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lunes, 6 de abril de 2020

Gluck: Orfeo y Eurídice

Se dice que Orfeo y Eurídice abre el camino como mojón fundamental en la historiografía musical a su evolución dinámica en Mozart, e incluso la transformación hacia el drama homogéneo y total wagneriano. Sin embargo, se suele olvidar que sus conceptos básicos flotaban ya en el ambiente previo: el libreto que Raniero di Calzabigi escribe sobre el mito preserva el casto clasicismo del original virgiliano y retorna a los ideales de pureza, equilibrio y simplicidad, hacia la proporción armoniosa y la naturalidad emocional rousseauniana, donde el drama predomina sobre la escenografía, apartándose de situaciones convencionales y podando la frondosidad verbal sin significación teatral. La economía de medios con solo tres personajes descarta la estructura rígida e intrincada, las floridas disquisiciones, los pomposos espectáculos barrocos.
La ópera que compuso para dicho libreto Christoph Willibald von Gluck en 1762 parte de la continuidad del discurso musical-dramático, donde recitativos acompañados avanzan la trama y realizan la transición entre los números cantados. El novedoso sistema de integración de coros, solistas y danzas en una emulsión clara y de acción minimalista (sin episodios marginales, aparte el festivo final) se suma a la música colorista y elemental armónicamente, con pocos cambios de clave y modulaciones. El canto es esencialmente silábico (los escasos melismas o saltos interválicos amplios potencian el sentido del texto), galante y melódico, depurado del contrapunto excesivo y alejado de “la extravagancia gótica y barbárica” en palabras de Calzabigi.








1762
No sé cuál es el misterio que atesoran estas producciones de finales de los sesenta. Quizá sea la coloración de la Münchener Bach-Orchester, masiva, morosa y romántica. Karl Richter convierte el ballo inicial en una verdadera elegía fúnebre, con la resonancia de una pasión bachiana. Serio y venerable, el coro muniqués asociado solfea empastado e impecablemente afinado, germanizado en sabor y refinado en exceso para amedrentar como Furias. Dietrich Fischer-Dieskau impone un suntuoso aire oratorial, magistralmente detallista. Cada sentencia es un poema: escúchense sus inestables recitativos intercalados con intervalos disonantes en Chiamo il mio ben cosí, que trazan el dolor del protagonista en la tradición madrigalística, de legato y colorido impecables técnicamente, pero fuera de rol en la suspirada aria Che farò senza Euridice. Aunque traspuesta su tesitura baritonal (opción injustificable musicalmente), el contraste tímbrico con la serena y pura soprano Gundula Janowitz es bienvenido, pese a que su temperamento flaquee en calidez e vehemencia. La Danza de la Furias de 1774 se cuela ucrónicamente de tapadillo para solaz de los oyentes. La toma sonora propulsa al solista en un intrusivo primer plano (DG, 1967).






Accent edita en 1982 el primer Orfeo con criterios historicistas. La Petite Bande (5.5.4.3) despliega una plasticidad didáctica aún deficiente en expresión y carácter (Sigiswald Kuijken comenzaba a ejercer de director), con un aire más barroco que prerrevolucionario en acentuación y fraseo: así, el trémolo borrascoso de las cuerdas en Numi! barbari Numi! le da un afrancesado olor a Lully, y en los pasajes de recitativos acompañados hay una laboriosa literalidad de ritmo. Abundante ornamentación, espléndidas dinámicas, tempi lentos y, a menudo, muy lentos, con un semblante de formalidad en las danzas, cual oasis gentiles. El contratenor René Jacobs, perfecto de entonación, mas de timbre gris y bajos débiles (su tesitura orbita del la grave al mi agudo), propone un protagonista angustiado en su cuidadosa e inteligente declamación, trufada de gustosa decoración. En Che puro ciel el descriptivo acompañamiento orquestal de la grácil acuarela de los Campos Elíseos se beneficia de las transparentes texturas, una de las más complejas compuestas por Gluck. Marjanne Kweksilber (tesitura de soprano del re sostenido grave al la agudo) es una intensa y apasionada Euridice, aunque en su diálogo con Orfeo se ciña en frialdad. El reducido coro del Collegium Vocale evoluciona con delicadeza desde la intimidación al candor como Furias. Las pausas entre números tienden a fracturar el drama en unidades musicales.





El interés en continuar por la senda gluckiana veraz se plasma en la dirección picante y enérgica de Hartmut Haenchen, a pesar de que los instrumentos de su diáfana Kammerorchester C.P.E. Bach no sean idóneos: hay texturas ricas y suaves como en la saturada Che puro ciel, pero en Chiamo il mio ben cosí el recurso barroco al efecto de eco está poco diferenciado. La estrella de esta grabación es el convincente contratenor Jochen Kowalski, elocuente y enardecido, de poderoso registro de pecho en la tesitura grave y media, que torna menos agradable en el agudo (muy abierto, sin vibrato), con falta de legato a tempi rápidos, ornamentado con fruición; en la delicada línea declamatoria Deh! placatevi controla la emoción para verterla desesperado en el Che farò senza Euridice, interpretado como allegro (pero con destacados rallentandi) según una fuente contemporánea. Dagmar Schellenberger-Ernst es una soprano agitada, urgente, fresca, pálida de color vocal. El amplio coro Rundfunkchor de Berlín vocaliza candente y sensual, y presume de un poderoso efecto en el ritmo con puntillo como Furias. La toma sonora (Capriccio, 1988) encierra las voces en una zona indistinta y brumosa que oscurece las figuraciones rápidas.






Descarto la camerística visión de Frieder Bernius con Tafelmusik (Sony, 1992) por su aroma arcaizante y demasiado seráfico para recrearme en la vigorosa iconoclastia teatral de John Eliot Gardiner y sus translúcidos English Baroque Soloists (9.7.5.4), ejemplares en las caracterizadas danzas, en la sugestión de penumbra melancólica del río en el acompañamiento en T’assiste Amore!, en el intensivo uso de instrumentos solistas con motivos naturalistas en Che puro ciel. El contratenor Derek-Lee Ragin es ardiente, tenso, casi caprichoso en el drama del recitativo Che disse, feroz en sus súplicas a las Furias, si bien sus embellecimientos en Che farò senza Euridice no ocultan las dificultades en la emisión grave, los cambios de color, las deficiencias de pronunciación, su menor volumen respecto a la soprano Sylvia McNair, de liviana y gélida belleza, inocente en su reanimación. Precisión máxima para el Monteverdi Choir en su rol de Furias: acordes disonantes y fuerte contraste dinámico, reflejo especular de las interpolaciones de Orfeo en el coro de apertura. La estupenda grabación (Philips, 1991) concibe leves movimientos escénicos de los cantantes.






Tres décadas después René Jacobs lleva Orfeo al disco, esta vez como director (HM, 2001), e imprime a la espectacular Freiburger Barockorchester de tal sublime rítmica que rezuma vitalidad en cada escena, con un concepto de acentuación estilísticamente danzable, audaz en las dinámicas. Fantástica la percusión añadida que consigue salvar en parte la debilidad de la obertura, insulsa y sin ninguna relación con la peripecia teatral, así como en el pasaje que precipita el descenso al Hades al final del acto I. Las heladas y funestas disonancias que serpentean a continuación dialogan con la firmeza de la tórrida y corpórea voz de la mezzo Bernarda Fink, que nos persuade con naturalidad de su soledad y su dolor sin lágrimas. La afligida y temperamental Veronica Cangemi es verdaderamente irresistible para Orfeo, aun cuando alguna vez su entonación yerre. El RIAS Kammerchor está en plena forma y adecúa su temperatura a cada acto. El palpable sonido (con efectos especiales) está a la altura del evento.
 





La adaptación cinematográfica (que excluye o abrevia las danzas) debida a Václav Luks y la orquesta Collegium 1704 está idealmente rodada en el teatro barroco del castillo de Český Krumlov a la luz de las velas y con un uso encomiable de las sombras. Si poderosa escénicamente resulta la pareja del contratenor Bejun Mehta y la soprano Eva Liebau, Regula Mühlemann es una Amore insuperable. Los decorados de estilo dieciochesco están destinados a convertirse en un clásico con el paso de los años (ArtHaus, 2013).







1774
En 1774 Gluck inicia una campaña cuidadosamente planeada para conquistar el mundo operático parisino. Donde Orfeo era una obra revolucionaria, Orpheé et Eurydice fue entallada a los prejuicios más conservadores de la audiencia regular: la adaptación incluye un nuevo libreto francés (traducción directa del original), reescritura musical con extensión y cambios en orquestación (el genial uso de la trompeta), ampliación de escala (desde una azione teatrale camerística a una compleja representación en la Académie Royale) y alteración vocal. En París no habitaba la asexuada y semidivina voz castrato, asi que Gluck asignó Orfeo a un tenor ligero (que acaso cantaba en falsete las notas más altas) y por ello perdió el carácter de profunda melancolía que pide el tema. Las escenas en el Hades y en el Elysium son superiores en aliento y abundancia por la adicción de las danzas, arias y melódicas contribuciones corales.

El mismo Gluck marcó muchos pasajes en esta versión parisina para ser tocados con vibrato, enfatizando sus colores armónicos. El efecto se pierde si se hace general, como en la voluntariosa pero apagada dirección de Louis Froment (Hänssler, 1955), sin progresión dramática de la acción teatral, toda serenidad y solemnidad, consecuencia en parte de una secuencia propia de números (y cortes) poco satisfactoria. La Société des Concerts du Conservatoire, registrada en concierto, se muestra imprecisa en los ataques, y su coro garantiza la pronunciación nativa, aunque resulta confuso en la claustrofóbica toma sonora que también perjudica las cuerdas. Destaquemos como el ardoroso tenor Nicolai Gedda borda sus notas con seguridad (con discretas trasposiciones) y desenvoltura técnica (Laissez-vous toucher), mientras la soprano Janine Micheau impone su presencia de matrona romana en sus dudas, sus reproches, su desconcierto ante el desafecto de Orfeo.






Marginalmente mejor la grabación Philips de un año después, aunque como era de rigor en los 50 hay prominencia de las voces en relación a la Orchestre des Concerts Lamoreaux. Hans Rosbaud dicta una calma lectura con pujante fraseo legato, pulso rítmico rígido y líneas sostenidas, las danzas con gracia funérea. Timbre texturado del Conjunto Vocal Roger Blanchard, algo letárgico y pesado. Léopold Simoneau, noble héroe decimonónico de pulida belleza, también recurre a la trasposición de algunos números ante las dificultades casi insalvables de la tesitura de Orfeo, que sube cuatro tonos y se ve ampliada hasta casi las dos octavas, desde el mi grave al re sobreagudo. Suzanne Danco negocia un amplio y sostenido vibrato sobre un distinguido francés idealmente pronunciado.






Dichas lecturas parecen opacas y pesadas al lado de la editada por Naxos en 2002. La ingravidez es el factor diferencial de la propuesta de Ryan Brown, que en las danzas aflora en todo su esplendor. Culpable de ello es la diáfana Opera Lafayette Orchestra (5.4.3.3), mucho menor que el conjunto empleado en la première (14.14.5.12), y que integra instrumentos y articulación historicista al servicio de la vivacidad teatral: percíbase cómo en la introducción al acto II acentúa el tenebrismo de la textura orquestal con unas dramáticas trompetas naturales. El coro asociado (14 integrantes por los 47 del estreno) está a similar nivel. Excelente asimismo el tenor ligero Jean-Paul Fouchécourt, ágil y elástico, de gran registro superior, esmalte aterciopeladamente monocromático, y que aporta sentido de sorpresa en Quel nouveau ciel y delicados ornamentos en J’ai perdu mon Euridice; junto a él aparece la soprano Catherine Dubose, de timbre avasallador y penetrante, si bien dulce y expresiva a voluntad.
 





Mi buen señor, es intolerable. Siempre gritáis cuando dererías cantar, y cuando es cuestión de gritar no lo hacéis. No penséis ni en la música ni en los coros, gritar como si alguien estuviera serrando vuestros huesos”. De esta guisa Gluck instruyó a su cantante en 1774 a interpretar el coro de apertura, y sin duda con esta premisa actúa Marc Minkowski, colorido y efectista. La sutileza de las texturas no es óbice para el mayor contingente de Les Musiciens du Louvre (9.7.4.6), ni para el coro asociado de 26 voces, variado de timbre ya sea como etéreos pastorcillos o como implacables y maníacas Furias. Minkowski ofrece su característica explosividad de grandes contrastes de ritmo, impulsividad, e interminables danzas a tempo plañidero como la Pantomime des Nymphes et des Bergers. Esta peligrosa volatilidad transita de la ferocidad de los trombones al elegante florecimiento del fraseo en Quel nouveau ciel. Richard Croft es un verdadero haute-contre, brillante de timbre, sensible en la matización verbal de Objet de mon amour!, y cómodo en las extravagantes cadenzas cromáticas en el L'espoir renaît. Mireille Delunsch le acompaña juvenil y enternecedora. Grabación procedente de representaciones públicas, a mi (escaso) entender reveladoras experiencias teatrales, en la línea de su Lully o Rameau (DG, 2004).
 





Juan Diego Flórez es el epicentro de esta grabación (envolvente, pero con una plétora de prominentes ruidos), donde conciertos sin representación escénica fueron recogidos por Decca en tres días primaverales de 2008. El soberbio tenor ligero se ve obligado a ascender hasta los cielos de su tesitura (ojo, en un par de números se ha bajado su rol un semitono), con afinación impecable y rossiniana línea legato (L'espoir renaît), tal vez demasiado muscular para el rol. Más persuasiva teatralmente la soprano Ainhoa Garmendia, que frasea empática, ferviente, flexible y plena de estilo. Jesús López-Cobos conduce irregularmente al Coro y Orquesta Titular del Palacio Real, sucediéndose números dinámicos con otros donde los ataques en las cuerdas resultan cuasi románticos, los metales blandos, las danzas torpemente coreografiadas.






1859
A mediados del siglo XIX el Teatro Lírico de París pidió a Héctor Berlioz modernizar la obra para su reposición. Esta solución póstuma de compromiso cambia su estructura (y por tanto contradice e inmortaliza a Gluck) restaurando la línea vocal de Orfeo a su afinación original (para contralto o mezzosoprano), corrigiendo la orquestación y desechando las danzas parisinas. Desde 1859, en francés o retro-traducida al italiano y mezclada con retales del original, permaneció más de un siglo como la ópera más temprana del repertorio.

En su primer acercamiento a la revisión de Berlioz, John Eliot Gardiner (EMI, 1989) observa correcciones leves y recupera algunos números. La Orchestra of the Opéra de Lyon, apoyada por algunos instrumentos antiguos prestados para la ocasión (como los cornetti, ya arcaicos en 1762), inercia con sobriedad la obra de principio a fin con una selecta sonoridad, terrorífica en la representación del Hades. La deslumbrante mezzo Anne Sofie von Otter hace creíble su pena controlada, en sintonía con el concepto general de Gardiner (menos dramático que su lectura de 1762), masculina e invulnerable. Barbara Hendricks dispensa un contrapunto puro y delicado (Fortune ennemie). El limpio y estilizado coro Monteverdi, tan perfecto de entonación como siempre.






Nos cuentan las fuentes que Gluck era dirigiendo ”un dragón al cual todos los músicos temían, y frecuentemente les obligaba a repetir las frases veinte o treinta veces”. Donald Runnicles es menos fiero, y equilibra (indeciso, en 1995) prácticas modernas e historicistas de timbre y tempi: la Orchestra of San Francisco Opera sale favorecida en el reparto, pero el coro suena irrealmente amplio y lejano. Femenina, suntuosa y positiva la mezzo Jennifer Larmore, que en la endiablada aria Amour, viens rendre à mon âme atestigua el conocimiento del idioma, pasión y diversidad de emociones, y contrasta adecuadamente con el timbre argénteo de la visceral soprano Dawn Upshaw. Runnicles maneja la armonía y las modulaciones para caracterizar el estado de ánimo de los protagonistas. La toma sonora de Teldec disemina los atriles magníficamente.





Pasticcio: Además de las tres ediciones distintas contempladas (1762, 1774, 1859) hay otras grabaciones variadas, alteradas o mutiladas en diferentes versiones, compendios y mezcolanzas posteriores a Berlioz.

La retransmisión radiofónica desde el Teatro Municipal de Amsterdam (EMI, 1951) documenta el incandescente instrumento de Kathleen Ferrier, una de las pocas verdaderas contraltos, con una maternal y opulenta pastosidad. Alguna aspereza e inestabilidad, el intrusivo vibrato, apenas menguan su distintivo poderío en el retrato mayestático de Orfeo: decía Gluck que solo es necesaria la más ligera alteración -una nota demasiado corta o demasiado larga, un descuidado incremento en ritmo o volumen, un adorno desplazado- en Che farò senza Euridice para tornarla una farsa. Desgraciadamente el resto parece inadecuado, desde la pobreza técnica de la soprano Greet Koeman a la impaciente lectura de Charles Bruck, la torpe y sosa respuesta orquestal (insólitos portamenti) y coral de la Netherlands Opera, endeble tímbricamente y victoriana de ritmo.
 





Georg Solti hace gala de su proverbial instinto teatral, impetuoso y refulgente, con tempi extremos. Los sobredimensionados (para la obra) Orchestra & Chorus of the Royal Opera House responden con un sólido y acerado sonido, con beethovenianos contrastes dinámicos. Partiendo de un estilismo vocal verista (y formidable), y sin pretensión de integridad textual, Solti intercala liberalmente fragmentos a modo de rompecabezas de todas las versiones (vertidos al italiano) para permitir a Marilyn Horne exhibir su fortaleza variada y conmovedora, virtuosa en las coloraturas de bravura (Addio, addio). El canto de Pilar Lorengar, no siempre entonado, quejumbra mecido en un trémulo vibrato. La cinemática mezcla simula movimientos escenográficos en el estudio (Decca, 1969).






Raymond Leppard (Erato, 1982), como Solti, escoge números para lucimiento de sus solistas "Broadly I chose whatever option was better", usando el texto parisino (retraducido al italiano) con la instrumentación vienesa, y perdiendo por el camino la concisión y el sentido narrativo del original. Janet Baker está fuera de forma al final de su carrera: sin potencia en la octava grave suena más como una soprano que como una mezzo, y exhibe momentos inestables y dudosa entonación; sin embargo su labor es ejemplar en la efusiva imaginación, en el ritmo e inflexión de los recitativos, en la milagrosa delicadeza en el lentísimo tempo impuesto en Che puro ciel, o en la desolación tras la nueva muerte de Euridice. La tiple Elisabeth Speiser tiene carácter, aunque aburre con su timbre monocolor y pesado vibrato. El Glyndebourne Chorus modula óptimo (para una ópera belcantista) y los diversos retoques a la orquestación logran de la London Philharmonic un sonido robusto, con un fraseo pulido, poco idiomático e intensamente dramático.



miércoles, 18 de septiembre de 2013

Handel: Music for the Royal Fireworks


En la primavera de 1749 su gloriosa Majestad George II de Inglaterra dispuso la celebración del final de la Guerra de Sucesión de Austria. Para ello conminó al compositor real a elaborar una música capaz de acompañar el victorioso acontecimiento.
Se vendieron 12.000 entradas (a 2 chelines y 6 peniques) para el triunfal ensayo previo del concierto, lo que provocó un colapso circulatorio durante tres horas en el único puente que en la época cruzaba el Támesis. No obstante, la ceremonia fue aún más desastrosa, ya que la monumental arquitectura efímera que se había erigido en Green Park se incendió con los fuegos artificiales preparados para concluir la propagandística ocasión. Sólo la música se salvó de la lluvia, los rescoldos y el virtuosismo regio.

Por fortuna la partitura autógrafa que George Friederich Handel compuso para el evento nos indica las fuerzas que se dispusieron para superar el pandemónium: 24 oboes, 12 fagotes, 9 trompetas y otras tantas trompas y 3 pares de timbales (además de 4 decenas de cuerdas que Handel incluyó a pesar de la mayestática voluntad que pretendía solo instrumentos marciales), aunque después la obra se reorquestó cabalmente para su publicación y las siguientes representaciones en la corte.

La galante composición, al gusto versallesco, se articula en cinco movimientos:
I Ouverture: Como telón sonoro de fondo a la comitiva real comienza un himno majestuoso que enfrenta simbólicamente las secciones de madera, trompas y trompetas (cc. 1-46). Un animado pasaje con metales sostenidos y cuerdas y oboes rítmicamente ambiguos finaliza en escalas descendentes que conducen a un triunfante tutti (cc. 47-117). Tras la reexposición en otra gama colorística (cc. 117-175), la sección lenta, a cargo de cuerda y madera, relaja la tensión en un suave si menor (cc. 176-186), antes de la recuperación, espléndida, de la clave mayor en el allegro da capo.
II Bourrée: De instrumentación más simple (dos partes altas y bajo) y carácter amable. En general, aunque depende de la interpretación, maderas y cuerdas exponen el tema veloz y marcado (cc. 1-10), todas las frases comenzando en el cuarto pulso del compás. Tras su repetición a cargo de las maderas, se inicia el contrajuego por parte de las cuerdas (cc. 11-26). Ambas secciones, por separado, efectúan la reexposición de los temas.
III La Paix: A ondulante ritmo ternario y nutrida orquestación, ofrece partes virtuosas para las trompas. Los trinos alternados van resolviendo las secciones (cc. 1-8 y cc.9-16, con leves variaciones en el tema).
IV La Réjouissance: Explosión antifonal en la fanfarria heroica expuesta por los diferentes grupos instrumentales (metales y percusión y, después, trompas y maderas) con exposiciones y respuestas como registros organísticos.
V Menuets I and II: Probablemente ejecutados en forma de trío, comienzan por una delicada danza en tono menor a cargo de la cuerda, y posteriormente sobre oboes y fagotes. El segundo, más extenso y en clave mayor, despliega gran colorido por parte de percusión y metales, alternándose trompas y trompetas, y concluyendo la obra con toda la dignidad y aparato de la Ouverture.







La lectura de Fritz Lehmann documenta los primeros esfuerzos basados en criterios musicológicos, eliminando los populares embellecimientos románticos y descartando el entonces común piano a favor de un clave bien integrado a la orquesta en la toma sonora, de pasables claridad y definición (Archiv, 1952). Aunque los tempi moderados permiten paladear la música, existe un problema de comprensión de ritmos (la fórmula escrita de negra con puntillo seguida de corchea en la práctica se tocaba como doble puntillo, es decir, la nota breve pasaba a ser una semicorchea) en el adagio de la Ouverture, donde las voces de la orquesta solapan continuamente los detalles rítmicos: por ejemplo, en el compás 4, la última corchea de metales y primeros violines debería coincidir con la semicorchea final de los segundos violines. Destacar la delicadeza en la exposición de la Réjouissance y el preciosismo del primer Menuet, con una destacadísima actuación de las maderas. Lehmann, especialista en Handel, dirige una Berliner Philharmoniker (que esta época estaba entrenada por Celibidache y Furtwängler) en número de 65 profesores, además de un órgano reforzando los tutti.






Espléndida la grabación de Mercury (1957, con sus habituales tres micrófonos) a cargo de Antal Dorati, en el arreglo que realizó Hamilton Harty de los Royal Fireworks en 1924. La London Symphony Orchestra -de graves prominentes- aporta un colorido variado en sus texturas (comienza con redoble en crescendo), tempo espumeante en la sección allegro de la Ouverture, e intimista en las secciones restringidas sólo para cuerdas. La percusión en la Bourrée altera la danza en drama, la Paix se transforma en una suerte de (maravilloso) nocturno sinfónico y cierra con unos pomposísimos Menuets en trío, con meloso vibrato en la cuerda.








El joven Charles Mackerras parece tener en su honor la premiére de la espuria (impactante y magnificiente) versión regia sin cuerdas. Para acometer semejante ataque de lujuria hubo de concitar a medianoche a 64 intérpretes de vientos de las diferentes orquestas londinenses (más 9 percusionistas), cuando todos los conciertos y óperas habían terminado ese día del 13 de abril de 1959, para el exacto cumplimiento del 200 aniversario de la muerte del compositor. Se rumorea que el diablo y la botella hicieron el resto: la amplia grabación (Testament) aún suena llena de espíritu y jolgorio. Un Wind Ensemble extravagante pero equilibrado, de timbre áspero y talante febril, a tempi que hoy resultan plomizos más que expansivos en algunas secciones (aparatosidad en la Ouverture). Se incluye una toma extra de los Menuets salpicada de los inevitables petardeos.







El divo Leopold Stokowski impregna la obra de su particular reorquestación inflacionaria (que parte de un comienzo comedido, sobre todo en la percusión cuartelera). Dicha stokowskificación congrega alrededor de un jurásico clave a la RCA Symphony Orchestra aumentada hasta los 125 miembros, para celebrar en mayor medida un oratorio ceremonial más que una suite sinfónica. Colores aplicados por bloques organísticos, efectos difuminados entre tonalidades, cuerdas fraseando libremente para robustecer una marea sónica donde se puede vislumbrar entre la niebla británica a Britten y a Elgar. Bourrée pálida en las maderas, con rallentandi estirados hasta el infinito y más allá, no sólo al final de cada danza, sino también en áreas centrales. La Réjouissance, disfrazada de pastoral, retoza sobre la hierba. En el número final irrumpen efectos sonoros de juveniles chillidos de gozo acompañando a los estallidos nitrosos, cual 1812 tchaikovskiana. La toma sonora al menos es amplia y brillante en sus cinemascópicas antifonales (RCA, 1961).







La plantilla del Bläservereinigung der Archiv Produktion ya estaba en 1962 integrada por reconstrucciones de instrumentos del S. XVIII. August Wenzinger también opta por recrear la pretensión del monarca de eliminar las cuerdas, que hoy sabemos que no llegó a perpetrarse. Potencia sonora, robusto y sólido colorido con el aroma acre de la pólvora, recatado al lado de Mackerras, pero con mayor espíritu rítmico y contraste dinámico. Rescatado en alta definición de un vinilo de gran presencia y perfecto equilibrio.







La riqueza tonal de la London Symphony (de cuerdas aterciopeladas y soñadoras) no puede evitar la sospecha sobre el arreglo de Harty que altera los tempi, simplifica los ritmos, suaviza las dinámicas, brahmsianiza la orquestación, adultera la sintaxis, el orden de los números y, además, amenaza su integridad (el Lentement y el Allegro da capo de la Ouverture son extirpados y la Réjouissance desaparece como por ensalmo). Bajos profundos personificados en los pizzicati dan paso a los cambios de tempo en la Ouverture. George Szell muestra su genética zíngara en las frenéticas danzas de la Bourrée. El hiperromántico vibrato en el Menuet en clave menor contrasta con el boato otorgado al otro (Decca, 1962).







Rafael Kubelik se aparta del estilo y escala decimonónicos, si bien los vientos acaban sepultados entre los densos estratos de cuerdas de la Berliner Philharmoniker. Articulación pulposa, falta de claridad textural y  de comprensión de la rítmica barroca, si bien los tempi son vivaces. Espectral el sonido del clave, cual acto de fe (DG, 1963).






Yehudi Menuhin -a los mandos de la veraniega Bath Festival Orchestra en una tornasolada edición a cargo de Neville Boyling- aporta algunas sorpresas como el contraste entre secciones de cuerdas y de maderas, reflejo de la retórica entre corales de metales. Así se transfigura el carácter tripartito del color a otro cuadrangular o en dobles parejas. También hay cambios en la orquestación en la Paix y en el primer Menuet, éste con una personal articulación rítmica. Seriedad (excesiva en la Réjouissance) y nobleza en la interpretación, aunque el flujo rítmico mana un tanto espasmódico en el motivo principal de la Ouverture. Cavernosa la toma sonora, dejando entrever al metálico clave (EMI, 1963).







Raymond Leppard dirige una cálida y densa English Chamber Orchestra al estilo tradicional, alejado de investigaciones historicistas. La principal característica de esta interpretación es la generosidad sin ambages en las repeticiones: Bourrée y Réjouissance son reiteradas en tres ocasiones con variaciones tonales. El conjunto de Menuets se duplica también, pero las trompas crean una espesa y poco handeliana textura, dado que bajan una octava respecto a la tesitura de la trompeta. Ritmos tenaces, abundantes trinos y arpegiante clave al bajo continuo. Discreta grabación Philips de 1970.







Prescindible registro el de los 29 miembros del Collegium Aureum (DHM, 1971), acatando una literalidad poco jubilosa, fallona en entonación, quizá producto de los tempi decaídos.







Gentil documento a cargo de Neville Marriner y su Academy of Saint Martin in the Fields en modesta configuración. Tímbricamente dulce y ligero, de ritmos elásticos, ingeniosa y levemente fraseado… y vacío de pompa y circunstancia. Troca los tres colores básicos (trompas, trompetas y vientos más cuerdas) a variados cambios tonales en los tutti, incluyendo la separación de las secciones de cuerdas y maderas. Aquietando las dinámicas suaviza los efectos de eco y procura una delicadeza inaudita hasta la fecha en esta obra. La toma sonora recrea de manera suprema el ambiente espacial del lugar de grabación, Wood Hall (Philips, 1971).







Johannes Somary repite la réplica imaginaria de Mackerras con una aumentada y abigarrada tonalmente English Chamber Orchestra. Ejecución anodina en lo rítmico (por ejemplo, el tristísimo menuet en re menor), con percusión estrictamente militar. El sistema cuadrafónico de grabación intentó emular la orquestación y su emplazamiento originales (Vanguard, 1973).







Pierre Boulez delinque una descuidada ejecución, en la que lo peor no es la respetable falta de interés en el historicismo musical, sino lo deslavazado de los ritmos, las ocasionales desafinaciones (sobre todo las agresivas trompetas) y los chirridos de las continuas ornamentaciones. La New York Philharmonic tiende a homogeneizar los movimientos, haciéndolos soporíferos. Los Menuets (en trío) no concluyen la obra, sino que dan paso a una plúmbea Réjouissance. La cicatera y acerada toma sonora remata el desaguisado, en el que un tintineante clave asoma de vez en cuando (Sony, 1975).







Lejos de las vastas armadas recreacionales de la ceremonia, Christopher Hogwood ofrece un sensible y refinado concierto de diáfana articulación, con variaciones dinámicas sobre notas largas y variada decoración, donde las repeticiones son emplazadas con trazo delicado (primer Menuet), la acentuación más cantable que danzable, con la transparencia y levedad debida a la corrección cortesana. The Academy of Ancient Music compuesta por 47 miembros presenta un sutil equilibrio sonoro: los tres percusionistas dominan con levedad las texturas; sin embargo, cuando no se ajustan a la línea del bajo (lo que ocurre a menudo, dado que sólo tocan dos notas), éste resulta casi inaudible (por ejemplo, en la sucesión de semicorcheas en la sección de apertura, cc. 160-161). Encantadora esbeltez instrumental de la Bourrée. Toma sonora a la altura (L'Oiseau-Lyre, 1980).







Enfatizando la pompa y la acentuación de los ritmos pointeé, Trevor Pinnock conecta con el sofisticado ceremonial anglosajón, amablemente educado en su escala más íntima. Elegante en los dinámicos tempi, comunicando energía y decisión, dicta buen gusto en la variación dinámica de la percusión y en la caracterización diferenciada de cada movimiento. Pero donde este registro sobresale es el Menuet en re, todo un prodigio de canto a tempo, especialmente en las cuerdas. Vigoroso plano del bajo continuo con Pinnock dirigiendo desde el clave un perfectamente equilibrado English Concert, que, además de 21 atriles de cuerdas (6.6.4.3.2) y la consabida percusión, comporta 3 elementos de oboes, trompas, trompetas y fagotes, un contrafagot y 4 flautas (para la Paix). La grabación es excelente, transparentando las ricas texturas (Archiv, 1984).







Hans-Martin Linde dirigió en 1983 a una Capella Coloniensis cuya sección de metales no posee la entidad necesaria para acometer la obra. Los tempi, anacrónicos. La constreñida toma sonora tampoco ayuda (Virgin).






Un jubiloso John Eliot Gardiner encauza una lectura virtuosamente sinfónica, de preciosismo sonoro, fluida vitalidad rítmica y discreta ornamentación. La plantilla moderada permite la audición de un extenso abanico de rasgos texturales, como el  Lentement de extraordinaria sensibilidad, o la Réjouissance enfatizando las maderas de timbre oscuro. Menuets contrastados, no sólo tímbricamente, sino también en su dinámica. Protagonismo relevante para la percusión, pero alejada de toda estridencia. Primorosos los English Baroque Soloists (Philips, 1983).







Sonoridad castrense de La Grande Ecurie et la Chambre du Roy comandada por Jean-Claude Malgoire. A pesar de los ocasionales embellecimientos añadidos escasea la paleta expresiva, por ejemplo en la Bourrée, llevada a ritmo frenético. Estridencia en los metales, a veces destemplados. Toma sonora espacialmente amplia y minuciosa, pero distante (Sony, 1986).







Después de los Pinnock o Gardiner, Bohdan Warchal y su Capella Istropolitana no aportan nada aparte de una sonoridad avinagrada y unos tempi anadeantes. Lo mejor, una velocísima Réjouissance interpretada por secciones (Naxos, 1988).







La visión comedidamente británica de Robert King, con un King's Consort dilatado hasta alcanzar 62 instrumentistas de viento, metal y abundante pero suave percusión (a cargo de 8 ejecutantes), desvela una nueva dimensión sonora. Desenvueltas cascadas de semicorcheas e interesantes variaciones dinámicas y rítmicas en la Ouverture (cc. 96 y ss.). Dulzura de las trompas en la Paix. Lástima del sonido mate y poco puntualizado (Hyperion, 1989).







Durante años ensalzado por la prensa británica, el (excelente) registro debido a la Orpheus Chamber Orchestra (6.5.4.3.1 en las cuerdas y vientos por parejas) paréceme hoy excesivamente preciso, articulado y estructurado mecánicamente, por ejemplo en el ritmo tartamudo del allegro en la Ouverture (cc. 47 y ss.). La Bourrée desfila en un suspiro y la Paix afronta un ritmo pointeé excesivamente entrecortado. Pródigo en embellecimientos, muy apropiados en el Menuet en re (DG, 1990).







Maravillosamente extravagantes las inauditas sonoridades extraídas por Andrew Manze al frente de La Stravaganza Koln, con sus dinámicas muy contrastadas. En este concepto camerístico al clave se le otorga parecido valor dinámico que a la percusión. Planteamiento con frescura en el dibujo con puntillo en la Paix. Metales cáusticos en la Réjouissance y protagonismo para las cuerdas en los Menuets de salón (Denon, 1992).







Jordi Savall añade al contingente de cuerdas (5.4.2.3.2) de Le Concert des Nations una pequeña agrupación de vientos (sin idea de replicar el evento original), otorgando al contrafagot el rol de bajo suplementario. Acentuación y fraseo de definido e irresistible carácter danzable en la Ouverture, donde la imaginativa trompeta enlaza con la sección allegro. Resaltar una Paix con tímbrica y dinámicas exultantes en la cuerda chispeante, en las trompas pendencieras y en las trompetas canallas. El mago catalán sorprende con efectos coloristas, fantasea con la ornamentación y la variación de dinámicas en las repeticiones, como en el Menuet, perfumadamente francés. La siempre distinguida presencia de Pedro Estevan a los timbales se suma al continuo de clave y tiorba. Toma sonora realística en su concepto ambiental (Alia Vox, 1993).







Hervé Niquet y su Le Concert Spirituel optan por el faraónico contingente ceremonial que estrenó la obra. No sólo las 42 (10.10.8.8.6) cuerdas y las 3 percusiones, sino que todos los instrumentos de viento requeridos: 53 maderas (entre oboes, fagotes, flautas y contrafagotes, todos ellos con un poderoso registro grave) y 18 metales (entre trompas y trompetas) se fabricaron exprofeso para la grabación (Glossa, 2002). Una fastuosidad tímbrica que inevitablemente implica borrosidad en las líneas, una enérgica recreación con tempi de ágiles a frenéticos, un glorioso uso de dinámicas extremas e incisivos ataques. Además, se respeta el temperamento natural de los metales (sin válvulas ni orificios, todos los efectos tonales se realizan con la boca), que proponen un timbre militar y de controlada tosquedad. El duelo antifonal entre percusiones comienza ya desde la desinhibida cadenza a solo que preludia la Ouverture y en la improvisación anterior al cierre. Una fuerte acentuación al inicio de cada frase en la Bourrée inercia su picante desarrollo. Las crujientes disonancias, el equilibrio y la entonación impuros y erráticos forman parte del encanto de la mêlée en que se transforma la Paix. Grabación de atmósfera muy reverberante que recrea la rimbombante celebración.







Federico Guglielmo propone una relajada versión de concierto con una combinación homogénea de cuerdas y vientos: tan sólo 27 instrumentistas componen el Ensemble L’Arte dell’Arco que se descifran con facilidad en la cercana y límpida toma sonora (CPO, 2004). Dinámicas variables sobre notas prolongadas, ritmos moderadamente contrastados y ágil articulación. Lírica espontaneidad del continuo a cargo de tiorba y clave.







El pasado de Kevin Mallon como discípulo de Gardiner se desvela en los tempi vivaces pero quizá no especialmente excitantes, en el sonido pulimentado, con suaves ataques en todas las secciones instrumentales, diáfano en sus mimbres. El grupo canadiense Aradia Ensemble, conformado por 34 músicos, interpola un tambor militar en las partes triunfales (de devastadora intervención en la Ouverture). La Bourrée incluye múltiples repeticiones en orden inédito: cuerdas, maderas y su mezcla. Es la primera grabación en apreciar la minúscula indicación del manuscrito original añadiendo una flauta travesera de etéreo efecto en la Paix. El Menuet brinda una interesante progresión dinámica. Al modo haydniano, Mallon aplica el hábito de emparejar las notas independientemente del fraseo estipulado. Soberbio en definición el registro, natural y equilibrado (Naxos, 2005).







El conjunto italiano Zefiro Baroque Orchestra sopla las telarañas de sus instrumentos, transmite la algarabía inherente al evento y otorga preeminencia a los vientos sobre los empastadas cuerdas, en una lectura sutil, fluida y gustosa, con una original profundidad emocional, mediterráneamente fraseada, alejada de ritmos remachados a golpe de percusión, tempi rápidos y poco pomposos, con libertad en la acentuación, especialmente al final de las frases, donde los ritmos pointeé se desvanecen en dinámicas piano. Alfredo Bernardini interpreta libremente articulación, dinámica y texturas sin atisbo de rutina o fórmulas tradicionales. Buscando el contraste entre las danzas que forman la obra, la Ouverture (presentada por un tenso redoble) presenta el equilibrio idóneo entre esplendor y elegancia (jubilosos los enfrentamientos en el allegro), la Réjouissance destila magnificencia en los metales y sensibilidad en la percusión, y el Menuet en re descolla gracioso y con cierta dosis de coquetería. El bajo continuo aderezado con arpegios al clave resalta en la íntima escala (29 músicos en total). La grabación, registrada al aire libre en un claustro siciliano, suena exuberante e inmediata (DHM, 2006).