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sábado, 12 de agosto de 2023

Mozart: Quinteto para Clarinete , Kv. 581

Durante casi cien años los clarinetistas han grabado reconstrucciones especulativas del Quinteto KV 581. La empresa es encomiable: por una parte, la desaparición de los instrumentos pertenecientes a Anton Stadler, hermano en la masonería y amigo íntimo de Mozart (y de quien aprendió el inexplorado potencial técnico y expresivo del clarinete), ha llevado a navegar a tientas hasta la aparición en 1992 de un grabado del bassetto original: con una campana globular en un ángulo de 90 grados con respecto al cuerpo principal, produce un sonido más oscuro y ligeramente más velado, y cuyo rango se extiende cuatro semitonos hasta el do bajo.

Por otro lado, la pérdida del autógrafo de Mozart (y dado que las primeras ediciones del Quinteto son ya transcripciones) hace que los músicos tomen sus propias decisiones en articulación y dinámica. Además, para el intérprete del bassetto es tentador utilizar las notas adicionales disponibles, generalmente mediante arpegiación extendida y ocasionalmente en figuras melódicas.

El Quinteto es una pequeña ópera de cámara: a través de una variedad de escenas, los personajes hablan, se lamentan y bailan, con estados de ánimo y alianzas siempre cambiantes, mientras rememoran la misma historia desde un ángulo diferente cada vez.

I Allegro: En forma sonata, alinea exposición (compases 1-79) de hasta cinco células temáticas; desarrollo (cc. 80-117), donde todos los instrumentos destacan como solistas concertantes; reexposición (cc. 118-169), que se prodiga en reelaboraciones exquisitas; y coda (cc. 169-197).

II Larghetto: Un canto nocturno de gran sutileza armónica apoyado en arcos en sordina. Dos compases puentean las secciones del lied: A (cc. 1-27); B (cc. 30-48); A (cc. 51-77) y breve coda (cc. 80-85).

III Menuetto: Un minueto bucólico y popular con dos tríos: uno sombrío, reservado a las cuerdas y con fuertes disonancias; y de segundo, un ländler donde la rusticidad del clarinete lo acerca a sus orígenes alpinos.

IV Allegretto con variazioni: Un tópico simple con seis glosas de longitud muy regular. En la Variación I (cc. 17-32) las cuerdas se reparten el tema, contrapunteado desde el clarinete; las Variaciones II (cc. 33-48) y III (cc. 49-64) son un juego pareado de preguntas, protagonizados por el curioso violín y la melancólica viola; el modo mayor de la Variación IV (cc. 65-86) ríe en virtuosas semicorcheas; tras cuatro compases de dramática pausa, la Variación V (cc. 87-100) retrasa la resolución en un lírico y tierno adagio; una breve transición lleva a la Variación VI (cc. 106-141), una alegre coda que devuelve los personajes al escenario para un último saludo.

 

 188 lossless recordings of Mozart Clarinet Quintet KV 581 (Magnet link)

 

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¿A quién se le ocurriría tocar una partitura para violín con un instrumento de tres cuerdas, arreglando o tocando en la octava todos los pasajes escritos en la cuerda sol? Hoy en día es casi impensable interpretar la obra con un instrumento standard en si bemol, muy alejado de la acústica original, y de difíciles empaste y equilibrio dinámico con las cuerdas (aunque si se busca esa remembranza estética se pueden rastrear ejemplos en la entrada dedicada al Quinteto op. 115 de Brahms).

Hans Deinzer abrió en 1976 la recreación de instrumentos auténticos, o mejor dicho, parcialmente adecuados (estrictamente hablando, el público debería llevar peluca y no haber trabajado ni un solo día de su vida). A pesar de emplear una primera reconstrucción de un bassetto austríaco de 1790, la impresión es de cierta pesadez en los tempi, de articulación lenta y cautelosa, y el conservador seguimiento de la edición tradicional no refleja los graves que pudo tener el manuscrito de Mozart. A favor puede citarse el magnífico equilibrio entre los miembros del Collegium Aureum en la toma sonora (DHM).

 


 

 

 

Alan Hacker estudió una amplia gama de fuentes (algunas de ellas espurias) hasta descubrir la tesitura extendida del clarinete de Stadler. A partir de ahí se implicó en la construcción de un híbrido esencialmente moderno en su afinación y mecánica, pero con la adicción de una pieza de 17 centímetros previa a la campana donde se instalaron cuatro nuevas llaves. Una pena que la imaginativa ornamentación resulte enmascarada por la monótona dicción, sobre todo en el bruckneriano larghetto. El Salomon String Quartet queda sepultado en la infame toma sonora, lejana y apelmazada para la fecha (Musical Heritage, 1984).

 


 

 

 

Anthony Pay y Charles Neidich optaron por un clarinete di bassetto acampanado, largo y recto, si bien regresando a la afinación adecuada. Estas lecturas suenan anticuadas, ligeramente clínicas, serena y cordialmente moldeadas con contornos esponjosos, discretamente contrastadas y ornamentadas, con todavía algo de apreciable y efusivo vibrato. Los solistas de The Academy of Ancient Music Chamber Ensemble (L'Oiseau Lyre, 1987) y L’Archibudelli (Sony, 1992) son legendarios, aunque su tímbrica es ácida y el registro grave de las cuerdas poco presente.

 


 

 

 

El Quatuor Mosaïques restaura una música civilizada, de marcado carácter coloquial y racional. Visiones de un clasicismo maduro y dolce que templa las disonancias y aplica un carnoso y vaporoso vibrato. El larguetto es un verdadero duetto vocal donde soprano y contralto intercambian elocuentes gentilezas (en 1789 Mozart estaba trabajando en Così fan tutte). Si el primer trio posee una desolación schubertiana, en el segundo el violonchelo intenta intenta poner los pies en la tierra con su nota pedal y repetidos pizzicati, pero al final se ve obligado a intervenir espectacularmente con un solo rapsódico (cc. 104-108) para sofocar las dudas y el mal comportamiento de sus compañeros, especialmente las dobles cuerdas del primer violín. La grabación, jerarquizada en importancias, deja traslucir el traqueteo de las llaves del clarinete de Wolfgang Meyer, copia de un basset austríaco de colorido y expresividad tímbrica diferenciados según la tesitura, con un opulento registro grave muy amaderado (Audivis, 1992).

 


 

 

 

Naturalmente el Kuijken Quartet aporta una incisiva articulación a sus cuerdas historicistas, de fuerte carácter y ortodoxia sin adornos, sin que la prioridad sea el esmalte impoluto, sino la franqueza camerística entre los asistentes, reunidos para el entretenimiento común, amable y educado, las voces integradas en un mismo discurso. Destaquemos el ritardando afectuoso en los cc. 107-108 del segundo trío y la cualidad hipnótica del extatismo ultraterreno y nymanesco del clarinetto d’amore de Lorenzo Coppola en la sublime variación III. La cercana toma sonora (Challenge, 2003) permite recrear las refinadas sutilidades de ataque y dinámicas, amén de accionamientos de llaves y arcos.

 


 

 

 

Suavidad (como en el caso de Stadler según nos cuentan las fuentes) y discreción (tan valorada por el siempre práctico Leopold) son las características esenciales de la versión de Eric Hoeprich, moderadas las veces que entra en valores graves, con muy pocos adornos e inflexiones alteradas. Hoeprich toca su propia reconstrucción,


clara en los agudos, robusta en la tesitura central y de graves cálidos y resinosos. Como curiosidad, Hoeprich descubrió que es posible obtener un si grave cerrando un orificio de ventilación con la rodilla. Hay un pasaje en el quinteto donde esa nota pudo haber sido empleada, y se da aquí como una ossia en el primer movimiento (c. 147). El bassetto entrelaza seductoramente con el London Haydn Quartet, dando lugar a unas texturas inquietantemente bellas al principio del larghetto. La entonación del grupo es impecable, con acordes magníficamente afinados y disonancias punzantes, ataques y articulación excepcionalmente limpios, con inteligente y parco vibrato, acentuación, fraseo y rítmica variados y flexibles, con innumerables detalles de sombreado y contrastes dinámicos erosionados. La grabación captura la respiración de los músicos y los ocasionales artefactos técnicos (Glossa, 2006).

 


 

 

 

La visión de Jane Booth es muy tranquila y pausada, resaltando las ricas e inusuales modulaciones del desarrollo inicial (cc. 80 y ss.). El Eybler Quartet hace gala de unos instrumentos apropiados y perfectamente integrados, cuya polifonía se hace presente en una envolvente grabación (Analekta, 2010), en la que las cuerdas se despliegan en abanico, con el segundo violín opuesto al primero. Su contribución se adapta amortiguando el comienzo y final de sus frases, y es conmovedora en el primer trío donde conjura la melancolía subyacente a la careta mozartiana. Los intérpretes no temen detenerse en momentos escogidos, como el final de la reexposición del allegro (c. 166), los puentes previos a la vuelta de la sección A del larghetto (cc. 49-50) o la variación adagio (c. 84), produciendo efectos encantadores como resultado. Las decoraciones y adornos son espontáneos y nunca exagerados, especialmente eficaces en el segundo trío (incluso con portamenti bufos), que preparan el escenario para el tema y las variaciones que siguen. Sonido heterogéneamente natural e inmersivo, muy transparente, de vibrantes texturas y con la tímbrica de las cuerdas cálidamente rasposa en la sección imitativa al final del desarrollo (cc. 98-114).

 


 

 

 

El nombre de The Revolutionary Drawing Room proviene de la sala que en la época georgiana era el escenario privado en las casas de los músicos y sus mecenas. El cuarteto, con un cultivo exquisito de las dinámicas, toca sin atisbo de vibrato, excepto en las ocasionales notas largas ligadas, donde el violín I adorna con una sombra. Las frases respingonas del segundo trío desfilan con una sonrisa patética y forzada. Escúchese cómo la viola inyecta ominosas apoyaturas en la tercera variación en clave menor, o cómo el clarinete y el violín intercambian furiosos los últimos recuerdos nostálgicos en la quinta variación, antes de concluir con respetuosa cortesía que las nubes pasarán. En la variación final, Mozart permite que el clarinete bajo muestre sus cualidades tonales más idiosincrásicas (incluyendo el oscuro registro chalumeau). Colin Lawson adopta un diseño vienés de petaca cuadrangular sobre la que se monta la campana, y comienza su floreo de apertura en do (impreso) y no en sol como se suele escuchar, si bien las notas coinciden ahora con las de la segunda floritura, una octava más alta. Decorando ampliamente con elegancia y carácter, sus fantasías de difusa tersura ahumada jamás restan belleza a la línea melódica (Clarinet Classics, 2012).

 


 

 

 

Aunque el propio Romain Guyot opina que “esta música suena mejor en instrumentos históricos”, su aproximación es fantástica si disfrutamos de la partitura no como un producto acabado, sino como un ser viviente que puede avanzar en cualquier dirección. La picardía alocada disfruta de los extremos de la tesitura, ornamentando con fruición chisporroteante en las repeticiones; los descubrimientos adolescentes, exaltados y exultantes, brotan cantarines y papagénicos, con dinámicas embrujadas y pianissimi radiantes; la imaginación informal, incluso impía, salpica las réplicas ingeniosas, trufadas de suspense, anticipación y entusiasmo. Los demoniacos tempi no comulgan con las habituales asociaciones otoñales de la obra, ¡pero es que Mozart no planeaba morir con 36 años! La silueta del Sturm und Drang sobrevuela el acentuado allegro inicial: tras la llegada a la dominante, el cambio al modo menor y una dinámica más tranquila, las síncopas en las cuerdas conducen a un enfrentamiento entre el clarinete y el resto del conjunto, un estallido de semicorcheas y un trino conclusivo en tres instrumentos (c. 64), que da lugar a la cadencia firme. El efecto es arrastrar al oyente en una ola de actividad cada vez más agitada y dongiovannesca. El segundo trío caricaturiza progresivamente el swing exagerando su paso hasta el punto de que amenaza con descarrilar: Lamentamos que Mozart se haya dejado ir a la deriva, en pos de la modernidad a toda costa” escribió un crítico contemporáneo. El quinteto de instrumentos (modernos, y sin embargo tocados con sensibilidad historicista) pertenece a la Chamber Orchestra of Europe, y empastan sin perder la personalidad de sus miembros, destacando el elemento rítmico de la obra (Mirare, 2012).

 


 

viernes, 23 de diciembre de 2016

Brahms: Klarinettenquintett op. 115 (Clarinet Quintet)

Durante su estancia primaveral de 1891 Brahms trabó amistad con el clarinetista de la Orquesta Ducal de Meiningen, Richard Mühlfeld. Impresionado por su virtuosismo e intoxicado por su tímbrica, decidió abandonar su retiro compositivo y crear algunas obras para el instrumento.

El Quinteto op. 115 para 2 violines, viola, cello y clarinete engloba en su sólido concepto arquitectural una síntesis de su técnica retrospectiva, utilizando el timbre discreto del clarinete como estructura junto con el principio de metamorfosis continua. Brahms hace gala de una excelente comprensión del instrumento (muy evolucionado sobre el de cinco llaves y endiablada digitación cruzada que conoció Mozart), que con dieciocho llaves ya permite una extensa tesitura y una entonación muy efectiva, haciéndolo sonar en el placentero registro medio, y llevándolo al agudo solo cuando la dinámica se incrementa. El rol del clarinete no es ya el de solista acompañado, sino que siguiendo un principio de equivalencia se suma al cuarteto de cuerdas con propósito de variedad, riqueza y colorido, creando nuevas combinaciones sonoras nunca antes exploradas.

Desde la frescura y exuberancia de su juventud hasta la plenitud y sobriedad de su madurez desfilan en esta despedida vital de construcción asimétrica y compleja, de ambigüedad armónica y rítmica que rompe los límites aceptados y culmina ese largo diario íntimo que es la música de cámara de Brahms.

I Allegro: La oblicua forma sonata consta de una introducción (cc. 1-13) en la que se expone como leitmotiv un fluido balanceo en los violines; la exposición (cc. 14-70) alinea un primer tema al violonchelo y viola desde el cc. 14 y ss., un segundo sujeto más espeso al clarinete y violín en octavas en c. 37 y ss., y un tercer motivo suavemente sincopado a las cuerdas en c. 48 y ss.; un desarrollo libre (cc. 71-135) que se abre con un pasaje similar a la introducción; la recapitulación simétrica de los temas (cc. 136-194); y coda que trae el recuerdo de la apertura (cc. 195-218).
II AdagioMovimiento seráfico articulado como lied ternario ABA, despierta con un canto áspero del soñador clarinete mecido por las cuerdas en sordina (cc. 1-51); un episodio rapsódico central de carácter zíngaro con los arabescos del virtuoso sobre los arcos en tremolandi (cc. 52-86); y una recapitulación dialogada en ambiente íntimo (cc. 87-127), concluyendo con una mágica coda libre (cc. 128-138).
III Andantino - Presto: A modo de lírico preámbulo en 33 compases se expone un tema piano y semplice para luego en el descuidadamente juvenil presto adoptar maneras de scherzo furtivo y fantasmal: exposición (cc. 34-75); desarrollo (cc. 75-113); y tras una breve transición (cc. 114-122), cierra la recapitulación (cc. 122-192).
IV Finale: Incapaz de decir adiós, transparenta argumentos previos en rígida forma variaciones: tema sombrío (cc. 1-32); variación I, protagonizada por el chelo (cc. 33-64); v. II, agitada y sincopada (cc. 65-96); v. III, con discretos arpegios del viento (cc. 97-128); v. IV, dialogada con ternura (cc. 129-160); v. V, a ritmo cambiado (cc. 161-192); y coda (cc. 193-222), que revierte repentinamente al leitmotiv. Brahms, nostálgico consciente, retorna del pasado, manufactura artificialmente su rostro otoñal y anuncia a Schoenberg.









Charles Draper era un joven clarinetista cuando atendió la primera interpretación del opus 115 en Londres con Richard Mühlfeld y el Cuarteto Joachim en 1891. De manera novelesca y especular, el propio Mühlfeld escuchó a Draper interpretar el quinteto a principios de siglo XX y confesó haber recogido nuevos matices en la partitura. Los componentes del Léner String Quartet radian una cálida producción de sonido, incluyendo amplio vibrato y portamento, que hoy (nos) suenan como un anacronismo, pero es probable que Brahms estuviera conforme con este estilo de interpretación de gran flexibilidad, tal y como él tocaba el piano. La grabación eléctrica, con cuerdas poco definidas, especialmente las graves, dan la equivocada sensación de solista acompañado, seguramente por su colocación ante la bocina (Pearl, 1928).





El Cuarteto Busch es, por origen y contacto cultural, el heredero directo del Joachim-Quartett que estrenó la obra. Los Busch rehúsan subrayar el lado taciturno de la música, eligiendo destacar un tenso diálogo entre las individualidades, con un homogéneo e intenso vibrato como elemento constituyente y esencial del sonido. Espontaneidad e intensidad emocionales se vuelcan en una poesía radiante, una serenidad llena de dramatismo, una libertad orientada dentro de la descarnada austeridad, subrayando la integridad estructural de la obra, que recuerda que Brahms se consideraba a sí mismo un clasicista y no un romántico. Reginald Kell hace pleno uso de esta independencia, con un fraseo extremadamente flexible, detallados acentos dinámicos, timbre blando y vibrato variable que invita a compararlo con el destinatario de la obra según los testigos. Contundente, urgente e inusual tempo en el allegro donde el clarinete escala atormentadoramente el arpegio de re mayor (c. 5). A pesar del lento tempo en el adagio, Kell expone el tema de apertura en un solo aliento. Con el pulso básico muy presente, los músicos son capaces de emplear un liberal uso del rubato sin sacrificar fuerza o inercia, como en el ligero y gracioso presto. Sonido histórico de 1937 (Warner), es decir, vencido y chirriante.





El relajado sentido improvisado que Brahms habría compartido y admirado pareció colmar durante décadas todas las expectativas sobre la obra: cálida y morosa, romántica y melancólica, pulida y desgarradora. Los Miembros del Wiener Oktett y Alfred Boskovsky (de timbre lírico y luminoso, ágil, nunca tenso, incluso en los pasajes más nerviosos) personifican como nadie esta sensación de conjunto de cámara: adviértase el aterciopelado uso del clarinete como acompañante en los cc. 18 y ss. del allegro, mientras el tema es presentado por los violines. Hoy este quinteto parece diluirse en tonos sepia y reclamar más energía en la elección de los tempi y menos encanto tímbrico (esos oscuros trémolos bajo la línea del clarinete en el adagio). Sobresaliente toma sonora, agraciada con información lateral, pero la ganancia excesiva en las secciones piano atrae magnéticamente ruidos espurios exteriores al estudio (Decca, 1961).





El juicio honesto y sobrio del Smetana Quartet confía en el genio colectivo y unificado. En el allegro destaca el desarrollo en un clima fantástico: sus cuatro últimos compases mantienen un pedal en las cuerdas medias mientras el cello y el austero clarinete de Vladimir Riha juegan con las semicorcheas. El tercer movimiento comienza muy tranquilo y misterioso en el andantino, contrastando con un verdadero presto, excelente de carácter, donde la disciplina rítmica llega a la violencia expresiva. Variaciones con apacible concepto narrativo, buscando el máximo contraste y creatividad en la diversidad de afectos; la coda como descarnada despedida. Grabación eslava (Supraphon, 1964), clara y realísticamente definida, destacando el clarinete sobre la tímbrica áspera de las cuerdas, a veces aquejadas de problemas de entonación y empastado, como en el noveno compás (y ss., desastrosos) del adagio, donde clarinete y violín intercambian las partes asignadas al inicio del movimiento. El oso Brahms se habría sentido cómodo con esta rudeza cosaca en lugar de la distinción vienesa.





Gervase de Peyer posee el timbre idealmente meloso y cuenta con el apoyo integrador, alerta y sensible del Melos Quartet, perfectamente equilibrado en su peso interno relativo. Especial la sensación de despedida, afectuosa e inteligente, de elegancia encantadora y sin sentimentalismos añadidos. El tempo del allegro es tan pausado que da lugar a degustar las indicaciones dinámicas con precisión y expresividad, por ejemplo, en el fraseo respirado con calma en el quasi sostenuto (cc. 98 y ss.); desde el c. 149 hay una sección staccato (Brahms pide ben marcato) en la que los delicados tresillos del clarinete apuntalan en su justo punto el sonido del conjunto de cuerdas. Adagio de aristas rasposas, aunque sobresaliente en el estilo húngaro. Tremendamente claro y articulado el presto, como también las variaciones, donde destacan dulcemente esos últimos nueve compases (cc. 184-192) que cumplen la función de coda con el retorno del tema original. Estupenda y cálida grabación, desentrañando las tímbricas, también los incesantes gemidos de los asientos de los músicos (EMI, 1964).





Reconozco que me costó valorar la lectura del Amadeus String Quartet (DG, 1967), de suntuosa poética, reposada y apolínea, sin dejar de lado la fortaleza formal clasicista, pero deslizándose hacia la belleza tímbrica, especialmente del clarinete. Karl Leister (principal de la Berliner Philharmoniker durante 25 años) ha grabado la obra en seis ocasiones con el mismo patrón interpretativo neutro y objetivo, brillante técnicamente, si bien de escaso rango dinámico y paulatinamente resbalando hacia la languidez. Su timbre cremoso, de relajada tibieza, sin la implicación emocional de un Peyer, sufre de escasez de variedad tonal: percíbase cómo desde el c. 44 del presto el clarinete es continuamente reclamado a empastar con las diferentes cuerdas según van abandonando sus breves entradas temáticas. No obstante, en el finale su tesitura alta en piano es muy vehemente, integrada en una lectura de pesimismo amargo y goyesco. Evidenciando el homenaje a Mozart, el cuarteto aporta el lado enérgico y apasionado dentro de su suave contención, contrastando atmósferas y apoyado en un vibrato muy extendido. Toma sonora resonante y emulsionada, sin demasiado detalle individual.





El ultraterreno nivel de flexibilidad del fraseo y el tornasolado coloreado de David Shifrin recuerdan a los de Fischer-Dieskau. El Emerson String Quartet tributa la unanimidad, la sensibilidad bajo control, la riqueza de matices dinámicos. El cuarteto suena brillante y enérgico, rico en espeso vibrato, con trazas de portamenti: Percíbase cómo las cuerdas ceden su sitio para que asome el clarinete en su primera aparición, o cómo logran una dramática transición entre introducción y exposición (cc. 12-14), efecto que se pierde enteramente si las cuerdas no entran con energía; en fin, el gentil ataque del desarrollo (cc. 71 y ss.). El comienzo del adagio suena íntimo y maravilloso, Shifrin cantando tristemente el tema de apertura, y expira después casi improvisando; los interludios gitanos resultan más pensativos y reflexivos que desafiantes o fieros, manteniendo la visión melancólica en el sonido apagado de las cuerdas, y en todo momento subrayando la dialéctica mayor-menor, las luminosas secciones externas contrastadas con la bohemia y desesperada pesadilla interna . En el presto el clarinete dibuja insuperablemente una serie de figuras sincopadas (cc. 54-63) sobre un fondo pizzicato. Bien diferenciados los humores de las variaciones, con un acorde final desesperanzado. Toma sonora compacta (DG, 1996).





Sabine Meyer tuvo el dudoso honor de resultar tormentosamente famosa en 1982 después del rechazo que generó entre los miembros de la Berliner Philharmoniker (73 votos a 4) su proposición como primera intérprete femenina. El Alban Berg Quartet hace gala de redondez técnica, refinamiento educado y reservado emocionalmente, perceptibilidad y perfecta interacción. Interpretación contrastada en color y dinámica, plena de elegancia y riqueza de detalles: en la entrada del segundo tema (cc. 37 y ss.) Meyer procura una sensualidad oscura y aterciopelada que empasta muy bien con la octava del segundo violín. El primero en general se arroga un protagonismo incontenido, no muy diferente del rol de Busch: en la apertura del adagio sombrea en demasía la melodía sincopada del clarinete, y finaliza con una prominente escala a solo la figura contrapuntística que desde los cc. 17 al 25 clarinete y violines dibujan en octavas. Fantástica tímbrica en el área zíngara y efecto alegremente rítmico por el breve uso del staccato en todos los atriles en el presto (cc. 162-166). El quinteto op. 115 es una obra muy difícil de recoger en concierto por el complicado y sutil equilibrio de voces necesario. Aquí el resultado es formidable (EMI, 1998).





Según testigos de la premiére del quinteto en Londres en 1891, Mülhfeld cambió rápida y brevemente de clarinete en la sección zíngara del adagio (cc. 79-86), reemplazando el habitual instrumento en la por otro en si bemol. Siguiendo este impulso, Eric Hoeprich utiliza dos copias de los clarinetes en madera de boj (en lugar del más convencional ébano) conservados del propio Mühlfeld. También las cuerdas del London Haydn Quartet se rigen por los principios historicistas, con articulación, fraseo y dinámicas desplegando un rico paisaje sonoro, territorio para una lectura introspectiva, capaz de aclarar su contenido emocional. Hoeprich, constructor él mismo, logra que la ligereza de su instrumento empaste fascinantemente con la rápida caída del sonido de las cuerdas naturales en acordes y texturas, apoyándose primordialmente en su flexibilidad dinámica, pulso elástico y perfecta entonación en un timbre cálido y resinoso (a veces con prominentes portamento y vibrato). Dado que el elemento de danza nunca está muy alejado en Brahms, acertadamente se sugiere en el adagio el balanceo de una barcarola, y se da a la cuerda grave el peso necesario, como en la apertura del andantino (cc. 1-7), donde clarinete, viola y cello recrean un verdadero trío. El tempo lento del finale resalta sus texturas, como en el libérrimo rubato en la variación III donde Brahms introduce un efecto toccata en el clarinete (cc. 113-119), con una tesitura de dos octavas y media sobre fondo pizzicato. Extraordinaria intensidad de la coda final (Glossa, 2004).







Además del uso de instrumentos originales, la flexibilización en el uso de unidades de fraseo cortas, la demolición del vibrato continuo y la recuperación del ocasional portamento (cc. 115, 172), permiten al Fitzwilliam Quartet otorgar una gran variedad retórica a cada uno de los temas individuales, enfatizando las contiendas dinámicas que realzan el potencial dramático de la obra. Lesley Schatzberger también utiliza una réplica del instrumento de Mühlfelds de cuerpo casi cilíndrico y timbre delicadamente colorido. Racial en el húngaro adagio, cuya área central (donde la cercanía de los micrófonos hace aflorar unas cuerdas que parecen imitar un resonante címbalo, y el abandonado clarinete restalla) se configura como núcleo espontáneo de toda la interpretación, vibrante y poco otoñal. Los tempi enérgicos enfatizan la expresividad del presto, con sus secciones muy contrastadas. Toma sonora pluscuamperfecta, todos los partícipes presentes por igual, incluso en los floreos de las cuerdas en el área zíngara (Linn, 2005).