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viernes, 8 de agosto de 2014

Beethoven: Symphonie no. 6 Pastoral

¡Cómo los poemas antiguos, tan bellos, tan admirados que son, palidecen al
lado de esta maravilla de la música moderna! […] Velad vuestros rostros,
pobres grandes poetas antiguos, pobres inmortales; vuestro lenguaje convencional,
tan puro, tan armonioso, no sabría competir con el arte de los
sonidos. ¡Sois gloriosos derrotados, pero derrotados! No habéis conocido lo
que hoy día llamamos melodía, armonía, la asociación de timbres diferentes,
el colorido instrumental, las modulaciones, los sabios conflictos de sonidos
contrarios, que primero combaten entre sí para luego abrazarse, sorprendiéndonos
el oído, nuestros extraños acentos que hacen resonar las profundidades
más inexplorables del alma. […] El arte de los sonidos propiamente
dicho, independiente de todo, ha nacido ayer; apenas es adulto, tiene
veinte años. Es bello, todopoderoso […] Nosotros le debemos un mundo de
sentimientos y de sensaciones que nos permaneció cerrado. Sí, grandes poetas
adorados, estáis vencidos: Inclyti sed victi.


En la serie de artículos que Berlioz dedicó a las sinfonías de Beethoven en la Revue et Gazette Musicale en 1838 se puede apreciar como el romanticismo personal del francés colorea su percepción de la música del germano. Desde mi racionalismo exacerbado sigo intentando trazar otro punto de fuga tan alejado como pueda estar el cénit del nadir.

Y es que, en las artes plásticas, y en mayor medida en la música, se suele evitar con gran escrúpulo usar la palabra “intelectual”. Sin embargo, como vimos en las entradas anteriores, el mundo sinfónico de Beethoven se basa en el método lógico para que lo inefable cobre forma y pueda ser comunicado. A pesar de su rigurosa contemporaneidad (1808) y de las similitudes superficiales, 5ª y 6ª Sinfonías son diametralmente opuestas en estructura y expresión, mostrando la esquizofrenia creativa del compositor. En la Pastoral, la simplicidad de las armonías (con prevalencia de tónica y dominante) y la repetición continua (diríamos minimalista, con cambios a nivel dinámico e instrumental) de una misma fórmula melódica aseguran su carácter estable y forjan la impresión de inmovilidad, de paz profunda de los sonidos constantes de la naturaleza.

Cinco retratos atmosféricos que, trastocando el orden clásico de los cuatro movimientos, reflejan la relación humana con la naturaleza (y en consecuencia con la divinidad creadora, según el autor): “es más una expresión de [mis] sentimientos que una descripción pictórica”. Una poesía musical versificada con timbres y armonías en la que Beethoven vuelve a encontrar la liberación personal a través de la (aparente) simplicidad de la naturaleza en un viaje a un mundo idealizado e imaginario: “Nadie puede amar el campo como yo lo hago”.










Nota previa: En aras de la claridad los directores reseñados en anteriores entregas no tendrán cabida en esta homilía de carácter cíclico. Naturalmente que sus versiones son tan extraordinarias como las que se citan a continuación. 



No suelo establecer comparaciones directas entre dos interpretaciones; en este caso son tantos los puntos en común entre los casos de Walter y Casals, que, aparte de establecer éstos, vale la pena anotar sus características diferenciadoras.
Los 82 años de Bruno Walter embaldosan un relajado espíritu vienés, cantabile, afectuoso y gentil, tanto en sonido como en sentimiento, que se ajusta a (la, cierta) naturaleza de la obra, de atmósfera dionisiaca y familiaridad ociosa de los tempi, flexiblemente respirados, de claridad en las líneas que entremezclan sus armonías, de meridiana estructura narrativa (a pesar de la ausencia de repeticiones) que va anotando un concepto literario que amalgama perfectamente con el sentido panteístico original.
Tampoco los 92 años de Pau Casals son obstáculo para el infinito grado de cuidado y atención al detalle, el fraseo vibrante y abigarrado. Comprobémoslo en el allegro ma non troppo: a partir del compás 67 el tema principal comienza en oleadas en los violonchelos, mientras la figura en corcheas en los violines es, en comparación, ornamental, ligera y se desliza en diminuendo como una cascada (que no figura en la partitura). Desde el c. 75 las partes se invierten, pero el diminuendo se mantiene en el fraseo dentro del general crecimiento en intensidad dinámica, como una inversa fuerza de marea. Dicha profundidad expresiva se revela también en los tresillos en las cuerdas graves (cc. 151 y ss.): cada uno de ellos posee sus propios diminuendi, ejemplificando la variedad y renovación del ciclo natural. Por el contrario, Walter maneja su habilidad intuitiva para conferir a cada frase un equilibrio hermoso, una articulación en inacabable legato, una dinámica amable y comedida que previene el laxo paso de la amenaza del tedio. La actitud patricia que guía los deliciosos y delicados tres compases iniciales, con el ritardando sublime y la pausa pulmonar posterior a la fermata sugieren ya un cierto afán de anticipación y descubren en plenitud el ejemplar control que los maestros ejercen.
El andante posee en ambos una cualidad de ensoñación en sus reposados ritmos. Si en el c. 39 las parejas de corcheas en las cuerdas semejan suspiros delirantes, a mitad del c. 41 el maestro catalán ha de chistar para controlar el excesivo entusiasmo de unas cuerdas olvidadas de la dinámica pp. Casals incluso permite al clarinete un crescendo un compás antes de lo indicado en la partitura (c. 137). La pequeña cadenza pajaril en los vientos (cc. 129 y ss.) adopta un perfil cuasi vocal, que Walter decía proceder de los trabajos operático-juveniles del compositor.
En el scherzo los caracteres difieren: El ardor mediterráneo de Casals se explicita en un terrenal fagot dando, no sólo sus somnolientos grupos de tres y cuatro notas, sino también su largo pedazo de sonambulismo musical que a menudo pasa desapercibido (cc. 181-189), y, sobre todo, en la desvergonzada trompeta del c. 203. Walter es mucho más civilizado, aunque posee la energía y urgencia demandadas por la partitura, moldeando con amplitud e intensidad.
Para Casals la tormenta es olorosamente dongiovannesca, con el protagonismo amenazante para los metales, mientras que para Walter, sugiriendo una fuerza espiritual detrás de los suaves elementos, hay un punto de estabilización en el do mayor (asociado a un componente religioso directa e intencionadamente: Beeethoven escribió en sus bocetos “Te damos las gracias, Señor”) que peregrina delicadamente a un allegretto que exulta precisamente ese sentimiento como culminación de la obra, el retorno al hogar como incandescente y sosegado remanso de paz. El ritmo 6/8 está hábilmente matizado y la melodía amorosamente acunada por un fraseo alerta del primer al último compás.
Verdaderamente beethoveniano tal y como sucesivas generaciones de músicos germanos habrían comprendido ese término, Walter suscita una meditativa y reverencial lectura. Dentro de su benevolencia recreativa, Casals no duda en desviar retóricamente una frase hacia sus propios fines, a su propio temperamento, en una inocencia liberadora.
Dos exiliados en el culmen de su veranillo de San Martín al frente de orquestas americanas: Walter destaca el lustre de las cuerdas (quizá ayudado por la grabación), aunque el empaste de la Columbia Symphony Orchestra (principalmente integrada por profesores de Los Angeles Philharmonic) no sea óptimo. La edición japonesa del CD (Sony BlueSpec, 1958) ofrece incluso una mejor recreación holográfica que el SACD: a partir de una grabación original en tres pistas, el sonido es dulce y resplandeciente, con graves rotundos y firmes.
El equilibrio interno de las texturas de la Marlboro Festival Orchestra (Sony, 1969), que tampoco puede compararse con los grandes conjuntos europeos por su carácter efímero, está registrado con inmediatez gracias a la cercanía de los micrófonos que recogen algún ruido del directo.





 

El Beethoven de Karl Böhm es poéticamente idílico y probablemente alejado del personaje histórico. Sin embargo, su estilo operático funciona en la Pastoral cabalmente: bucólico, placentero, recatado. Su equilibrio ponderado (estupendo en el corte y confección) puede parecer conservador (pero no conformista) en el siglo XXI (como de hecho lo es), pero su fuego progresa de manera imprevista y arrebatada dentro su contención. Adaptados al propio estilo de la orquesta los tempi fluyen moderados pero no estáticos, enmendando los acentos verticales y difuminando los pulsos.
El idioma bucólico y el fraseo belcantista se establecen ya en las quintas sostenidas en violas y violonchelos (cc. 1-4). Otros matices pacientes y sutiles pudieran ser la independencia con la que cada una de las tres partes dialoga en los cc. 115-122, o cómo Böhm marca con perspicacia la contribución en pizzicato de los segundos violines (cc. 383-389) en el segundo grupo temático de la recapitulación.
En los cuadernos de Beethoven podemos encontrar una explícita formalización de la relación entre naturaleza y música en dos apuntes manuscritos: “murmullo del arroyo” y “a más profunda el agua, más grave la nota”. La frase musical que bordean llegaría a conformar los dos violonchelos tocando en 12/8 al comienzo del lánguido y soñador Szene am Bach, de vasta escala bruckneriana. En general, el incesante movimiento del arroyo se articula con gran amplitud del arco y muy poca presión, evitando cualquier acento, con el tempo a casi la mitad de lo prescrito, pero gracias al aliento y la intensidad cantora que Böhm induce a la orquesta permite incluso que el florido dueto entre flauta y oboe sea amoroso sin arrimarse a lo manierista (cc. 57-66). No ha de pasarse por alto la pausa sublime al comienzo del c. 76 en la cadenza del clarinete. En la coda el vibrato añadido al canto de los pájaros suena poco ornitológica, si bien los dos últimos acordes, tocados en diminuendo, comunican una profunda serenidad.
En el tercer movimiento Böhm es incomparable. Un paso lento emparejado a un propulsivo ritmo danzable que la Philharmoniker es capaz de sugerir sin pérdida de dignidad musical, con Beethoven haciendo gala de su conocimiento íntimo de las tabernas de los bosques vieneses: el fagot dormido sobre el carro del heno.
La tormenta es lenta en su construcción, implacable en su turbulencia, retumbante en su retirada, enlazando discretamente su segunda parte (piccolo y trombón) con El Holandés Errante.
Si los últimos 28 compases del finale eran convertidos por Walter en una lenta y autoconsciente bendición, en un himno panteísta poco adagio, Böhm dibuja una atmósfera en abundancia sin tal énfasis: un ligero abandono del tempo, un verdadero sotto voce en las expresivas cuerdas y una especiada llamada de trompa. La coda no requiere más para conjurar un mágico y lejano crepúsculo, reconciliando la pintura tímbrica con el sentido improvisado de una cadenza formal.
La soberbia grabación analógica embalsama la impecable orquesta (DG, 1971). La Wiener Philharmoniker puede presumir de la herencia orográfica, pero esta agrupación ha crecido orgánica y necesariamente con cada cambio de profesor en sus atriles: con esa sonoridad densa, expansiva, vibrante y adorable de las cuerdas (de asombrosa unanimidad) que cubre la riqueza tímbrica de los vientos (doblados y bellamente empastados) es difícil no caer en el romance. A este respecto puede apuntarse el comentario realizado por su violista principal años después de hecho este registro: “Cuando tocamos Beethoven con Bernstein lo hacemos al modo de Bernstein, pero cuando tocamos Beethoven con Böhm lo hacemos al modo de Beethoven”.






En su pragmatismo (ciertamente sinuoso, lleva grabando discos 51 años, ahí es nada) Nikolaus Harnoncourt deswagneriza sónicamente Beethoven, prefiriendo intuir solo el próximo romanticismo, pero sin enraizarlo tampoco en la era clasicista. La fresca y refinada expresividad de la Europe Chamber Orchestra (con medio centenar de efectivos) imprime un estudio tímbrico inaudito hasta la fecha (camerístico, como el nombre del conjunto indica). La formación historicista del maestro impone la minimización del vibrato y el equilibrio sonoro entre las voces, la característica agresividad rítmica que mantiene cierta flexibilidad (por ejemplo, en los énfasis estructurales, o en los cambios de carácter importantes), la dinámica muscular pero sin exageraciones artificiales (la Szene am Bach es adorable sin ser lánguida, enfatizando hipnóticamente la figura del murmullo del arroyo, pero difuminando los sutiles contrapuntos de otros motivos). A pesar de la negativa a la división antifonal de los violines y al rechazo de las marcaciones metronómicas de la partitura para una representación contemporánea (debido a los superiores tamaño de la orquesta y resonancia del recinto), y a la familiaridad de los instrumentos modernos (a excepción de los trompetas naturales cuyos timbres cortantes fanfarrian las texturas), los compases se suceden intrépidos, cual emocionantes y estimulantes descubrimientos. Como ejemplos en el primer movimiento podemos citar:
La marca fp en los vientos en el c. 53 es un diminuendo que se extiende, no sólo hasta la séptima corchea, sino también a ella; entre los cc. 66 y 67 se produce la más ligera de las pausas, como si los violines cogieran aliento en feliz anticipación de la frase por llegar; el oboe capta nuestra imaginación pasando de si bemol a re cerca del comienzo del desarrollo (cc. 163 y ss.); reaparece el hábito furtwängleriano de la pausa arbitraria antes del tema principal en sus dos entradas en el desarrollo (cc. 191 y 237). Sin embargo, este allegro ma non troppo parece un tanto reacio al despertar de los alegres sentimientos al llegar al campo debido al romántico, melancólico y antiheroico legato en la acariciante e íntima si bien rústica tímbrica de la sección de cuerdas.
En el inicio del apacible andante Harnoncourt desliga los tresillos del acompañamiento y de las trompas (cc. 7 y ss.) subrayando la cualidad sincopada de la música y alentando al arroyo a burbujear libremente. Delicioso el solo del fagot sin permitir que las violas usurpen su protagonismo (cc. 32 y ss.). Otro detalle decimonónico es el deccelerando acompañando al diminuendo en las parejas de corcheas del c. 111.
A partir del scherzo un estallido dinámico insufla vida a la hasta entonces plácida interpretación, como en el segundo tema (cc. 92 y ss.), melodiado por el sincopado oboe y acompañado por el burlón fagot que sólo puede emitir dos notas (tónica y dominante), o la violenta danza zapateada del trio (cc. 165-180).
La tormenta, amenazante pero no melodramática, contrasta con un finale casi demasiado vibrante: Harnoncourt libera el tema de apertura de su obvia religiosidad y lo deja volar en el atardecer con un marcado júbilo olímpico. Hagamos hincapié en cómo se hermosea un pequeño motivo: en la recapitulación, en la primera variación tras la canción de los pastores (c. 117), la música se aquieta; por debajo de los gorgoteantes primeros violines se escucha una célula de cuatro notas en pizzicato por parte de los segundos, apoyados en los acordes de los violonchelos (todo ello marcado piano). En el c. 125 pasa a los primeros violines en crescendo y staccato acompañados por las violas repitiendo el motivo a contratiempo y en pizzicato. Repentinamente (cc. 133-140) la orquesta responde en tutti y el pequeño sujeto es enfatizado por Harnoncourt en las trompas.
Quizá para algunos oyentes la original prominencia de líneas subsidiarias podrá parecer arbitraria, perversa, incluso grotesca, perdida la lógica y coherente estratigrafía musical y olvidada la belleza conocida del sonido. Hagan la prueba. La grabación, en directo, es excelente si bien algo distante (Teldec, 1990).





 
Los instrumentos antiguos (específicamente vieneses, afinados a unos modernos 440 Hz) de Anima Eterna aportan un plus agreste, tornasolado y centelleante a la definición de las traslúcidas texturas, siendo los diálogos entre los planos instrumentales equilibrados, diferenciados y poco empastados. Si a esto Jos van Immerseel añade unos tempi a la breve (los requeridos por el autor), la escala tradicionalmente atribuida a Beethoven (heroica, majestuosa) se transfigura en otra camerística de carácter conciso, airosa, trivial incluso por momentos, pero plena de impulso vital.
El pulso ligero prescrito por Beethoven convierte al primer movimiento en un paseo enérgico en una agradable mañana invernal y hace cobrar sentido a la fascinante repetición en un continuo flujo dinámico sobre notas idénticas (cc. 16-25). Otros detalles que enlucen podrían ser: justo antes de la recapitulación, un lugar para el que siempre Beethoven reserva un tratamiento especial, la callada aproximación al retorno de la tónica es preparada por un potente si bemol mayor (c. 275-78), después del cual el primer tema (en la tónica) se desliza suavemente en los segundos violines y las violas mientras los primeros violines improvisan trino y arpegio sobre el pasaje; o cómo en el comienzo de la coda los violines acunan el persistente ritmo ternario con un tacto exquisito (cc. 428 y ss.); o cómo tras varias cadencias quebradas, un humorístico clarinete destaca un nuevo tema, trayendo a las mientes una banda de viento popular (cc. 476-492), dentro de la cual todas las marcaciones forte son tratadas moderadamente para permitir la escucha del clarinete.
Basado en la edición de la obra debida a Jonathan del Mar es el uso de la sordina en los sedosos violines: ahora el arroyo musita poesía en la sombra. Pero, acaso, es más relevante el carácter propio que poseen los solos de las maderas: en los cc. 136-139 la íntima frase en pp pasa de instrumento a instrumento en una ininterrumpida línea de expresión, con un halo de belleza.
En un ambiente erótico-festivo los campesinos bailan y se emparejan con vigor hercúleo en el ritmo ternario del scherzo. Las alcoholizadas trompas acentúan furiosas la danza, cual reflejo de Baco en la fantasía Disney. El trío en 2/4 gira espléndidamente desenfrenado, tanto que, al final de la danza rústica parece que el caos está a punto de imponerse hasta que la llamada de las trompetas anuncia el retorno a la sobriedad (cc. 203).
A pesar de su economía de medios -unas sucintas 24 cuerdas (6.6.5.4.3)-, la tempestad cruje con intensidad dramática por la arrebatada coloración de los metales fieros, los punzantes timbales, el tremolando en las cuerdas graves. Al declinar, la continuidad de la naturaleza restaura el idilio: a partir de la escala de oboe como un arcoíris sonoro (cc. 154-155) las cuerdas se expanden, con los violines respondiéndose antifonalmente a través del paisaje. Immerseel parece preferir no conducir de manera convencional, sino más bien coordinar la representación como un músico de la época habría hecho: sencillo en la articulación, de acentuación angulosa pero sin retóricas desmesuradas, con inflexión vocal de las frases, y descartando cualquier hábito de rallentando en las cadencias conclusivas. Sin embargo, demuestra una habilidad klemperiana en la construcción de clímax y una determinación de hacer expresiva cada nota: escúchese la impresionante presencia de los fagotes en la segunda variación sobre el tema principal (cc. 177-182). Los contrabajos (con trastes y afinados por cuartas, a la última moda de 1800) resuenan con todo su poderío en la dulce y pasmosa toma sonora, de extrema separación estereofónica (ZigZag, 2006) y que recrea la turbación y el impacto que en su día esta música generó en la percepción de la audiencia.


viernes, 13 de julio de 2012

Mozart: Requiem

Amadeus nos ha dejado en la retina una maravillosa escena en la que un moribundo exhala dictando a su ejecutor las notas de una misa de difuntos por su propia alma.

La realidad es más prosaica. Mozart muere dejando sobre la mesa un racimo de manuscritos. Para no perder este último encargo (y los restantes 25 ducados) Constanze decide completar en secreto la obra y acude al pupilo más estimado por Mozart, Franz Jacob Freystädler, que hizo una primera orquestación del Kyrie para su interpretación en el funeral, cinco días tras el deceso. Posteriormente pasó la partitura a Joseph Eybler, otro apreciado amigo de Wolfgang, aunque éste abandonó el trabajo dos meses después, tras instrumentar algunos movimientos. Maximilian Stadler fue el siguiente, y de él se conserva la orquestación del Offertorium. Otros no quisieron medir sus talentos con los de Mozart. Al fin la partitura llegó a manos de Franz Xaver Süssmayr.

Edición Süssmayr
A quien Mozart consideraba un zoquete como estudiante, si bien era capaz de imitar asombrosamente su escritura, y además era el favorito (entre otros amantes de balneario) actual de Constanze. Ésta le aportó algunos bocetos encontrados en casa, que sentaron las bases para la ingeniosa composición cíclica del resto de la obra, que Süssmayr sembró, imperfecta e irrefutablemente testimonial, de herejías armónicas, errores gramaticales varios y una maligna orquestación, pero que felizmente permitió su interpretación como opus durante centurias.






El 150 aniversario de la muerte de Mozart tuvo su más descomunal celebración en la resonante acústica de la Basílica de Santa María de los Ángeles y los Mártires en Roma. Sobre su presbiterio se agolparon 300 cantantes y 160 instrumentistas a las órdenes de Victor de Sabata. Existe un breve documento gráfico del evento, catalogado como Giornale di Guerra nº 204

(donde se ve a Beniamino Gigli cantando, y que hubo de ser sustituido en la grabación –al día siguiente, sin público– por problemas contractuales), que es casi tan interesante como la transferencia de Naxos, ciclópea y cantada parcialmente en italiano, donde destacan los ritardandi conclusivos que deambulan sin fin, difusos y lejanos.









Del mismo año (1941) es el tristemente mutilado registro de Bruno Kittel dirigiendo a la Berliner Philharmoniker (DG). La autoridad nazi purgó cualquier referencia judía en los textos latinos, acogiéndose a que “la Misa más profunda y emocionante no puede languidecer en la oscuridad porque un puñado de pasajes no se adapten a nuestra era”. La masa coral se imbuye de grandeza sinfónica, en un super-ente único, idealmente wagneriano, desprovisto de tristeza.









De estas interpretaciones históricas destaca por su atmósfera ascética y ligera la de Ferenc Fricsay (DG, 1951): devocional pero de líneas incandescentes, con una elocuente articulación adelantada a su tiempo, a pesar de la amplia orquesta (RIAS-Symphonie Berlin) y la acústica reverberante.








Aún más libre que en la versión de estudio del mismo año con la New York Philharmonic (Sony), Bruno Walter hizo un acontecimiento especial de su último concierto en el Festival de Salzburgo (en el que había participado más de 30 años). Para comprender el porqué del ceremonial que distingue esta lectura hay que recordar que Walter tenía 21 años cuando Brahms murió. Por tanto, su conducción coral retiene la religiosidad victoriana de la juventud. Los detalles son efusivamente moldeados en un poético y fluido lirismo, aún en perjuicio de la estructura o del mantenimiento de los tempi, con dramáticas pausas y azucaramiento en el tratamiento de los temas (las negras en el arranque del Tuba mirum se hacen en un stacatto ciertamente algo amanerado). El mimo en el fraseo, equilibrio y dinámicas se apoya en tempi de amplio aliento. No obstante, enfatizando las síncopas es tan dramático en el Dies Irae como cualquier chaval historicista. Y empleándolas en aterciopelado legato (es la Wiener Philharmoniker) abraza sencillo y elegante el Recordare. Rutilantes las voces de Cesare Siepi y Lisa della Casa descansando de sus roles en el Don Giovanni del mismo Festival bajo el yugo de Mitropoulos. La toma sonora (Orfeo, 1956), en decente monofónico, respeta la inteligibilidad del coro. El apocalíptico órgano retumba por doquier.









Cálidamente deliciosa la cuerda de la Wiener Philharmoniker en el lato y solemne fraseo que soporta el armazón de los movimientos (maderas, metales y timbales discretamente a cubierto); el bruckneriano coro de la Wiener Statsoper oblitera los pasajes contrapuntísticos, carece de contraste dinámico y ofrece una sonoridad cromada en el predominio de tesitura soprano (aplicable a las varias versiones de Karajan o Giulini); radiantes solistas a la grand opera. Sobre todos ellos, la rigurosidad severa de Karl Böhm: monumentalidad lujuriosa, espiritualmente profunda, con tempi lentos sin ser glaciales, de solidez mesmérica, serenidad devocional y sobriedad fervorosa, como en el Tuba mirum, de estatuaria inevitabilidad (il Commendatore más que Sarastro). Densa y mórbida redondez del timbre de los metales que erupcionan en sombría amenaza en el Dies Irae, de texturas almibaradas, casi brahmsianas. Fantástico registro, de generoso horizonte lateral, dando cobijo al extático soporte del órgano que finaliza los movimientos centrales de manera suntuosa y reverencial (DG, 1971).









Las exiguas y ásperas cuerdas (4.4.2.2.1) de The Amsterdam Baroque Orchestra provocan una prominente presencia de metales y timbales cuando son requeridos. Dinámicas en terraza, casi barroquizantes (Ton Koopman, Erato, 1989).









La aproximación de Peter Neumann viene marcada por la masculina presencia de Michael Chance en el rol de contralto, que algunos podrán considerar extraña en esta música, aunque otorga un plus de transparencia eclesial a la polifonía (Kölner Kammerchor, Collegium Cartusianum, EMI, 1990).







De John Elliot Gardiner escogeremos la representación conmemorativa en el Palau de la Música Catalana de 1991, que incorpora el cambio (para mejor) en los solistas masculinos respecto a la grabación anterior para Philips en 1986. El equilibrio entre cuerdas y maderas en los English Baroque Soloists permite apreciar el engarce vertical y las diáfanas texturas, y el mixto (recordemos que la partitura predica una cualidad sonora de voces infantiles) Monteverdi Choir aporta sus proverbiales ligereza y claridad de dicción. Esta sofocante precisión puede derivar en sequedad algo mecánica y falta de empuje dramático para una obra de tal intensidad potencial, por ejemplo, en el Lacrimosa. El sonido, extraído de la edición en DVD (Philips, 1991), es tan sólo discreto para estas fechas.









Jordi Savall acaudilla un Réquiem (La Capella Reial de Catalunya, Le Concert des Nations, Astree, 1991) de atmósfera marcial, formación en ángulo (4.4.2.2.2), marchando prestissimo, al ritmo de la detonante percusión militar sobre acentos terrosos y dinámicas amesetadas. Spartans! What is your profession?







Sergiu Celibidache se sitúa al margen de todo y todos y recrea una abrumadora y opresiva endecha apoyado en las regiones graves de coro y orquesta (Müncher Philharmoniker, Philharmonischer Chor München, EMI, 1995).









Cuando Philippe Herreweghe estudiaba psiquiatría su trabajo de dirección coral fue advertido por Gustav Leonhardt, que le invitó a participar en el colosal proyecto documental de las Cantatas de J.S. Bach. El concepto severo y austero del holandés, apuntalado en que la articulación y retórica musicales vienen determinados por el significado del texto, es clave para entender el oscuro y sombrío acercamiento de Herreweghe: los sólidos atriles (8.8.5.4.3) de la Orchestre des Champs Elysees siguen esta filosofía (ya que a menudo doblan las voces) y la conjunción de La Chapelle Royale y el Collegium Vocale (a pesar de sus 31 almas mixtas) asegura afinación impecable, limpieza de planos y transparencia polifónica. El fraseo es vehemente y gentil, con fuerte sustentación rítmica y tempi reconfortantes. Destaca el ciclónico Confutatis, de sobresalientes metales y timbales, en el que se difumina el contraste de tempo de los diferentes grupos (terrenal y angelical). Soberbios solistas. Definición inusualmente buena de la toma sonora, recogida durante unos conciertos públicos en 1996 por Harmonia Mundi.









Textura oleosa de la sección de cuerdas de la Müncher Philharmoniker, legati a la antigua usanza teutónica, cadencias expresivas con ritardandi y calderones, anacrónico Christian Thielemann (DG, 2006).








Ya desde el primer compás Teodor Currentzis fuerza un extenuante pulso vital que inhala con las maderas y exhala con la sincopada respuesta de las cuerdas, hasta que la entrada de las voces relaja el espasmo jadeante. El conjunto MusicAeterna galopa con crudeza tumultuosa y acentuación abrasiva, como en el Dies Irae, donde conjuga temerarios trémolos en las cuerdas y estrépito en los flameantes metales, en los timbales apocalípticos. Manotazos en los bajos para enfatizar (Domine Jesu) escoltan a las cautivadoras tinieblas cromáticas en la conclusión del Confutatis. Al término del descarnado Lacrimosa un batir de campanillas litúrgicas realiza la transición a la breve exposición del Amen fugado pergeñado por Mozart y descubierto en 1964 (como veremos, en otras ediciones se completa esta fuga). El licencioso coro New Siberian Singers provoca con teatrales contrastes dinámicos, ocasionalmente las tesituras altas en repentino sotto voce. Delicado cuarteto de solistas y óptima grabación realizada sin prisas, a lo largo de una semana (Alpha, 2010). La mayoría de la crítica especializada opina que este registro carece de mérito musical. Tal vez, pero, al menos durante un tiempo, tiene juventud (la salud, la inconsciencia, la voluptuosidad, la crueldad, la falta de intelectualidad y la alegría), que siempre es un elemento de seducción.







Edición Beyer
La fórmula Süssmayr permaneció bendecida e inmaculada hasta 1971 cuando Franz Beyer hizo un primer intento por corregir sutilmente sus armonías fatales y su torpe orquestación. La tesis de Beyer se basa en que las secciones de autoridad dudosa deben proceder de bocetos auténticos (y ahora perdidos), ya que las continuas referencias cruzadas, tanto temáticas como armónicas, escapan de la capacidad süssmayriana. Así pues, la mayoría de los cambios (en tempi, dinámicas y articulación) suponen una abstracción litúrgica para simular la transparencia mozartiana, si bien conteniéndose deliberadamente de componer música nueva.

Tempi sosegados unidos a una suprema claridad tímbrica iluminan la lectura debida a Sigiswald Kuijken dirigiendo Le Petite Bande (Accent, 1986). Ya en el Introitus resalta el movimiento pendular (espacial en la panorámica auditiva) entre cuerdas y vientos, cual reloj cósmico indicando un tic-tac inexorable. Las diferentes tesituras del Nederlands Kamerkoor se van entremezclando diáfanamente, permitiendo seguir el texto (incluso en el torrencial Kyrie) y los matices en las líneas instrumentales. Sensación de celebración íntima en los sutiles juegos dinámicos, alejados de todo dramatismo, haciendo persuasiva la finalización de la Sequenz con el perentorio Amen en dos acordes. Producto de una captura en un único concierto (sin aparentes postediciones en estudio), se advierten leves desajustes (expectoraciones en el Lacrimosa, staccati atenazados, de algún modo manufacturados).









Durante la ceremonia religiosa póstuma como homenaje a su mujer, Leonard Bernstein (DG, 1988) se inviste como médium y convoca a su alrededor los espectros de sus encarnaciones previas: Tchaikovsky, Mahler. Ya en el angustioso arranque el corno di bassetto va embalsamando las frases entre barras canópicas. Visionario, concita libertades extremas con los tempi, que va tejiendo con paciencia de parca, romantizando la obra, remontándose con total convicción a modos decimonónicos: melodrama triunfal en Tuba mirum aunque al bajo le falte resuello; trágico, sufriente, deliberadamente funéreo Lacrimosa, con diferente figuración en el violín respecto a la tradicional. En detrimento de la pureza estructural, prioriza la orquesta sobre el coro, de trazo grueso (Chor und Symphonie Orchester des Bayerischen Rundfunks). Este espeluznante testimonio podría ser tomado como la edición Bernstein, que ya demasiado tarde se propuso completar: “Según envejezco, voy tomando más riesgos”.









Muy diferente es la determinación de Nikolaus Harnoncourt: una lóbrega propuesta cinemática con abruptos crescendi que rápidamente se desvanecen, cual ráfagas de viento tormentoso, buscando el efecto dramático por encima de cualquier otra consideración (la belleza de la música, por ejemplo), y que concede una personalidad contrastada entre escenas; un Kyrie de bachiana liturgia y acentuación inesperada; un desesperado Dies Irae concebido en contundente evolución dinámica y apabullante presencia de los metales; un Rex Tremendae de aire cortesano; un terrorífico ostinato en el Confutatis; un Lacrimosa roto en sollozos. Variedad de tempi, lánguidos en comparación con su primera tentativa de 1981, excepto en un Hostias atropelladamente veloz. Recogida durante diversas representaciones en la Musikvereinssaall de Viena (DHM, 2003), la toma sonora se mantiene entre las secciones, permitiendo oír la preparación de los instrumentistas y la captación de aliento de los cantantes (por cierto, con vibrato continuo). Sin embargo, toda esta naturalidad queda enmarañada en los pasajes forte, donde el paisaje sonoro se colapsa, las hasta entonces etéreas texturas del Concertus Musicus Wien se corrompen, y los elegantes ataques del coro Arnold Schönberg se desequilibran hacia las féminas. Un archivo adjunto (requiem.exe) permite seguir la música mientras van pasando las páginas del Requiem en el (fascinante, pero muy difícil de leer) manuscrito mozartiano.









Edición Maunder
Tras analizar estilística y técnicamente el resto de la producción de Süsmayer, Richard Maunder concluyó en 1983 que aquél realmente escribió las partes del Requiem no bosquejadas por Mozart, además de copiar la partitura completa para evitar sospechas en cuanto a su autoría (a petición de Constanze), e incluso falsificó neciamente la firma de Mozart, ¡fechándola en 1792! De este modo Maunder omite drásticamente Sanctus, Osanna y Benedictus, recapitula el Lacrimosa tras el compás 8º (donde finaliza el manuscrito original), revisa algunas transiciones del Agnus Dei, reorquesta oscureciendo el color al modo de la última producción operística, y añade un Amen fugado basado en el fragmento de 16 compases descubierto en 1964 (que no es más que una inversión del tema de apertura) y que modula quizá en demasía para el siglo XVIII.

La única grabación disponible basada en esta draconiana edición es la de Christopher Hogwood. Dado que Mozart no podía tener un contingente específico en mente al desconocer el fin último del encargo, Hogwood basa las cuerdas (6.6.4.3.2) de The Academy of Ancient Music en una representación del Mesías handeliano que el mismo Mozart dirigió en 1789. Además, se decanta por un delicado coro da chiesa con voces exclusivamente masculinas, con niños para las líneas superiores, que hace danzar cristalinamente la polifonía y contrasta perfectamente con los timbres tenebrosos de la orquesta (demoníaco el Confutatis). Acaso el mayor reparo sea su fría sensibilidad, por ejemplo, en la rápida articulación staccato en Rex Tremendae y que difumina el temor que describe el texto. El cuarteto solista está espléndido, si bien la orante y angelical voz de Emma Kirkby (con muy poco vibrato) desentona del apasionado operístico perfil del resto (que lo emplea con generosidad). En conjunto, una sonoridad pionera, reveladora, frágil e íntima en el efecto dramático, con leves dinámica y acentuación, y escasa presencia de metales y timbales, retirados casi por entero del acompañamiento en el Kyrie. Registro ejemplarmente claro, localizado en Westminster Cathedral (L'Oiseau Lyre, 1983).









Edición Robbins Landon
La edición debida a H.C. Robbins Landon difiere levemente de la tradicional: reorquesta la Sequenz (básicamente restringe la participación de trompetas y timbales –y más obviamente, los excluye en Rex Tremendae–, reservándolos para los puntales estructurales) combinando parte de la labor de Freystädtler y Eybler en lugar del trabajo de Süssmayr: “La excelsa calidad del Agnus Dei contrasta con la mediocridad de la propia música de Süssmayr”, si bien emplea sus familiares arreglos para el resto de la obra –desde el Lacrimosa al final– apoyándose en su contemporaneidad por encima de la intrusión más o menos talentosa de los especialistas modernos.


Cosechada en la Catedral de San Esteban de Viena en el servicio conmemorativo del 200 aniversario de la muerte de Mozart –incluido el contexto litúrgico en alemán y latín que recrea el evento, que interrumpe sustancialmente la música– la dirección de Georg Solti es energética, poderosa, autoritaria. En todo su esplendor numérico, la Filarmónica de Viena y el Coro de la Opera se emplean con claridad y fervor, aunque parezcan irregulares en las agilidades en algunos números. Estupendo el homogéneo cuarteto solista, especialmente el mayestático René Pape en la introducción del Tuba mirum. Sin lugar para el consuelo en un Confutatis condenatorio sin excepciones. La reverberante toma sonora explicita el gusto personal de Solti de acercar los instrumentos de tesitura grave hacia el frente (Decca, 1991).









La grabación privilegia en su cercanía los timbales, coloreando sombríamente la nerviosa, incisiva y pulsátil interpretación de Bruno Weil (Sony, 2000). La brevedad de los atriles de Tafelmusik dota las frases de una clara articulación, con tempi ágiles, barroquizantes. Excelente e implicado el coro infantil de Tölzer, rotundo en el escalofriante Rex tremendae. El bajo Harry van der Kamp entona con dudas en la apertura del Tuba mirum, que, eso sí, realiza de un solo fiato.









Edición Druce
Duncan Druce también denuncia la falta de gracia e imaginación de Süssmayr y presenta una reconstrucción jacobina del Requiem, a menudo alejada de la obra por todos amada. Sin embargo, el resultado es sugestivo: realiza una especiada acentuación de trompetas y timbales en el Dies Irae y los elimina completamente del Confutatis, reemplazándolos por unas hipnóticas maderas; reescribe las cuerdas en Domine Jesu; rehace completamente el Benedictus (reteniendo sólo el tema de apertura), alterando la orquestación y dinamizando fantasiosamente la armonía de Süssmayr. Conserva los compases 9º y 10º del Lacrimosa debidos a Eybler, pero recompone la sección en dos mitades (cambiando sustancialmente toda la sección de vientos) unidas por un interludio instrumental, y enlaza su final al Amen fugado –diferente a los Maunder o Levin– extendiendo éste en longitud y poderío dramático.

Contenido en el lado sentimental, más allá de su afiligranado fraseo y un toscaniniano control del tempo (ligero y danzable), encontramos a Roger Norrington (EMI, 1992). No obstante emplear un contingente mayor que Hogwood (y sopranos en el coro), su agilidad instrumental permite desvelar íntimos rasgos que quedan sepultados en la dinámica de una gran orquesta, como las expresivas tonalidades de los vientos. Ya por entonces Norrington estaba a la búsqueda del “tono puro” eliminando completamente el vibrato (atención, algo que está implantando en sus lecturas de los últimos románticos como Elgar o Mahler). Interesantes sus idiosincrasias en el muscular final del Kyrie o en el dinámico oleaje del Dies Irae. El bajo Alastair Milnes sobresale de un plantel solista sólo digno.









Edición Levin
Para aquellos que hayan quedado desorientados por la radicalidad de Maunder o Druce, Robert Levin conserva la estructura tradicional (en general), pero pule las tosquedades del ínclito Süssmayr y rectifica las obvias discrepancias tonales; reorquesta al mínimo, por ejemplo en el Recordare, o en profundidad, como en el Lacrimosa, enlazando su final con el Amen fugado (sin modulaciones) y realizando una climática conclusión de la Sequenz. Basándose en el modelo de la Gran Misa (K. 427) cristalina la instrumentación y reescribe secciones enteras (la fuga del Sanctus se reproporciona y el Benedictus se reestructura conectándolo por una nueva transición al retorno del Sanctus en su clave original). También triplica la longitud de la fuga del Osanna. Su revitalización del liderazgo vocal parece encajar con la concepción mozartiana de la obra.

El número de nuevas grabaciones adscritas a la edición Levin –Martin Pearlman (Telarc, 1994); Claudio Abbado (DG, 1999); Helmuth Rilling (Hänssler, 2000); Bernard Labadie (Dorian, 2001)– parece indicar una tendencia hacia su progresiva implantación. Entre ellas descuella superlativamente la lectura de Charles Mackerras a los mandos de la Scottish Chamber Orchestra (Linn, 2002). De leve, tranquilo, franco sentido dramático conferido por la contrastante articulación, por los firmes ritmos que soportan la arquitectura, por la claridad textural que permite su escasa treintena de miembros. Las diferentes tesituras del coro alcanzan un perfecto equilibrio tímbrico, alejado del metal agudo de las versiones tradicionales. Algo que también se puede aplicar al cuarteto solista, de quilla a perilla en el mismo concepto balanceado y ágil, resaltando la expresividad del canto argénteo de Susan Gritton. Toma sonora prolija: la perspectiva es moderadamente cercana, a pesar de que la reverberación procure una sensación especial muy conseguida.



miércoles, 10 de marzo de 2010

Strauss: Cuatro últimas canciones (Four last songs)

Richard Strauss (1864-1949), último reducto de la tradición romántica, fue tan soberbio director de orquesta como mal profeta en su adolescencia: “Dentro de diez años, nadie oirá hablar de Wagner”.

Forzado a exiliarse a Suiza por el consiguiente tribunal de desnazificación, pasó sus últimos años sin trabajar, a excepción de las conocidas como Vier letzte lieder (Cuatro últimas canciones). Compuestas sin concepto cíclico a lo largo de 1948, fueron agrupadas en su presente orden -Frühling (Primavera), September (Septiembre), Beim Schlafengehen (Al irse a dormir) e Im Abendrot (En el arrebol de la tarde)- y tituladas colectivamente por su amigo Ernst Roth, quien las publicó en 1950 como una progresión de creciente intensidad dramática, en la que las exigencias instrumentales de la partitura van incrementándose en cada lied. En estos poemas se dan cita las ideas románticas de la persistencia, el deseo tan humano de trascender a través del arte (no a través de la religión), y la indiferencia de la Naturaleza ante la muerte. Así pues, un semblante de despedida permea estas cuatro canciones, donde se dan la mano serenidad otoñal, melancolía y memoria de la vida transcurrida con el sereno presentimiento y aceptación del inevitable ocaso.

Gran artífice de atmósferas suntuosas, Strauss extrae una extraordinaria variedad de timbres de la masiva orquesta, a menudo usando con delicadeza pequeños grupos instrumentales para crear la ilusión de música de cámara. Al contrario que la parte orquestal, profusamente anotada y matizada por el autor, la parte vocal no tiene señaladas marcas de expresión en la partitura, por lo que ha de tomar como referencia las modulaciones armónicas que la rodean. Los cuatro lieder, escritos con la excelente técnica vocal de su mujer Pauline en mente, requieren un fiato considerable para resistir las largas frases sin tomar aliento (algunos directores ayudan a la cantante por medio de rittardandi, para permitir respiraciones adicionales), además de una tesitura muy extensa (desde si agudo a re bemol grave) lo que ha devenido en transposiciones a la carta y frases casi inaudibles. Las melodías son largas y sinuosas, con sutiles cromatismos que apoyan matices en el texto, en una perfecta sublimación de voz y textura orquestal. Salvo en la última estrofa del lied final, las canciones tienen una forma derivada directamente de la estructuración de sus poemas en tres partes, cambiando de contenido musical justo donde cambian de estrofa.

Obra que corona su larga y fructífera relación con el lied, cerrando un universo estético que mira al pasado, son el testamento espiritual de un mundo sonoro postromántico decadente, una elegía fúnebre dedicada a la tradición musical occidental, que ya las vanguardias de la primera mitad del siglo XX habían declarado superada.








La primera representación de Vier letzte lieder tuvo lugar en el Royal Albert Hall de Londres el 22 de mayo de 1950, ocho meses después de la muerte del autor. Wilhelm Furtwängler y la Philharmonia Orchestra acompañaron a la walkírica Kirsten Flagstad, por aquel entonces rebasada ya la cima de su carrera. Gran cantante dramática, nunca fue reputada por su dedicación a los lieder. El orden de las canciones fue distinto al de la edición, hoy admitido como canónico y posterior a esta première, que soltó amarras con una convicción, una intensidad y una energía verdaderamente volcánicas. La radiante ligereza de los tempi en algunos casos mantiene el récord; de hecho, en estos sesenta años los tempi han ido alargándose inexorablemente. El movimiento es continuo en toda la orquesta, sin un solo momento de reposo, y parece en cierta forma independiente de una línea vocal de insólitas luces y prestancia sonora. Aunque Flagstad ofrendó su poderosa nobleza en el tono y su acariciadora tersura unida a la opulencia vocal, ya no albergaba la extensión requerida (algunas notas altas fueron suavizadas, y de hecho la cantante noruega jamás se atrevió de nuevo con Frühling). Este histórico documento (Pristine), que probablemente procede del ensayo general y no del concierto, tiene una maltrecha, opaca y disculpable calidad sonora, de dinámicas limitadas y ruidos de superficie del acetato.







Acaso el radiante timbre juvenil de Lisa Della Casa (Naxos, 1953) no se ajusta idealmente al carácter de las canciones, pero se muestra elegante, natural y serena en la lectura del texto (si bien la pronunciación sea mejorable). Además, su frescura seráfica es una ventaja añadida a las dificultades técnicas de la canción inicial Frühling. Sobresale el gran salto del mi agudo hasta el maternal re bemol grave que acentúa la expresividad de la palabra Nacht (noche) en Beim Schlafengehen, donde, sin embargo, no puede culminar en plenitud el si bemol agudo en la última gran frase. Karl Böhm fue íntimo amigo, discípulo dilecto del compositor y experto traductor de sus poemas sinfónicos. Por tanto, su lectura posee toda legitimidad en sus tempi muy ligeros, eliminando la necesidad de cambios textuales que reclaman algunas solistas para procurar hitos respiratorios adicionales, y apartándose de la solemnidad que el santoral convertirá en apropiada. La toma sonora brinda un aroma inconfundiblemente añejo, con la voz encumbrada sobre una Wiener Philharmoniker algo borrosa y estridente.







En su primer registro de esta obra Elisabeth Schwarzkopf fue acompañada por Otto Ackerman (Praga, 1953): la voz suena lozana, refulgente y bellísima, en la plenitud de su carrera, a pesar de cierto enmascaramiento en la emisión. La ondulante interpretación es precisamente eso: el significado del texto se traduce en gesto y temperamento, en una amplia panoplia de tonos, inflexiones, acentos, claroscuros, en la manera de colorear ciertas palabras, en el uso del portamento, en la inaudita capacidad para matizar el fraseo regulando el volumen. Como muchas otras cantantes (Della Casa, Janowitz, Studer…) reorganiza la disposición de las sílabas en la última frase de Frühlingdeine selige Gegenwart” de manera que la palabra final comience en el sol sostenido, dos compases después de lo estipulado en la partitura. Sugerentemente delicada, íntima, espontánea y emocionada (como sobre la última palabra “Tod”, evanescente y espiritual), la voz está menos afectada que en su postrera grabación, que a menudo es preferida por la superior calidad de sonido y acompañamiento orquestal. La captura, un tanto rancia, deja a la Philharmonia Orchestra en un lejanísimo plano.
 






La febril lectura de Herbert von Karajan con la misma formación (EMI, 1956) no toleró el completo desarrollo que sí alcanzará en su tercera aproximación, esta vez en compañía de George Szell (Warner, 1965). Los tempi son algo más reposados, lo que permite a Schwarzkopf una aproximación de mayor profundidad, sensualidad y añoranza. Su madurez artística regala matices todavía más delicados y una inimitable elegancia en la lectura-canto de estos poemas, que realiza con finura de orfebre. Este revelador énfasis puede ser considerado (en otras mentes, en otros mundos) como un artificial, aristócrata, hipertrofiado expresionismo emocional. Aunque conserva la amplitud de rango (aparecen problemas al aproximarse al extremo grave), dinámica y colorido, la emisión es menos natural y la voz ha perdido luminosidad (Frühling está traspuesta medio tono abajo) y amplitud del fiato (inventa una ligera variación del texto en September para evitar el largo melisma final sobre “Augen” y conseguir una inspiración extra); a cambio ofrece tonalidades otoñales que se diluyen con las refinadísimas texturas crepusculares que consigue Szell de la Berlin Radio Symphony Orchestra. Resaltar cómo en September voz y orquesta se mueven entrelazados en cada compás de su sinuosa línea, en la que las tesituras medias favorecen la comodidad de la soprano. En el tramo final de Im Abendrot la voz adquiere un papel cercano al recitativo, y el tejido orquestal se torna transparente, con la serena melodía de la trompa mecida por cuerdas y maderas, mostrando de manera explícita la imagen de la decadencia y la mortalidad (cita de su juvenil poema sinfónico Muerte y transfiguración, pero ya sin la gloriosa afirmación-resolución de vida tras la muerte, sino con la sombra de la duda, hundiéndose en clave menor). De sonido cálido y primoroso, de ideal fusión entre voz y orquesta, esta grabación fue producida y dominada por Walter Legge (marido y mecenas de Schwarzkopf) y está considerada como una de las más grandes de la historia de la fonografía.
 






Los inevitables ritmos premiosos de Sergiu Celibidache permitieron a la Orquesta RAI de Roma (Nuova Era, 1969) una ejemplar clarificación en el acompañamiento de Gundula Janowitz, que exhibe una flexible y luminosa emisión. Sin embargo, está aún mejor con el personal refinamiento sonoro, augusto y denso de urdimbre que Herbert von Karajan logró de los filarmónicos de Berlín (DG, 1973). La cantante está radiante, etérea, y deslumbra con la pureza estañada del tono casi instrumental (diríamos ario), de poderoso vibrato en el registro agudo, la perfecta suavidad del timbre, el espléndido control de la respiración, el volumen heroico. Janowitz difícilmente hubiera podido encontrar un sostén más mórbido, dentro de los amplios tempi escogidos, que el del magnífico straussiano que fue Karajan, a pesar de su empalagosa insistencia en las dinámicas orquestales. La toma sonora es prolija aunque excesivamente reverberante, desequilibrada a favor de la soprano y artificial tanto en su conjunto como en las molestas intrusiones de la celesta.







El único canto comparable en cuerpo wagneriano y exuberancia tímbrica al de su primera intérprete está en poder de Jessye Norman. De prodigiosa amplitud de registro (en el grave, obscuro, corresponde a una mezzo, y en el agudo, resplandeciente, a una soprano) y metal aterciopelado, no esencialmente dramático. El asombroso control de la respiración sustenta un aliento inacabable, no importa la lentitud metafísica del acompañamiento. Su hierática y visceral lectura no es desde luego la más matizada, pero sí la más deliciosamente acaramelada, la más rica en texturas. Irresistible como remonta con tales potencia y facilidad al comienzo de Frühling. En el inicio de la segunda estrofa de la canción Beim Schlafengen, conjura uno de los crescendi vocales más emocionantes de la crónica del disco, expandiéndose desde una susurrante media voz a un forte rotundo y glorioso en el la bemol agudo refulgente en Und die Seele. En las resignadas páginas finales de Im Abendrot, Norman embelesa con voces suaves y sostenidas, dibujando serenidad en la despedida, mientras Kurt Masur al frente de la Gewandhaus Orchestra de Leipzig (Phillips, 1982) teje un manto translúcido para arropar la desnudez lánguida de la diosa, destacando la orquestación mucho más densa, y el lenguaje armónico y tratamiento melódico significativamente distintos a los de los otros lieder. Espléndida grabación, en la que la voz, muy cercana al micrófono, se diluye en el colorido instrumental como surgida naturalmente del mismo.








Al frente de una analítica Staatskapelle Dresden, Giuseppe Sinopoli (DG, 1993) plantea una voluptuosa versión partiendo de la hermosura acendrada del instrumento de una Cheryl Studer poseedora del ideal straussiano. Una voz lírica, si bien con matices dramáticos, que combina en este registro las virtudes de las clásicas: el matiz interpretativo de Schwarzkopf con la exuberante amplitud vocal de Norman, el resplandor tonal de Della Casa con la plena rotundez de Te Kanawa. Gracias a su habilidad técnica apenas puede ser discernida la división de la frase “deine selige Gegenwart” (Frühling); sin embargo, el melisma (otra aparente dislocación respecto de la música contemporánea) en Beim Schlafengehen es tan largo y extenso de registro que la soprano se ve obligada a alterar ligeramente la letra, cantando Tausend, tausendfach para poder respirar entre medias (como la inmensa mayoría de las sopranos). Espectacular registro, con la voz enfrentada al oyente y los instrumentos revoloteando por doquier.







Combina Soile Isokoski su resplandor ilimitado del timbre, homogéneo en toda la tesitura (ni un ápice de tirantez en los radiantes pasajes agudos), con un amplio fiato aderezado con un cálido ronroneo casi schwarzkopfiano. Sencilla y pura de dicción, de legato intachable, extática y mística, para recalcar la expresión se vale de una leve sugerencia del vibrato, y permite mayor peso y significado a los cambiantes colores de la orquesta, como en la plácida y gozosa inmersión en el atardecer al final del ciclo, o en la intimista Beim Schlafengehen, que tiene todo el aroma de una canción de cuna, con sus texturas suaves y arrullantes. Atención al encantador solo de violín que caracteriza el descanso reparador del sueño. En lugar de la tradicional búsqueda de intensidad emocional, el acompañamiento de Marek Janowski en el podium de la Radio-Symphonie-Orchester Berlin (Ondine, 2002) se ofrece neutro, en una aparente simplicidad, con tempi rápidos (a lo Böhm), y transparente y pormenorizado en la toma de sonido (atención a las maderas).







Hace ya quince años que Renée Fleming grabó este ciclo para la RCA (1995). El embriagador timbre cremoso con reflejos metálicos, los bellísimos legato (tal vez un punto voluptuosamente italianizante) y fraseo, su habilidad para sostener fluidamente las largas y ondulantes líneas melódicas, la envidiable extensión, la emisión limpia y tersa… hacían un emparejamiento ideal con las crepusculares Cuatro últimas canciones. Y no obstante, el prosaico acompañamiento de Christoph Eschenbach dirigiendo a la Houston Symphony Orchestra rindió un convencional resultado conjunto. En la reciente relectura para Decca (2008), el más reputado de los directores alemanes actuales, Christian Thielemann, se muestra como un poderoso straussiano, y la Münchner Philharmoniker la formación perfecta para resaltar con la mayor precisión la suntuosidad de los cambios armónicos con los que Strauss moldea la partitura. Dicho acompañamiento se muestra fabulosamente tornasolado, destilando incontables nuevos rasgos, por ejemplo, en el arranque de Frühling, donde el sombrío inicio en las maderas capta la impaciente, inquieta y restallante energía vital de una largamente esperada primavera. La voz de la soprano parece haber adquirido una mayor paleta de colores, la dinámica un perfecto control tutelado por las anotaciones de la orquestación (como el final susurrado de September), la dicción un mayor refinamiento con el que matiza cada momento con su adecuado efecto dramático. De nuevo, como en el caso de Elisabeth Schwarzkopf, tenemos la disyuntiva ¿profundidad o artificio? No seré yo quien le achaque una excesiva caracterización en detrimento de la melodía (lo que colateralmente hace parecer estas interpretaciones como muy lentas, algo que desmiente el minutaje). Inmediata y estupenda imagen de concierto, increíblemente detallada y sabrosa de texturas la orquestación, sensualmente audible la respiración de la solista.




 
 

In a programme of the magnificent series Discovering Music (broadcasted in BBC Radio 3), Stephen Johnson explores in detail a truly deconstructive process of the Four last songs. A delight to share.