Mostrando entradas con la etiqueta Janis. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Janis. Mostrar todas las entradas

lunes, 29 de abril de 2013

Rachmaninov: Concierto para piano nº 2

El Concierto Nº 2 para piano y orquesta op. 18 de Sergei Rachmaninov nació orgullosamente tardío (1901), posromántico y decadente, monumento sin par a la suntuosidad de la nostalgia, basado en el fatalismo y el pesimismo inherentes al autor, e impregnado de apasionado color ruso. Perfectamente equilibrado en forma y fondo, aúna solidez arquitectónica y riqueza melódica ligada a su flexibilidad: todas las modulaciones son suaves y graduales, sin repentinos cambios a distantes tonalidades. Rachmaninov pensaba que la misión de la música era dar expresión tímbrica a los sentimientos, y así, languidez, olvido y belleza solemne se dan cita en la suntuosa y cálida orquestación, predominando cuerdas y maderas, y permitiendo a los metales brillar solo en los clímax.
Su estructura es una personalísima mezcla de la clásica concepción en tres movimientos y el poema sinfónico romántico de maduración continua:

I Moderato: Aunque la obra proviene de un periodo de dudas personales, los acordes de apertura anclados al fa grave, que se expanden cromática y dinámicamente desde un pp a un poderoso ff, nos lanzan a un trágico paisaje de lacrimosos arpegios que acompañan al magullado tema en las cuerdas y clarinetes. Una anhelante sección de transición nos transporta al modo mayor con una llamarada de las trompas. Habiendo sido sumergido en las densas texturas orquestales, el piano regresa a la superficie, introduciendo un antagónico y rapsódico segundo motivo. Florecientes melodías son acompañadas por borneantes arpegios en la tesitura grave, dando una sensación de libertad emocional. Las densas armonías cromáticas intensifican este humor antes de que varios solos en las maderas y las trompas dialoguen amorosamente con el piano. Sigue un dinámico desarrollo en cinco secciones aparentemente ileso del torbellino emocional anterior, conduciendo a la recapitulación de las frases y a una belicosa coda que cierra el movimiento.

II Adagio sostenuto: Escrito en forma de lied ABA, es un etéreo nocturno de elegancia sinuosa que parte de cuatro compases introductorios que modulan suavemente desde el do menor que cierra el moderato a la lejana clave de mi mayor. Una serie de arpegios al piano envuelven el canto que hace la flauta del quejumbroso y soñador sujeto antes de cederlo al clarinete, rodeado por un halo de cuerdas, y posteriormente al piano y otros solistas dialogantes. Cambios armónicos profundizan en una serie de violentas variaciones que ondulan autónomamente entre la orquesta y el piano, previas a una cadenza virtuosística que retorna hasta la serenidad inicial, esta vez en los violines.

III Allegro scherzando: Formalmente un rondó, comienza con una imprudente giga que nos devuelve a la tonalidad de do menor del inicio. La exposición del sencillo primer motivo (alternando semitonos y una célula rítmica de una negra y dos corcheas) cede paso a una martilleante rapsodia de transición, con fulgurantes pasajes del solista y marciales metales y percusión. El rápido tempo amaina en el segundo sujeto: meditativo, melancólico, de aire oriental en sus acordes, desplegado por violas y oboe. El piano responde con dolorosas suspensiones armónicas y secuencias melódicas que se imponen. La arrebatada orquesta y las pirotecnias del piano conducen al restablecimiento escalonado de los temas, rampantes en su amorosa gloria, antes de que la coda procure un cierre centelleante.


 





De supremo interés histórico–musical es la grabación que realizó el propio compositor en 1929. Extraordinario técnicamente, mezclando sobre la marcha gracia y gravedad, Rachmaninov procura una alternativa clara y enérgica a algunas lúgubres, letárgicas o sentimentales lecturas modernas. La modesta reticencia a exaltar el virtuosismo, la elegancia de su fraseo patricio, aristocráticamente ayuno de lirismo, conviven con un inexorable y demoníaco impulso rítmico e intensos rasgos personales tales como el tañer de los fa graves (que plasma, no con las blancas prescritas, sino con negras con puntillo seguidas de corcheas) que enlazan los acordes iniciales cual péndulo gigante; o el sentido uso del rubato en el segundo episodio del moderato, haciéndolo respirar con encanto y misterio (ue. 4, cc. 9 y ss. –Rachmaninov articuló la partitura en unidades de ensayo–); o la ausencia de las sobreenfatizadas corcheas sincopadas que tan a menudo se escuchan; o el trino sobre doble nota en el apogeo del adagio reducido a la mínima brevedad (ue. 25, c. 2); o la increíble aceleración previa al fugato (ue. 33, cc. 7 y ss.) en la mitad del trepidante finale. Leopold Stokowski procura a los mandos de la Philadelphia Orchestra un opulento y tornasolado acompañamiento que parece ruborizarse de su propia fertilidad, y propone una interpretación emocionalmente austera, coordinada y coherente (a pesar de las fuertes diferencias que surgieron en los ensayos entre director y autor), con una inercia compulsiva forjada en los rápidos tempi (hay quien sugiere que, más que siguiendo las pautas metronómicas de la partitura, apresurándose para empotrar el concierto en sólo cuatro pizarras a 78 rpm). Stokowski remacha el cortejo orquestal, desfavorecido en el documento, algo inclinado a la imprecisión y al desmayado portamento. La planitud acústica y los ruidos de fondo acentúan el sentido de nostalgia gentil y la remembranza del tiempo pasado inherente a la música. De las ediciones consultadas (Pristine, Naxos, RCA, Vista Vera y Dutton), la primera es incuestionablemente la más clara y equilibrada, dentro de los parámetros de sonido histórico. Y es que como observaba el propio Rachmaninov en 1931: “recent astonishing improvements in the gramophones themselves that has given us piano reproduction of a fidelity, a variety and depth of tone that could hardly be bettered”. Amén.








Menos severo y más apasionado fue su amigo y compatriota en el exilio Benno Moiseiwitsch: imaginativo y supremo colorista, pone el énfasis en la belleza tímbrica de su legato aterciopelado, con el equilibrio entre manos cuidadosamente organizado, antes leggiero que di forza, escuchando y emulando el fraseo grave y profundo de la orquesta con la flexibilidad de su articulación y su cualidad narrativa. Ya en los dramáticos acordes iniciales evoca tintes diferenciados (arpegiando quizá debido al pequeño tamaño de sus manos; las gigantescas de Rachmaninov le permitían tocar cómodamente decimoterceras). Los veloces tresillos de octavas staccato en la mano derecha en la sección tercera del desarrollo (ue. 8, cc. 25 y ss.) poseen todo el lujo demodé del Orient Express, tal como el breve embellecimiento en la conclusión de la coda. El perlado sonido y la sensibilidad al cambio armónico de Moiseiwitsch se adaptan a la sutileza del adagio, a tempo ligero y deliberadamente bajo en azúcar, con las figuras arpegiadas cordiales y dúctiles. Con táctica seductora, el solista abre suavemente el finale, si bien las discrepancias de ritmo con la orquesta en el fugato rechinan, a pesar de que “repitieron la toma seis veces, con todo el mundo fumando, con los bajistas dedicados a sus pipas y complacidos con sus sombreros hongos” como rememora un testigo de la grabación (Naxos, 1937). Walter Goehr dirige la London Philharmonic Orchestra, que exhibe una evidente falta de refinamiento e incluso de afinación, con los jugosos graves recogidos de manera admirable. Si incluso Rachmaninov pensaba que Moiseiwitsch tocaba este concierto mejor que él mismo, ¿quiénes somos nosotros para discutirlo?









En su aromática espontaneidad, el tocar candente de Walter Gieseking arriesga (y genera) algunas notas falsas, emborronamientos y añadidos como la breve cadenza que conduce al clímax en el finale, extendida a un glissando en la tesitura aguda del teclado (ue. 39, c. 37). Pero si este registro impacta de manera visceral se debe al magnético acompañamiento logrado por Willem Mengelberg (y su laboreada Concertgebouworkest), adecuando dinámicas, fraseos y tempi a su épica liberalidad. Aplica sombreados pigmentos en los momentos más tranquilos, como el segundo tema del primer movimiento (u.e. 4, c. 9), es volcánico en las secciones 4 y 5 del desarrollo (u.e. 9, cc. 1 y 9), y hace brillar la pátina del metal en la recapitulación del segundo motivo (u.e. 13, c. 1). Delicado el séquito en el adagio y vibrante en el finale, sabiamente frenado en las líricas entradas del segundo sujeto. La árida toma procede de un concierto en vivo (Andante, 1940), con los característicos golpes de batuta del director entre movimientos para evitar que el público se disperse, con apreciable ruido de superficie, escasa dinámica, y un piano que proyecta su silueta sobre la orquesta oculta tras la neblina del páramo holandés.







Cyril Smith ofrece otra interpretación de alto voltaje, impredecible en su discurrir: tras un raudo moderato (aunque acogedoramente cantabile en las secciones quietas), el manejo de la agógica resulta espléndido al comienzo del adagio, para acelerar brutalmente llegando al exabrupto del scherzando; después se abre paso una cariñosa y cantarina consolación, no un simple da capo, en la recapitulación. En el último movimiento vertebra la tensión por medio del vigoroso ataque y las rápidas secciones puente. Susurros y gentilezas en el aterrazado fraseo llenan los momentos líricos del segundo tema (ue. 31, cc. 1 y ss). Conmovedor el impulsivo abrazo final entre piano y orquesta, la Liverpool Philharmonic conducida por Malcolm Sargent, que auxilia suavemente, amplia y redonda (no obstante los estridentes metales en la recapitulación del finale). Milagrosa restauración sonora (que sólo traicionan pequeñas saturaciones en los clímax) con claridad y profundidad espacial, y magníficos pormenores tales como los pizzicati y los pasajes de cuerdas graves en el comienzo del finale (Guild, 1947).










El icónico Sviatoslav Richter destella con esplendor bizantino en su avasalladora expresividad y en su convincente imposición de los tempi, desbordantes de imaginación: hipnótico en su mantenimiento de algunas secciones (mucho más lentas que las del propio compositor –el soberano control en los compases de apertura, con los fa grave tañidos con asombroso poderío; la fantasía agresiva e intrincada del desarrollo; el sostenido y gentil legato en el adagio; las dos transiciones meno mosso en el finale son extraordinariamente calmadas–), siendo en otras (el tremendo scherzando al comienzo y el fugato del brillante finale) muy rápido, aunque preservando siempre las líneas maestras. La escultural articulación permite la audición de –la delicada decoración de– cada nota, la idiosincrática panoplia de óleos, la personal interpretación de las marcas de dinámica. Un pianismo que enfatiza la verticalidad de la música y su sólida estructura armónica (y de ese modo también el crecimiento amesetado de los motivos). Su arquitectura global integra los románticos temas en el tapiz del concierto, proponiendo una visión mística e intensa de la obra, cual canto llano de la Iglesia Ortodoxa: por ejemplo, en el movimiento final, en el citado pasaje puente entre el lírico segundo sujeto y la recapitulación de la marcha (u.e. 32, c. 1), o en la devota afirmación de fe que supone la progresión escalonada del argumento principal del adagio. La rusticidad de la Warsaw Philharmonic Orchestra clama en el finale, donde Stanislaw Wislocki no consigue que la marea orquestal siga la exuberancia del piano. Suculenta toma sonora con apropiado equilibrio solista–orquesta (DG, 1959). I-rre-sis-ti-ble.








Los dos documentos siguientes, flamantes en sus nuevas ediciones, son los rivales clásicos de la edad dorada de la discografía norteamericana, más convencionalmente románticos que Richter, pero sin su fortaleza mitológica. Discípulo de Horowitz durante diez años, Byron Janis recoge su mezcla de poesía colorística y virtuosismo arrollador: inesperados acordes expansivos, flexibilidad rítmica, expresivas dudas y retenciones que hacen sonar la música con frescura, claridad de digitación, alerta a las marcaciones dinámicas (acaso subrayando en demasía los crescendi y diminuendi). Antal Dorati plantea una semblanza levemente distanciada, intelectual, seca y ligera en la Minneapolis Symphony Orchestra, cuyos rápidos tempi cercan al solista de manera maníaca y amparan la precisión compenetrada en el tête–à–tête en el finale. La grabación original (1960) se realizó con la técnica patentada de Mercury “The living presence”, consistente en tres únicos micrófonos, por lo que la publicación en SACD restaura el canal central (difuminado en la versión CD) y ofrece una imagen holográfica, coherentemente amplia y espaciosa, con vientos aireados, cuerdas sedosas y platillos que no distorsionan. La tímbrica esmaltada y el equilibrio entre piano y orquesta gambetean naturales.








La victoria de Van Cliburn en el Concurso Tchaikovsky celebrado en Moscú en pleno apogeo de la guerra fría (1958, con Shostakovich, Richter y Gilels en el jurado) gestó sensación internacional. El héroe tejano, de extraordinaria nitidez en la pulsación, es mucho más reflexivo y reservado que su rival de la Mercury. Mas el planteamiento es sobre todo recomendable por el magisterio de la batuta. No osaremos tildar a Fritz Reiner de sensiblero, pero en este registro con la aterciopelada Chicago Symphony Orchestra se muestra mucho más asociativo que en la versión con Rubinstein, y sus característicos precisión y vigor rítmicos fluyen con brillantez, rigor y equilibrio orquestal. Sorprendentemente, en el adagio Reiner permite a cuerdas y clarinetes tocar fuera de tempo, si bien el retórico fraseo del solista ayuda a este cierto abandono romántico: Cliburn acusa cierta languidez en los episodios más reposados de los movimientos externos (melancólico crescendo que conduce al desarrollo, u.e 6, cc. 27-28 del moderato), aunque desenvuelve plácidamente las melodías de una manera vocal, enfatizando las líneas internas (como en el comienzo del finale). La imagen “The living stereo” (RCA, 1962) tiende continuamente a enfocar el instrumento que porta la melodía en cada momento, pero ofrece buena profundidad de planos (con alguna distorsión en las cuerdas a la derecha) y un sólido piano (algo metálico el agudo y débil en el perfil grave) colocado al centro y cuya cercanía hace inaudibles fragmentos del acompañamiento (incluso marcados mf).







Earl Wild es poseedor de una técnica que pugna despreocupadamente con la del compositor (y así despliega tintineantes los fa grave del comienzo como el propio Rachmaninov), pese a que acuse cierta falta de sinceridad en los temas líricos y descuido por las dinámicas piano. En el primer movimiento su ligereza de pulsación (los tempi, a pesar de su premura, nunca parecen excesivos) no logra dar suficiente peso dramático a los acordes en la sección recapituladora anterior a la virtuosa conclusión, de habilísima articulación. Sin embargo, en el adagio fluye expresivo sin sucumbir a la tentación de dilatarse empalagosamente en la melodía (si bien la excesiva relajación del clarinete se acerca peligrosamente). En el finale el ímpetu rítmico resplandece sin perder la claridad de digitación, ofreciendo el apropiado poderío a la repetición de la célula de apertura (u.e. 32, cc. 21 y ss.), y un fugato chispeante. Las ardientes cuerdas de la Royal Philharmonic Orchestra (cuatro años después la muerte de su guía espiritual Thomas Beecham era todavía un fabuloso instrumento) suponen un pilar del registro, con la enfermiza atención al pormenor del incisivo Jascha Horenstein (fraseo de la melodía en el cello en la u.e. 2, o los compases modulantes al inicio del adagio), un director habitualmente asociado al mundo sinfónico tardo-germano, y que, sin embargo, interpretó en varias ocasiones el concierto con Rachmaninov como solista, y que aquí se contiene emocionalmente, sin complicidad a pesar del grandioso legato, prosaico incluso en los castos rubati. La extraordinaria edición de Chandos mejora el ya espléndido sonido de origen (1965), candente y musculoso, equilibrándolo con la idónea presencia en bajos.







La siguiente propuesta descansa sobre la docilidad de Andre Previn ante las serenas demandas de un Vladimir Ashkenazy, que se decanta por la deferencia antes que por la autoridad, suavizando y ralentizando una lectura templada por el lirismo y la meditación: la gentileza de las marcaciones dinámicas se sigue de manera inusual, la iluminación de gestos se hace casi impertinente en su rigor (por ejemplo, en el un poco piú mosso que señala la primera transición, ue. 3, c. 9), aunque rubato y vuelo de la línea melódica siempre suenen naturales. En la sugerente apertura los acordes arpegiados contrastan con el fa grave repetido como siniestros aldabonazos en el sombrío tempo elegido, pero el posterior abuso del pedal (u.e. 2, cc. 9 y ss.) emborrona la línea. Destacar la espontaneidad obtenida en el primer movimiento, con abundante manejo de la agógica, la manera mágica en que persiste en los compases anteriores a la segunda transición, así como las satinadas tonalidades de la segunda sección del desarrollo (u.e. 8, cc. 1 y ss.). El adagio no desvela la interioridad del intérprete, si bien nos da otro ejemplo del manejo del tempo: la aceleración en la sección primera del desarrollo (u.e. 19, cc. 9-16) enfatiza el carácter onírico del pasaje. En la breve cadenza suenan magistrales los arpegios desvaneciéndose hacia los trinos, así como los dramáticos acordes en la mano derecha en la coda y el extremo cuidado en la articulación de los arpegios conclusivos. Simplicidad en el segundo tema del finale, llevado muy tranquilo y soñador. Los clímax son más efectivos por la manera en que el pianista pausa la ejecución, aunque desde la recapitulación del motivo de cierre y en toda la coda acaso falte algo de impulso nervioso. La London Symphony Orchestra (igualmente idiomática, pero mucho más refinada que la Moscow Philharmonic de la anterior versión de Ashkenazy) anega la grabación en los pasajes forte, gozando de excelente claridad en sus texturas (staccati en maderas en el finale, por ejemplo). La estupenda tímbrica del piano redondea el registro (Decca, 1971).







Una imaginativa alternativa es ofrecida por Tomás Vásáry, acaramelado en su fantasía, sin amaneramientos excesivos en su articulación cristalina. La London Symphony Orchestra entrega otro vibrante y colorido acompañamiento, con el inspirado y extremadamente expresivo Yuri Ahronovitch al pódium, delirante y lánguido, estirando poéticamente tempi y frases (escúchese el ritardando en la recapitulación del primer sujeto en el moderato, u.e. 10, cc. 21-24) de manera que las posteriores entradas del piano parezcan relativa y bellamente simples. Reposado adagio donde la pulsación mozartiana se envuelve en fastuoso celofán orquestal, con los vientos sentimentales. Notables amplitud y profundidad, correcto equilibrio orquestal, y algo quebradizo el timbre del piano (DG, 1975).







Mikhail Rudy contrasta la exuberancia emocional de la música con la tranquila parquedad de su interpretación, en la que se insinúa sutilmente más que se muestra de forma abierta. Elegante y refinado, sensible y suntuoso, con una inacabable gama de gradaciones y tonalidades tímbricas que tiene su mejor exponente en la inusual apertura: en lugar del habitual crescendo sonoro, el pianista modula cuidadosamente las voces internas (como si se tañesen varias campanas) a través de la progresión de acordes, creando tensión armónica a la vez que vaporosamente varía la paleta cromática. La legendaria St. Petersburg Philharmonic Orchestra se erige como la coprotagonista, restringidamente austera en el concepto y la sonoridad que propone Mariss Jansons, las transiciones enlazadas orgánicamente. Grabación de gran presencia y brillantez analítica, con todas las líneas orquestales diáfanamente audibles (EMI, 1990).







Krystian Zimerman hace de cada disco un acontecimiento ante su necesidad de largos periodos de estudio (este concierto ya estaba incluido en su contrato desde 1976) y un escrupuloso análisis previo de la partitura, donde cada frase ha alcanzado su propósito y su significado, y cada trazo ha sido considerado e integrado en el concepto. En el libreto habla de su examen del manuscrito del concierto en el que, al parecer, ha encontrado marcas de lápiz con exhortaciones expresivas: así, la imponente lentitud en la apertura contrasta con el rápido detallismo en la presentación del primer canto, ligero y schubertiano en su pulsación. El muy lento adagio se despereza con intimidad melancólica y control dinámico, arriesgando la parálisis y la falta de cohesión en su manera intervencionista e introspectiva de frasear en las secciones morosas. Aparente abandono en el finale (cuyo vivaz tempo enmascara algunos perfiles) con respirados cambios de fraseo, articulación y textura para diferenciar los temas. Desafortunadamente el solista impone su presencia (soleada y transparente) en la panorámica a expensas de la orquesta (una Boston Symphony orientada con sensibilidad por Seiji Ozawa), distante y borrosa, contraviniendo el sentido del concierto (DG, 2000).







Stephen Hough aduce una vigorizante lectura que rescata los aspectos superficiales del registro del compositor (tempi fluidos y ardientes, improvisados rubati por doquier, laxas dudas y efectistas pausas), no sólo en el lenguaje pianístico, sino en el estilo historicista de la interpretación orquestal (gentiles deslizamientos en la sección de cuerdas, aire imprevisado en solistas de viento, etc). La ligereza de tempi (y las otras marcas de expresión y dinámica) que prescribe la ejecución estricta de la partitura lima el dramatismo poético (alguien dirá que imposibilitan la necesaria respiración entre frases), si bien resalta la estructura de la obra. Ya los impávidos acordes iniciales (al campanilleante uso de Rachmaninov) y el dibujo de apertura siguen religiosamente el tempo del resto del movimiento en vez de recrearse líricamente en la variación rítmica (y posiblemente fragmentar así el discurso). Dicha audaz flexibilidad (persistencia en el comienzo de las frases, suspenses armónicos, textura pianística, líneas internas) es coherente con el entramado general, pero puede ser percibida como errática, sin tensión ni profundidad. Resaltar el timbre marcial de los metales en la transición previa a la recapitulación (u.e. 10, cc. 1-8). Deslumbrantes efectos coloristas y burbujeante entrelazado de motivos en el adagio. Las mórbidas cuerdas de la Dallas Symphony Orchestra regidas por Andrew Litton escoltan con esmero al solista y acentúan la orientación sinfónica de la obra, como en el fraseo del tema oriental en el movimiento conclusivo. Suave captura procedente de conciertos en vivo con perspectiva un poco distante, amplia dinámica y tamaño realístico del sonido del piano (Hyperion, 2004).







No existe ninguna duda hacia la meticulosidad y las inatacables facultades técnicas del poster boy (el libreto no tiene desperdicio) Lang Lang: Anunciando su fórmula protagonista desde los lentísimos e irregulares acordes iniciales, el fraseo deriva fluctuante, haciendo caso omiso a su papel de mero acompañamiento en muchas fases del concierto, y a menudo el discurso suena episódico y distendido en sus serpenteantes meandros, sin una visión estructurada o con sentido de continuidad. El intervalo dinámico es amplísimo, pero exagerado en su nomadismo: En el adagio a ratos la delicadez roza lo somnoliento, y, por otro lado, al sobrepasar cierta velocidad a la que el martillo golpea la cuerda no se consigue una mayor sonoridad sino un degradamiento del timbre. El acompañamiento que Valery Gergiev logra de la Orchestra of the Mariinsky Theatre posee una minuciosidad asombrosa, destacando en el adagio el respirado fraseo en los compases de apertura o la dulzura de las cuerdas en la recuperación del tema principal; por su parte, el fugato se acomete con la necesaria y absoluta seguridad rítmica por todas las partes. Grabación hostil al sentido concertante de la obra, escorada en favor del piano (el ripieno queda huérfano y suena desvalido en la recapitulación del moderato), con una toma sonora tan cercana que permite escuchar las quejas del instrumento (uñas en canal izquierdo en las codas de los movimientos extremos) ante las acometidas torturadoras de este moderno, sobreactuado y entretenido Fu Manchú (DG, en busca del ingente mercado asiático, 2004).

martes, 1 de septiembre de 2009

Mussorgsky: Pictures at an exhibition

Uno de los más cercanos compañeros de Modest Mussorgsky fue Victor Hartmann, arquitecto y pintor ocasional, cuya repentina muerte a los 39 años afectó profundamente al músico. Su angustia se incrementó por la culpa, porque él había estado caminando con Hartmann unas semanas antes, cuando el artista se vio obligado a detenerse y descansar contra una pared, y Mussorgsky minimizó el asunto.
Al año siguiente (1874) se organizó una exposición en honor de Hartmann: De sus cuatrocientas obras, Mussorgsky eligió diez para formar una suite para piano, con un tema recurrente que sugiere el progreso de cuadro en cuadro. Los modestos bosquejos de Hartmann (hoy mayormente perdidos) son fantasiosos, de elaborada ornamentación, sin uso práctico o acaso efímero. Al transformarlos en música, Mussorgsky puso gran atención a los pequeños detalles que rodean el sujeto principal de cada composición, visualizando cada imagen como un ente viviente. Trabajando con gran entusiasmo “apenas tengo tiempo para garabatear las ideas en el papel”, completó la obra en sólo veinte días. Cuadros de una exposición es el paradigma de la vanguardia en el piano y su valor abstracto ha liberado a los compositores posteriores rítmica, estructural y coloristamente. Tan moderna que supera mucha de la modernidad de hoy en día, tan moderna que supera al propio instrumento, no es por ello extraño que sea la obra pianística que más orquestaciones ha conocido.

Defectuosa, llena de errores estúpidos, y a veces, inaceptablemente fea”: Así consideraba Rimsky-Korsakov la obra, y esta opinión ha influido en los pianistas de todo el siglo, que la han interpretado de manera sui generis, incluso asumiendo la necesidad de mejoras. Si a esto añadimos una dificultad técnica terrible, con osadas armonías, comprobaremos lo complicado que puede ser seguir la partitura.
Vladimir Horowitz creó su propia versión a partir de varias fuentes como la enhanded edición de Rimsky-Korsakov de 1886, la orquestación de Ravel de 1922, y, por supuesto, sus propias ideas, más orquestales que pianísticas, añadiendo y modificando notas, doblando octavas, presionando a placer el pedal y variando las dinámicas: “They said I put graffiti on Mussorgsky, but I don’t give a damn. When I change anything, it is only to make a better piano sound. And Mussorgsky didn’t know how. I’m sorry but that is true…”. Ya en Gnomos se aleja del allegro vivo que pide la partitura. Como Ravel, elimina secciones en el Viejo Castillo (exagerado el rubato). En Tullerías acelera el tempo en cada grupo de semicorcheas, recreando las carreras de los niños. En algunos compases de Bydlo hace una especie de arpegio (en vez del acorde simultáneo) que recrea una sensación tambaleante. La libertad rítmica resulta muy natural en el Ballet de los Pollitos, consiguiendo unos trinos muy personales. Las rápidas apoyaturas en la sección central de Judíos le otorgan un carácter arrebatado. Si en Limoges salta octava arriba y octava debajo de la escritura original, en Catacumbas directamente ignora la partitura y ataca los acordes a destiempo, buscando y encontrando un efecto devastador. Desaforado y desatalantado el ritmo en Baba-Yaga. Tal vez la Gran Puerta pida un poco más de solemnidad, pero es absolutamente apabullante (¡qué trémolos!) en los últimos compases, entendidos como culmen de toda la suite, como si toda la orquesta fuera tocada por el piano. En esta grabación en directo (RCA, 1951) de sonido discreto y emborronado en los masivos graves, una juvenil espectadora no pudo reprimir un grito de salvaje excitación al final de Gnomos, y no es para menos...







Con Sviatoslav Richter la tentación hacia el virtuosismo horowitziano es escrupulosamente evitada; su interpretación está puesta al servicio de la música, lanzando un desafío hacia la supuesta falta de técnica de Mussorgsky. Esta convicción personal en la obra hizo una decisiva contribución a su rehabilitación en el repertorio pianístico. El invierno de 1958 debió ser atrozmente frío en Sofía según recoge el registro en directo (Philips): o buena parte de la audiencia estaba a las puertas de la muerte, o quizá celebraban el festival de la bronquitis. Sin embargo, el nivel interpretativo es de tal altura que se llega a disculpar todos los problemas: tos obbligata, sonido plano y lejano, limitado rango dinámico, soplido de fondo y alguna distorsión, abundantes roces y notas falsas incluidas. La toma en estudio del mismo año (Melodiya) ostenta parecida espontaneidad volcánica con una imagen apreciablemente mejor. Percutiendo hercúleamente a tempo arrebatado desde el principio (se come el último medio compás del primer paseo), alcanza una enorme tensión magnética, haciendo gala de una fulgurante transparencia a todos los niveles dinámicos que conquista su fuerza titánica. La intensidad dramática es sobrecogedora ya desde el espeluznante, lento y oscuro Viejo Castillo, pesante y desgarrado en Bydlo, las siniestras Catacumbas, arrollador y exultante en Baba-Yaga, e irresistible el asombroso poderío en los clímax del galvánico final. Estas dos interpretaciones han tenido siempre el predicamento casi religioso de la crítica, aunque la técnica de grabación moderna se ha de imponer (al menos de manera complementaria) para conocer a fondo esta exigente obra.










Parece mentira que sólo tres años después (1961) Byron Janis registrara para Mercury con tal excelente sonido, y no sólo en términos de la época: gran presencia, definición y detalle natural, una pesadilla para los ingenieros del futuro. Alterna el toque aterciopelado en Gnomos (perdiendo el sentido tenebroso) con ataques crueles en Bydlo (demasiado metronómico). Los tempi ligeros y la poca diversidad dinámica se acoplan mejor a las chispeantes Tullerías y las extraordinarias Catacumbas para abordar las afiladas disonancias de Baba-Yaga.







Comparado con el ucraniano, Vladimir Ashkenazy (Decca, 1982) parece habitar un universo bidimensional: comienza tocando prácticamente todo el paseo en forte, sin cambio de dinámica; el vertiginoso tempo del Viejo Castillo lo transforma en un tiovivo; también las Tullerías suenan muy apresuradas, sin comprensión de la psicología infantil. Tan sólo quedan en el recuerdo los angustiosos Gnomos. Documento de gran empaque, frío y acerado.









A Alfred Brendel (Philips, 1985) le pierde en este registro la búsqueda de las texturas líricas, ligeras y tan cuidadosamente controladas, que, para no confundir poder con violencia, se queda en una planitud mecánica, un tono monocromo, una grisalla. Sí, escucho por fin las apoyaturas en Gnomos, pero de tan transparente se diría gélido, sin ninguna emoción. Los niños en el jardín de las Tullerías aparecen extrañamente obesos. Mejora la situación en Bydlo, donde sí logra acertados contrastes dinámicos (ojo, leves); en el Ballet, con sus trinos inmaculados; y en el sepulcral uso del pedal en Catacumbas. No busquen aquí ampulosidad o rimbombancia, ni siquiera en el clímax final. La espaciosa grabación no elimina el ambiente clínico, aséptico, autópsico.










Literalmente, fantástica versión la de Mikhail Pletnev (Virgin, 1991), exprimiendo a fondo las posibilidades sonoras del instrumento: en los lentos y misteriosos Gnomos el uso del pedal crea un fondo tétrico; en el mesmérico Viejo Castillo nos sugestiona, haciéndonos soñar con varios pianos; genuinamente infantiles los ligados en Tullerías. Poderoso e intenso en Bydlo, con ocasional y afortunado uso del pedal, sin permitir nunca que las ruedas se claven en el barro. Fenomenales los juegos con el tempo en el Ballet (mágico, de cuento de hadas el argénteo timbre que extrae del piano en la parte central). Dramática la conversación entre los Judíos, abisales las Catacumbas, e impecable el uso onírico de las gradaciones en Baba-Yaga. Los acordes mayestáticos con los que se abre la Gran Puerta son rasgueados cual distantes cascadas de campanas. Gran sonido, atmosférico (las ff estremecen el piano), templado y natural en el abanico de colores.









Anatol Ugorski asombra por su dinámica calmada y elegante, aérea y ligera, con tempi relajados y un particular y continuo manejo del rubato. Dibuja muy bien las apoyaturas de Gnomos y transmite hondura expresiva en el Viejo Castillo. En Tullerías entra en ciertos pasajes fuera de tempo en la mano izquierda, creando sensación de revoloteo y caos infantil. Menos afortunado me parece Bydlo, en el que el ritmo marcial semeja más un rudo paseo militar que el tambaleante paso de la carreta de bueyes. El sorprendente efecto con el pedal en Catacumbas las ilumina demasiado festivas. Sin el arrojo necesario en Baba-Yaga y circunspecto ante la Gran Puerta de Kiev. Visión, pues, manierista, bien recogida por los ingenieros de DG (1992).







No dejará indiferente a nadie Ivo Pogorelich (DG, 1997). Acomete una redefinición intelectual y sofisticada (¿herética?) de los valores interpretativos de la obra que le conduce a un planteamiento personal e intransferible, con abruptos contrastes dinámicos y prolongadas pausas, un manejo suavísimo de la mano izquierda, una riqueza de la paleta sonora, una pasmosa capacidad para dibujar gran variedad de ambientes sonoros y expresivos, ¡qué prodigio de articulación y belleza de sonido! Tempi admirablemente ingrávidos y dolorosos en el Viejo Castillo y Catacumbas, seguidas de una Con mortuis in lingua mortua insuperable, con el trémolo que hace la mano derecha cual oscilación hipnótica. Perfecto el modo en el que acomete la indicación perdendosi en Bydlo, que nunca ha sonado tan contundentemente ruso. Deliciosamente cantarín en el Ballet de los Pollos, donde ejecuta una pasmosa secuencia de pedal. Ritmo sutil en Judíos y contagioso en Limoges. Hace gala de una increíble técnica en la trepidante y feroz Baba-Yaga y en la majestuosa Gran Puerta. Toma sonora de inverosímil claridad, presencia y dinámica. In-dis-pen-sa-ble.







De académica, clara y precisa, podemos calificar la versión de Evgeny Kissin (RCA, 2001). Excelente la ostinata decadencia del Viejo Castillo, cuyo rubato genera una inesperada tensión, sonando muy ibérico (Albéniz); si las escalas ascendentes que simbolizan las carreras de los niños están ejemplarmente resueltas en Tullerías, en Bydlo sigue al pie de la letra la indicación con tutta forza, un verdadero y masivo peso pesado. El Ballet de los Pollos se lleva a velocidad de vértigo, si bien con gran suavidad, iluminando la línea del bajo. El comienzo de los Judíos rebosa de un inmenso rubato. Se lanza a través del mercado de Limoges a tumba abierta, siguiendo todas las apabullantes indicaciones de dinámica y articulación escritas por Mussorgsky. Tras el trepidante inicio de Baba-Yaga, la Gran Puerta resulta digna y educada, aunque oscura y sin brillantez.








Otras versiones comparadas han sido las de Fircusny (Orfeo, 1957), que, con un tono enfermo, ofrece sensación de cierto apresuramiento, y curiosas retenciones en Gnomos; sin la pausa necesaria en Judíos. Nikita Magaloff (Carrere, 1978) posa gris, a pesar de la brillante ejecución, y un sonido sólo suficiente, resonando en exceso el arco metálico del piano. Misha Dichter (Philips, 1982) distinguido y ligero. La lentitud exagerada de Valery Afanassiev (Denon, 1991), recreándose en la riqueza tímbrica de las notas sostenidas, ofende el sentido melódico. Andreï Vieru (Harmonia Mundi, 1996) resulta monótono y relamido, sin explotar los barbarismos que hay en la partitura. Pyotr Dmitriev (Mystery, 2003) es atroz, rotundo, amenazante en la pulsación masiva: si los pp suenan ya realmente intensos, en los ff parece que uno tiene la cabeza dentro de la caja de resonancia y se escucha como vibran por simpatía el resto de las cuerdas; si tiene usted un piano a mano haga la prueba (ya verá, ya). Fuera de concurso se presenta la desigual adaptación de Jean Guillou (Dorian, 1989) al imponente órgano del Tonhalle de Zurich. La curiosísima utilización de los registros abre una nueva vía de conocimiento. Si impresionantes aparecen las Catacumbas, Baba-Yaga estremece el espíritu. Sin embargo, la dificultad de la reproducción del órgano es una circunstancia especial de esta grabación y que requiere tanto un formidable equipo, como, sobre todo, una sala de audición de tamaño mayúsculo para intentar recuperar los graves abisales.