidaridad entre los hombres. Y el ser vendidos y traicionados y martirizados y asesinados por la propia fe les puede pasar a todos. A mí me parece un bien que los muchachos, los niños, lo sepan desde los bancos de la escuela. Jesucristo ha llevado la cruz. A todos nosotros nos ha ocurrido o nos ocurre el llevar sobre las espaldas el peso de una gran desgracia. A esta desgracia le damos el nombre de cruz, aunque no seamos católicos, porque demasiado fuerte y desde hace demasiados siglos está impresa la idea de la cruz en nuestro pensamiento. Todos, católicos y laicos, llevamos o llevaremos el peso de una desgracia, derramando sangre y lágrimas y esforzándonos por no caer. Esto dice el crucifijo. Lo dice a todos, no sólo a los católicos. Algunas palabras de Cristo las pensamos siempre, y podemos ser ateos, laicos, lo que se quiera, pero vuelan siempre por nuestro pensamiento igualmente. Ha dicho: "Ama al prójimo como a ti mismo". Eran palabras escritas ya en el Antiguo Testamento, pero se han convertido en el fundamento de la revolución cristiana. Son la llave de todo. Son lo contrario de todas las guerras. Lo contrario de los aviones que lanzan bombas sobre la gente indefensa. Lo contrario de los adulterios y también de la indiferencia que tantas veces rodea a las mujeres violadas en las calles. Se habla tanto de la paz, pero qué decir, a propósito de la paz, aparte de estas sencillas palabras. Son justo lo contrario del modo como hoy existimos y vivimos. Lo pensamos siempre, encontrando extremadamente difícil amarnos a nosotros mismos, y amar al prójimo más difícil todavía, o quizá incluso completamente imposible, incluso sintiendo que ahí está la clave de todo. El crucifijo estas palabras no las evoca, porque estamos tan habituados a ver ese pequeño signo colgado y tantas veces nos parece nada más que otra parte de la pared. Pero si se llega a pensar que Cristo ha venido a decirlas, molesta mucho que deba desaparecer de la pared ese pequeño signo. Cristo ha dicho también "Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia porque serán saciados". ¿Cuándo y dónde serán saciados? En el cielo, dicen los creyentes. Los otros por su parte no saben ni cuándo ni dónde, pero estas palabras hacen, quién sabe por qué, sentir un hambre y sed de justicia más severos, más ardientes y más fuertes. Cristo ha expulsado a los mercaderes del templo. Si estuviese aquí hoy, no haría más que expulsar mercaderes. Para los verdaderos católicos, debe ser arduo y doloroso moverse en el catolicismo como es hoy, moverse en este potaje espumoso en que se ha convertido el catolicismo, donde política y religión están siniestramente mezcladas. Debe ser arduo y doloroso, para ellos, separar de este potaje la integridad y la sinceridad de su propia fe. Yo creo que los laicos deberían pensar mucho más en los verdaderos católicos. Simplemente para acordarse de que existen y esforzarse en reconocerlos en el potaje espumoso que es hoy el mundo católico y que ellos justamente odian. El crucifijo es parte de la historia del mundo. Los modos de mantenerlo y de no mantenerlo son, como hemos dicho, muchos. Además de los creyentes y los no creyentes, los católicos verdaderos y falsos, están también los que creen unas veces sí y otras veces no. Ellos saben bien una sola cosa, que el creer y el no creer van y vienen como las olas del mar. Tienen las ideas, en general, muy confusas e inciertas. Sufren de cosas de las que nadie sufre. Aman quizá el crucifijo y no saben por qué. Aman verlo en la pared. Algunas veces no creen en nada. Es tolerancia consentir a cada uno construir en torno a un crucifijo los más inciertos y contradictorios pensamientos.

"Autobiografia in terza persona" p. 178-83 de Saggi (2001): (…) Su padre era hebreo, su madre no lo era. Ni el uno ni el otro eran observantes, en un sentido u otro. Ni él ni ella ponían el pie en una iglesia o en un templo. Solían considerarse materialistas y ateos; el padre con más convicción; la madre de una forma menos resuelta y más insegura. (…) Natalia Ginzburg vive en Roma, siempre en la misma casa del centro. Es todavía diputada [independiente por el Partido Comunista] en el Congreso. Algunas veces, pero de modo discontinuo, escribe en los periódicos. Vive sola con su hija Susanna, gravemente enferma desde los primeros meses de vida. La enfermedad de su hija le impide pensar en la muerte tranquilamente. Todavía tiene fe en la providencia, en el afecto de sus otros hijos, en los ángeles custodios. Aunque de modo caótico, atormentado y discontinuo, cree en Dios.



Hoy dos alumnos (muy majos todos este curso) me han llamado profe: con ello han activado el túnel del tiempo y de repente me he visto en Almodóvar del Campo, aquellos dos años dorados.

Llueve sin dejarlo en Compostela de Santiago.