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jueves, 1 de agosto de 2019

Bach: Suite BWV 997


La Suite en do menor (BWV 997) de Bach permanece envuelta en un mar de controversias y dudas. Tradicionalmente asignada como obra para laúd, hoy parece obvio que fue compuesta para (y probablemente al teclado de) un clave-laúd. No solo la copia más antigua aparece sobre dos pentagramas y no en la universal tablatura, sino que, además, no es ejecutable técnicamente sobre el laúd sin cambios fundamentales al texto: su tesitura es demasiado extensa (cuatro octavas y una quinta), la línea del bajo densa y arrebolada.
¿Sabemos de alguna ocasión particular en la que Johann Sebastian podría haber usado los legendarios Lautenklavier inventariados a su muerte? El laudista Sylvius Leopold Weiss pasó cuatro semanas en Leipzig en 1739 visitando al kantor, creando y ejecutando música conjuntamente. Pudiera ser que esta ocasión fuera el impulso o la consecuencia de la composición de esta especie de suite truncada en cinco movimientos:

I Prelude: Construcción rígidamente arquitectónica en forma de concerto y breves ritornelli, en tres partes: A (cc. 1-16); B, modulando a la subdominante (cc. 17-33); C, una elaboración intensiva concentrada en la expresiva apoyatura. Bach lo dota de tal magisterio que es capaz de respirar un aire de fantasía improvisada a dos voces: la aguda, florida y flexible; la grave, casi por entero en reposadas y sombrías negras.
II Bach sustituye las tradicionales allemande y courante por una densa e inusual fuga en simétrica forma da capo ABA: A) El sujeto de la exposición se eleva diatónico para desplomarse afectado por un acorde de séptima que se resuelve en una sucesión de grados ascendentes, melancólicamente cromáticos. Un segundo sujeto en forma libre invertida se añade desde el segundo compás, por lo que podría denominarse doble fuga (cc. 1-49); B) Una cadencia imperfecta introduce la sección media con disímil notación en métrica reducida, que es desarrollada con decisión durante 60 compases. A) Restitución literal de la exposición con los compases finales adaptados a acomodar un corto pedal dominante y una breve coda (cc. 110-158).
III Sarabande: Delicado lamento organizado en dos mitades de dieciséis compases, que comienzan con una brevísima imitación entre las voces para enseguida entregarse al flujo de las semicorcheas que contrasta con los pasajes acentuados con puntillo.
IV Gigue: Estilo francés en las joviales agrupaciones de cuatro compases, surcadas de suspiradas apoyaturas, la línea del bajo coloreada por numerosas disonancias en el pulso. Dos secciones, la primera de dieciséis compases, la segunda de treinta y dos, finalizando levemente acortada y armonizada.
V La virtuosa conclusión es una variación ornamental en semicorcheas (a double velocidad) del tema de la gigue con las que rellena sus huecos rítmicos mientras conduce con libertad la línea melódica y la base armónica.









Lautenklavier
Ninguno de estos instrumentos, semejantes al clave, aunque más ligeros y de menor tamaño, ha sobrevivido. Los manuales (dos o incluso tres) permitían el uso de plectros (de piel, imitando un dedo) a diferentes puntos de las cuerdas, resultando en un cierto control dinámico. La ausencia de apagadores se manifestaba en una resonancia natural de los pares de cuerdas (de tripa natural, gruesas y sometidas a baja tensión), afinadas una octava aparte en el tercio bajo de la tesitura, y al unísono en el tercio medio para asimilar la tímbrica del laúd, aunque en un rango más extendido.
Un retrato contemporáneo de un clave-laúd de Bach, fabricado según sus propias especificaciones, nos cuenta que “su sonido podía pasar por el de un verdadero laúd incluso a oídos de músicos profesionales”. Si optamos por creerlo, los instrumentos que se han realizado hasta el momento distan mucho de ese objetivo, aunque las lecturas sean apasionantes:

Gergely Sárközy utiliza una reconstrucción propia, partiendo de un clave nuevamente encordado, al que ha añadido una tapa de resonancia abombada y efectos de crescendi y disolución de registros. Con semejante engendro bastardo nos embarca en un viaje psicodélico, terriblemente imaginativo, con tempi arriesgados (11 minutos de fuga zen), continuos cambios de registro (algunos delirantes, como la tesitura grave moog), grupetti a doble tempo (cc. 21 y ss. del preludio), expresivos clímax puyanescos, y palpables cambios dinámicos. Gigue fuertemente perfumada y double experimental (Hungaroton, 1984).





La clavecinistamente articulada de Robert Hill destaca por su ornamentación rococó, decorada con mordentes y aderezada con trinos, sin variaciones de registros y textura limpia en agudos y contundente en graves (que llegan a lo angustioso en la sarabanda). La falta de apagadores propulsa una cascada de choques armónicos recogida de manera sublime en la toma sonora (Hänssler, 1994). Un Bach elegante, más cercano a la galantería de Carl Philippe Emmanuel que a la didáctica de Johann Sebastian.





Es conocido que Bach diseñaba sus manuscritos con las notas mínimamente desacompasadas en la vertical, quizá indicando cómo sonaba en su cerebro, tentando al intérprete a liberarse del pulso métrico. La continua desincronización de las manos de Elizabeth Farr rompe la mayoría de los acordes, aportando un hipnótico aire de fantasía y de extraordinaria dificultad técnica, muy elástico textural y rítmicamente… y que en la danza conclusiva naufraga en una lenta y distendida improvisación. Rolan también con frecuencia las tímbricas proporcionadas por el gran instrumento de tres manuales, cuyas cuerdas vibran por simpatía en cada nota, como describe con minuciosidad puntillista la grabación (Naxos, 2007).





Laúd
La línea aguda está anotada fuera de registro (hasta el fa³ en la double, un valor que raramente se ve en la escritura bachiana sobre el teclado), con acordes de octava que el laúd no posee. Por ello es necesario el uso de trasposiciones, simplificaciones y afinaciones alteradas.

No solamente este es el repertorio técnicamente más dificil para el laudista (la línea del bajo ha de ser ejecutada únicamente con el pulgar, que no solo ha de tocar, sino parar las vibraciones y evitar las resonancias), sino que además la tensión de sus cuerdas es una pesadilla: Johann Mattheson confesó allá en 1713 que “si viviera ochenta años, me habría pasado sesenta afinando el laúd”. Hopkinson Smith basa su propuesta en las gradaciones expresivas, dando a cada movimiento un carácter personal: escuchemos por ejemplo como en el arranque del preludio (cc. 1-3), Hoppy realza la longitud de la primera nota del bajo de cada compás y acorta cada cuarto pulso (en vez del prescrito negra-silencio-negra realiza blanca-semicorchea). Dado que la duración de una nota en el laúd persiste mientras la vibración continúa o hasta que otra nota es tañida en la misma cuerda, la resonancia de los graves en la fuga tiende a emborronar ligeramente la textura armónica y contrapuntística. La libertad agógica se plasma en un pacífico rubato, si bien la regularidad rítmica de las danzas se difumina en la introspección (penumbrosa la sarabanda). Instrumento debido al hacer de Joël van Lennep, a cuyas siete órdenes de cuerdas superiores se unen otras seis de bajos que no pasan sobre el mástil, afinadas diatónicamente para ajustarse a la clave de la pieza, en este caso un traspuesto la menor, que crea una resonancia oscura y rica de armónicos que la toma sonora recoge en cercanía (Astrée, 1981).





El resto de lecturas parecen estériles a su lado: la desangelada de Junghanel (DHM, 1988), la monástica de Egüez (MA, 1999), la uniforme de Crugnola (Nova Antiqua, 2016), la pirotecnia virtuosa de Imamura (Naxos, 2016). Nice try, but no cigar.


Guitarra
Durante la segunda mitad del S. XX los guitarristas transcriben, simplifican (perdiendo riqueza armónico-textural) y adoptan las suites como repertorio nativo. Julian Bream es responsable de la primera grabación íntegra de la pieza en su Bouchet de 1960: las asimétricas barras armónicas, en número de cinco y orientadas en abanico, disciplinan el movimiento interior de las ondas sonoras desde la boca hacia la barra que refuerza el puente. De esta manera se obtiene una resonancia más duradera, clara y homogénea, pero menos explosiva. Independizándose de la escuela española imperante hasta entonces (Segovia, Yepes), Bream explora tímbricas contrastadas como resultado, no de sprezzatura, de estudiado disimulo y ligereza, sino de esfuerzo y tensión que desfiguran la naturalidad bachiana, alternando la posición de la mano derecha, acercándola al diapasón para lograr un timbre suave y bajándola hacia el puente para conseguir un ataque con mordiente. Destacar como ejemplo de retórica la extática sarabanda, donde a) enfatiza el primer pulso de los cc. 6-7, y b) en las líneas ascendentes de los cc. 9 y 11 se toma pequeños respiros después de cada tercera semicorchea. Como anacronismos hipertextuales se pueden citar la métrica rígida, la ausencia de embellecimientos, o las dinámicas con verdaderos crescendi y diminuendi. Grabación a la moda de 1965 (RCA), con imponente proyección.





En las pausas de sus conciertos John Williams suele disculparse ante el público contando la archisabida (medio) broma: “Un guitarrista afina el 90% del tiempo; el resto toca desafinado”. Para esta grabación (Sony, 1974), influencia de una generación entera de músicos, Williams utilizó una guitarra de Ignacio Fleta de 1972, apartada de la ligereza de la escuela Torres, un instrumento de mayor rigidez y volumen que añade diversas varillas y barras armónicas a las tradicionales; el resultado es un sonido denso y potente, permitiendo una enorme amplitud dinámica sin enfatizar el carácter percutivo. Con una mano izquierda que, a pesar de su intención consciente, no logra ser completamente silenciosa, su precisión inhumana impulsa un empuje gouldiano en el raudo preludio, donde una sutil variación rítmica se aparta de lo metronómico. El discreto empleo del vibrato pinta de expresividad la sarabanda, aunque la sequedad aflora en determinados momentos. El colorido del cedro emerge de la íntima toma sonora.





Göran Söllscher emplea una guitarra alto de 11 órdenes desarrollada por Georg Bolin en los años 60, cuyas seis primeras cuerdas están afinadas a la manera del laúd renacentista, una tercera menor más alta que la guitarra tradicional. El placentero registro grave se logra con la adicción de cinco cuerdas extra que permiten la interpretación de la suite sin comprimir la tesitura. Cultivado, refinado estilísticamente, discretamente ornamentado (a excepción de las dos fermatas del preludio, y algún embellecimiento en las repeticiones de las danzas), Söllscher consigue una fuga delicada, exquisita y preciosista, de lentitud parnasiana, rompiendo los acordes con una placidez doliente, revelando su arquitectura con la expresividad contemplativa en fraseo y métrica. Revelador el pasaje de pedal organístico bajo los cc. 35-37 de la double (DG, 1983). Como (excelente) alternativa podemos citar la gama de graves dinámica, firme y resonante, la elasticidad de fraseo, los tempi pausados, la ornamentación leve y elegante, la limpieza en la ejecución de Stephan Schmidt (Naïve, 2000).





A sus veinte primaveras, Paul Galbraith decidió en 1984 buscar una postura más natural y confortable a su guitarra, sujetándola entre las rodillas y ubicando el traste casi vertical, en una actitud similar a la de los violonchelistas. A partir de aquí, el paso obvio fue adaptar una pica a su instrumento, y para maximizar su difusión, una caja de resonancia. La exigencia de las obras de Bach le hicieron concebir un paso más, rodeando con dos cuerdas las seis tradicionales sobre diapasón y puente asimétricos, con los trastes abiertos en abanico. El apoyo del mástil en el hombro libera su mano izquierda de las coreografías requeridas en la fuga, entrelazada sin respiro desde el preludio con un arpegio conclusivo abreviado. Las cuerdas extienden la tesitura hasta las cuatro octavas sin tener que bajar y subir continuamente por el diapasón, por lo que la toma sonora no recoge ruidos de los trastes (Delos, 1999). Cristalino concepto contrapuntístico diferenciando las líneas en volumen y articulación, ornamentado con imaginación en las repeticiones. Lectura precisa y apolínea, a ritmos regulares (quizás algo encorsetados), que desvela la vena pedagógica que siempre acompaña la música bachiana.





Flauta y bajo continuo
La inusual distancia entre bajo y soprano en la partitura de la suite plantea incertidumbre en torno al destino instrumental de esta composición. Aduciendo el parentesco de la misma con otras obras para flauta (BWV 1013, BWV 1079, BWV 1030) diversos musicólogos han propuesto que la tesitura, el carácter, la rítmica y las pocas ligaduras de fraseo son características de las composiciones bachianas para ese instrumento.

Las voces se reparten entre Hugo Reyne (línea superior en su rango original para la flauta de pico tenor, también conocida como flauto d’amore), Emmanuelle Guigues (viola da gamba como línea melódica del pentagrama inferior), y Pierre Hantaï (clave como entramado armónico). De fiato inextinguible, la rica tímbrica de la flauta es capaz de diferenciar roles en los diferentes movimientos, entre lo contenido y lo expresivo (con menor peso), y evita ornamentaciones, excepto en la muy florida fermata del preludio. El clave adopta un necesario rol concertante ante la polifonía de la fuga mientras se limita a un discreto entintado armónico en las danzas, muy marcadas rítmicamente. La toma sonora profesa una implementación piramidal (Mirare, 2006).






Otros Teclados
La partitura de la fuga acusa unas distancias tan notables entre las notas (acorde de duodécima, c. 66) que no resulta ejecutable sobre teclados (salvo anatomía rachmaninoviana). La disparidad de criterios es en este caso agridulce:

No solamente está documentada la participación de Bach en la asesoría técnica, promoción y venta del instrumento denominado “piano et forte”, sino que en 1733 ya lo interpretó en público en el Café Zimmermann, y es muy probable que poseyera uno en su domicilio desde entonces. Luca Guglielmi ejecuta una copia moderna de un Gottfried Silbermann de 1749, con una estructura férrea muy pesada que soporta un entramado de cuerdas dobles a gran tensión que alcanzan una tesitura de cinco octavas. El prelude contiene dos fermatas que Guglielmi ornamenta con cadencias libremente improvisadas. Los arpegios resuenan con largueza y el registro medio a veces oscurece la línea grave. Sin embargo, la lectura es en conjunto poco convincente, con tempi cautelosos y aburridamente legato, cuando la factura de Bach al fortepiano no debería diferir de su interpretación al clave, ya que si hubiera compuesto específicamente para el nuevo instrumento sin duda la escritura hubiera sido diferente (Piano Classics, 2013).





La estampa cuidadosamente desordenada de Jean Rondeau genera asombro por la madurez de sus producciones. Alumno de Blandine Verlet desde los 6 a los 18 años, ha heredado de ella el amor por las pausas agógicas, gustosas, pero no excesivas. En el espacioso e íntimo preludio otorga una gravitas, una cierta pereza deliberada en el cuidado tímbrico, en el aliento legato, con la que consigue exponer de manera cristalina y colorida la estructura de la composición. Una verdadera maravilla, una obra de arte absoluta. La ventaja técnica que supone un teclado le permite imponer un tempo veloz en la fuga, con un trazo equilibrado de las voces e independencia de las manos. Las danzas se ornamentan juiciosas en sus libertades rítmicas, arpegiando algunos acordes y saboreando las disonancias de otros, integrándose en una narrativa de fraseo elegantemente improvisado, fluctuante y fascinante. La grabación del clave presume de cálida resonancia en la tesitura grave y engendra un soporte armónico excelente (Erato, 2014). Un intercambio dúctil, una queja asfixiante, un riesgo carnoso y consolador.



lunes, 13 de junio de 2011

Rodrigo: Concierto de Aranjuez

En el Concierto de Aranjuez (París, 1939) de Joaquín Rodrigo se aúnan el sentido lúdico y la riqueza tímbrica debussyanistas, la musicología fallesca, y el así llamado neocasticismo (basado en la admiración del folcklore amable y colorista de majos, saraos y guitarreo).

Modesto cual palacete neoclásico, el concierto sigue la moda dieciochesca sobre danzas y ritmos populares, de lirismo melódico conciso y simplicidad armónica, donde el mañanero primer movimiento amanece por bulerías y se abre a la maniera de la sonata clasicista: los ritornelli orquestales, sin sentido constructivo, proporcionan sorpresivos contrastes sonoros y equilibran el despliegue virtuoso del solista en los pasajes fantasiosos, escalas sin fin, rasgueados y otras técnicas personales tales como disonantes acordes que se tiñen de elegantes pigmentos y diseños arpegiados escalares o piramidales. Los otros dos movimientos se articulan en forma de variaciones, desarrollando el motivo a través de transposiciones, modulaciones e inversiones, en el adagio dialogando a partir de una melodía nostálgica y en el conclusivo allegro ligando diferentes pulsos danzables.

Orquestado para un pequeño contingente instrumental, Rodrigo es cuidadoso al aligerar texturas (pizzicati, spiccati) y dinámicas, éstas de gran amplitud, para no ocultar la etérea tímbrica de la guitarra. En suma, un icono tonal para este imposible reino de taifas.









Los primeros registros corresponden a la Orquesta Nacional de España dirigida por Ataulfo Argenta, que se ocupó personalmente de dar impulso internacional a la obra. La primera grabación del concierto (1948) fue recogida sobre cilindro de cera por Regino Sáinz de la Maza, dedicatario y primer intérprete de la composición, técnicamente no infalible, tosco más que fornido, profundo más que deslumbrante. El tempo del adagio se abrevió forzosamente para que cupiera en el primitivo disco de pizarra de 78 rpm. Destacar el excelente reprocesado de la edición de Doremi que conserva toda la frescura de la guitarra.








Para su debut en Madrid, Argenta instruyó cómo tocar el concierto nota a nota a un veinteañero que fue lo suficientemente humilde e inteligente como para hacer exactamente lo que el maestro requería de él. Narciso Yepes delinea cristalinamente en un impecable e hierático staccato, con su guitarra aún de seis cuerdas, proyectando una variedad tímbrica diríamos que sinfónica para subrayar frases y detalles estructurales. La ONE responde con extraordinaria finura y levedad, atesorada en una buena toma de sonido, con los instrumentos solistas focalizados: el disco tuvo tanto éxito en Decca (1953, con la Orquesta de Cámara de Madrid), que se regrabó para Columbia (1957, ya en estéreo). Fue sólo después de este histórico documento que Aranjuez obtuvo fama mundial.
Una década después, presumiblemente ya con la guitarra de diez cuerdas (en la que vibran por simpatía las doce notas de la escala musical), Yepes se acompañó de García Navarro al frente de la London Philharmonia Orchestra con una apreciable pérdida de vitalidad en los movimientos rápidos (DG, 1979).









Hay que mirar dos veces para convencerse de que los títulos de crédito en la carpetilla del disco son correctos: ¿La Monteverdi Orchestra y John Eliot Gardiner? ¿Metodología historicista en pleno siglo XX? En 1974 los instrumentos eran modernos, y su cambio supuso también un nuevo nombre para la orquesta (English Baroque Soloists). Eso si, Gardiner comanda un acompañamiento dialogante, vívido y equilibrado entre secciones, con drásticos contrastes dinámicos en los movimientos externos, y Julian Bream se acerca a la partitura con su característica y apasionada expresividad, acuarelando libremente con alteraciones de color, pulso y amplitud. Grabación RCA de magnífica información lateral.









Kazuhito Yamashita es un guitarrista de insondable capacidad técnica, con la mano izquierda moviéndose constantemente entre el clavijero y el diapasón, afinando incesante un instrumento de espeluznante colorido tonal, y que rompe los límites conocidos de la amplitud dinámica. Shigenobu Yamaoka al frente de la Tokyo Philharmonic Orchestra le aplica una pátina romántica (RCA, 1979).
Las publicaciones Decca (1981) suelen detallar los perfiles internos en detrimento de la calidez atmosférica: un Carlos Bonell improvisatorio, cayendo en el manierismo del stacatto como potente opción pirotécnica. Estupenda la sección de vientos de la London Philharmonic Orchestra al mando de Charles Dutoit.
La crítica anglosajona siempre se esponjó ante la liviana y bella sonoridad de John Williams, contenido emocionalmente y falto de práctica folcklórica en los rasgueados. La temprana grabación digital (Sony, 1983) hace chirriar levemente las cuerdas de una sobria Philharmonia Orchestra dirigida por Louis Frémaux que bate los pulsos danzables con mayor unción de lo acostumbrado, rica en tímbrica, limpia en los ataques y sin caer en lo sentimental.









Yo hablo con el director, le digo lo que quiero y después sale lo que Dios quiere”: Paco de Lucía habla con la sinceridad del aprendiz (de brujo). Aparentemente sin conocimiento previo de solfeo, estudia la partitura y se lanza en picado, en picado flamenco quiero decir o toque apoyado: al tocar una cuerda apoya el dedo en la siguiente produciendo un volumen mayor que el que se consigue con el toque libre. Tímbrica de picardía magiar, rítmica impulsiva, aduendado juego dinámico; limpieza, articulación y fraseo quedan en un segundo plano, embriagados en la neblina perfumada, acaso devolviéndola a sus raíces: la guitarra utilizada por Sainz de la Maza para el estreno, La Rubia, tenía un aspecto más cercano a una flamenca que a una clásica: “Yo nunca oí el Concierto tocado a ritmo y ahí es donde quería hacer mi interpretación”. Una propuesta estimada por el propio compositor como “bella, exótica e inspirada” (y no tanto por otros concertistas…). Tempi aligerados y percusivos en los movimientos externos contrastan con la introducción del corno inglés en legato y vibrato continuo que confiere un melancólico aire de lamento nazarí. La Orquesta de Cadaqués (Edmon Colomer en el pódium), recogida en directo, no es un prodigio de exquisitez, perjudicada por un registro mate (Philips, 1991).









Fue Pepe Romero quien lanzó el rumor de que el adagio del concierto era el lamento de Joaquín Rodrigo por la muerte de su hijo nonato. Desmentido por la esposa del compositor en base a las fechas de composición de la obra, el popular y supuesto carácter paisajístico también es vacuo debido a que el título surgió a posteriori, a instancia de la propia Victoria; un temprano testimonio habla de sentimientos de felicidad junto a su compañera en prolongados paseos anteriores a la guerra.  Pepe, como representante más conspicuo de una tradición familiar ligada a la obra rodriguesca, exhibe una incomparable tersura sonora tanto en los más violentos ataques y rasgueados como en los pasajes más delicados, de brillo oleoso y elegante. En cuanto a su salerosa lectura, recrea un intercambio osmótico de frases al permitir resonar la nota final de las escalas dentro de la incorporación de la orquesta (compases 26 y 115); adecúa su staccata articulación a la de las maderas que comparten el mismo material temático (cc. 70-75), otorgando impulso dinámico al ritmo; hacia la conclusión del primer movimiento, la marca dinámica ff enfatiza el carácter fandangista, con su característico aroma de hemiolas. La versátil y omnívora Academy of St. Martin in the Fields bajo la perenne batuta de Neville Marriner exhala una tímbrica exquisita en todas sus secciones, especialmente en la aliñada actuación de los solistas de viento. Caldosa panorámica, de asombrosa presencia, perfectamente balanceada entre guitarra y orquesta, recogiendo la cuerda grave tan esencial al sabor de este puchero (Philips, 1992).









Alas, ni Manuel Barrueco, ni Plácido Domingo, ni la Philharmonia Orchestra se tomaron la molestia de leer las notas adjuntas a su belcantista grabación para EMI (1995), que desvergonzadamente proclaman que el concierto toma su nombre de un palacio real ya desaparecido, del que sólo permanecen los jardines. El autor, al que no nombraré aquí, era especialista en música española de Gramophone y del New Grove (¡y olé!)

Desde su oscura esquina en el jazzclub Roland Dyens nos muestra el camino hacia sus aposentos privados, en el que acabará seduciéndonos. Abraza en su técnica amatoria la libertad de la chanson francesa y la precisión pulsátil de un Bill Evans. Tomando los compases iniciales como un paulatino crescendo, a la inicial dureza del timbre le sigue el toque muelle, sensual y dominante en el adagio, donde el profundo y sentido pizzicato de las cuerdas evoca un paso sevillano sobre el que canta saetas un corno inglés elegiaco. En el movimiento final la puntillosa atención al detalle en la combinación de danzas posee un carácter stravinskiano. Alexandre Siranossian azuza a la Serenata Orchestra compuesta de voluntariosos jóvenes armenios entregados al jubileo orgiástico. La toma sonora se decanta por el instrumento solista, sobre todo sus jadehollantes cuerdas graves (L’Empreinte Digital, 1997).








Josep Pons plantea un novedoso alejamiento del enfoque virtuoso instrumental, con la guitarra integrada en el sonido orquestal, íntimo y difuminado de encuadre, destilando la inconsolable morriña que el compositor sentía en el tan lejano París de 1939. El guitarrista Marco Socías enlaza esta visión nostálgica empleando sutiles juegos dinámicos, con una timidez casi vihuelística de las cuerdas. La transparente escenografía (HM, 2001), ¡en vivo!, permite contemplar los juegos de las secciones de la Orquesta Ciudad de Granada, la de vientos a veces al límite.