Leí esta novela de Natalia Ginzburg por 1998, cuando estaba en Ciudad Real, después, creo, de
Léxico familiar. Ahora la he releído, otra vez disfrutándola, más todavía quizá. Son las dos obras de ella que más me gustan y esta vez he vuelto a comprobar lo estrechamente relacionadas que están:
Léxico familiar es la novela de su familia, sin salirse un milímetro de los hechos, unas memorias en torno a las frases familiares. Esta novela, escrita antes, es su familia con otros nombres, con pequeños cambios: el padre de la novela es un misántropo que no trabaja, en vez del profesor industrioso que fue el suyo original, pero comparten el mal humor y sus puntos de desánimo. Su hermana mayor se llama aquí Concettina y se casa con un fascista, cuando su hermana Paola con quien se casó fue con uno de los Olivetti (los de las máquinas de escribir), antifascistas hasta la médula, pero los Olivetti son ahora los vecinos de enfrente de los protagonistas de la novela.
Esto os importará poco:
Todos nuestros ayeres se sostiene sola, porque la verdad de los personajes es la misma, fuera de estos cambios circunstanciales. Su madre aparece aquí como una señora que vive en la casa y les echa una mano a los protagonistas, buena, preocupada por los detalles, aturullada, un desastre en realidad, pero a la que todos quieren. La madre real de Natalia Ginzburg es un espíritu libre, una madraza, de intereses múltiples y por eso aturullada. Yo, si tuviera tiempo, me pondría a hacer un estudio comparativo en detalle, pero no por hurgar o una supuesta erudición, sino para comprender mejor cómo hace Natalia Ginzburg para escribir tan de verdad, ya sea contando cosas de su familia en unas memorias, ya transformándolas en una novela.
Una de las claves creo que es el amor por los detalles o, mejor todavía, el amor por esos elementos mínimos que retratan a una persona.
La otra, el mirar a todos, familiares o personajes de una novela, con gran cariño, sin condenarlos nunca. Hay un personaje, Franz, judío, cobardica, dejado, que acaba siendo el héroe: lo vamos viendo y cuando ocurre eso, nos parece lógico, porque a pesar de todo siempre le tuvimos cariño.
Luego está Cenzo Rena, su criada, la Maschiana, Emanuele, la mujer del sargento, un montón de personajes admirables.
Léxico familiar siguió también el orden espacial de esta novela; de un lugar del norte (que no es Turín, pero como si lo fuera), a un pueblo de los Abruzzos y vuelta. El pueblo, san Costanzo, es inolvidable. En un pueblo así estuvo confinada ella con su marido, un judío, Leone Ginzburg, que acabó muriendo a manos de los alemanes.
A mí me da envidia, además, porque me parece que es una novela a la que todos los italianos pueden acudir, tratando como trata de los años treinta y la guerra mundial y los años siguientes, tan traumáticos para Italia. En España no tenemos una novela así sobre la Guerra Civil, que trate con justicia a todos, sin caer en simplificaciones ni maniqueísmos.
Si yo me metiera en otros jardines además, vería esta novela como modelo de las escritas por una mujer: esos detalles verdaderos que encuentro en Safo, en mi recuerdo de los cuentos de Katherine Mansfield (tendría que releerla, a ver), en Jane Austen, en Flannery O'Connor.