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martes, 29 de enero de 2019

Sibelius: Valse triste

En 1903 Jean Sibelius compuso la música incidental para el drama Kuolema (Muerte) de su cuñado Arvid Järnefelt, prominente discípulo de Lev Tolstoy. Sibelius tampoco fue inmune en esta etapa temprana al romanticismo nacionalista finlandés, con sus principios de igualdad social, resistencia pasiva al mal y cultivo de una vida simple. La pieza de la escena de apertura fue reorquestada un año más tarde para flauta, clarinete, trompas, timbales y conjunto de cuerda y publicada como Valse triste, op. 44, y está marcada por una intensa comprensión de las inexploradas posibilidades del color de las cuerdas, mientras se manejan los desatendidos registros bajos de la orquesta (contrabajos y timbales) con gran virtuosismo.

Su esquema musical puede ser articulado en tres partes:
I Introducción (compases 1-40): La sección de cuerdas con sordina realiza una lenta secuencia cromática, engañosamente simple, de acordes tónicos ascendentes y descendentes que van presentando las principales claves de la pieza. En los últimos compases los violonchelos lideran una profecía expresiva.
II El cambio a sol mayor (cc. 41) ilumina con otro semblante un ritmo de vals hasta el tema principal propiamente dicho (c. 73). La sugerencia para pasar a mi menor evolucionando a una melodía más danzable (c. 87) no se completa, y el motivo de apertura retorna para cerrar este segundo apartado (c. 106).
III Tras ocho compases los vientos presentan el vals en sol mayor (c. 115), completándose ahora sí su mutación a mi menor; el subsidiario argumento danzable es introducido poco risoluto (c. 130). El clímax de este nuevo tema regresa a sol menor donde culmina en una presentación presurosa del motivo inicial (c. 170) y donde por vez primera interviene el timbal con el que Sibelius habitual y deliberadamente recrea el forestal susurro pedal. Los últimos ocho compases lento assai cierran de manera lúgubre y efectiva.

A pesar de su pequeño tamaño, el melodismo italiano (o más bien tchaikovskiano) y la tensión germánica (su peregrinaje a Bayreuth en 1894 tuvo un enorme impacto en el lenguaje sibeliano) que produce su evolución tonal recuerdan, en una escala temporal totalmente diferente, sus inmediatas predecesoras posromántico-épicas (1ª y 2ª Sinfonías) y prefiguran la base creativa de alguna de sus posteriores y magnas compañeras.








No puedo resistirme a la eficiencia castrense de la banda de vientos del Ejército del Imperio Británico, The Band of H.M. Coldstream Guards (¡desde 1685!), comandada en sus 44 unidades de tropa por el Teniente-Coronel John Mackenzie-Rogan. Rigurosamente música de vanguardia (HMV, 1910), cumple su estricta entonación sobre un conciso staccato, y, pásmense ustedes, tras la agónica renuncia al cambio armónico (c. 87), su rauda marcha militar repentinamente arrastra los pies cual mastodóntico paso sevillano. Atención, este regimiento tocaba música clásica en las ceremonias reales para multitudes de centenares de miles de britons, entusiasmados de tener un ritmo para cantar y bailar. Se dice que llegaban a bailar con Tannhäuser… Decididamente eran otros tiempos.





El propio compositor condujo frecuentemente el Valse Triste durante su carrera como director, a menudo demandada por el público como un bis. No obstante, jamás grabó ni ésta, ni ninguna otra de sus obras. Sin embargo las fuentes nos dicen que favorecía “acentuaciones salvajes y ritmos explosivos” y que aconsejaba a los directores que, en su música, “había que dejar que los detalles flotasen como carne en salsa”. En 1927, su cuñado Armas Järnefeld cocinó al pódium de la Orchester Der Staatsoper Berlin (Parlophone) una receta familiar con rallentandi románticos por doquier, cual suspiros febriles y elásticos, dentro de una cadencia ligerísima. ¡Bon appétit!





Eminencia británica del periodo de entreguerras, Thomas Beecham radicaliza la ambivalencia siempre presente en Sibelius en una personalización neurótica y bipolar en los dos temas del Valse Triste. La London Philharmonic Orchestra esmerila con impacto dinámico y ritmos inteligentemente marcados, y reúne una enigmática mezcla: melancolía junto a efervescencia. Ostentoso y arrogante el muscular rallentando asociado al diminuendo en el c. 151 y ss. El sonido añejo de violines estrechos y bajos escasos no debe menoscabar el valor de este documento dada la dificultad y coraje de grabar la obra de un autor todavía vivo (Warner, 1938).





El otro gran director isleño de la primera mitad del S. XX es John Barbirolli, pionera autoridad fonográfica en la obra sibeliana. Al frente de la Orquesta Hallé de Manchester, cuya titularidad, con enfrentamientos directos y odios salvajes, peleó con Beecham, muestra en detalles acentuados y contrastados una sutil expresividad: por ejemplo, en los primeros compases arpegia el acorde de violas y segundos violines anticipando el despliegue que poco después Sibelius refleja en la partitura. A pesar de que los timbres orquestales no están idealmente pulidos, la incandescencia dramática va creciendo con audacia, enfatizando los vientos que colorean los temas y concitando fiereza en las cuerdas agudas (EMI, 1966).





La comparación de las lecturas de Herbert von Karajan es apasionante. Tal vez no haya gran diferencia en la interpretación, aunque sí se perciben maduraciones sutiles, de la impactante robustez viril a la postrera dulzura de pulidos contornos. Descartadas las mezclas modernas de puntillismo microfónico, la excelente toma sonora de 1967 (DG) va desplegando suspense a paso lánguido, desde el mayestático pizzicato, palpable y puede que aparatoso, manejando las transiciones con obsesiva sofisticación tonal. Abstracta homogeneidad tímbrica de la Berliner Philharmoniker, sí, pero Karajan dicta que las sedosas y densas cuerdas graves dejen sitio a un furioso clímax expresionista, señalando la obra como música de pleno siglo XX. El mismo Sibelius dictaminó después de escuchar su grabación de 1953 que Karajan “es el único director que comprende la 4ª Sinfonía”.





Si usted desea perseverar en la vía BB e iniciar un entrenamiento de travestismo pruebe la escucha de Leonard Bernstein, donde la personalidad de los tempi o el control de las dinámicas dan lugar a una poesía de los violines finales con un extraordinario poder evocador a aire otoñal y decadencia personificada. La aspereza tonal de la New York Philharmonic Orchestra refleja más un rasgo de carácter que una imperfección de aquella época (Sony, 1969).





La Bournemouth Symphony Orchestra a los mandos de Paavo Berglund hace gala de una transparencia exclusiva e insuperable: enlazando y casi superponiendo conscientemente las líneas crea un crecimiento orgánico de las células temáticas, y por ende logra hacer más trágico el desfallecimiento en el fallido tránsito a mi menor (c. 87). Los tempi fluctúan furtwänglerianamente con la culminación melódica. Naturalmente que esta pretendida espontaneidad es el resultado de una estudiada precisión. Excelente contribución de los timbales dentro de la panorámica grabación (EMI, 1972).





Los compradores del ciclo Sibelius que Neeme Järvi y la Gothenburg Symphony Orchestra realizaron para el sello BIS a mediados de los 80 quedaban perplejos por el sangriento aviso que en sus portadas rezaba: "WARNING Contrary to established practice this recording retains the staggering dynamics of the ORIGINAL performance. This may damage your loudspeakers, but given first-rate playback equipment you are guaranteed a truly remarkable musical and audio experience". Aparte del obvio interés de marketing, la grabación arroja un carácter impulsivo y espontáneo que define al director estonio. Y, en el caso de su segunda lectura (DG, 1995), una voluptuosidad y una delicadeza en el ritmo de vals que potencian su sentido épico.





Herbert Blomstedt traza un limpio, correcto, juicioso reconocimiento de la arquitectura del pentagrama, racionalizando a media voz el discurso, y huye, con su imperturbable tranquilidad, de excesos románticos. La San Francisco Symphony Orchestra (Decca, 1991), persuadida por su lucidez, cree en su distanciada sinceridad y le sigue en su itinerario por la estructura.





La grabación de James Levine con la Berliner Philharmoniker (DG, 1992, en concierto) presume de una amplitud dinámica sobresaliente, empezando con un carnoso e inigualado pianissimo. El muy lento tempo se va acrecentado entre empujones de entusiasmo temperamental y calderones macabramente disueltos en el vacío, sin asomo de fraseo danzable en el vals, pero con una petulante convicción emocional e intrusiva, violenta y perturbadora, reinterpretando (recomponiendo) la obra en un drama visceral, crudo y superficial, y en última instancia, basto.





Colin Davis ha demostrado ser un entusiasta de Sibelius, hasta el extremo de haber llevado al disco su ciclo de sinfonías en tres ocasiones. La nerviosa excitación (y acaso más persuasiva) de la lectura previa de Boston (Decca, 1980) ha rolado en la posterior con la London Symphony Orchestra (RCA, 1994) hacia un ambiente sonoro más pausado, incrementando el aspecto tímbrico y subrayando el acompañamiento figurativo. Un Valse triste contenido y distanciado, dominado por la elegancia a la hora de planificar y construir cada fragmento. Como el mismo Davis confiesa, no le importa desobedecer las marcaciones de la partitura en aras de conseguir un efecto concreto. Y añade conscientemente siempre un toque de misterio, con líneas y diseños permaneciendo medio enterrados en las texturas a pesar de (o por) la incomparable claridad en línea y articulación, que desvela con visión microscópica el entrelazado de urdimbre y contrahílo que va tejiendo el lienzo sibeliano, sin por ello caer en el análisis autópsico. Davis mantiene la capital elasticidad de los tempi, sujetando las pausas y permitiendo girar con mesura el vals. Ambiente cálido, si bien no excesivamente reverberante, con algunos instrumentos esculpidos en vivo en la amable mezcla.





En 1997 Osmo Vänskä grabó en primicia la versión original para el teatro. Aunque las diferencias con la reorquestación definitiva no son escandalosas, permiten seguir el proceso creativo del que partió Sibelius: Solo para conjunto de cuerdas, con pequeños cambios melódicos y armónicos como la adicción del stretto antes de los compases finales, donde incluyó los tres acordes a cargo de los violines a solo, cuyo último suspiro reemplaza el abrupto final del original. Vänskä es desafiante, descarado y meticuloso en la lectura de unos pentagramas henchidos de indicaciones de gran precisión, y por tanto de filosofía inversa a Colin Davis. De tímbrica más melancólica y menos inquietante que con la incorporación de vientos, el esquema arquitectónico de la miniatura se arma a partir del espectro dinámico. Posteriormente Vänskä ha vuelto a grabar la obra con la misma Lahti Symphony Orchestra (BIS, 2007) en su versión revisada, con un nivel superior de ejecución técnica y una toma sonora de perspectiva en profundidad asombrosa.







A pesar de las tempranas celebridad y pensión vitalicias, Sibelius pasó toda su vida al borde de la quiebra debido a la pésima mercantilización de sus obras y su perenne adicción al alcohol. Tanto es así que, en 1915 un grupo de admiradores hubo de realizar una colecta para salvar el piano Steinway de los alguaciles que ya estaban llamando a la puerta de Ainola. El instrumento, que asistió a la composición de las obras de Sibelius durante sus últimos 50 años, es ajeno a los enormes especímenes modernos destinados a proyectar tsunamis en salas de concierto, y se mantiene en plena forma, reteniendo su avellanado cuerpo tímbrico de confortable opulencia. Folke Gräsbeck encapsula la reducción (transcrita por el propio compositor) en ritmos gentiles, subrayando la robustez de unos tintes oscuros que rezuman nostalgia. La mano izquierda articula cascadeantes figuras colorísticas y vibrantes, sin exageradas dinámicas. La toma sonora, realizada in situ en el salón familiar sibeliano (BIS, 2014), prolonga la sensación doméstica, íntima, introspectiva.


viernes, 4 de marzo de 2016

Orff: Carmina Burana

Carmina Burana son una serie de cantiones profanae, una colección de poemas latinos mezclados con versos germánicos, morales y satíricos, blasfemos y heréticos, chanzas clericales y canciones de amor lascivas y cortesanas, de autores anónimos del S. XIII (los goliardos hoy en día llevarían rastas y serían llamados radicales antisistema), familiares no sólo con la mitología y retóricas clásicas, sino también con el folkclore y las danzas rurales. A partir de la universalidad de su contenido, Carl Orff (1895-1982) hace emerger imágenes y personajes, y los lleva a actuar en una coreografía gráfica y simbólica, como marionetas del teatro del mundo a todas las escalas, manejados sus hilos por la diosa Fortuna.

A través de la audaz simplicidad del vigor rítmico y de la construcción estática (predominantemente diatónica, modal, casi salmódica, y descartando contrapunto o desarrollo temático en las repeticiones, a veces meramente traspuestas a otras claves), Orff consigue la regresión de la orquesta moderna a un estado primitivo de gran impacto: en la variedad de cortas escenas va insertando contrastes dinámicos, polirritmias y ostinatos de teatralidad hedonista y sensualidad pagana. Todo ello impregnado del concepto central en el corpus educacional de Orff: la controlada cacofonía percusiva que subraya la corporeidad en la música.

La Cantata escénica para tres voces (atormentadas en sus tesituras), coro y orquesta (1936) se articula en tres secciones precedidas de un pilar estructural que invoca la impotencia humana sobre el control del destino: 
I Primo Vere: Imagenería pastoral sobre la renovación estacional, avanzando hacia una visión retozona del amor.
II In Taberna: Bulliciosa atmósfera ensalzando las virtudes del alcohol.
III Cour d’Amours: Glosa las glorias del amor cortesano tamizándolo con un erotismo explícito.
El regreso de O Fortuna redondea como cierre inteligente y antirromántico, recordando que belleza, pasión y naturaleza están a merced de veleidosas, inescrutables y eternas leyes fuera del alcance humano.

Orff es esencialmente un hombre de teatro en su concepto clásico como comunión de tono, palabra y gesto: la música nace y está sujeta al texto. Aunque Carmina Burana está subtitulado “atque imaginibus magicis” lo importante es el texto, irónicamente en un lenguaje muerto, que ya (casi) nadie puede leer hoy, pero que transmite su espíritu de manera mágica: una sombría e intensa soledad, un vacío espiritual, y una especie de desesperación anhelante y compulsiva en búsqueda del placer. Situación ¿medieval o contemporánea?







"Recibí la invitación para grabar la obra y con este motivo viajé para encontrarme con Carl Orff. Fue durante una producción que se hacía en Stuttgart, y un par de días nos juntamos en el hotel para hablar sobre la partitura. Le pregunté y le señalé muchas cosas: 'Esto creo que es una nota falsa... ¿o lo quiere así?' Y decía él: '¡Claro que es falsa, desde luego, necesariamente tenemos que corregirla'... De hecho, durante estas amistosas conversaciones le llamé la atención sobre ocho o nueve notas falsas que había encontrado y que, de este modo, fueron corregidas en la siguiente edición de la partitura”. Así recordaba el maestro Rafael Frühbeck de Burgos el encuentro con el compositor en 1965. Siendo los tempi muy amplios, articulación y fraseo parecen enteramente adecuados y sinceros, aún siendo idiosincráticos, fulgurantes y virulentamente teatrales, como la orgiástica Floret silva, con la sapiencia rítmica de una jota, o como la lenta Tanz, que permite resaltar la sencillez de la textura y la potencia de los metales de la New Philharmonia Orchestra. Además reúne una colosal (y singular) cohorte de solistas: la radiante Lucia Popp, soprano líricamente aniñada, sensual en su exquisito timbre, aporcelanado hasta las cimas; Gerhard Unger, tenor tragicómico, a la par de la vacilante introducción orquestal en Olim lacus colueram; y los dos(!) barítonos que usa para resolver el problema de la extensa tesitura: Raymond Wolansly, rossinianamente abandonado en Estuans interius; y el asombroso John Noble en el verdadero tour-de-force que supone Dies, Nox et Omnia para el cantante, que debe abarcar tres registros. Buen trabajo coral (Wandsworth School Boys' Choir, New Philharmonia Chorus), rigurosamente descontrolado (In taberna quando sumus) y de palpable lascivia barbárica (Tempus est iocundum). Una cálida y atmosférica perspectiva ha sobrevivido a una pésima remasterización, con agudos chirriantes y saturación ocasional (EMI), donde de manera generalizada los pianos proponen el ritmo.





Eugen Jochum nos da la bienvenida al obsceno y a menudo drolático Cabaret Berlín, donde la caracterización teatral es inigualable: Gundula Janowitz, soprano dulce y seductora, aunque algo forzada en la coloratura hacia el re alto en el rompedor Dulcissime, y luz pura y controlada en la línea suspendida del Stetit Puella; Gerhard Stolze, tenor con bello falsete en Olim lacus colueram, idealmente escandaloso y vulgar como el desventurado cisne; Dietrich Fischer-Dieskau, barítono acaso demasiado ligero para el rol, al límite de su tesitura en las escenas de taberna, permite aflorar su refinada vena liederista en las secciones líricas (un Omina Sol temperat suave y pulido, absolutamente fluido), sacrificando su melosa cualidad tímbrica en aras de la narrativa, casi irreconocible en la sátira sobre la vida monástica Ego sum abbas. La percusión de la Deutsche Oper Berlin exhibe su centelleante ritmo en el doble coro Veni, veni, venias, los metales ocasionalmente inestables (Tanz). El color instrumental y vocal es variado e imaginativo, especialmente en articulación y agógica en la exploración de las repeticiones (algo esencial en una partitura tan mecanicista), o las matizadas alteraciones dinámicas (In taberna quando sumus). Poderoso trabajo coral, cristalino y fuertemente personalizado, incisivo y robusto, donde las voces se distinguen unas de otras en vez de estar unánimemente empastadas, con el grado justo de jubileo rústico y folklórico (picante el pequeño coro en Chramer). Angelical y efectivo el Schtineberger Boys’ Choir en su pequeño rol. La edición Originals suena mejor que nunca, espaciosa, recia y profunda (DG, 1967).





El flujo jazzístico del tempo es la singularidad esencial de la lectura laboriosa y comedida de André Previn: a partir del relajamiento y la laxitud, no dramatiza ni aún cuando la partitura lo demanda. Previn compone unas texturas rudas y descaradas para una London Symphony Orchestra en gran forma (tuba abrasadora en In taberna), y maneja con fervor el corpulento London Symphony Orchestra Chorus (si bien transfigura el pequeño coro de Chramer en un casto villancico), y el St. Clement Danes Grammar School Boys' Choir, cuya juvenil contribución paladea con inhibida unción Tempus est iocundum. Solistas correctos: Sheila Armstrong, soprano expresivamente afectuosa, pero de escasa vocalización, bamboleante entonación y tirante en el re alto de Dulcissime; Gerald English, tenor sin exageración (ni excesiva imaginación) en su traicionero lamento; Thomas Allen, barítono de voz firme, pero blando en el carácter (un abad poco triunfante sobre los tableros de juegos, o en la stravinskiana Circa mea pectora). Grabación de gran detalle interno y excelentemente equilibrada en su tímbrica, con los coros cercanos y carnosos en su situación antifonal (EMI, 1974), que, distando de lo referencial, es preferible a su posterior acercamiento con la Wiener Philharmoniker (DG, 1993).





Michael Tilson Thomas subraya obsesivo los aspectos modernistas (incluso futuristas) de la partitura desde las extremas e inesperadas fluctuaciones de tempo: en In taberna o en Circa mea pectora la salvaje velocidad fuerza al coro a una pelea circense para mantener el ritmo, mientras Dies, Nox et Omnia o In trutina pierden perfume lírico a esta lentitud. Extraordinario plantel solista: Judith Blegen, de excitado abandono en sus solos (escúchese como se zafa hábilmente de los intervalos ascendentes en Stetit puella, o como sostiene la larguísima vocal al final de Amor volat undique); Kenneth Riegel, tenor que ofrece una diferenciada musicalidad al no recurrir al falsetto; y Peter Binder, barítono de muy discreta pronunciación latina, que rinde la belleza tonal al recurso dramático (impredecible su hedonismo en Ego sum abbas). La disciplina de sus coros (relamidos) asociados (The Cleveland Orchestra Chorus, The Cleveland Orchestra Boys Choir, situados al fondo), complementa la precisión quirúrgica de The Cleveland Orchestra. Toma sonora apabullante en la portentosa densidad de los graves, aunque perpetrada antinaturalmente para el sistema cuadrafónico con una mezcla artificial de microfonía, que resalta cierta instrumentación inusual, por ejemplo, el piano en los acordes iniciales, o los glockenspiels en el herético Ave formosissima (Sony, 1974).





Riccardo Muti supone la opción extrovertida, con explosivos contrastes, no sólo dinámicos, sino también de tempo. Volátil en los ritmos vivos, y con gran imaginación y profundidad en las secciones líricas, Muti sabe acumular tensión como ningún otro. Sigue la mayoría de las innumerables instrucciones de la partitura, aunque no todas. Trío solista desigual: Arleen Augér, soprano perfecta para el rol, tersa y atractiva, reposada en In trutina, milagrosa en Dulcissime, con mínima pérdida de esmalte en la cumbre, un verdadero éxtasis suspendido y delirante; John van Kesteren, tenor ligeramente atiplado y con dificultades en el registro alto, modera la comedia del asado; y Jonathan Summers, dulce barítono de poderío y carácter marcado, pero nunca exagerado (su integración con la orquesta en Estuans interius consigue una palpitante comunión). El Philharmonia Chorus suena verdiano en su masividad coral en terceras en Floret silva nobilis, y el Southend Boy's Choir canta con un desconcertante grado de erotismo. Multicolor, cruda, con marcados clímax y áreas de reposo, la prestación de la Philharmonia Orchestra (atención a los metales en O Fortuna o en Were diu werlt alle min). Una toma sonora corpórea, si bien lastrada por una mala edición digital ha dado lugar a un sonido instrumental vago y velado (EMI, 1980).





El adventista Herbert Blomstedt conjuga vibrante y enérgico, pero apolíneamente mesurado (por no decir excesivamente higiénico) en sus ritmos. Concentrado en el pormenor, elimina la repetitividad insuflando algo nuevo (dinámica o texturalmente) en cada reprise, y logra, a pesar de ello, que la cantata sea estructuralmente coherente. La San Francisco Symphony Orchestra exhibe su impecable ejecución: Atiéndase al delicioso equilibrio tímbrico en Chramer, o a la inhumana precisión de los metales en Fortune plango vulnera, Tanz, o Ave, formosissima, que nunca ha sonado tan espaciosa; sin embargo, es chocante como enlaza sin cesura las estrofas en Ecce gratum, obviando el silencio de negra entre estrofas. El trío vocal es imaginativo en el desarrollo de sus partes: Lynne Dawson evoluciona desde la inocencia, sencillez y naturalidad hasta la arrebatadora desinhibición al final de su rol, con firme control vocal, pese a que pierda esmalte y seguridad en la tesitura alta; John Daniecki colorea su timbre tenoril de manera diferenciada desde su remembranza en libertad hasta su emplatado; el inusual matiz oscuro y untuoso de Kevin McMillan (lástima de escaso fiato) pasa del deseo lujurioso al lamento histriónico en Tempus est iocundum. El empaste de los tres conjuntos corales de San Francisco (Girls Chorus, Boys Chorus, y Symphony Chorus) es, tal vez, demasiado bruñido. Espectacular grabación (Decca, 1988) que sitúa a los solistas distantes en la perspectiva.





Superando su previa lectura con Boston (RCA, 1969), Seiji Ozawa equilibra la vulgaridad con la elegancia, y captura el espíritu de la composición con franqueza(salvo en el velocísimo O Fortuna, que pierde el aroma amenazante, y en la cuadriculada y solemne castidad fraternal del Si puer cum puellula). La Berliner Philharmoniker poseía aún en 1988 la tersura karajanizante (escúchese el obligatto de flautas y oboes en Amor volat undique, o la espléndida fanfarria en Were diu Werlt alle min). Comparado con su masivo sonido, destaca la ligereza e incisividad en la articulación del aporte coral japonés (Shinyukai Choir, Knabenchor des Staats und Domchores Berlin): la ingenuidad en la serie primaveral, el refinamiento del semicoro en la contrastante secuencia Reie. El exquisito control vocal de Edita Gruberova brilla conmovedor en la indecisión de In trutina, aunque su decepcionante canto en Dulcissime rompe el encanto seductor; John Aler exhibe con franqueza su poderío en el falsetto, y Thomas Hampson se luce en un Omnia Sol temperat peligrosamente lento, vigoroso en la cantilena de la taberna, e impresionante como impenitente abad, con la adicción de una percusión cataclísmica. Distante registro, realístico en su despliegue (Philips). 





El empleo de fuerzas masivas refuerza la noción sinfónica adoptada por Christian Thielemann, de tímbrica y colores straussianos (In trutina). Hiper refinado en la riqueza sonora, concentrado en el flujo orgánico a gran escala, unifica un arco dramático de concepto mítico-teutónico bajo una arquitectura épica y neopagana digna de la Gran Alemania. Por tanto, no puedo estar de acuerdo con (parte de) la crítica británica en que Thielemann ha intentado recuperar el clásico de Jochum a partir del mismo coro y orquesta, y similar elección de tempi en las secciones rápidas: la diferencia se da en las escenas lentas, siguiendo la marcación molto flessibile de la partitura (evocativo y poético en la tranquila danza instrumental Reie). La pronunciación cristalina y empastada de las fuerzas corales (Baritone Chor Und Orcherster Der Deutschen Oper Berlin Knabenchor Berlin) deja sin embargo un aroma intenso y terreno. Acertados solistas: Christiane Oelze, soprano de timbre adorable y musculoso (aunque no llegue a lo más alto y no muestre mucho fiato); David Kuebler domina la tesitura alta, más lamentoso que irónico; y Simon Keenlyside es un robusto barítono de soberbios sol altos en la embriagada Estuans interius y acusado rubato en las cadenzas en falsetto de Dies, Nox et Omnia. La toma sonora resalta una espaciosidad resonante, con definición de los contrastes antifonales, si bien los coros suenan moderadamente lejanos –esta sí, una concesión al modelo de 1967– (DG, 1999).





La Berliner Philharmoniker no tiene ya el lustre de la época Ozawa (Karajan padawan), pero la transparencia textural y la robustez rítmica mecanicista logradas por Simon Rattle (que hace valer su formación como percusionista para enfatizar dicha sección) se ajustan perfectamente a la colorida orquestación, incluso a los veloces (y coherentes con el texto) tempi propuestos. Rattle impulsa con nervio refrescante e inexorable, y sigue con escrupuloso rigorismo las marcaciones del pentagrama: la prominencia al metal grave permite un perfil apropiado, incisivo y ligeramente vulgar a las furiosas síncopas en In taverna quando sumus. Los solistas están caricaturalmente expuestos, pero el amplio y cremoso vibrato de Sally Matthews hace una caracterización juvenil poco convincente (In trutina). Estupendos, pero no ideales, los masculinos: Lawrence Brownlee, doloroso en su angustia ornitológica (sin palidecer en los agudos), y jocoso en su caracterización el oscuro barítono Christian Gerhaher, soberbio en sus variadas dinámicas, ya sea en la autoaversión o en el anhelo sexual, si bien pelea con la pronunciación latina y con la tesitura en falsetto en la misteriosa imitación de balada sentimental que es Diex, nox et omnia. Disco realizado mezclando tres representaciones en directo a finales de 2004 (EMI), con dinámica contenida y tímbrica un tanto apagada aunque equilibrada entre masas instrumentales y corales (Rundfunkchor Berlin, Knaben des Staats und Domchors Berlin).





Sin duda, la incorporación al catálogo más imaginativa de los últimos años ha sido la de Jos van Immerseel. Siguiendo la ortodoxia historicista, los componentes de Anima Eterna Brugge aparcan sus instrumentos habituales y abrazan los más cercanos a la época y lugar de composición: bávaros del temprano siglo XX. Pero lo realmente importante es la concepción de la lectura: tribal, elemental en vez de sinfónica. Su modesto número de cuerdas (6.6.6.6) ofrece la posibilidad de desentrañar las inusuales texturas (flauta y celesta, tuba y contrabajo, etc., tan stravinskianas) dentro de la battaglia musical. Coherentemente los solistas no destacan por la potencia de sus voces, pero sí por su personalidad alejada de la retórica operática: Yeree Suh, soprano más introspectiva de lo habitual, que arrulla más que trina en Amor volat undique, y juega la baza de la fragilidad en In trutina; en su debe la inseguridad de las notas mantenidas en Stetit puella; Yves Saelenes emplea una efectiva técnica mixta que preserva su cualidad tenoril, y Thomas Bauer, polifacético y alejado del caricaturismo, ofrece la sinceridad de su melancolía en Omnia sol temperat. La magra suma del Collegium Vocale Gent (36 almas) a los 15 chicos del Schola Cantorum Cantate Domino permite una terrena articulación coral, claramente discernibles sus miembros. Algunos momentos que destacar: el especiado acompañamiento al falso cantus firmus en Veris leta facies; la bucólica elegancia de Floret silva, a un paso de la inevitable siesta; la deliciosa danza con que arranca Reie, y el posterior combate verbal en Swaz hie gat umbe; la transparencia madrigalesca de los tres tenores en Si puer cum puellula. ¡Y el flautista respeta las marcas de fraseo (no por necesidad de respiración) en Chume, Chum Geselle Min! Sensacional grabación en vivo (ZigZag, 2014) que acentúa la primitivez rústica instrumental. Y permite discernir en el tumulto la presencia independiente de los percusionistas (el muy lento Ecce gratum).





No me resisto a citar someramente otras dos lecturas que bien vale la pena escuchar:
Gunter Wand escoge la opción dionisíaca, cuyo maximalismo textural transforma la cantata escénica en cinematografía expresionista, ayudada por la toma de concierto público (Hänssler, 1984).
Y Michel Plasson, con su interesante trío solista: Natalie Dessay, deslumbrante en sus solos cristalinos; el ya reseñado Thomas Hampson; y Gerard Lesne, cuya tímbrica de contratenor se adapta perfectamente al canto del cisne, ofreciendo una fantástica actuación teatral (EMI, 1994).



La erótico-festiva puesta en escena filmada por Jean Pierre Ponnelle despliega toda su fantasía a partir de la grabación dirigida por Kurt Eichhorn en 1973 (RCA). Adicionalmente se añade una entrevista con el compositor (en alemán y subtítulos en inglés) en la que, sobre fascinantes fotografías de otra época, Orff cuenta episodios claves de su niñez en su desarrollo como músico y hombre de teatro. DVD rip (720p).