Mostrando entradas con la etiqueta Mehta. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Mehta. Mostrar todas las entradas

lunes, 29 de noviembre de 2021

Holst: The Planets

Gustav Holst terminó en 1917 una suite en siete movimientos retratando cada planeta en un psicograma astrológico, aspecto reconocido tibiamente por el compositor, ya que su práctica seguía penada por The Vagrancy Act de 1824. Maximizando y oponiendo sus contrastes, The Planets germina desde el ritmo, en una gran variedad de estilos y elaboraciones, con el rico colorido straussiano de una orquesta disparatadamente masiva y con exóticas adicciones, aunque de claridad raveliana en su exposición.

 

106 lossless recordings of Holst The Planets (Magnet link) 

 

Link to the torrent file 

 

 

 

1. Mars, the Bringer of War: Una marcha stravinskiana de mecánica brutalidad, cuyo inclemente ritmo en métrica poco convencional y tensos acordes en disonancia flagrante evocan fanfarrias marciales. En cuanto a su tímbrica, escúchese cómo las cuerdas golpean con la madera del arco para producir un efecto percusivo mientras el generoso uso de los metales amplifica el tono militar. La pionera grabación de Gustav Holst fue realizada poco después de la premiére, en 1922: imaginemos las filas de profesores luchando por conseguir un emplazamiento cercano al embudo acústico (sabemos que el limitado estudio se hallaba tan atestado que el ambiente tornó irrespirable ya en las tomas de Venus). La propuesta estaba entonces por encima de las posibilidades de la London Symphony Orchestra, y por ejemplo, el elusivo reto de Mercurio resulta desastroso técnicamente. Los tempi de Holst son invariablemente más rápidos que la mayoría de las grabaciones posteriores, y así, Marte presagia más que amenaza; Venus titubea en su desorden, si bien se recrea en su pausada coda; Júpiter jadea inconstante en su ritmo y Saturno avanza con paso pesado, mientras el ostinato femenino conclusivo es protagonista en dinámica. Para obtener un mejor sonido podemos optar por el registro eléctrico del propio compositor en 1926, o viajar por el tiempo hasta la emulación de dicha versión histórica por Roy Goodman en 1996: la New Queen's Hall Orchestra proporciona cuerdas de tripa en disposición antifonal (perdida en la grabación monoaural), iconoclastas vientos amaderados, metales de menor caudal y agresividad, y percusión reducida en impacto; articulación ágil y ligera, copiosos portamenti como parte integral del sonido orquestal, y vibrato presente pero no fundamental en la producción sonora. Los problemas de afinación (los ensayos y la apasionante grabación se realizaron en tan solo doce horas) se recogen de manera palpable en la edición Carlton.

 


 

 

2. Venus, the Bringer of Peace:  Henchido de incertidumbre métrica y complejas armonías que crean una ondulante sensación voluptuosa, es un adagio de atmósfera mágica donde dos sujetos se alternan, uno de calma pacífica, y otro, recóndito y neoclásico. La primera lectura de Herbert von Karajan en 1961 tiene la ventaja de una construcción arquitectónica de la suite en términos sinfónico-germánicos, a pesar de la falta de desarrollo beethoveniano o de jerarquía armónica en sus movimientos. Los metales wagnerianos de la Wiener Philharmoniker vulcanizan un Marte espeluznante y casi desquiciado. Atisban los portamenti en el violín solista en Venus, muy relajado y de gran belleza tímbrica. Poema central de Júpiter muy brahmsiano en su acentuación. Un Saturno angustioso, utilizando las campanas tubulares cual yunques, precede a un Neptuno cuidadosamente calculado en sus gradaciones dinámicas. La simplicidad del árbol de micrófonos Decca se transfiere en un sonido panorámico, reverberante y cortante. Una alternativa actualizada podría ser la operática de James Levine, que evoca una interpretación abrumadora con la Chicago Symphony Orchestra (DG, 1989): tras un Marte exaltado, hipertrófico, violento, de frecuencias graves feroces, Venus vibra con transparencia veloz. La intrincada tracería de Mercurio refulge argéntea. Sigue un extrovertido Júpiter, con los metales retumbando sus células rítmicas, mientras el himno central, regio y estentóreo, hace uso de la reverberante acústica de la sala, que también aterciopela los trazos saturnianos. En Urano destella el metal bombástico, percusivo y fuertemente subrayado. Un lento Neptuno gesta calladamente la atmósfera sobrenatural. Registro suntuoso, cuya sinergia con los Sennheiser HD800s es apabullante en todos los frentes: profundidad, separación, tímbrica, impacto.

 


 

 

 

3. Mercury, the Winged Messenger: Asumiendo el rol de rápido scherzo, su etérea orquestación revolotea en figuraciones apresuradas, solidificando nubes de tormenta a su paso. Utiliza gestos típicos del Holst maduro, asombrosamente avanzado técnicamente: uso de dos claves simultáneas, ritmos cruzados. Bernard Herrmann, compositor neoromántico que aúna el dinamismo poderoso de un Wagner con el colorido y sensualidad de un Debussy, concibe una recreación extravagante, amargada, lóbrega y fatídica, con maderas goyescas y siniestras: un Marte angustioso que se construye implacablemente con malvado sarcasmo, especialmente los aullidos de las manadas de metales; un Venus moribundo en su expresión acérbica; un Mercurio en slow-motion que permite desmenuzar el juego orquestal, si bien elimina los repentinos forte. La pompa jupiteriana resulta torpemente imperial, aunque el cántico central cristaliza solemne. La arritmia y los elementos atonales en el soberbio Saturno engendran un futuro incierto. Tras un Urano tétrico y laborioso, de arrogancia perversa, viajamos serenos a la despedida neptuniana, acunada por Herrmann como si se tratara de una de sus propias composiciones. La grabación Phase 4 (Decca, 1970) fue saboteada con una multitud de micrófonos muy cercanos y disparatadamente mezclados, con gran separación lisérgica y hostil desequilibrio espacio-temporal de la London Philharmonic Orchestra. Otra personalísima lectura es la debida a Leonard Bernstein, también marcada por imperfecciones instrumentales de la New York Philharmonic Orchestra (Sony, 1971). Como suele ser marca de la casa en sus grandes interpretaciones, Lenny hace de la música un drama propio: Marte ataca sin remordimientos con un fraseo iconoclasta que se traslada al reposado Venus. Al borde del exceso, la oración jupiteriana levita sobrehumana: Bernstein es único al (des)compensar la repetición para dotarla de un carácter íntimo, siendo las arpas prominentes. La toma sonora, plana y amazacotada, no está a la altura de la visceral ejecución.

 


 

 

 

4. Jupiter, the Bringer of Jollity: Danza pomposa y jovial con una elgariana parte central, que, posteriormente y dotada de palabras, se ha convertido en himno patriótico (sensiblero, y no compartido por el compositor, como se comprueba en sus registros: tanto la partitura “A tempo”, como las grabaciones de Holst, muestran claramente que la música no debe frenar aquí, como casi todos los directores hacen, sino que debería continuar al mismo ritmo subyacente). Bernard Haitink es la sobriedad personificada, pero con un propósito firme que permea soterradamente su lectura. Así, Marte avanza parsimonioso y despiadado, resolviéndose más que contrastándose, en unos Venus y Mercurio inmaculadamente futuristas. La London Philharmonic Orchestra, apenas días más tarde (1970) que en el registro con Herrmann, se metamorfosea en un conjunto distinto, perfecto técnicamente, regular en su latido, tal vez demasiado metronómico y elaborado en la canción central de Júpiter. El glissando en Urano es prominente, aunque sea a costa de la repentina desaparición de la orquesta. Seiji Ozawa es otro campeón de la claridad analítica y el conocimiento perspicaz de una partitura que suena menos inglesa y más diáfana. Su Marte de 1979 sigue la rauda senda que Steinberg pavimentó una década antes con la misma Boston Symphony Orchestra, y sin embargo en Mercurio el mensaje alado es más pausado que de costumbre. El himno de Júpiter se reza fervoroso y se cierra con una coda resplandeciente. Saturno se despliega académico y parco, pero en Urano la percusión se desmelena. Las dos grabaciones poseen la naturalidad típica de Philips, cálida y aterciopelada, con las dinámicas siempre cómodamente audibles.

 


 

 

 

5. Saturn, the Bringer of Old Age: Tras el péndulo cósmico que ciñe los primeros 26 compases (representación austera del proceso de envejecimiento), un largo crescendo de los metales conduce a una coda indecisa, donde la propia mortalidad se acepta con sosiego y serenidad. William Steinberg no conocía la obra hasta el proyecto propuesto por Deutsche Grammophon en 1970. A pesar de respetar escrupulosamente las marcaciones de la partitura, resulta de una espontaneidad mordaz, fast and furious. La lucha enconada de los groseros metales con las cuerdas sedosas de la Boston Symphony Orchestra guerrea una actuación vertiginosa y urgente en Marte, con toda la furia del col legno. Su Venus es sensualmente romántico sin caer en la somnolencia, y, no obstante, Saturno aduce poca mística, cual ejercicio de sonoridades. El coro despide con un gélido aliento a Neptuno. Otra mezcla sintética producto de un destino cuadrafónico, su último reprocesado destila panorámica espacial a la par que tímbrica interna. Aún más rápido es Vladimir Jurowski, que deliberadamente aligera las texturas de la London Philharmonic Orchestra por medio de la disposición antifonal. En Marte asoma la pesadilla, como recordatorio de la Inacabada de Schubert. Fraseo cuidadoso y libertad de los vientos en el muy ligero Venus. En Mercurio la poética impresionista está delineada con precisión atlética. Júpiter vital, con los seis timbales prominentes en los pasajes sincopados, folclórico a la manera de Vaughan Williams, si bien despojado de sentimentalismo o majestuosidad. Las pronunciadas campanas sincopadas en Saturno dan una agradable tensión. Los contrastantes trueques de tempo en Urano culminan un movimiento enigmático. Neptuno opaco, brusca su conclusión coral, posicionada en la distancia. Grabación árida ante una audiencia callada (LPO, 2009).

 


 

 

 

6. Uranus, the Magician: Scherzo rechinante y atroz, que arranca musicando las iniciales del compositor para ir mudando de carácter humorístico y alegre a fantasmal y misterioso. El exuberante Zubin Mehta firma un registro cinemático, caleidoscópico, colérico y un tanto glacial (Decca, 1971). El cuerpo zapador de tubas de Los Angeles Philharmonic Orchestra cañonea un estrépito enorme en el robusto Marte (y en la sección media de Urano). El fraseo en Venus danza con un amplio rubato, acaso excesivo. Contrasta el ligero Mercurio con un masivo Júpiter de conclusión apresurada. Un Saturno avejentado en su paso impresiona con los efectos de pedal organístico. Urano presume de frescura en la percusión. Charles Dutoit parte de un hedonismo relajado, pero no falto de emoción, coloreando los estratificados planos sonoros con un impresionista aroma francés. A destacar las apariciones en oleadas keplerianas del órgano en un imaginativo Marte; los vientos en Mercurio atenuados por el tempo; el bullicioso Júpiter sin perder el sentido del fraseo; el embrujo del pedal en el hipnótico Saturno hasta la devastación. Después de un Urano que me hizo disfrutar gloriosamente (no me cabe mayor elogio), el problemático Neptuno se pulsa con refinamiento, las voces distantes perfectamente equilibradas y timbradas a medida que se desvanecen. El amaderado recinto de la iglesia de St. Eustache regala la exacta medida de reverberación, con un opulento nivel de detallismo y dinámicas extremas. La Orchestre Symphonique de Montréal logra una pulida ejecución a la altura (Decca, 1986).

 


 

 

 

7. Neptune, the Mystic: Pianissimo espeluznante e inquietante, con una melodía larga y desenfocada, virtualmente despojada de ritmo y delicadamente compuesta al estilo raveliano, con una simple frase que sostiene una armonía etérea y colores yertos y resplandecientes. El coro sin palabras y fuera de escena mesmeriza al oyente y disipa la textura orquestal: la partitura estipula que a ser posible debe ser emplazado fuera del salón de conciertos, para ser escuchado a través de una puerta que se irá cerrando gradualmente durante el último compás “repetido hasta que el sonido se pierda en la distancia”. Adrian Boult estrenó The Planets en 1918, documentando registros al menos en siete ocasiones, con grandes inconsistencias de una a otra, las primeras rápidas y con mordiente rítmica, después ralentizando con cautela los tempi. Su postrera grabación con la London Philharmonic Orchestra demuestra de manera concluyente que los últimos movimientos no necesitan ser demasiado lentos para alcanzar la grandeza. Marte aplasta a ritmo constante y desalmado, inexorable y devastador en su quietud. Un rápido Venus sabe sin embargo enfatizar las cualidades líricas y los momentos de tranquilidad. Mercurio revolotea chispeante con sus constantes cambios de color. Júpiter posee un impulso rítmico contagioso y el himno resuena con distinción insigne. Los noventa años de Boult contagian a Saturno de un clima aterrorizado y plagado de pánico. Neptuno reina frágil en su elipse distante. El registro (EMI, 1978) enfanga algunas texturas. Por la senda de la magia introvertida, aunque con una asintótica precisión szelliana encontramos años después a Vernon Handley (Planet, 1993). El manejo de Marte es iracundo sin augurar la malignidad y Venus es más reflexivo que sensual. Si Júpiter es un poco deliberado en su amplitud, en Saturno la Royal Philharmonic Orchestra captura una asombrosa sensación de amenaza en su clímax. Urano impacta físicamente. 48 micrófonos se emplearon en una toma cercana, traslúcida a todos los niveles dinámicos (incluyendo el tráfico londinense, material de estudio para los arqueólogos del futuro).

 

 

 

https://petersplanets.wordpress.com/ is undoubtedly the framework of knowledge of the planetary discography. With a brilliant sense of humour, Peter The Great makes us participants in his particular criticism of the complete survey.

 

jueves, 26 de enero de 2012

Puccini: Tosca

El ambiente de Tosca no es ni romántico ni lírico, sino apasionado, penoso y oscuro… de miserables y mezquinos personajes, héroes decididos y valerosos. Con Tosca queremos exacerbar el espíritu justiciero del hombre y fatigar sus nervios. Hasta ahora hemos sido tiernos; ahora vamos a ser crueles”: Así definió Giacomo Puccini a su nueva criatura (1899), fruto de la contradicción que supone por un lado el despertar de la conciencia contra el opresor político y por otro de la intrínseca glorificación imperialista de un mundo burgués cuyo producto es esta perfecta unión de melodrama erótico y realidad sádica, a lo largo de 24 horas en la vida de una mujer. Tras un preludio de violentas y llameantes armonías, dulces líneas fluyen por el paisaje, caldeando una tumultuosa continuidad musical de singular belleza, acomodándose a la palabra y a la escena con pompa sombría y fuerza diabólica, donde desfilan la mentira, la duplicidad, la traición, el engaño. Son esas pequeñas cosas (“piccole cose”, que decía Puccini) que hacen creíble esta cumbre del verismo: el hombre (la mujer) es una criatura de instintos.







Las cálidas noches de julio en la Roma de 1938 se conmocionaron ante la extravagante producción de Aida en las Termas de Caracalla, al aire libre, ante 20.ooo personas, y que incluía desfile de elefantes. Entre estas representaciones (su agenda estaba repleta de conciertos, óperas y películas) encajó el superstar Beniamino Gigli, a ratos, su registro de Tosca. La dirección musical fue obtenida por el novato Oliveiro de Fabritiis, que gracias a sus contactos con el alcalde romano consiguió permiso para usar durante una semana el Teatro Real, plazo que transcurrió confortablemente hasta que, en la tercera sesión, la soprano se desmayó colapsada. Con el límite de tiempo medio transcurrido era forzoso buscar otra cantante. Gigli se lanzó en un taxi hacia el hotel donde se alojaba Maria Caniglia, la sacó literalmente de la cama y la puso delante del micrófono. Su Tosca tiene mayor temperamento que perfección vocal, una interpretación vívida dentro de la tradición verista, estridente y enfática. No obstante, la figura que domina el registro es la de Gigli: su ideal instrumento y su familiaridad con un personaje que había cantado durante veinte años le proporcionan una humanidad corpórea, una triste sonrisa entre sollozos y terciopelo. Su mágico tono dorado (que le permitió debutar en la ópera de incógnito, disfrazado de soprano, con falda y corsé), el ataque perfecto, el innato falsete, la dicción cristalina, hacen perdonar su no siempre contenido entusiasmo expresivo (es decir, su indiferencia a las minuciosas indicaciones de Puccini): óiganse las aspiraciones al comienzo de casi cada frase que mancillan su ejemplar legato. Armando Borgioli, correcto y limitado, aboceta con su voz firme y rica un villanesco retrato de Scarpia. La Orchestra del Teatro Reale dell'Opera di Roma se sumerge sin rubor en los elementos más melodramáticos de la partitura. La edición de Naxos no esconde la temprana grabación eléctrica o el leve chisporroteo de las pizarras, dando primacía a las voces en relación a una orquesta de pobre tímbrica. Quizá la fascinación viene de la memoria y no puede ser percibida por los sentidos.










Victor De Sabata exhala toda la dimensión siniestra y trágica de la obra, aherrojada por una hipnótica Maria Callas de seductor colorido y refinamiento histriónico, intuitiva en su osado vocalismo (a pesar de la voz desigual), escupiendo malévola veneno ante un inexorable Scarpia (Tito Gobbi) que ordena a base de susurros serpentinos y gañe truculento y repugnante. Di Stefano frasea con naturalidad ardiente y desesperada sobre la magnífica orquesta del Teatro alla Scala de Milan (1953). La gloria mítica de este documento ha de repartirse pues, entre los contrastados timbres vocales, el perfeccionista director que supo emplear cada trazo melódico, cada pulso rítmico y cada matiz armónico para construir el arco dramático y mantener el suspense, y el productor Walter Legge, al que el anterior dejó las kilométricas cintas master con una nota de despedida: “My work is finished. We are both artists. I give you this casket of uncut jewels and leave it entirely to you to make a crown worthy of Puccini and my work”. Ríos de tinta se han escrito sobre las sucesivas reediciones de este prodigio; nosotros preferimos el mayor cuerpo y profundidad de la de EMI -algo reverberante en perjuicio de la claridad vocal- al rango dinámico restringido de la de Naxos, realizada a partir de impecables vinilos de época, y corrigiendo los presuntos desajustes de afinación/velocidad.











Procedente de la retransmisión de la matinée febril del 7 de enero de 1956 en la Metropolitan Opera House de New York, nos llega este desmesurado registro en el que Dimitri Mitropoulos cabalga entregado el urgente y dolorido brío orquestal. Sus estudios como percusionista le permiten el sostén rítmico del fraseo a la medida del canto mórbido y cristalino de Renata Tebaldi, con un apuntado toque verista (necesario para traducir el recitato pucciniano en su adecuada progresión dinámica) siempre dulce de expresión. Su etérea dicción contrasta con la algo tosca de sus acompañantes masculinos: el eficaz Richard Tucker, ferviente, emocional, seguro en el legato; y el Scarpia representado con generosidad por Leonard Warren, más rijoso que perverso. La edición de Andromeda presenta mínimos cortes en un sonido lejano que recoge abundantes ruidos escénicos, aplausos que señalan la aparición de los cantantes en escena (paralizando la acción para desesperación del director griego) o el lanzamiento de flores antes de la caída del telón.











Las excelsas consideraciones vocales de Zinka Milanov y Jussi Björling (sus arias rozan la perfección) no pueden hacernos olvidar su carencia de teatralidad. Tampoco Leonard Warren rebasa una caracterización primitiva del barone Scarpia. Temprano estéreo (Pristine, 1957) que resalta los atriles de la Orquesta del Teatro de la Opera de Roma, conducida con paso fúnebre por Erich Leinsdorf.










Herbert von Karajan protagonizó en 1962 uno de sus indiscutibles éxitos operísticos. En él, Leontyne Price inunda con su opulento tono oscuro una Tosca que va fraseando desde el atractivo erótico hasta la extenuación agónica; su metal empasta perfectamente con el de Giuseppe Di Stefano, que tal vez no alcance la lírica gloria juvenil (en la tesitura alta y en el legato), pero aún recita amorosamente gentil; Giuseppe Taddei posee una gama tonal y una amplitud expresiva descomunales que articulan tanto el siniestro rubato como la calidez lúbrica. La grabación es de origen Decca, felizmente volcada hacia la orquesta (una refinadísima Wiener Philharmoniker), lo que nos permite deleitarnos con la suntuosa paleta pucciniana, constelando la instrumentación (Dammi i colori) aunque sin tapar las voces. Karajan controla con precisión quirúrgica la tensión a partir de unos tempi épicos y graduales que potencian sutilmente el inquietante drama (él mismo se identificaba con el barón Scarpia, al que otorgaba un carácter central, pintándole noble y orgulloso en su villanía); sin embargo, es capaz de dar amplia libertad siguiendo a los cantantes. El añadido de efectos escénicos tan del aprecio del productor John Culshaw (puertas, campanas, cadenas, disparos… algunos de ellos reclamados en la partitura) enriquecen la ya excelente panorámica, diáfana, atmosférica, de gran presencia, cada una de las voces y de los atriles focalizados (maravillosos trazos en las maderas, en las diversas familias de cuerdas y metales).








La postrera Maria Callas, sin poseer ya (¿nunca?) ni el esmalte ni la sensualidad adecuados, dominaba a la perfección el relieve teatral, con su característico enfoque freudiano iluminando el recitativo pucciniano: “Sé que para transmitir el efecto dramático he de producir sonidos que no son bellos. Pero no importa que resulten feos mientras sean auténticos”. Esta exigencia compulsiva se refleja especular en el incluso más interiorizado Scarpia de Gobbi, capaz de moldear su tono desde la lascivia íntima hasta la amenaza sádica. Carlo Bergonzi sortea como puede (elocuente, elegante, deliciosamente) el embate entre las dos naturalezas que se le disputan, y Georges Prêtre maneja relajadamente la Orchestre de la Société des Concerts du Conservatoire. Un disco inimitable (EMI, 1964).









Lorin Maazel modela incesantemente con sus manos la mixtura pucciniana en la que contrasta la rocosa solidez de emisión de Birgit Nilsson, a veces explotando una dinámica wagneriana, con la delicadeza de sus compañeros de reparto, el refinado y flexible Franco Corelli, y el sutilmente matizado Dietrich Fischer-Dieskau (tan elaborado que en ocasiones parece paródico). La orquesta de la Accademia di Santa Cecilia queda retratada en un relieve fabuloso (Decca, 1966).









Mientras Zubin Mehta empuja a la New Philharmonia Orchestra a unos tempi viscerales, la Tosca de Leontyne Price ha perdido calidez y dulzura, olvidado su italiano, y pretende enfatizar a base de su cazallero registro de pecho; Domingo -en la primera de sus seis (6) grabaciones- canta arrojado y pasional, y Sherrill Milnes recrea un sátiro peligroso y juvenil. El siseo de la cinta es notable y los graves colosales (RCA, 1972).






En una obra en la que el exceso es protagonista, la escrupulosa lectura de Colin Davis (1976) al frente de la Royal Opera House parece congeniar sólo a medias. Cierto es que Montserrat Caballé borda musicalmente una petulante Tosca (pero no acierta a evitar caer en un dramatismo que no posee), que José Carreras da vida a un Cavaradossi impulsivo y bellamente cantado, y que Ingvar Wixell recorta un neurótico perfil de cartón piedra. La reciente edición de Pentatone procede de las legendarias grabaciones que realizó el sello Philips en sistema cuadrafónico durante los años setenta: sonido natural y profundo.





Versión lírico-ligera la construida alrededor de un Luciano Pavarotti exuberante, que seduce con su maravilloso timbre en flor. Mirella Freni carece del temperamento necesario que tampoco adopta la floja dirección de Nicola Rescigno sobre la National Philharmonic Orchestra. La corpórea toma ayuda al amenazador Scarpia de Sherrill Milnes (Decca, 1978).









Karajan diseñó en 1979 una meticulosa lectura sinfónica donde la Berliner Philharmoniker brilla audazmente en su gloria, añadiendo a regañadientes a los cantantes por aquello del contraste armónico: un trío protagonista que no rivaliza seriamente con los anteriores, aunque Katia Ricciarelli erige una Tosca vulnerable, capaz de alargar bellamente los pianissimi, José Carreras canta un pulido y escasamente heroico Cavaradossi, y Ruggero Raimondi, dada su oscura tesitura de bajo, pelea con su rol desde un comienzo suave y viperino hasta lo ominoso en su ostinato en el Te Deum. Grabación espaciosa y de enorme amplitud dinámica (DG), de esas que adoran mis vecinos.





Concebida como banda sonora para una abigarrada película, la última grabación de EMI (2000) destaca por la excitante aportación de Antonio Papano junto a la Orchestra of the Royal Opera House. Mientras la magnética Angela Gheorghiu luce su abultado sentido del drama, Roberto Alagna es más genérico, menos tallado, forzando en ocasiones el instrumento, y engolando incomprensiblemente la voz en “E lucevan le stelle” (¡qué miedo!). Ruggero Raimomdi asegura la teatralidad pero retiene poca autoridad vocal. La estupenda toma sonora exfolia las disonancias blandas.