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lunes, 20 de febrero de 2023

La familia Karnowsky

Como me habían gustado las memorias de infancia de Israel Yehoshua Singer me animé a leer La familia Karnowsky, y eso que era un novela, y larga.

La he disfrutado mucho. Cada cierto número de páginas pensaba en el inmenso placer de leer una novela, que casi tenía olvidado, leyendo esta, atrapado en la acción y sufriendo y sintiendo con los personajes.

Son tres generaciones de una familia: empieza entre judíos polacos de corte tradicional, como tantos que aparecen en escritores como Isaac Bashevis Singer, su hermano, o Scholem Aleichem. De ellos el primer Karnowsky aquí protagonista prefiere irse a Berlín, en pos de un judaísmo ilustrado: la ciudad que describe, en la primera Guerra Mundial y después, se creía el centro de la modernidad, pero en realidad fue el epicentro del derrumbe social y político, con una economía destrozada y reparaciones de guerra abusivas, un racismo rampante, un nihilismo extendido y el dominio de la calle primero de los comunistas y luego de los nazis.

De allí la familia huye a Nueva York: el panorama de los judíos allí, que reproduce el de la dualidad Polonia-Rusia / Alemania o Tradicionalismo / Ilustración, se describe en paralelo con la situación de la población de origen alemán, en buena parte pronazi. Es más interesante porque el libro lo terminó en 1941 (y el autor murió en 1943), cuando no se sabía casi nada de  lo que sabemos ahora sobre el Holocausto.

La mayor pega de libro es seguramente la falta de ductilidad de los personajes, a veces demasiado rígidos, con posiciones fijas y con cambios a veces radicales, pero no muy bien explicados. 

La traducción parece muy buena: al menos el libro se lee muy bien. Un error que me hizo gracia: hablan de un cementerio de Friedhof (que significa cementerio en alemán)

Hay una reseña muy buena de Luis Daniel González en Bienvenidos a la fiesta.

martes, 27 de diciembre de 2022

El hermano mayor de Isaac Bashevis Singer

Israel Yehoshua Singer aparece en la obra de Isaac como ese hermano mayor que se ha independizado ya y ha roto los lazos con la tradición familiar y religiosa. Acabo de leer sus Memorias, De un mundo que ya no está, que quedaron sin terminar por su muerte: solamente pudo contar los trece primeros años de su vida, justo cuando nace ese hermano, Isaac, que sería premio Nobel. 

El hermano mayor tampoco era manco como escritor. Yo hubiera querido leer todo lo que podría haber contado, aunque me alegro de que tengamos por lo menos esto, que me ha gustado mucho, una descripción de su vida en una aldea de judíos (un shtetl como El violinista en el tejado) en Polonia. Es hijo de un rabino, un hombre estudioso, poco práctico y de corazón de oro, retratado de modo inolvidable, y una madre hija de un rabino más práctico, de la línea menos mística, más realista, también un personaje de una pieza, en Bilgoray, donde pasaban los meses de verano.

No hay nostalgia, al menos explícita. Él murió en 1943, así que ni siquiera fue del todo consciente de la tragedia del Holocausto, de esos millones de pobres judíos asesinados en masa, que vivían en buena parte hablando en yiddish, sin saber casi polaco, manteniendo tradiciones de siglos, en torno a rabinos carismáticos. 

Él claramente se presenta a sí mismo como alguien que quiere otra vida, otro modo de estar en el mundo, pero el retrato que hace de ese mundo pequeño de los judíos de aldea es veraz y comprensivo, aunque él no quisiera una vida así, dedicada al estudio de los textos sagrados. Pero cuenta todo con detalle, describiendo personajes muy vivos, costumbres llamativas para nosotros, un modo de vida que desapareció.


Ahora tengo dos novelas suyas para leer: no me había animado, pero ahora sí, las leeré.

miércoles, 22 de junio de 2022

Más relatos de Isaac Bashevis Singer

Yo nunca he llegado a decir que no leería más ficción. Simplemente casi no la leo porque se me hace cuesta arriba, pero hay escritores que no, por ejemplo Isaac Bashevis Singer.

Acaba de salir un librito, Una ventana al mundo, con seis relatos inéditos. Me han durado menos que un caramelo a la puerta de un colegio, que es como nos explicaba el profesor de matemáticas en segundo de BUP la fórmula de 1 partido por infinito: un caramelo chupado por infinitos niños que acabaría desapareciendo, dando cero.

Este libro, poco más de cien páginas, son seis relatos, situados la mayoría en Polonia, al menos mentalmente. Hay uno en Miami, otro en Nueva York, pero todos casi acaban en ese mundo de la infancia del autor y en torno a la pregunta por la teodicea, en un mundo que pasó del judaísmo jasídico a la revolución rusa y donde el sufrimiento llegó a extremos nunca vistos. 

Hay cuentos de argumento desolador, pero todos me consuelan leyéndolos. En la web de amazon podéis leer el primero, sobre un estalinista ortodoxo que nota, solo en la habitación del hotel, en medio de un Congreso del Partido, que alguien le tira de la manta de la cama. El último cuento, Job, es el relato de las penas de otro de los que se echaron en brazos del comunismo, que pasa por todas las fases de sufrimiento disponibles en la primera mitad del siglo XX, hasta llegar a Estados Unidos. Hay uno de un judío ortodoxo que convive con un refugiado que reniega de Dios y de toda humanidad: es tremendo e impresionante.

No sé que es lo que hace distinto Singer: la sencillez de su forma de relatar, el interés de lo que cuenta, la viveza con que lo cuenta, que siempre estén las grandes cuestiones al fondo, que no desprecie a ningún personaje, quizá eso sea lo definitivo.

martes, 24 de diciembre de 2019

Feliz Navidad

De una recopilación de 47 cuentos de Isaac Bashevis Singer, uno de los pocos autores de ficción que no me cansa, el domingo leí Alegría, de planteamiento muy sencillo: un rabino (rebbe), Beinish de Komarov, se convierte en un nuevo Job al que se le mueren los hijos y pasa por una crisis de fe tremenda, en la que todo se le tambalea. Sólo ante un amigo, Avigdor, deja entrever pensamientos nihilistas que en él no acaban de sonar del todo sinceros. Pasa el tiempo, se queda casi sin seguidores. Al final se le aparece una hija muerta, Rebeca, que le anuncia que va a morir pronto y le pide que vaya a dar la bendición de la comida de una fiesta.
El cuento, que no tiene más complicación argumental, a mí me emocionó un montón. Lo que quería poneros es lo que dice en esa bendición del vino y el pan, en la que recoge ideas claves del nucleo de la revelación a Israel (y lo del Dios escondido está por ejemplo en dos cuentos que recoge Buber):
Avigdor escanció el vino y el rebbe canturreó el kiddush con una alegre melodía festiva. Luego se lavó las manos, pronunció la correspondiente bendición y seguidamente la de agradecimiento por el pan. Después de tomar un poco de caldo, disertó con un comentario sobre la Torá, algo que no había hecho desde hacía años. Lo hizo en voz baja, aunque se le oía. Trató el tema de por qué la luna está oculta en Rosh Hashaná: «La respuesta es que en Rosh Hashaná suplicamos a Dios seguir con vida, y la vida significa libre albedrío. Ahora bien, la libertad es un misterio. Si uno conociera la verdad, ¿cómo podría existir la libertad? Si el infierno y el paraíso se encontrasen en mitad de la plaza del mercado, todos seríamos santos. De todas las bendiciones otorgadas al hombre, la más grande reside en el hecho de que la faz de Dios está oculta al hombre para siempre. Los hombres son hijos del Ser Supremo, y el Todopoderoso juega al escondite con ellos. Oculta su rostro y sus hijos lo buscan, mientras mantienen la fe en que Él existe. Ahora bien, ¿qué ocurre cuando, no lo quiera Dios, uno pierde la fe? El hombre malvado vive en las negaciones, y las negaciones son de por sí también muestras de fe, de fe en la maldad, y de ellas es posible extraer fuerza para el cuerpo. Pero ¿y si es un hombre justo el que pierde la fe? La verdad se le revela y él es recuperado. Este es el sentido simbólico del versículo: "Cuando un hombre muere, cobijado bajo una tienda...". Cuando el hombre justo cae de su rango y queda, como el malvado, sin un cobijo permanente, entonces relumbra una luz desde arriba y todas las dudas cesan...».
Yo tengo grandísima admiración a los judíos piadosos, también a esos hasidim que meditaron y rezaron en condiciones tan difíciles: todos aquellos rabinos como Beinish, cuyas últimas palabras en este cuento son "Uno debe mantenerse siempre alegre" y que en buena parte murieron en las cámaras de gas.


El Dios escondido es un niño. Eso es lo que anima a contemplar el Prelado del Opus Dei:
La señal dada a los pastores de Belén para que pudieran reconocer al Mesías fue que encontrarían «un niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre» (Lc 2,12): allí les esperaba el Hijo de Dios.
Y yo os deseo muy feliz Navidad a todos. Y que estemos todos muy contentos.

sábado, 9 de agosto de 2014

Dublin 8 - The Irish Jewish Museum

No sé de qué me viene mi gran simpatía por todo lo judío, que me ha convertido en un bicho raro en la casi totalmente (voy a utilizar un eufemismo) "propalestina" España: supongo que han sido Isaac Bashevis Singer, Amos Oz, Batya Gur. Y Woody Allen y Larry David. Y los poemas sefardís. Y mucho le debo a José Jiménez Lozano (también en esto) sobre el sufrimiento de los judíos españoles. Supongo que hay en mí también un difuso sentido de culpabilidad que no tengo intención de cauterizar.
Hoy es santa Edith Stein, a la que le tengo grandísima admiración y a la que le pido especialmente que interceda por ellos, en estos momentos de especial sufrimiento para todos los judíos.

Siempre que puedo, visito sus Museos: en Eslovaquia, en Praga, en Estocolmo o donde vaya. Esta vez vi que había un Museo Judío en Dublin y allí que me fui.
Los pocos judíos en Irlanda son ahora todavía menos, un pequeño grupo que se enorgullece de un presidente reciente de Israel, Chaim Herzog. También de que en el Ulysses de Joyce se les dé mucha importancia (el protagonista, Leopold Bloom, es de origen judío) a ellos y al barrio en el que vivían: la pequeña Jerusalén. Al lado estaba la casa en la que nació George Bernard Shaw.

Me abrió un chaval muy amable. Me explicó lo que acabo de contar y me dejó que viera los recuerdos de la vida de los judíos de principios del siglo XX: asociaciones, carnicerías kosher, escuelas. También había carteles antisemitas.

Luego apareció un señor con pinta de matarife ritual (hay un cuento impresionante de Singer sobre uno que acaba en ese oficio, sin poder huir de ello). No le pareció buena idea que le hiciera fotos a los textos antisemitas para ponerlos aquí, porque me dijo que en realidad se debían a disputas de gremios por la introducción de la venta a plazos. Tampoco los carteles en las casas de alrededor: ahora tienen en el Museo un proyecto de expansión que ha chocado con vecinos antisemitas (lo disfrazan con conservar el barrio y mandangas similares, pero es lo que me pareció que eran).

Arriba tenían la sinagoga antigua, bien pequeña. Me enseñó unas carracas de la fiesta de Purim: yo le dije que en España se usaban en el Oficio de Tinieblas y que quizá fuesen -se me ocurrió allí mismo- de origen judío (mirad la wikipedia en español y en inglés).

Al salir, no me pude aguantar las ganas e hice esta foto a los antisemitas y sus mierdas de casas:

jueves, 4 de abril de 2013

Ficción feliz

Ya me he quejado aquí demasiadas veces de que he perdido el gusto por la ficción; en los últimos años solo era capaz de leer cosas sin grasa ni hidratos (Flannery O'Connor, Waugh, Richard Ford). Es como tener una enfermedad: comes solo jamón ibérico.
Por eso me llevé una gran alegría al comprobar que seguía disfrutando mucho de otro de mis ídolos de antes, Isaac Bashevis Singer. Me lancé a leer los Cuentos que han seleccionado en un volumen gordísimo y comprobé que me siguen gustando lo mismo, si no más.
El otro día empecé Viernes breve (Short Friday) y las diez páginas del cuento me las pasé rezando para que contradijera a Aristóteles y no tuviera ni cambios (περιπέτεια) ni supusiese descubrir nada oculto (ἀναγνώρισις): los protagonistas yo quería que se quedaran como estaban, el sastre y su mujer en la casita del shtetl cerca de Lublin, rodeados de nieve.
Pero nadie contradice a Aristóteles. Y hubo peripéteia y anagnórisis y acabé el cuento y qué contento me puse. Un grandísimo cuento feliz.

viernes, 10 de octubre de 2008

Museos nacionales de Eslovaquia

Veo que los anglosajones usan mucho el concepto de closure y el verbo move on. Supongo que ya es tiempo de hacer yo eso con Eslovaquia, cerrar ese capítulo y avanzar hacia otros campos, que llevo ya casi dos meses hablando de ello y el visitante ocasional se puede preguntar: y este tío ¿por qué cada cierto tiempo se pone a hablar de Bratislava? Cerremos, pues, el capítulo, ay, tan gustoso, y avancemos a otras cosas.
Casi al final de los días en Bratislava fui al Museo Arqueológico: me salté una exposición de arte egipcio (todavía no sé muy bien por qué me interesa tan poco la cultura egipcia) y me fui a la colección permanente; habida cuenta de que Eslovaquia estaba en el territorio conocido como Barbaricum, casi todo lo que tenían era de los pueblos que fueron pasando por allí (germánicos -los marcomanos, esos con los que luchaba Marco Aurelio en Gladiator, celtas, eslavos, húngaros) y los objetos romanos de lujo que compraban al otro lado del limes. Bien, estaba bonito.
Allí al lado se apelotonaba también en dos salas el Museo de los alemanes de Eslovaquia ('alemanes de los Cárpatos'), que daba muchísima pena: llamados esos alemanes en la Edad Media a trabajar allí, la progresiva nacionalización-compartimentación-rebanamiento del que había sido imperio austro-húngaro les dejó en situación extraña: de un imperio multinacional y multilingüístico pasaron en el XIX y XX a estados basados en la pureza linguística nacional donde los que habían vivido allí tan contentos se convirtieron en minorías. Y para rematarlo, se echaron en brazos de Hitler (como los de los Sudetes, en Chequia). Y luego las represalias después de la Segunda Guerra Mundial, con episodios tristísimos de matanzas de gente pobre, desarbolada, exiliada a Alemania y vuelta a su pueblo para encontrar allí que en realidad -pobres antes y después- eran ahora verdugos que tenía que pagar. Los pocos que quedan intentan mantener el recuerdo de lo poco que queda.
Y también allí, en otras dos salas, el Museo de cultura húngara en Eslovaquia. Para que os situéis, con la invasión turca, lo que ahora es Eslovaquia fue durante tiempo el territorio mínimo que le quedó a Hungría (la pequeña Hungría, la llamaron). Ahora en Eslovaquia queda medio millón de hablantes de húngaro y parece que no son muy amados precisamente por los eslovacos hablantes de eslovaco, después de que durante el XIX los húngaros del reino de Hungría quisieran (mierda de nacionalismos del XIX, qué apestosos fueron) imponer la lengua húngara como única en todo su territorio de entonces. Había una señora en las dos salas, cuidando aquello: fotos, cuadernos escolares, periódicos en húngaro de principios del siglo XX, catecismos calvinistas y católicos, clubes deportivos. Y qué triste todo también.
Y me dejé sin ver los museos de cultura ucraniana, croata (hay dos aldeas croatas desde el año pum al lado de Bratislava -¡alucinante!), rutena (son como ucranianos pero no del todo iguales, no me preguntéis más) y roma (=gitana): más datos en la web general. Y no llegué a ir al Museo judío de Bratislava (¡con lo que me gusta la cultura judía, y más la de los del centro de Europa: ¡Singer, Scholem!), aunque sí el Museo judío en Nitra. Y a los judíos se los cargaron a todos, primero con el estado títere y luego los nazis directamente, y qué pena también.
Ahora Eslovaquia es un país independiente, con minorías reconocidas (sic). Dicen que están muy contentos así, sin Chequia siquiera, que les va muy bien. No sé, espero que sí.
El otro día se me ocurrió pensar en una hipotética República Galega, con un museíto de cultura castellana en Galicia en una callecita, no sé, Pescadería Vella por ejemplo, para un futuro próximo, y pensarlo fue como chupar algo amargo.

jueves, 26 de mayo de 2005

Israel

Un amigo al que le había dejado una novela de Batya Gur me dijo que otro amigo le había dicho que me gustaban esas novelas porque soy muy proisraelí.
Me gustaron por méritos propios, aunque acepto que tengo simpatía por Israel; además, de Gur se podrá decir todo salvo que es complaciente: uno de sus grandes méritos es mostrarnos un país lleno de conflictos entre judíos, siempre amenazados, viviendo con la violencia. Quizá haya que recordar que el estado de Israel se fundó porque tenían certeza de que nadie los quería en el mundo; incluso se plantearon hacer un país en Madagascar. Las contradicciones teóricas de la creación del estado de Israel (que son fuertes) las podéis ver en Muerte en el kibbutz, de Gur. Viví de pequeño en un pueblo que organizó en el siglo XIV un progrom contra los judíos. Al lado hay otro pueblo de nombre Castrillo Matajudíos. Se puede decir que soy cristiano viejo (aunque no sé cuánto de viejo), pero no me extrañaría -ni me importaría, más bien me enorgullecería- tener antepasados judíos. Estoy leyendo estos días los Cuentos para niños de Isaac Bashevis Singer (en realidad releyéndolos): son muy buenos. Supongo que ya habré dejado escrito aquí algo sobre él: su tremenda novela Sombras sobre el Hudson, sus relatos (por ejemplo la colección Un amigo de Kafka), la mayoría de sus novelas, que no me acaban de convencer, sus memorias, tan decepcionantes por amargas, cuando sus cuentos son un prodigio de alegría. Israel, el pueblo de Jesús, cuyo dolor de milenios comprendió tan bien Juan Pablo II, un dolor del que también hemos sido culpables los cristianos. Aquel momento de Juan Pablo II rezando en el Muro de las lamentaciones.

En Israel han hecho un sello de aquel momento.

jueves, 23 de septiembre de 2004

Violinista en el tejado

He vuelto a ver El violinista en tejado, después de muchos años: me ha gustado mucho otra vez, el argumento, la música, la ambientación, todo.
Hay momentos conmovedores, como la celebración del Sabbath o la boda. Es todo muy triste, porque se trata de reconstruir un mundo perdido, el de los judíos del este de Europa. La película se basa en las obras de Aleichem, al que me suena que he leído.
Al que sí que conozco bien es a Isaac Bashevis Singer; leo todo lo que puedo de él, aunque a mí me siguen pareciendo mejores los cuentos, su infancia en la aldea y en Varsovia; a partir de la adolescencia todo se estropea, como suele pasar. Fue un shock leer sus memorias, porque están llenas de amargura, cuando los cuentos son luminosos: su padre el rabino que se pasaba el día estudiando, su madre, sus hermanos, la gente que iba a su casa de la calle Krochmalna.