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lunes, 6 de abril de 2020

Gluck: Orfeo y Eurídice

Se dice que Orfeo y Eurídice abre el camino como mojón fundamental en la historiografía musical a su evolución dinámica en Mozart, e incluso la transformación hacia el drama homogéneo y total wagneriano. Sin embargo, se suele olvidar que sus conceptos básicos flotaban ya en el ambiente previo: el libreto que Raniero di Calzabigi escribe sobre el mito preserva el casto clasicismo del original virgiliano y retorna a los ideales de pureza, equilibrio y simplicidad, hacia la proporción armoniosa y la naturalidad emocional rousseauniana, donde el drama predomina sobre la escenografía, apartándose de situaciones convencionales y podando la frondosidad verbal sin significación teatral. La economía de medios con solo tres personajes descarta la estructura rígida e intrincada, las floridas disquisiciones, los pomposos espectáculos barrocos.
La ópera que compuso para dicho libreto Christoph Willibald von Gluck en 1762 parte de la continuidad del discurso musical-dramático, donde recitativos acompañados avanzan la trama y realizan la transición entre los números cantados. El novedoso sistema de integración de coros, solistas y danzas en una emulsión clara y de acción minimalista (sin episodios marginales, aparte el festivo final) se suma a la música colorista y elemental armónicamente, con pocos cambios de clave y modulaciones. El canto es esencialmente silábico (los escasos melismas o saltos interválicos amplios potencian el sentido del texto), galante y melódico, depurado del contrapunto excesivo y alejado de “la extravagancia gótica y barbárica” en palabras de Calzabigi.








1762
No sé cuál es el misterio que atesoran estas producciones de finales de los sesenta. Quizá sea la coloración de la Münchener Bach-Orchester, masiva, morosa y romántica. Karl Richter convierte el ballo inicial en una verdadera elegía fúnebre, con la resonancia de una pasión bachiana. Serio y venerable, el coro muniqués asociado solfea empastado e impecablemente afinado, germanizado en sabor y refinado en exceso para amedrentar como Furias. Dietrich Fischer-Dieskau impone un suntuoso aire oratorial, magistralmente detallista. Cada sentencia es un poema: escúchense sus inestables recitativos intercalados con intervalos disonantes en Chiamo il mio ben cosí, que trazan el dolor del protagonista en la tradición madrigalística, de legato y colorido impecables técnicamente, pero fuera de rol en la suspirada aria Che farò senza Euridice. Aunque traspuesta su tesitura baritonal (opción injustificable musicalmente), el contraste tímbrico con la serena y pura soprano Gundula Janowitz es bienvenido, pese a que su temperamento flaquee en calidez e vehemencia. La Danza de la Furias de 1774 se cuela ucrónicamente de tapadillo para solaz de los oyentes. La toma sonora propulsa al solista en un intrusivo primer plano (DG, 1967).






Accent edita en 1982 el primer Orfeo con criterios historicistas. La Petite Bande (5.5.4.3) despliega una plasticidad didáctica aún deficiente en expresión y carácter (Sigiswald Kuijken comenzaba a ejercer de director), con un aire más barroco que prerrevolucionario en acentuación y fraseo: así, el trémolo borrascoso de las cuerdas en Numi! barbari Numi! le da un afrancesado olor a Lully, y en los pasajes de recitativos acompañados hay una laboriosa literalidad de ritmo. Abundante ornamentación, espléndidas dinámicas, tempi lentos y, a menudo, muy lentos, con un semblante de formalidad en las danzas, cual oasis gentiles. El contratenor René Jacobs, perfecto de entonación, mas de timbre gris y bajos débiles (su tesitura orbita del la grave al mi agudo), propone un protagonista angustiado en su cuidadosa e inteligente declamación, trufada de gustosa decoración. En Che puro ciel el descriptivo acompañamiento orquestal de la grácil acuarela de los Campos Elíseos se beneficia de las transparentes texturas, una de las más complejas compuestas por Gluck. Marjanne Kweksilber (tesitura de soprano del re sostenido grave al la agudo) es una intensa y apasionada Euridice, aunque en su diálogo con Orfeo se ciña en frialdad. El reducido coro del Collegium Vocale evoluciona con delicadeza desde la intimidación al candor como Furias. Las pausas entre números tienden a fracturar el drama en unidades musicales.





El interés en continuar por la senda gluckiana veraz se plasma en la dirección picante y enérgica de Hartmut Haenchen, a pesar de que los instrumentos de su diáfana Kammerorchester C.P.E. Bach no sean idóneos: hay texturas ricas y suaves como en la saturada Che puro ciel, pero en Chiamo il mio ben cosí el recurso barroco al efecto de eco está poco diferenciado. La estrella de esta grabación es el convincente contratenor Jochen Kowalski, elocuente y enardecido, de poderoso registro de pecho en la tesitura grave y media, que torna menos agradable en el agudo (muy abierto, sin vibrato), con falta de legato a tempi rápidos, ornamentado con fruición; en la delicada línea declamatoria Deh! placatevi controla la emoción para verterla desesperado en el Che farò senza Euridice, interpretado como allegro (pero con destacados rallentandi) según una fuente contemporánea. Dagmar Schellenberger-Ernst es una soprano agitada, urgente, fresca, pálida de color vocal. El amplio coro Rundfunkchor de Berlín vocaliza candente y sensual, y presume de un poderoso efecto en el ritmo con puntillo como Furias. La toma sonora (Capriccio, 1988) encierra las voces en una zona indistinta y brumosa que oscurece las figuraciones rápidas.






Descarto la camerística visión de Frieder Bernius con Tafelmusik (Sony, 1992) por su aroma arcaizante y demasiado seráfico para recrearme en la vigorosa iconoclastia teatral de John Eliot Gardiner y sus translúcidos English Baroque Soloists (9.7.5.4), ejemplares en las caracterizadas danzas, en la sugestión de penumbra melancólica del río en el acompañamiento en T’assiste Amore!, en el intensivo uso de instrumentos solistas con motivos naturalistas en Che puro ciel. El contratenor Derek-Lee Ragin es ardiente, tenso, casi caprichoso en el drama del recitativo Che disse, feroz en sus súplicas a las Furias, si bien sus embellecimientos en Che farò senza Euridice no ocultan las dificultades en la emisión grave, los cambios de color, las deficiencias de pronunciación, su menor volumen respecto a la soprano Sylvia McNair, de liviana y gélida belleza, inocente en su reanimación. Precisión máxima para el Monteverdi Choir en su rol de Furias: acordes disonantes y fuerte contraste dinámico, reflejo especular de las interpolaciones de Orfeo en el coro de apertura. La estupenda grabación (Philips, 1991) concibe leves movimientos escénicos de los cantantes.






Tres décadas después René Jacobs lleva Orfeo al disco, esta vez como director (HM, 2001), e imprime a la espectacular Freiburger Barockorchester de tal sublime rítmica que rezuma vitalidad en cada escena, con un concepto de acentuación estilísticamente danzable, audaz en las dinámicas. Fantástica la percusión añadida que consigue salvar en parte la debilidad de la obertura, insulsa y sin ninguna relación con la peripecia teatral, así como en el pasaje que precipita el descenso al Hades al final del acto I. Las heladas y funestas disonancias que serpentean a continuación dialogan con la firmeza de la tórrida y corpórea voz de la mezzo Bernarda Fink, que nos persuade con naturalidad de su soledad y su dolor sin lágrimas. La afligida y temperamental Veronica Cangemi es verdaderamente irresistible para Orfeo, aun cuando alguna vez su entonación yerre. El RIAS Kammerchor está en plena forma y adecúa su temperatura a cada acto. El palpable sonido (con efectos especiales) está a la altura del evento.
 





La adaptación cinematográfica (que excluye o abrevia las danzas) debida a Václav Luks y la orquesta Collegium 1704 está idealmente rodada en el teatro barroco del castillo de Český Krumlov a la luz de las velas y con un uso encomiable de las sombras. Si poderosa escénicamente resulta la pareja del contratenor Bejun Mehta y la soprano Eva Liebau, Regula Mühlemann es una Amore insuperable. Los decorados de estilo dieciochesco están destinados a convertirse en un clásico con el paso de los años (ArtHaus, 2013).







1774
En 1774 Gluck inicia una campaña cuidadosamente planeada para conquistar el mundo operático parisino. Donde Orfeo era una obra revolucionaria, Orpheé et Eurydice fue entallada a los prejuicios más conservadores de la audiencia regular: la adaptación incluye un nuevo libreto francés (traducción directa del original), reescritura musical con extensión y cambios en orquestación (el genial uso de la trompeta), ampliación de escala (desde una azione teatrale camerística a una compleja representación en la Académie Royale) y alteración vocal. En París no habitaba la asexuada y semidivina voz castrato, asi que Gluck asignó Orfeo a un tenor ligero (que acaso cantaba en falsete las notas más altas) y por ello perdió el carácter de profunda melancolía que pide el tema. Las escenas en el Hades y en el Elysium son superiores en aliento y abundancia por la adicción de las danzas, arias y melódicas contribuciones corales.

El mismo Gluck marcó muchos pasajes en esta versión parisina para ser tocados con vibrato, enfatizando sus colores armónicos. El efecto se pierde si se hace general, como en la voluntariosa pero apagada dirección de Louis Froment (Hänssler, 1955), sin progresión dramática de la acción teatral, toda serenidad y solemnidad, consecuencia en parte de una secuencia propia de números (y cortes) poco satisfactoria. La Société des Concerts du Conservatoire, registrada en concierto, se muestra imprecisa en los ataques, y su coro garantiza la pronunciación nativa, aunque resulta confuso en la claustrofóbica toma sonora que también perjudica las cuerdas. Destaquemos como el ardoroso tenor Nicolai Gedda borda sus notas con seguridad (con discretas trasposiciones) y desenvoltura técnica (Laissez-vous toucher), mientras la soprano Janine Micheau impone su presencia de matrona romana en sus dudas, sus reproches, su desconcierto ante el desafecto de Orfeo.






Marginalmente mejor la grabación Philips de un año después, aunque como era de rigor en los 50 hay prominencia de las voces en relación a la Orchestre des Concerts Lamoreaux. Hans Rosbaud dicta una calma lectura con pujante fraseo legato, pulso rítmico rígido y líneas sostenidas, las danzas con gracia funérea. Timbre texturado del Conjunto Vocal Roger Blanchard, algo letárgico y pesado. Léopold Simoneau, noble héroe decimonónico de pulida belleza, también recurre a la trasposición de algunos números ante las dificultades casi insalvables de la tesitura de Orfeo, que sube cuatro tonos y se ve ampliada hasta casi las dos octavas, desde el mi grave al re sobreagudo. Suzanne Danco negocia un amplio y sostenido vibrato sobre un distinguido francés idealmente pronunciado.






Dichas lecturas parecen opacas y pesadas al lado de la editada por Naxos en 2002. La ingravidez es el factor diferencial de la propuesta de Ryan Brown, que en las danzas aflora en todo su esplendor. Culpable de ello es la diáfana Opera Lafayette Orchestra (5.4.3.3), mucho menor que el conjunto empleado en la première (14.14.5.12), y que integra instrumentos y articulación historicista al servicio de la vivacidad teatral: percíbase cómo en la introducción al acto II acentúa el tenebrismo de la textura orquestal con unas dramáticas trompetas naturales. El coro asociado (14 integrantes por los 47 del estreno) está a similar nivel. Excelente asimismo el tenor ligero Jean-Paul Fouchécourt, ágil y elástico, de gran registro superior, esmalte aterciopeladamente monocromático, y que aporta sentido de sorpresa en Quel nouveau ciel y delicados ornamentos en J’ai perdu mon Euridice; junto a él aparece la soprano Catherine Dubose, de timbre avasallador y penetrante, si bien dulce y expresiva a voluntad.
 





Mi buen señor, es intolerable. Siempre gritáis cuando dererías cantar, y cuando es cuestión de gritar no lo hacéis. No penséis ni en la música ni en los coros, gritar como si alguien estuviera serrando vuestros huesos”. De esta guisa Gluck instruyó a su cantante en 1774 a interpretar el coro de apertura, y sin duda con esta premisa actúa Marc Minkowski, colorido y efectista. La sutileza de las texturas no es óbice para el mayor contingente de Les Musiciens du Louvre (9.7.4.6), ni para el coro asociado de 26 voces, variado de timbre ya sea como etéreos pastorcillos o como implacables y maníacas Furias. Minkowski ofrece su característica explosividad de grandes contrastes de ritmo, impulsividad, e interminables danzas a tempo plañidero como la Pantomime des Nymphes et des Bergers. Esta peligrosa volatilidad transita de la ferocidad de los trombones al elegante florecimiento del fraseo en Quel nouveau ciel. Richard Croft es un verdadero haute-contre, brillante de timbre, sensible en la matización verbal de Objet de mon amour!, y cómodo en las extravagantes cadenzas cromáticas en el L'espoir renaît. Mireille Delunsch le acompaña juvenil y enternecedora. Grabación procedente de representaciones públicas, a mi (escaso) entender reveladoras experiencias teatrales, en la línea de su Lully o Rameau (DG, 2004).
 





Juan Diego Flórez es el epicentro de esta grabación (envolvente, pero con una plétora de prominentes ruidos), donde conciertos sin representación escénica fueron recogidos por Decca en tres días primaverales de 2008. El soberbio tenor ligero se ve obligado a ascender hasta los cielos de su tesitura (ojo, en un par de números se ha bajado su rol un semitono), con afinación impecable y rossiniana línea legato (L'espoir renaît), tal vez demasiado muscular para el rol. Más persuasiva teatralmente la soprano Ainhoa Garmendia, que frasea empática, ferviente, flexible y plena de estilo. Jesús López-Cobos conduce irregularmente al Coro y Orquesta Titular del Palacio Real, sucediéndose números dinámicos con otros donde los ataques en las cuerdas resultan cuasi románticos, los metales blandos, las danzas torpemente coreografiadas.






1859
A mediados del siglo XIX el Teatro Lírico de París pidió a Héctor Berlioz modernizar la obra para su reposición. Esta solución póstuma de compromiso cambia su estructura (y por tanto contradice e inmortaliza a Gluck) restaurando la línea vocal de Orfeo a su afinación original (para contralto o mezzosoprano), corrigiendo la orquestación y desechando las danzas parisinas. Desde 1859, en francés o retro-traducida al italiano y mezclada con retales del original, permaneció más de un siglo como la ópera más temprana del repertorio.

En su primer acercamiento a la revisión de Berlioz, John Eliot Gardiner (EMI, 1989) observa correcciones leves y recupera algunos números. La Orchestra of the Opéra de Lyon, apoyada por algunos instrumentos antiguos prestados para la ocasión (como los cornetti, ya arcaicos en 1762), inercia con sobriedad la obra de principio a fin con una selecta sonoridad, terrorífica en la representación del Hades. La deslumbrante mezzo Anne Sofie von Otter hace creíble su pena controlada, en sintonía con el concepto general de Gardiner (menos dramático que su lectura de 1762), masculina e invulnerable. Barbara Hendricks dispensa un contrapunto puro y delicado (Fortune ennemie). El limpio y estilizado coro Monteverdi, tan perfecto de entonación como siempre.






Nos cuentan las fuentes que Gluck era dirigiendo ”un dragón al cual todos los músicos temían, y frecuentemente les obligaba a repetir las frases veinte o treinta veces”. Donald Runnicles es menos fiero, y equilibra (indeciso, en 1995) prácticas modernas e historicistas de timbre y tempi: la Orchestra of San Francisco Opera sale favorecida en el reparto, pero el coro suena irrealmente amplio y lejano. Femenina, suntuosa y positiva la mezzo Jennifer Larmore, que en la endiablada aria Amour, viens rendre à mon âme atestigua el conocimiento del idioma, pasión y diversidad de emociones, y contrasta adecuadamente con el timbre argénteo de la visceral soprano Dawn Upshaw. Runnicles maneja la armonía y las modulaciones para caracterizar el estado de ánimo de los protagonistas. La toma sonora de Teldec disemina los atriles magníficamente.





Pasticcio: Además de las tres ediciones distintas contempladas (1762, 1774, 1859) hay otras grabaciones variadas, alteradas o mutiladas en diferentes versiones, compendios y mezcolanzas posteriores a Berlioz.

La retransmisión radiofónica desde el Teatro Municipal de Amsterdam (EMI, 1951) documenta el incandescente instrumento de Kathleen Ferrier, una de las pocas verdaderas contraltos, con una maternal y opulenta pastosidad. Alguna aspereza e inestabilidad, el intrusivo vibrato, apenas menguan su distintivo poderío en el retrato mayestático de Orfeo: decía Gluck que solo es necesaria la más ligera alteración -una nota demasiado corta o demasiado larga, un descuidado incremento en ritmo o volumen, un adorno desplazado- en Che farò senza Euridice para tornarla una farsa. Desgraciadamente el resto parece inadecuado, desde la pobreza técnica de la soprano Greet Koeman a la impaciente lectura de Charles Bruck, la torpe y sosa respuesta orquestal (insólitos portamenti) y coral de la Netherlands Opera, endeble tímbricamente y victoriana de ritmo.
 





Georg Solti hace gala de su proverbial instinto teatral, impetuoso y refulgente, con tempi extremos. Los sobredimensionados (para la obra) Orchestra & Chorus of the Royal Opera House responden con un sólido y acerado sonido, con beethovenianos contrastes dinámicos. Partiendo de un estilismo vocal verista (y formidable), y sin pretensión de integridad textual, Solti intercala liberalmente fragmentos a modo de rompecabezas de todas las versiones (vertidos al italiano) para permitir a Marilyn Horne exhibir su fortaleza variada y conmovedora, virtuosa en las coloraturas de bravura (Addio, addio). El canto de Pilar Lorengar, no siempre entonado, quejumbra mecido en un trémulo vibrato. La cinemática mezcla simula movimientos escenográficos en el estudio (Decca, 1969).






Raymond Leppard (Erato, 1982), como Solti, escoge números para lucimiento de sus solistas "Broadly I chose whatever option was better", usando el texto parisino (retraducido al italiano) con la instrumentación vienesa, y perdiendo por el camino la concisión y el sentido narrativo del original. Janet Baker está fuera de forma al final de su carrera: sin potencia en la octava grave suena más como una soprano que como una mezzo, y exhibe momentos inestables y dudosa entonación; sin embargo su labor es ejemplar en la efusiva imaginación, en el ritmo e inflexión de los recitativos, en la milagrosa delicadeza en el lentísimo tempo impuesto en Che puro ciel, o en la desolación tras la nueva muerte de Euridice. La tiple Elisabeth Speiser tiene carácter, aunque aburre con su timbre monocolor y pesado vibrato. El Glyndebourne Chorus modula óptimo (para una ópera belcantista) y los diversos retoques a la orquestación logran de la London Philharmonic un sonido robusto, con un fraseo pulido, poco idiomático e intensamente dramático.



jueves, 21 de octubre de 2010

Allegri: Miserere Mei Deus

- “É facile”, piensa, mientras intenta atisbar al pontífice arrodillado bajo la única vela que permanece encendida frente al inmenso fresco. “Una armonización del gregoriano, alternando entre un coro a cinco partes y otro a cuatro, cada uno de ellos separado por una salmodia en canto llano monódico. Los versos comienzan con recitación y terminan con cadencias floreadas. Una voz por parte en pianissimo, ornamentando alrededor del cantus firmus ya desde el segundo coro; un luminoso y angelical (un castrato, sin duda) do agudo previo a una simple escala descendente, mientras el resto de voces mantienen la nota. Una serie de suspensiones crean efectos sonoros a base de disonancias. Los dos semicoros reunidos en el versículo final...
- “e questo ultimo verso si canta adagio e piano, smorzando a poco a poco l’armonia” concluye triunfante, susurrando hacia el lugar donde intuye a su padre en las tinieblas en que se ha sumido la capilla papal.

Roma, 1770, el niño Wolfgang Amado de Deus memoriza y transcribe el Miserere, obra de Gregorio Allegri (1582-1652), arrancando el secreto celosamente guardado y penado con la excomunión por su difusión fuera del Vaticano. Su ejecución se limitaba al servicio de Tinieblas en la Semana Santa en un efecto teatral típicamente barroco: tras hora y media de canto homofónico durante el cual las velas se iban apagando al ritmo de los versos para finalizar en completa oscuridad con el Miserere. Entonces los cardenales golpeaban el suelo con los pies para representar el caos de un mundo sin la luz celestial.







La primera grabación en realizarse fue la de David Willcocks (utilizando una edición propia, en la que se canta, herejía, en… inglés) dirigiendo al Choir of King's College de Cambridge (fundado en 1446 nada menos). Ultraterrena la aportación del timbre puro, firme, sereno, inmaterial, de un niño soprano de 12 años, Roy Goodman (hoy director de The Hanover Band) que, recién finalizado un partido de rugby, grabó sin calentar la voz y con las rodillas sucias de barro (boys…). La toma sonora se realizó íntegra, sin retoques posteriores, y en esa fatigada imperfección (manteniendo el volumen bajo para recrear un espeluznante tono de penitencia) reside acaso la mágica solemnidad que convirtió el disco en un clásico inmediatamente (Decca, 1963). La capilla del King's College resuena con su amplia sonoridad en esta remasterización que ha eliminado el soplido de las cintas originales, si bien ha añadido algunos curiosos y confusos efectos en la mezcla de micrófonos. Fragante, metódica y evocativa lectura en la más pura tradición anglicana de canto empastado y preciso, enfatizando la belleza del tono masculino por encima de la interpretación dramática, que ha quedado algo desfasada estilísticamente, sobre todo por la afrenta fonética.









Dos décadas después Stephen Cleobury propuso una florida panorámica también con el Choir of King's College de Cambridge (EMI, 1984). El grumete solista Timothy Beasley-Murray trepa hasta las sobrejuanetes ágil y sobrado, juvenilmente extravertido, pero recogido, ¡ay!, excesivamente cercano y perfilado (algunos retratos resultan mejor con un teleobjetivo que difumine las imperfecciones del rostro), lo que no permite ocultar la invariablemente equívoca vocalización. El conjunto adolece del sentido etéreo, la claridad armónica y la seguridad rítmica de otras versiones. Por el contrario, esta crudeza de fraseo en las secciones de canto llano da un atractivo sentido de espontaneidad, especialmente en las voces graves (¡cómo me gustaría escuchar una interpretación de esta obra por el Ensemble Organum!). La brumosa toma sonora documenta la cavernosa acústica de la capilla del King's College, que enmascara la ubicación de los coros (separados por el espacio del órgano) y su articulación e inteligibilidad.








Pro Cantione Antiqua bajo la dirección de Mark Brown (Regis, 1985) trata de minimizar la naturaleza reiterativa de la composición empleando sólo los embellecimientos en las repeticiones de los versos. En esta romántica concepción quizá no estén tan empastadas las voces ni tan refinada la entonación (Suzanne Flowers es la soprano solista), a pesar de que suscita un poderoso y expresivo impacto terrenal, como en el 2º compás, en el cual se resalta la disonancia en la voz tenor.








Simon Preston al frente del Westminster Abbey Choir (dirigido en su día por músicos tan ilustres como Blow o Purcell) ofrece un acercamiento litúrgico, cálidamente espiritual, de inspiración optimista y apasionada. El amplio contingente coral (14 niños equilibrados por 5 altos, 6 tenores y 6 bajos) le otorgan un sonido más opulento de lo habitual, especialmente en las robustas secciones de canto llano de natural pronunciación. El semicoro a cuatro que ampara al anónimo niño solista está considerablemente distanciado en la acogedora acústica de la All Saints Church (Archiv, 1985), por lo que se pierde la transparencia e individualización de las líneas polifónicas, algo que sí está plenamente conseguido en el otro semicoro.








Esta es una pieza casi imposible de conjeturar en criterios historicistas (HIP), ya que no se conserva la partitura original de Allegri de 1638 y fue costumbre durante el siglo XVIII añadir adornos improvisatorios en el registro superior. La edición comúnmente ejecutada es una quimera preparada por Ivor Atkins en 1951 que incorpora en varios puntos las transcripciones de oído que realizaron Charles Burney (1771) -tal vez procedente del manuscrito de Mozart-, Félix Mendelssohn (1831), Pietro Alfieri (1840), W. S. Rockstro (1880), y Robert Haas (1932). Las indicaciones de tempo y dinámicas son casi inexistentes, así que el texto es la clave de la interpretación musical. Una vez que el significado y contexto son establecidos, es momento de explorar los matices, sutiles variaciones del ritmo o acentuaciones verbales. De este modo, Andrew Parrott y el Taverner Consort presentan una versión máquina del tiempo donde cada verso es interpretado evolutivamente en un punto diferente de la historia, detallando las progresivas invasiones virtuosas (abbellimenti) en el texto musical, según se han conservado en manuscritos vaticanos. Por consiguiente, los versos iniciales, despojados de las acreciones que los siglos han depositado pueden parecer un intento musicológico fallido, una pieza de arqueología en un estante sin cartela. Los ornamentos son discretos y en ningún caso extravagantes, con algunos melismas orientalizantes. Con las líneas superiores acentuadas, el canto monódico es declamado rápido y sonoro, a menudo con aceleraciones y retenciones de sabor exótico. A tempo lento (que semeja forzado), a una voz por parte, ligeramente estridente la voz de la soprano Tessa Bonner, que sólo escala hasta el la, según la afinación prevista para acomodar esta recreación a su fuente más temprana. Brillante y pulido registro sonoro localizado en la Temple Church, de dilatada resonancia (EMI, 1986).









Si bien Sixto IV (1471-84), fundador de la Capilla, estableció un coro de 24 cantantes, número que se elevó a 32 en el curso de la centuria siguiente, los embellecimientos en el canto son difícilmente ejecutables fuera de una voz por parte. Además, cuando el papa estaba presente, la escolanía era confinada a la angosta tribuna en la pared sur de la capilla, y por tanto sin posibilidad de separación espacial de los semicoros. Anoto esto porque, rehusando tomar nota de los descubrimientos musicológicos del Taverner Consort, Harry Christophers y sus The Sixteen emplean (sorpresivamente) 18 voces separadas en dos coros mixtos al estilo inglés, lo que conlleva una neta pérdida de detalle en cada intervención del grupo más alejado (Coro, 1989). Al perfecto control de línea (expandiéndose desde la diáfana claridad hasta la más intensa riqueza, y vuelta atrás), precisión de ataque, e infalible entonación, se añade en su segunda grabación para Decca en 2004 una toma de sonido que recoge con fidelidad la cálida acústica de All Hallows Church de Londres. Diferenciándose de otros conjuntos donde la meta es el empaste sin fisuras, los integrantes de The Sixteen se permiten la libertad de cantar con sus timbres, color, vibrato… individualizados (como la arista de cortante acero de las voces femeninas que hace brotar la vida), logrando un texturado resultado con gran sentido realístico. Por su parte, la solista Elin Manahan Thomas remonta sin aparente esfuerzo las cimas de su parte.








Hasta este punto todas las propuestas (excepto Parrott) están asentadas firmemente en la edición tradicional inglesa. Por el contrario, el conjunto vocal francés A Sei Voci (Astree, 1993) aúna la restitución de manuscritos originales con indagaciones sobre la interpretación, difusión y formación en su auténtico contexto, mucho más mediterráneo: una armonización barroca que recrea lo que pudo ser una audición del Miserere en la época en la que Allegri era el compositor oficial de la Capilla Sixtina, con complejas ornamentaciones melismáticas, contrapuntísticas y cadenciales en todas las voces. Siguiendo modelos del S. XVII, varía los adornos en cada versículo, sin romanticismos añadidos, cocinando el verbo meridional a fuego lento. Amplísimo escenario sonoro realizado en el Priorato de Vivoin, bien equilibrado y dirigido por Bernard Fabre-Garrus.








Aunque existen cuatro versiones de la obra debidas a The Tallis Scholars bajo la dirección de Peter Phillips (todas ellas editadas por el sello Gimell), los cánones esenciales han variado poco. La grabación atmosférica de 1980 da a la pieza cierta variedad al situar a los juveniles coros mixtos distanciados espacialmente en la amplísima Merton College Chapel de Oxford y cuenta con la colaboración espectral de Alison Stamp como soprano solista. En 1994 realizaron un video en la propia Capilla Sixtina aprovechando el fin de los trabajos de restauración de los frescos de Miguel Ángel. Por último, en 2005 se editó un disco con dos traducciones complementarias: una con la edición dieciochesca en que los abbellimenti se dejan para la línea superior, y otra con aderezos adicionales elaborados por Deborah Roberts y basados en sus centenares de ejecuciones en público. Estos 25 años permiten apreciar la evolución técnica de los Tallis, conjunto por excelencia del repertorio polifónico renacentista, que, partiendo siempre de un modélico planteamiento conceptual -especialmente en la claridad y equilibrio de la exposición de las líneas y en la inamovible afinación- se ha ido depurando hasta lograr el perfecto empaste y la extraordinaria naturalidad del discurso polifónico que demuestra este último registro. Si en todas sus interpretaciones se percibe el canto sereno, la naturalidad y presencia, la profundidad y refinamiento, en esta última surge una inusitada robustez en el timbre de los cantantes y un mayor rango de colores y texturas. Los versículos de canto llano son efectuados a una sola voz, con grandes pausas intercaladas de sentido monástico. Otrosí, el beneficio de la ingeniería nos apremia a elegir esta opción, también grabada en el Merton College Chapel.





In BBC Radio 4 Soul music series exploring famous pieces of music and their emotional appeal. Textile designer Kaffe Fassett, writer Sarah Manguso and conductor Roy Goodman explain how they have all been deeply affected by the transformative power of this composition. I warmed to the director of the Tallis Scholars, who said simply of hearing the Miserere for the first time: "It knocked my socks off".







In 2008 BBC video “Sacred Music: The Story Of Allegri's Miserere”, actor Simon Russell Beale tells the story behind one of the most popular pieces of sacred music ever written. Once decreed by the Pope to be too beautiful to be heard outside the Sistine Chapel, Allegri's Miserere has become one of the best loved and most recognisable pieces of choral music, famous for its soaring high notes. The programme features a full performance of the piece by the award-winning choir The Sixteen conducted by Harry Christophers from LSO St Luke's.