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martes, 22 de septiembre de 2020

Mahler: Sinfonía nº 5

La Quinta Sinfonía fue compuesta por Gustav Mahler en su casita estival de Maiernigg durante los veranos de 1901 y 1902. Entre ambos estíos ocurrió una circunstancia personal decisiva: el encuentro, noviazgo y matrimonio con Alma Schindler. Un radical punto de partida que rompe sus lazos con la voz humana para concentrarse en la música puramente orquestal, renunciando a un programa literario (o en todo caso, podemos considerar la integral de sus sinfonías como una gigantesca biografía), en el que su férreo puño alea los aparentemente más disparatados elementos, ya sean melódicos, rítmicos o armónicos, y donde diálogos, discusiones y altercados se transforman en soliloquios, quejas, monólogos. La primera sinfonía rabiosamente moderna, sin tonalidad específica, y cuyas sucesivas modulaciones transitan desde las tinieblas a la luz. Se integra en un novedoso armazón que comprende cinco movimientos articulados concéntricamente en tres grandes bloques, reconocibles por la afinidad de los materiales temáticos y las atmósferas expresivas.

 

Primera parte:

Trauermarsch: Posee una relativa forma sonata, con el material temático en continua transformación, pero estructurado simétricamente en cinco partes ABABA: la sección principal (compases 1-154) parte de una fatídica fanfarria de trompeta (especie de estribillo para vincular los diferentes episodios de la marcha, que expresa la desolación contra la cercanía e inevitabilidad de la muerte) que colapsa en un tutti orquestal ff, desplegado como primer tema donde los instrumentos graves marcan el ritmo pesante, y un segundo tema en las cuerdas, de contrastado y elegíaco carácter; el trío I (cc. 155-232) supone una desgarradora explosión fáustica, reexponiendo los dos tópicos fundamentales en un estallido de emoción, desatado en cromatismos febriles apoyados en acordes sincopados de las trompas; el regreso de la sección principal (cc. 233-322) aporta un nuevo dibujo que será el centro del movimiento siguiente; en la vuelta al trío II (cc. 323-376) la suavidad y resignación están lo más alejadas posible de la violencia expresionista del trío anterior, aunque la sustancia temática esté compuesta de variantes de los mismos motivos; la coda (cc. 377-415) anuncia el cariz fantástico y grotesco que tanta presencia va a manifestar en sus sinfonías siguientes, desintegrándose desconsolada y exhausta.

II Stürmisch bewegt. Mit grösster Vehemenz: Es el desarrollo dinámico-sinfónico de los temas del primer movimiento, y que, a pesar de mantener la forma sonata, niega cada expectativa e interrumpe cada continuación, y, sin embargo, de algún modo, cada abrupta transición se siente natural, incluso inevitable. La exposición (cc. 1-140) se construye sobre dos secciones contrapuestas: una tempestuosa, con un vehemente sujeto en las cuerdas, y otra serena, iniciada por corcheas en terceras en los vientos y sostenida tras la transición por un tercer tema presentado por los cellos que es cita literal del primer trío. El súbito y colérico desarrollo (cc. 141-322) comienza también a cargo de los cellos, que posteriormente lo recrean en el ritmo de marcha inicial; la borrascosa recapitulación (cc. 322-519) es interrumpida por un glorioso y visionario coral en los metales que desemboca en la coda (cc. 520-576), recogiendo el argumento evolutivo de los vientos sobre trémolo de las cuerdas y terceras del arpa hasta desaparecer en la desesperanza nihilista del arpegio de graves y timbal.


Segunda parte:

III Scherzo: Ambivalente deconstrucción de danzas vienesas en el que predomina un tono rústico y desenfadado en la sección principal (cc. 1-135), un ländler que tiene a la trompa como instrumento obligado (en cuanto al episodio secundario, es un inusual fugato en octavas); el ritmo flexible y graciosamente vacilante sobre pizzicati de las cuerdas del primer trío (cc. 136-221) ya no caracteriza al paisaje campestre, sino al vals de la ciudad, que se interrumpe con una brusquedad beethoveniana por el retorno del motivo inicial en las trompetas; las ensoñadoras canciones en las trompas del segundo trío (en seis elaboradas secciones, cc. 222-428) nos transportan del mundo del baile al de la naturaleza; en el desarrollo (cc. 429-489) y recapitulación (cc. 490-763) los elementos rítmicos y melódicos de los tres episodios diferentes evolucionan de forma estrecha, a menudo simultáneamente; en la coda final (cc. 764-819) la refriega se vuelve inextricable.


Tercera parte:

IV Adagietto: Se ha comparado la Quinta con la novela fluvial proustiana, donde la realidad y la imaginación se funden en un modelo sintáctico y estético en continuo curso y cambio de situaciones psicológicas. Tras un scherzo como desarrollo entre planteamiento y desenlace, la sinfonía muestra una imagen especular de los dos primeros movimientos, transformados en sus opuestos: en lugar de ira y conflicto, el adagietto ofrece calma y lirismo sostenido. El testimonio de Willem Mengelberg, anotado en su propia partitura de la obra, apunta que tanto Gustav como Alma le indicaron que el adagietto había sido concebido como regalo de compromiso, un vasto canto de amor para cuerdas y arpa, de esperanza trascendental e intimidad espiritual. El conmovedor romanticismo encerrado en él se expresa a través de un introspectivo paisaje de modulaciones, donde cada línea melódica ha sido refinadamente cincelada, al límite de un aparente neoclasicismo. De forma tripartita ABA, la sección central (cc. 39-71) introduce tensión en su modulación a varias claves menor y mayor. El retorno de la melodía principal es más comedido, aunque hacia el final se desencadena un clímax con el valor de las notas aumentando y las resoluciones estiradas hacia la extenuación amorosa.

V Rondo-Finale: La marcha fúnebre de la apertura regresa en un exuberante rondó que quisiera ser triunfal. Vacilante en la introducción (cc. 1-23), su exposición (cc. 24-240) adquiere la apariencia inusual de una improvisación alegre y entretenida: los diferentes patrones, que parecen lanzados al azar, jugarán un papel esencial en los desarrollos futuros. Fue Beethoven quien inspiró tanto su forma general, cuasi sonata, como los entusiastas elementos de fuga, que se suceden enriquecidos con recuerdos del adagietto, se desarrollan (cc. 241-496) y recapitulan (cc. 497-710) hasta la irrupción del coral (c. 711-748), en una apoteosis forzada que simboliza la victoria final de las fuerzas de la vida y confirma la sensación de euforia generada por la inagotable abundancia de temas, por la magia de ese sonido caleidoscópico, donde fragmentos y células melódicas, siempre familiares, pasan y pasan una y otra vez. Aún así, en la coda (cc. 749-791) Mahler asume instintivamente la ambigüedad fundamental, la angustia secreta y la incertidumbre que son la marca de su tiempo y que todavía pesan sobre el nuestro.


188 lossless recordings of Mahler Symphony no. 5 (Magnet link)

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No cabe sino calificar de documento histórico el rollo de pianola que Mahler realizó para la compañía Welte & Söhne el 9 de noviembre de 1905, exponiendo el primer movimiento de su nueva sinfonía. Las limitaciones del sistema, sobre todo dinámicas, deben hacernos extremar la precaución acerca de su técnica pianística, pero lo que se preserva es fascinante: los efectos en los pedales, las deliberadas anticipaciones rítmicas en la mano izquierda, los acordes arpegiados, el destacado contraste entre secciones staccato y legato. En cuanto a su práctica como director, podemos apreciar la elección de tempi (al menos durante aquella tarde), el impulso inercial del discurso que oscurece los detalles, la lírica con la que expone el tema elegíaco (cc. 34 y ss.), el arrebato de la entrada del trío I (cc. 155 y ss.), y en especial, el dúctil tratamiento del rubato, desafiante de notación musical. La grabación patrocinada en 1992 por la Fundación Kaplan acopla el rollo Welte-Mignon a un moderno Steinway a través de unos dedos neumáticos, por lo que el sonido es magnífico (y ucrónico).

 


 


Ya hemos visto como no sólo Willem Mengelberg colaboró cercanamente con Mahler en sus apariciones con el Concertgebouw como director invitado, sino que contó con su amistad personal y estima profesional (“su arte de interpretación revela una profunda afinidad y una penetrante inteligencia de mis obras. A nadie más le confiaría una obra mía con entera confianza”), y nos legó el propósito del adagietto como íntima declaración amorosa. Su devota ofrenda de 1926, elásticamente fluida, liberada de las barras de compás, frasea inmiscuida por el maleable rubato mengelbergiano, los tintados y coordinados portamenti (deslizamiento entre notas) en las cálidas cuerdas, embelesadas por el vibrato. La asunción de que es un lied sin palabras condiciona la elección de un tempo que la voz pueda sustentar (las frases suelen impulsarse después del tercer pulso de compás, justo donde Mahler marca la respiración), y da lugar a la que parece ser la grabación más breve, de apenas 7 minutos (en la partitura que Mahler empleó en la premiére de 1904 se tasó su duración en siete minutos y medio); en el extremo opuesto estarían los 15:13 del concierto ofrecido por Hermann Scherchen en Philadelphia en 1964 (Tahra), en el umbral de la inmovilidad taverneriana, o los 28 segundos que Dimitri Mitropoulos consagró a la última nota (New York Philharmonic, Music & Arts, 1960). Mark Obert-Thorn ha conseguido con su proverbial esmero corregir los desfases de velocidad de la fuente en 78 rpm en la edición Naxos.

 


 


Naturalmente el otro apóstol de Mahler es Bruno Walter, conocido por los miembros de la New York Philharmonic Orchestra como The Pope, y que pontificó la primera grabación completa de la Quinta en 1947. Una obra que Walter conocía particularmente bien, habiendo trabajado cercanamente al compositor durante su prolongada publicación (la última revisión en 1911, tres meses antes de su muerte, se puede considerar como provisionalmente definitiva, dado que Mahler hubiera realizado otras correcciones de haber conducido la obra nuevamente). Concisión sinfónico-clásica (exenta de los expresionismos y/o efectismos de otras lecturas posteriores) a través de la pulcritud un tanto distanciada en el seguimiento de las prescripciones de la partitura (que, recordemos, no sólo dictan el tempo, sino también el carácter). El cuidado fraseo, maravilloso, de línea continua elegante y cantabile, contempla sin embargo escaso rubato dentro de una sección o frase: así pues, una diferencia sustancial respecto a la senda mengelbergiana o al propio Mahler pianista. La marcha fúnebre adopta un paso militar afilado e inquieto, y cuyas reminiscencias se advierten en las secciones lentas del siguiente movimiento, de moralidad bucólica. Muerde el ritmo urgente por todo el scherzo, su parte final delirante. Adagietto intenso y tranquilo (en talante, no en cadencia, 7:36), con armonías suspendidas de reserva casi dolorosa, y un clímax decoroso, el arpa perdido en la resonancia de las cuerdas; aún así no es comparable al registrado una década antes con la Wiener Philharmoniker (Opus Kura, 1938). Finale frenético marrado por la descoordinación de las cuerdas en los fugato. La última reedición de Sony nos habla de la dificultad de cristalizar la compleja orquestación en sonido monofónico.

 


 

 

 

La Orquesta del Royal Concertgebouw de Amsterdam era todavía en 1951 el conjunto que Mengelberg había disciplinado durante el último medio siglo, y por tanto con relación directa con el compositor. Sabida es la condición improvisada de los conciertos de Rafael Kubelik, donde la premisa estructural es secundaria. Aquí prosigue la senda walteriana en otra aproximación panteísta de tempi ligeros y dinámicos, nunca temeroso del rubato o de la acentuación de los elementos sardónicos, si bien tendente a la supresión de lo neurótico. El trío I (c. 155 y ss.) es efectivamente contrastado, aunque no dramático, dado el rápido ritmo con el que arranca la obra. En el segundo movimiento la tímbrica rústica y folcklórica en los vientos, alejada de las pulidas y satinadas contemporaneidades, despliega un filtro en sepia que Mahler habría comprendido como suyo. Pastoral scherzo, donde la pareja hombre-naturaleza parece presente de manera casi nietzscheana. Adagietto ligero, adecuado a la noción de “canción sin palabras”, con francos enlaces a varios de los lieder compuestos en el mismo periodo. Vigoroso y fresco finale a pesar de los desaciertos de las trompas y el quejumbroso timbre de las maderas. La edición de Tahra en sonido monofónico, lejano y a veces saturado, transmite la ilusión de una recepción radiofónica en una venerable Telefunken a válvulas.

 



 

Rudolph Schwarz ejemplifica el destino de Mahler si éste hubiera vivido unas décadas más, reeducado en un campo de concentración nazi. Tal vez por ello favorece el perfil humanista a salvo de histrionismos o dramas psicológicos. Destaquemos desde ya una toma sonora que permite atender a la magnífica articulación de maderas y metales, pese a que Schwarz desecha muchas de las minuciosas y asertivas instrucciones prescritas por la partitura; siguiendo el modelo walteriano, el tránsito al trío I es moderado; la coda propala un ambiente ominoso, henchido en la percusión de misterio y desesperanza. Adagietto delicuescente cual lied (7:34), de texturas primaverales. La complejidad de trenzado en scherzo y finale es observada con justicia y ejecutada con ecuanimidad. Es notorio que Horenstein ensayó y desempeñó la obra con la London Symphony Orchestra en los meses previos a la grabación, y siendo éste el único documento mahleriano de Schwarz, nunca sabremos hasta qué punto la responsabilidad es suya o compartida. ¿Que el registro tiene más de sesenta años? Espaciosa, clara y detallada, con impacto y definición, la cinta magnética de 35 milímetros (Everest, 1958) avergüenza a los actuales sistemas digitales.

 


 



Vaclav Neumann decía que en la música de Mahler se encuentra todo el dolor que esperaba a Europa”. Esta declaración de principios comporta una interpretación nada sentimental, de expresionismo descarnado y claridad camerística, los tempi raudos y todavía cercanos a los de Walter. Una furiosa Gewandhausorchester Leipzig abre con una implacable y brusca marcha, más castrense que fúnebre, acaso falta de densidad tímbrica y emocional, pero donde las digresiones iconoclastas refulgen obvias: Mahler escribe en la partitura “Los tresillos de este tema [de la trompeta] siempre deben tocarse algo apresuradamente (cuasi acel.), a la manera de fanfarrias militares. El turbulento y diáfano segundo movimiento muestra un sentido organizado y coherente de las secciones, y contrasta con el perentorio y juvenil scherzo, de fraseo sencillo. Dicha moderación se asocia mejor al adagietto. Finale gentil, con maderas de sabor eslavo. Espacioso y cálido sonido, con los metales un tanto distantes (Berlin Classics, 1966).



 

 


En las sinfonías de Mahler hay muchos momentos sobresalientes, pero solo un clímax real, que uno debe descubrir”. Esta intuición de John Barbirolli le hace centrar (como Neumann, Kubelik o Tennstedt) el discurso narrativo alrededor del adagietto, manufacturándola globalmente inconexa, afable y bellísima (tanto como la de Maazel, Wiener Philharmoniker, Sony, 1982). De contrastes sonoros o de tempi (éstos siempre muy elongados) caballerosamente poco acentuados, limando los choques neuróticos, la partitura se siente acariciante, de manera que va relatando un día perfecto por la campiña inglesa, comenzando con amenazantes nubarrones (los brahmsianos tresillos a partir del trío) sobre el paseo matinal rubateado (más que mortuorio); cierta letargia acompaña la digestión del segundo, tras el cual Barbirolli se relaja con humor elgariano entre té y emparedados en el scherzo, saluda las modulaciones armónicas del amable adagietto, y celebra un final festivo con noria giocosa y globos que se persiguen en los fugatos. El sonido resiste, con presencia y profundidad del poderío orquestal, las cuerdas espesas, los elocuentes vientos de la New Philharmonia todavía klemperianos, los metales incisivos, la percusión restringida por sobrios motivos estéticos (Warner, 1969).

 




 



El conceptualmente calvinista Bernard Haitink hace ronronear los primorosos e inofensivos metales de la Koninklijk Concertgebouworkest en la Conciertos de Navidad de 1986 (Philips). En esta ocasión algo más libre que en sus otros acercamientos a la obra, Haitink expone más que interpreta, con claridad orquestal, cohesión y rigor, limpio y austero, con las indicaciones de la partitura discretamente observadas. De fraseo educado, moderno-expresionista más que romántico tardío, Haitink marcha a métrica fúnebre, casi como en un cortejo. También el segundo movimiento sabe demasiado formal, apartado del “violento y agitado que reclama Mahler. En cuanto al desarrollo vital del resto de la obra, al esquizofrénico scherzo le falta inercia, y al resplandeciente adagietto vigor amoroso. Una Heldenleben donde solo resulta verdaderamente heroico el finale.

 


 

 

 

Si sigues estudiando conmigo los próximos diez años, serás un gran director. Pero si empiezas ahora tu carrera, solo serás como Bernstein”. Y ciertamente que Eliahu Inbal confió en el malvado Celibidache, del que aprendió su planteamiento analítico. Pero también fue capaz de romper las limitaciones del clasicismo sinfónico de un Haitink, para situarse en un territorio medio, pero con la ventaja del conocimiento propio y recóndito de la herencia hebraica, y partiendo de esa base conceptual de un Mahler como lucha interior y caótica nos arrastra a un flujo de materia plástica e inacabada (el golem), a una historia desordenada donde se aprietan la vulgaridad de la música callejera, las pretensiones de la orquesta de café y el boato de los valses de palacio. La ligereza mozartiana de la Frankfurt Radio Symphony Orchestra (Denon, 1986) plasma en el primer movimiento una aproximación devastada surcando un oleaje lento y desolador (con los brillantes solos de la trompeta -sin variación dinámica el primero, pero de fraseo muy libre- como únicas ocasiones en que el sol berliozano logra abrirse camino a través del manto de nubes, eximido en parte en un histérico trío) antes de liberar la furia del segundo, de transiciones abruptas e índole ácida. La relajación inusual del scherzo enlaza con un dulce adagietto, que expone de manera convincente la relación con el ciclo Wunderhorn. Neutral finale, con solo un amago de fina ironía. Asombrosa panorámica, con los solistas puestos en perspectiva; no tanto la percusión, pity.

 



 



Mahler puso más indicaciones dinámicas y expresivas que ningún otro compositor en la historia, y aún así profetizó a Bruno Walter que estaba seguro de que los directores posteriores a él seguirían introduciendo cambios. Y así hace Leonard Bernstein: “Me siento tan cerca de su música que a veces siento que la he escrito yo, así que puedo juguetear un poquito, aquí y acullá”. Las habituales ya saben de mi debilidad por su Mahler contradictorio y cercano, la peregrinación narrativa, el excelso prisma de hallazgos tímbricos, saboreando meandros de incertidumbre, de melodrama exagerado e imprescindible, de histrionismo autoindulgente. Y con esta extrema certeza explora la red sutil de relaciones temáticas que unifica la obra. Contrastado primero, donde la marcha torna meditación extraviada y se crispa dolorida en el trío, usurpando el legado de Mitropoulos (no en los ritmos claustrofóbicos). El combate aniquilador en el segundo se toma unas pausas intermedias teatrales y no solicitadas por la partitura, con cada instrumento abatido salvo los desafiantes trombones. Variopinto y ágil scherzo (tenebrosa su primera parte, vals melancólico), pintado a lentos trazos (en su copia personal de la partitura Bernstein escribe “To hell with it—lets get drunk—A ball”). Delicadísimo y evanescente adagietto (la deconstrucción de los acordes del arpa como una secuencia de notas independientes), pero ya sin el rugido final de los bajos en su lectura para CBS en 1963. Finale jubiloso con los fugatos henchidos de optimismo y el coral perfectamente integrado. La laxitud general permite a los atriles de la Wiener Philharmoniker deslumbrar en cada intervención (por ejemplo, las trompas en el primero, o las cuerdas en el adagietto) y resaltar la atrevida novedad de la orquestación, subrayando detalles con una enorme sensibilidad. Cambios de tempo repentinos (pero Mahler era particularmente aficionado a la marcación plötzlich "súbito") y rubato omnipresente, dislocando cada compás a sus límites en un espacio-tiempo distorsionado por la masividad de un Lenny en trance: “His conducting has a masturbatory, oppressive and febrile zeal, even for the most tranquil passages. He uses music as an accompaniment to his conducting” (Oscar Levant). Como todo su segundo ciclo mahleriano, la toma sonora procede de conciertos en vivo, de vastísima gama dinámica, tímbrica dorada y robusta (DG, 1987). ¿Grotesco Bernstein? Orgiástico, fantasmagórico, agotador. Un Dorian Gray cuyo retrato está por descubrir.

 


 



Otro director cuyas interpretaciones son decididamente personales, casi peligrosas, sobre todo en vivo, es Klaus Tennstedt. La emocionante reunión de la London Philharmonic con su director musical tras superar un cáncer el año anterior determina especialmente la ocasión. Su noción romántica y germanófila se oscurece y dramatiza: el paso tentativo y con leves titubeos de la marcha fúnebre que Tennstedt va planteando resalta la ferocidad del arranque del trío, mientras la rabia del segundo movimiento se ve templada por secciones de ritmo ligero. La orquesta demuestra su virtuosismo en el extrovertido y pictórico scherzo. Adagietto susurrado que apenas avasalla en su tristanesca resolución. Como Rattle o Giulini, Tennstedt difumina la exageración o vulgaridad hebraicas. El público congregado el 13 de diciembre de 1988 en el Royal Festival Hall estalla tras el paroxismo triunfal y angustioso del coral conclusivo. La deliberada acritud de los timbres y la exuberancia de los planos sonoros chocan con la difícil acústica en la toma sonora (EMI).

  





Pierre Boulez llegó a Mahler después de descubrir las obras de Schönberg, Weber y, especialmente, Berg. En consecuencia, su Mahler mira sin artificio al futuro, a las cercanas conquistas de dichos compositores. Inexorable alternando el terciopelo y el látigo, con gran impacto en los tutti orquestales, Boulez moldea plásticamente los cambios de tempo sin necesidad de preparación previa. El equilibrio tímbrico es una de las señas de identidad del Boulez compositor, mediante el control dinámico de cada atril: los vientos igualados en protagonismo a las satinadas cuerdas, y una percusión a la baja, reprimida con puño de hierro. La marcial marcha, sabiamente dubitativa en el tema principal, solo arrecia marginalmente en el trío, buscando la emoción desde la claridad. Similar honestidad se persigue en el segundo movimiento, donde, como Walter, mantiene la línea conectando con fluidez los diferentes episodios. Estructurado scherzo, diríamos poco mahleriano por su sencillez panteísta, y que conserva intacto al oyente al final de la audición. Y ésta es precisamente la pega de un, por otro lado, irreprochable aunque poco audaz adagietto. Excelente toma sonora, que hace justicia a las intervenciones de la maravillosa trompeta de la Wiener Philharmoniker (DG, 1996).

  





Con el acceso de Riccardo Chailly a las partituras pertenecientes al Royal Concertgebouw, prolijamente anotadas por Mengelberg, podríase pensar en el inicio de una cruzada recuperadora de la tradición interpretativa (si bien “tradición es abandono”, Mahler dixit) del insigne director holandés. Chailly podría haberse erigido en su médium espiritual además de textual, por ejemplo, en la colocación del primer trompa (atención a su lírico vibrato) inmediatamente situado detrás del concertino en el espectacular scherzo, dispuesto con acierto como eje central y concertante de la sinfonía. Nada más lejos de la realidad: Chailly se sitúa en esta misma línea (necesaria y) analítica y de neutralidad interpretativa, minimizando el aporte judío, si bien en una latitud más templada que Boulez, Karajan o Abbado, caso del carácter del adagietto, radiante, cariñoso y no desgarrado, aunque su tempo no siga el mandato historicista, con más técnica que comunicación. Vibrante el rondó final, con sus líneas internas finamente esculpidas, por no hablar de la velocidad suicida en el final del segundo movimiento. La modernidad del colorido poético mahleriano y la exposición de los detalles interiores se plasman en la gestión intensa de los múltiples micrófonos, quizá en demasía, como en el arpa omnipotente (Decca, 1997).

  





El concepto sinfónico como ente orgánico y progresivo debido a Jascha Horenstein (Berliner Philharmoniker en un concierto goyesco en Edimburgo en 1961, editado por Pristine) resucita en la lectura de Rudolf Barshai (Brilliant, 1999), poseedor de una erudición íntima y cohesionada de la partitura: primer y segundo movimientos (un tanto restringidos) se fusionan en un propósito fluyente cuyo objetivo es un devastador clímax. Scherzo lentísimo, permeado de fluidos ritmos de danza, salpicado del mecanicismo feliz de los vientos. El rápido adagietto (obviando las marcas de respiración, pero exponiendo la tensión entre la melodía sincopada y las suspensiones armónicas) resulta sincero en su intrincada combinación con el sustancial rondó, desentimentalizado y de aplastante lógica contrapuntística. Máximo el interés bachiano en que la polifonía sea nítida en todo momento (de nuevo Mahler se confiesa: "No puedo describir como aprendo continuamente de Bach, como un niño, sentado a Sus pies”). Barshai, desde su formación como violista, gusta de enfatizar el registro grave en unas cuerdas de camerística nitidez. Capturado espaciosamente en una sola interpretación en vivo (con algún molesto ruido de audiencia), con reverberación cavernosa y extremismo dinámico (en general p y pp suenan demasiado, escúchese el demoledor tam-tam en el segundo movimiento, c. 544). La Junge Deutsche Philharmonie es una entusiasta orquesta estudiantil que consigue aquí un arrebatador resultado.



 



Como es habitual en estas producciones de Telarc hay un instructivo añadido pedagógico, donde, apoyándose en ejemplos propios o ajenos, Benjamin Zander recupera al Mahler vintage con la convicción de un misionero: se asienta en el muelle fraseo del propio compositor en su interpretación al piano para articular, no sólo el ritmo fúnebre de la marcha, sino también la metodista enunciación de la trompeta solista. Asimismo, el meticuloso adagietto, con las marcas de respiración cuidadosamente observadas, está fundamentado en la vetusta e inigualable grabación de Mengelberg. Zander lleva con plasticidad bernsteiniana a la Philharmonia Orchestra por el silencioso ímpetu del segundo movimiento; la claridad que aporta el tempo laborioso en el finale le resta algo de conmoción y energía. Entre ambos, el polarizado scherzo delata su importancia crucial en la estructura de la obra, y sus secciones contrapuntísticas revelan la necesaria separación antifonal entre violines. Parte de la paleta mahleriana se pierde en una familia de percusión perfectamente planificada aunque poco audible en la toma sonora realizada en 2000.

 




 


Dejaremos sin respuesta las translúcidas provocaciones de Roger Norrington (Radio-Sinfonieorchester Stuttgart, Hänssler, 2006) pero no las de François-Xabier Roth, que tomó la dirección de la Gürzenich-Orchester Köln ciento y un años después de que esta orquesta ofreciera la premiére de la sinfonía en 1904. A pesar de estar compuesta directamente para una gigantesca orquesta, la instrumentación está tamizada por el gusto mahleriano de los sutiles efectos de música de cámara. Y a partir de ahí Roth traza una narrativa simple y disciplinada, de rasgos neoclásicos (la objetividad contemporánea de texturas aéreas y líneas claras), y redescubre su sonoridad, negándose a decorar o embellecer la música, ni a intoxicarla con histrionismos añadidos. El equilibrio tímbrico (enfatizando la polifonía en los planos de bajos) y los fraseos son diferentes a lo acostumbrado, con abundancia de portamenti y glissandi. Roth otorga una exquisita atención a las dinámicas, a veces virulentas, y descarta el vibrato a excepción de las escasas solicitudes de Mahler. Apremiante primero, rebosante de gravitación rítmica, y segundo próximo al mundo pastoril de la Cuarta. Claroscuros en el scherzo y sorpresiva sección final del adagietto, subrayando el Noch langsamer (más lento), como si cada nota dudara en descender y recuperara infelizmente su lugar dentro del acorde perfecto. Finale sin monumentalidad, si bien de gran transparencia mendelssohniana. La colocación antifonal de cuerdas y metales ya se había empleado por Kubelik o Barenboim, y obviamente es uno de las méritos de la grabación (HM, 2017). Acaso ya sin la mística de las generaciones que conocieron al hombre, las nuevas ya solo ven su música, las sinfonías clásicas del siglo XX.

  


 



Podemos estar de acuerdo con Barbirolli en que cada sinfonía de Mahler tiene un clímax. Yo lo encuentro en el compás 101 del adagietto, donde los contrabajos (llegando desde fortissimo) preceden a la resolución tonal de la melodía que los violines completan en la siguiente medida. El detalle no es baladí, ya que la inmensa mayoría de los directores anticipa el característico morendo del último compás del movimiento a los cuatro últimos (c. 100 y ss.), donde Mahler todavía exige la marcación tempo-emotiva Drängend (urgente). Algunos pocos respetan dicha minucia, pero ninguno combina la carnalidad lujuriosa de los sforzati salvajes de Bernstein (1963) y Levine (1977), las tenues dinámicas de Shipway (1996) y Eschenbach (2004), los palpitantes rubati de Bertini (1990) y Barshai (1999), o la disposición antifonal de los violines de Meister (2011). Seguiremos esperando la versión soñada.


miércoles, 12 de febrero de 2020

Elgar: Cello concerto


El Cello Concerto de Edward Elgar (1919) abandona la opulencia eduardiana de sus trabajos anteriores a la Gran Guerra hacia un íntimo y austero tratamiento orquestal que enfatiza la soledad del solista sin oscurecerlo a pesar de su gran tamaño. Un poema introvertido y conciso, una elegía para un mundo y una forma de vida perdidos, con libertad para mostrar su melancolía, desilusión y tristeza.
Los cuatro movimientos se subdividen en secciones de ánimo inestable, como una sucesión de intermezzi en los que el cello hace de narrador y protagonista:

El Adagio-moderato se abre con una declamación angustiada del solista (compases 1-8), al que la orquesta consuela con un primer sujeto cantado rítmicamente como una nana, en cuyas modulaciones las pasiones se inflaman (cc. 9-46). Tras un breve puente (cc. 47-54), vientos y cello insuflan el pastoral segundo tema, una mirada anhelante a la juventud añorada (cc. 55-74). Luego de una transición (cc. 75-79), el solista retorna a una florecida primera parte como un recitativo acompañado que oscila entre la ternura y la violencia (cc. 80-105), enlazando sin pausa al …

II Lento-allegro molto: Desde la penumbra, el cello balbucea en busca de un indeciso scherzo, aceptado solo después de varios rechazos, un breve y elegante motivo con una parte orquestal mínima, donde el sujeto principal fantasea, y el cantabile segundo sujeto se oculta bajo las sombras. El juego se repite y se interrumpe, cual vuelo de libélula, involucrando al segundo motivo hasta un punto final alegre y bellamente ponderado, memoria de días más felices. Introducción (cc. 1-15); tema I (cc. 17-39); tema II (cc. 40-47); tema I (cc. 48-77); tema II (cc. 78-85); tema I (86-103); coda (cc. 104-129).

III Tres células que suben lentamente y un marcado descenso de tres notas introducen el único tema del breve Adagio, una amplia melodía iniciada por el solista y apoyada por la orquesta, que ostenta la firma elgariana de los amplios intervalos. Iniciando una repetición completa, la orquesta se involucra activamente. El violonchelo proporciona una breve coda que lleva a una repetición de las frases introductorias, donde Elgar declara una pérdida sin medida en esas notas finales portato y detenidas sobre la dominante. Introducción (cc. 1-8); tema en si bemol mayor (cc. 8-26); tema en la mayor (cc. 26-44); tema en mi bemol mayor (cc. 44-52); coda (cc. 53-60).

IV Allegro-moderato-allegro ma non troppo-poco più lento-adagio: La respuesta al adagio es una peligrosa y enérgica marcha en la orquesta, más sinfónica y de un heroísmo inseguro. El desconcertado cello retorna al soliloquio desolado (introducción, cc. 1-19), pero la orquesta insiste, por lo que juntos entrelazan bulliciosamente elementos de rondó y sonata, pompa y circunstancia (exposición, cc. 20-83). El desarrollo (cc. 84-196) consta de repeticiones secuenciales en patrón de semicorcheas. Tras la recapitulación (cc. 197-280), la angustia se entromete gradual y wagnerianamente en la coda (cc. 281-352), obligando al violonchelo en un momento de pesadumbre suprema a recordar el desesperado enojo del comienzo, núcleo del concierto, donde el mensaje cristaliza antes de la conclusión abrupta, contundente y superficial.








Al comenzar la primera grabación completa en 1928 (los mismos intérpretes habían abordado una drásticamente abreviada en 1919) Elgar alentó a la solista: “Don’t mind about the notes or anything. Give ‘em the spirit”. Y Beatrice Harrison comienza fluida, directa y sin adornos, con un vibrato ceñido y reservado, para, cuidadosa y paulatinamente ganar amplitud, inflexión dinámica y flexibilidad, impulsando su expresividad en los momentos lentos y en el gran portamento final. En el adagio la solista intenta incrementar el pulso metronómico mientras Elgar pugna por mantener las riendas rítmicas; en el stringendo molto (c. 31 y ss.) se da una extrema aceleración desconocida en las grabaciones posteriores. Irresistible el frenesí con que la solista y la sección de cellos enlazan su línea al unísono en la recapitulación (cc. 197 y ss.), con el trombón en glissando cercano a la caricatura grotesca, un entusiasmo que indica que Elgar no conceptualiza como tragedia la pérdida de coordinación y claridad en los pasajes orquestales. Como era norma en la época, Elgar es impredeciblemente elástico en tempi y fraseo (a veces en desacuerdo con sus propias marcaciones en la partitura), con un uso pronunciado del vibrato y menos obvio del portamento. La entonación de The New Symphony Orchestra (nombre que encubre a la agrupación del Royal Albert Hall) no siempre es perfecta, los atriles de graves van retrasados a veces, y cumple con la característica heterogeneidad contemporánea de timbres en los vientos. La restauración de Somm ha mejorado ostensiblemente las ediciones de EMI o Naxos, ensanchando la amplitud y fortaleciendo los graves.







Aunque sin duda Adrian Boult tenía un concepto más restringidamente británico de la obra, apoya fielmente a Pau Casals en sus meandros retóricos y sentimentales, en las inflexiones rapsódicas, y en los acentos dinámicos y rítmicos en casi cada compás, y da innumerables oportunidades para que el concierto sea tocado como música de cámara, con el cello asumiendo el rol de primus inter pares. Una personalísima visión romántica de plasticidad, vigor muscular, ataques variados y entonación ajustada a las demandas armónicas, con secciones profundamente meditativas, que impuso durante décadas una tradición bien alejada del canon elgariano, pero que el propio compositor aprobó y disfrutó en concierto en los años 30. La estridente cuerda de la BBC Symphony Orchestra pierde su configuración antifonal en la toma monofónica de 1945 (EMI), que recoge alguno de los célebres gemidos del solista, quien solía bromear con la posibilidad de duplicar el precio de sus discos ya que, además de lo instrumental, ofrecían un bonus vocal.





Tal vez sea acertado ignorar todas las adhesiones sobre el trágico destino de Jacqueline Du Pré, responsable de la consolidación de la obra en el repertorio e influencia consciente sobre varias generaciones de violonchelistas. Escogiendo velocidades parsimoniosas y dinámicas atrevidas, comunica su intuición nativa y honesta con su timbre hermoso (a sus veinte años empleaba el Stradivarius de 1712 conocido como Davidov), libremente romántico, con anticuados portamenti, hiperactividad plástica, furia adolescente y exasperada: intensidad elocuente y alegría contagiosa en el scherzo; expresiva en el adagio y desafiante en el final. John Barbirolli, que había tocado en la misma London Symphony Orchestra en su premiére, logra una comunión milagrosa con el acompañamiento, de pianissimi susurrados, asimilado a un orfeón que refuerza el tono dramático y solitario del cello. Escuchando el flamante documento jamás podríamos sospechar que su conjunción necesitó de treinta y siete tomas (EMI, 1965).
Más discutibles sus ardorosas grabaciones posteriores: en una, porque la urgencia de la solista se libera inmediatamente y Barbirolli tiene dificultades para encauzar a la orquesta en su impaciente persecución (BBC Symphony Orchestra, Testament, 1967); en la otra, porque la desesperanza carga su nuevo y moderno instrumento, y quizá resulta magnéticamente exagerada, especialmente en su contraste con el cuidadoso Barenboim (Philadelphia Orchestra, CBS, 1970).





No solo la influencia conceptual de Yo-Yo Ma es evidente, también es muy diferente el sonido del mismo Davidov de Du Pré: Ma, en vez de atacarlo, lo engatusa, lo perfuma con fantasía, y lo acuarela con distinción, refinamiento y nobleza. Florido arranque del primer movimiento, al límite de la audibilidad, y misterioso el volátil scherzo que ofrenda una clase magistral en la escrupulosa marcación dinámica, en la entonación y articulación de las coloridas y desvergonzadas semicorcheas. Mientras la música progresa, Ma siente la necesidad de regodearse en una especie de manierismo retórico, concluyendo cada nota de importancia significativa con un roce del arco. André Previn teje un soñador tapiz sonoro con la London Symphony Orchestra, acomodando las frases a la expresión del solista, muy integrado en la toma orquestal (Sony, 1985). Juntos conjugan las transiciones entre secciones de manera muy natural.





Pieter Wispelwey avisa en el libreto del disco acerca del peligro que supone intentar una lectura propia, ajena al canon Du Pré-Barbirolli. Afortunadamente su individualidad, su experiencia en la corriente historicista, y su sonido característico, murmurado y dolorosamente restringido, ofrecen una óptica sincera e inteligente. Primer movimiento riguroso, recuperando los briosos tempi del propio Elgar. La apertura del scherzo, a veces un eslabón débil, asfalta con gran aplomo la senda lógica hacia el allegro molto. Adagio cual meditación concentrada, de intensidad minimalista. Jac van Steen consigue de la Netherlands Radio Philharmonic un acompañamiento muy afable, dúctil e imaginativo, equilibrando pedagógicamente secciones en una estructura homogénea inherente a la obra, con intimidad camerística y transparencia de los vientos. Perspectiva panorámica, puntillista y minuciosa en cada detalle instrumental (Channel, 1998).





Inmaculadas las semicorcheas del scherzo, de finura mendelssohniana, resbalando en el dorado timbre que logra Sol Gabetta; y brillante el estilo dialogado en el desarrollo del último movimiento entre dos voces contrastadas: una se caracteriza por arcos cortos marcato y breve portamenti; la otra, más carnosa, con frecuente y lozano portamento. Este enfatizado fraseo desemboca en las modulaciones murmuradas de la coda. Grabación empastada y rotunda de un concierto (RCA, 2009) a cargo de una Danish National Symphony Orchestra pastoreada de guisa elegante y bellamente redondeada en las maderas por Mario Venzago.





Jean-Ghihen Queyras concibe una pulida, tierna y sofisticada remembranza: aporta discreción y primor aristocrático (corcheas con puntillo en c. 31), y emplea el recurso del vibrato, muy jugoso, como elección expresiva y no automática. Primer tema calmado, de perfecta limpieza técnica en entonación, ataque y articulación; adagio de atmósfera nocturnal y schumanniana, con la textura polifónica orquestal densa y oscura, pero sin caer en la angustia mahleriana. El también violonchelista de formación Jiri Bělohlávek conquista una profundidad verosímil de las detalladas reacciones de la BBC Symphony Orchestra, al modo de un coro helénico en la sombra (HM, 2012). Un Elgar contemporáneo, el primer inglés progresista.





Steven Isserlis parametriza su lectura hacia la introspección monacal (sin llegar a la sobriedad suprema de Starker), en torno a la pureza clásica y la delicadeza sensible sobre un fraseo rapsódico, si bien reposadamente brahmsiano. Primer movimiento muy ágil, casi al nivel del propio Elgar. En el adagio rescata la profunda y desolada emoción sin sentimentalidad excesiva de la pionera grabación de Harrison. Los implorantes y devastadores compases que siguen al poco più lento del finale desprenden una hipnótica fragilidad. Donde la última mirada en la coda de Du Pré era atormentada, y la de Queyras desafiante, la de Isserlis es resignada, y subraya la coherencia de la estructura arquitectónica. La siempre colosal, y de alguna forma amenazadora, Philharmonia Orchestra comandada por Paavo Järvi, está perfectamente equilibrada con el timbre radiante y de ricos graves que proporcionan las cuerdas de tripa del instrumento solista (Hyperion, 2014).