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miércoles, 5 de mayo de 2021

Schubert: Quinteto para cuerdas, D 956

El Quinteto en do mayor (D956) de Franz Schubert fue compuesto en 1828, apenas unos meses antes de su muerte. Su heterodoxa textura, enriquecida con un segundo violonchelo, más compañero que solista, y sus enormes dimensiones, sugieren una sinfonía para conjunto de cámara. Sus características fluctuaciones entre modos mayores y menores colorean la armonía, sorpresivamente y sin descanso, en una persecución continua de la estabilidad tonal. El relato se completa con sutilezas rítmicas y una inventiva melódica iridiscente con arias de ópera italiana y solapadas referencias a los últimos cuartetos beethovenianos; sin embargo, donde los temas germanos se dictan en imperativo, los vieneses se conjugan en condicional.

Este torturado monólogo interior consta de cuatro (desmedidos e interdependientes) movimientos en el formato tradicional, aunque de un pesimismo revolucionario:

I Allegro ma non troppo: Una lenta progresión armónica abre una exposición (compases 1- 154) que, a latidos del cello, equilibra los instrumentos en variados grupos y se mueve por cambios de color tonal que pinta el curioso estilo de modulación oblicuo; en el desarrollo (cc. 155-267) Schubert plantea una extendida secuencia de tres amplios y modulantes tramos, y transita y mezcla secciones y claves serenas y trágicas en una marea vertiginosa; la recapitulación recombina las cuerdas (cc. 267-414) hacia una concentrada coda que conlleva otra transformación tonal dramática (cc. 414-445).

II: El primer tramo del Adagio respira sin esfuerzo a lo largo de veintiocho medidas en un tour de force que evoca composiciones muy posteriores (Ravel: Concierto en sol). Su memorable urdimbre tiene a los tres instrumentos medios sosteniendo el tema mientras el primer violín provee fragmentados arrebatos y el segundo cello apoya en pizzicato. El éxtasis feliz es interrumpido con un brutal estallido de dolor que inicia el sombrío intermedio (cc. 29 y ss.) en una distante clave, con violín y cello remando en octavas a través de un agitado acompañamiento. Tras unos instantes de silencio a gritos (cc. 58 y ss.), el retorno gradual al primer tema permite que el movimiento se vaya extinguiendo de forma natural, con dos intensos acordes embrujados en menor antes de la serena conclusión. 

III: Las amplias proporciones del fogoso Scherzo, su tratamiento orquestal y su extrovertida variedad tonal parecen alejarlo del mundo de la danza. Su escultórico progreso es amenazado por síncopas disruptivas, disonancias y repentinos cambios de clave. En el recitado y funéreo trío, inusual en la obra schubertiana en métrica y tempo, la sombra de Beethoven merodea feroz (cc. 212-270), por lo que el retorno al presto asemeja una orilla salvadora. 

IV Allegretto: Enérgica y concisa sonata rondó que comienza con una robusta danza zíngara (cc. 1-45), pero que irá derivando su humor hacia la incertidumbre graciosa de un segundo tema vienés (cc. 45-126) y una tercera melodía tranquila en los celli (cc. 127-169), antes de que retorne el sujeto húngaro (cc. 169-214). El principal argumento del desarrollo (cc. 214-266) es un denso fugato que acelera hacia un trepidante clímax. La recapitulación (cc. 267-369) no contempla el idioma agitanado, que llega a ser frenético en la coda (cc. 370-429), resuelta abrumadoramente con un acorde disonante ff antes de la tónica final.

 

110 lossless recordings of Schubert Quintet in C, D.956 (Magnet link)

 

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Dejando a un lado las decepcionantes pioneras, la del Hollywood String Quartet con Kurt Reher surge como la más bella de las ejecuciones históricas. Tras un apasionado primer movimiento en el que arden los tresillos del desarrollo, a la manera de la época (1951) se da un adagio tan desenvuelto que difumina el sentido del pulso ternario. Íntimas y expresivas inflexiones vocales captan y transmiten el reflejo de los caleidoscópicos cambios modales. El fanatismo por el estudio de los miembros del cuarteto se prolongaba en discusiones compás por compás, y nos recompensa con su pulida unidad estilística, transparencia de texturas, y unanimidad del continuo vibrato. Aunque la acústica original es ahumada y chirriante, la edición Pristine ha recreado cierta profundidad espacial que acoge sus colores cálidos, la lírica romántica, el empleo habitual del portamento.

 





En una galaxia interpretativa no muy lejana se encuentran Isaac Stern, Alexander Schneider, Milton Katims, Pau Casals y Paul Tortelier, cuya breve conjunción veraniega en el Festival de Prades de 1952 se aprecia en la descoordinación de los ataques, pero que admira en la vivacidad rítmica y elasticidad de fraseo, en la intuición musical para imaginar subrayados retóricos e impredecibles, o en la recreación de dinámicas que no siempre son las requeridas por Schubert. Escúchese el inspirado y vanguardista accelerando (cc. 362 y ss.) de la recapitulación en el allegro. La catástrofe central del adagio (ma non tanto) se canta con abandono e inmediatez, y la torturada desesperación en el scherzo contrasta con su parsimonioso trío, evocando el mundo mágico de las canciones del Schwanengesang. Síncopas febriles en la apertura del rústico finale, sobre el que se abate el desaliento y la ironía mahleriana. La toma monofónica (Sony) resulta opaca y constreñida, si bien mantiene su status de legendaria siete décadas después a pesar de las tosquedades, las impurezas de entonación y los escasos e intolerables gruñidos de Casals.

 





Aunque Mstislav Rostropovich hizo dos grabaciones posteriores más ortodoxas (con el Melos Quartet en 1977, y con el Emerson Quartet en 1990), la realizada en 1963 con el Taneyev String Quartet (todas ellas editadas por Deutsche Grammophon) atesora en grado superlativo tal lento y dolorido adagio, que en el LP original tuvo que ser dividido en dos caras; audazmente silencioso, casi incorpóreo, su ansiedad no tiene parangón a pesar de que el desastre central en fa menor mantiene el ritmo lento: Schubert no da indicación de cambio de tempo, solo escribe más notas por pulso, y aún así, casi todo el mundo acelera aquí. Coronan la tímbrica desgarrada y el control absoluto sobre las dinámicas (algunas inventadas, como el regulador en los cc. 82-84). Telúrico trío y fatalista violencia en el velocísimo finale, sin cabida al encanto vienés. Perfecta la cohesión de las individualidades (y/o la singularidad dentro del colectivo) a lo ruso, mezcla de lirismo y vigor. El sonido ostenta una rusticidad esteparia, pero quien necesite de mayor esplendor puede acudir a los Lindsays con Douglas Cummings (ASV, 1985), a costa de alguna imperfección técnica.



 

 

Y llegamos a una hermosura de grabación que corresponde al típico aspecto aterciopelado de EMI en ese periodo (1982): Heinrich Schiff empastado en el Alban Berg Quartett, todos a una en el sensual y barnizado sonido, un Schubert sin lágrimas, ejemplo del concepto interpretativo amabilidad vienesa, gentil y cantabile, refinado y civilizado, de elegante armonía entre sus miembros. La matización de los detalles, la milimetría en la ejecución de las dinámicas, la exactitud al asalto en cada compás, la libertad métrica y el fraseo delicadamente delineado, un vibrato que ya no es omnipresente, sino ajustado a las líneas y a los momentos; ante tal belleza, la omisión de las repeticiones resulta un mal menor. Desarrollo firme y muscular, aunque no urgente, sobre el que violín y viola mercadean tresillos. Tras el paréntesis central, entendido casi como una barcarola, la hipnótica vuelta al adagio trae consigo una serenidad gradualmente restaurada, mientras benignas turbulencias continúan en los extremos de la tesitura, como si necesitasen de un tiempo extra para recuperarse del interludio tormentoso. Discreto (entendido como un elogio) scherzo que tiene al trío como consolador y dubitativo alter ego. El finale sin aspereza tímbrica trivializa su sentido trágico, mas no importa, ya estamos a las puertas celestes.



 


Hay otras (pocas) lecturas realizadas conforme a criterios historicistas como la de los miembros del Collegium Aureum (DHM, 1981) o la del Quatuor Festetics con Kuijken (Arcana, 2000), pero ninguna tan estimable como la de Vera Beths, Lisa Rautenberg (violines), Steve Dann (viola) y Kenneth Slowik y Anner Bylsma (violonchelos). Aparte de los apropiados afinación y encordado de los instrumentos, persiste la cuestión del vibrato o trémolo como accesorio ornamental, utilizado especialmente para iluminar las notas largas, y que, aplicado con tacto y no como constante, amplía la paleta tímbrica. Avisan de sus intenciones ya en el (molto) allegro, cuya estática introducción, tras un gran suspiro dinámico, no marca un pulso regular, y resulta melosa y muelle; la languidez del segundo tema, realizado casi demasiado pp, cabalga con elasticidad rítmica, pero sin tiempo para cantar la mañana. En el núcleo del adagio los stacsati de los tresillos, derrotados de antemano, rebotan a la italiana en vez de explotar a la rusa. Verdadero presto en el delicioso y demoniaco scherzo y embeleso galante en el finale. La toma sonora desgrana con templanza las delicadísimas dinámicas piano y las hace florecer primaveralmente (Sony, 1990).



 

 

La del Pavel Haas Quartet con Danjulo Ishizaka es una visión temeraria, atormentada y oscura de un Schubert moderno, casi contemporáneo, relegando su perfil seductor, suave y dócil por el trazo ardiente, fatídico y aciago. Sin conseguir (sin pretender) una tímbrica pulida, desbastan una cruda naturalidad, hilando una narrativa frágil y provisional, en favor de la expresividad. Siniestro, prudente y controlado sentido rítmico, aunque permitiendo la elasticidad si es necesaria, con un fraseo flexible y fluido y una excepcional ejecución del legato. Destacar el comportamiento del primer violín en el adagio: empastando con ligeros acentos eslavos las octavas con el cello, enfatiza con vulnerabilidad emocional (con delicados portamenti, sin caer en la excesiva languidez) el ritmo con puntillo que subraya los pulsos 2 y 4 de cada compás; tras la cuidadosa transición de angustiosos silencios, vaga fantasmal e hipnótico. El scherzo detona pura energía, con tensión dinámica y tímbrica. La apacible danza del finale descarrila en pesadilla al ir despegando su velocidad en su conclusión, acelerando precisamente en cada giro tonal; el último acento que históricamente era interpretado como melancólica despedida en diminuendo, ahora amenaza como enfático desafío. Ingeniería reverberante y aireada (Supraphon, 2013), su impacto acentuado por la cercanía de los micrófonos y que nos hurta los susurros (ppp) que reclama Schubert en el adagio.




martes, 4 de junio de 2019

Schubert: Symphony no.7 (8) Unfinished


Los dos movimientos de la Sinfonía Inacabada nº 7 en si menor D. 759 (8ª según la catalogación brahmsiana) fueron compuestos por Franz Schubert en 1822; del scherzo solo se conservan veinte compases orquestados y pocos más esbozados. La tradición nos ha enseñado que el resto es tan inadecuado y remoto, tan inferior en calidad, que no nos debe extrañar que Schubert lo abandonara; es posible que su instinto musical le dijera que el mensaje estaba completo. Sin embargo, no es concedible (por respeto y por propio interés) una omisión deliberada dado que la partitura manuscrita fue entregada como presente a la Orquesta de Graz. En el terreno puramente estético la obra es un conjunto íntegro en su concepto cíclico, no más inconclusa que los esclavos miguelangelescos. ¿Inacabada? Más bien la mitad de una sinfonía acabada, o acaso Inencontrada (de momento).

Aunque la influencia beethoveniana es plenamente consciente, la Sinfonía nº 7 abre el periodo Romántico por su forma de definir la tonalidad, perturbadora, discontinua, magistral en el tratamiento armónico como exploración existencial de las posibilidades emocionales y musicales, sin precedente en la literatura sinfónica. Las determinaciones comunes, el parentesco de motivos y los compartidos contrastes dinámicos e instrumentales interseccionan los pentagramas creando una sensación de unidad mayúscula.

Los dos movimientos, en métrica ternaria, se articulan en forma sonata con diversos matices:
I Allegro moderato: La exposición (compases 1-109) formula un primer tema bipolar, numinoso o incluso fantasmal, y un segundo folcklórico y soleado; una desgarradora disonancia abre un desarrollo (cc. 110-218) terrorífico, de ferocidad contrapuntística, basado en el pianissimo siniestro de los graves de apertura y que Schubert omite en la tranquila recapitulación (cc. 218-328), para retomarlo en su versión original en la coda concibiendo un arco cíclico ideal (cc. 328-368).
II Andante con moto: La iconoclasta exposición (cc. 1-142) muestra un primer sujeto melodioso (pero con ecos del allegro) y un segundo obsesivo y sincopado (con modulaciones continuas e inestables); incluye, en vez de desarrollo, un nuevo tema como largo puente hacia la recapitulación (cc. 142-267) y expira extáticamente en una coda (cc. 268-312) que parece extraviarse armónicamente y es reflejo perfecto de la melancólica personalidad schubertiana.








Entre 1934 y 1938 Bruno Schlesinger grabó frenéticamente con la Wiener Philharmoniker cuando aún ésta mostraba su idiosincrático sonido Gemütlichkeit, cómodo, oscuro y avellanado. La vibración del juvenil primer tema es termalizada en el segundo, cálido y amplio. En el solemne andante, monumental y nostálgico, se atemperan los contrastes dinámicos y se relajan los ataques; degústense los largos solos en los vientos, casi como corales, sobre celestiales deambuleos armónicos en el segundo grupo modulante de la exposición (cc. 64 y ss.). La flexibilidad rítmica subraya los puentes transicionales como pequeños lieder diseminados por la sinfonía. Los instrumentos asemejan voces llamando a otras voces, tal vez Gemeinschaftsfremde ya reeducándose. La clara toma sonora sufre en las frecuencias altas (EMI, 1936).





Atraviesen sin miedo el portal hacia otro mundo: el olvidado magisterio de Willem Mengelberg, con sus satánicas y ensayadísimas libertades de fraseo y tempo, los decimonónicos portamenti en las cuerdas ya en el primer compás, el extremo colorido con que se trazan los temas, goyesco y enojado el primero. Gentil el acompañamiento sincopado del heroico segundo, que rehúsa transicionar, y abandonado, se autodestruye en un silencio de compás (c. 62). Le sigue un tutti orquestal sorpresivo y de desinhibida brutalidad. El andante con moto es un drama musical motorizado por las furiosas secciones con percusión. La edición debida al hacer artesanal de Hubert Wendel implementa una fenomenal instantánea del concierto del 27.11.1939 a cargo de la Concertgebouworkest, reto a los intérpretes modernos para decir algo nuevo sobre la vieja música. El rango dinámico es limitado, pero no así la tímbrica, muy natural.





Ocho registros filosóficos se conservan de Wilhelm Furtwängler, compartiendo la misma órbita espiritual que su Bruckner, verdadero continuador del legado de la Inacabada, anticipando su misticismo y su grandeza gradualmente expuesta. Del concierto en el cavernoso Admiralspalast del 12.12.1944 solo perdura (en buenas condiciones técnicas, SWF) el allegro moderato. Como en todos sus documentos de época de guerra, Furtwängler transmuta la música en una reflexión personal de su agonía, esculpiendo con impacto visceral. La flexibilidad -atmosférica, dinámica y agógica- corresponde al desdibujamiento deliberado de los perfiles, un sfumato vago y sugestivo, y emerge como una narración sonora completa, cada detalle justificado en su relevancia en el conjunto. Las oleadas orquestales de la Berliner Philharmoniker no llegan a romper, con las melodías disolviéndose una en la otra, cada sección caracterizada individualmente en su pulso. Los prominentes trombones poseen connotaciones sobrenaturales (abandonando el triunfalismo beethoveniano y regresando a la gravedad mozartiana) y son heraldos de la tragedia y la inminencia de la derrota. Para el andante con moto propongo la versión de 1950 con la Wiener Philharmoniker, delicado y hasta frágil, perfecto a pesar de ser grabación de estudio, y por ello, en palabras del director, falto de la “experiencia colectiva”.





La llegada en 1954 de Karajan a la dirección permanente de la Berliner Philharmoniker rompió la personalísima relación de la orquesta con Hans Knappertsbusch. Sus recreaciones, contemplativas, teutonibelungas y no precisamente infalibles, son extraordinarias. El allegro moderato, iniciado a un ritmo lentísimo, es una endecha doliente, un canto fúnebre de parsimonioso pesimismo (la Eroica viene a las mientes) y una coda cósmica y abstracta. La tornasolada transición desde la exposición al desarrollo rebosa desolación, realzando las dos naturalezas del compositor. En el andante con moto Kna precede con leves dudas las explosiones marciales y desesperadas ff que se van disolviendo en evocaciones pastorales. Sonido fantástico, como es habitual en las ediciones de Audite desde las cintas originales a 30 pulgadas por segundo, registrando puntualmente la mala salud bronquial del invierno berlinés: concierto del 30.01.1950, realizado para la retransmisión RIAS (Radio in the American Sector of Berlin).





Thomas Beecham recubre la obra de ligereza mendelssonhniana y gentileza emocional. Atención a la deliciosa frase del segundo sujeto, en la que reduce sorpresivamente la dinámica en la última blanca, y a la áspera tímbrica de los trombones de la Royal Philharmonic Orchestra. Lentitud saturniana (léase holstiana) en el bellísimo andante con moto, donde cada frase respira con imaginación, sonriendo con sutileza. Beecham se abstiene de regir férreamente el ritmo, y esta sencillez, este laissez faire et laissez passer, le monde va de lui même, permite que las piezas encuentren por si solas su lugar exacto. El sonido monofónico es casi panorámico en su realismo (Sony, 1951).





La Inacabada era una obra especial para Otto Klemperer, que respondía muy bien a su característico subrayado de los vientos, y que registró nada menos que en nueve ocasiones. Elegiremos aquí la claridad y transparencia de la Philharmonia Orchestra (EMI, 1963) y que ostenta no solo el mejor sonido, abundante pero luminoso, sino un dinamismo y una vitalidad perdidos en grabaciones posteriores. La simplicidad prodigiosa de Klemperer restringe deliberadamente a una expresividad discreta la exposición de los temas, para extraer posteriormente todo su dramatismo en el desarrollo. Andante con moto resignado, austero, sólido, sin lugar a contemplaciones líricas. Un Schubert único, descarnado, inexorable y lógico, con peso y consecuencia, comprendido como un Beethoven incapaz de desarrollar. A pesar de la concepción unitaria, el resalte de determinados detalles instrumentales es una técnica que Klemperer derivaba directamente de su aprendizaje con Mahler.





Kleiber hace de esta interpretación, ligera de tacto y de tempi, su catarsis personal, con pesadillas e histerias tchaikovskivianas de principio a fin: inicio susurrado, segundo tema onírico, tensión explosiva en las aceradas figuraciones con puntillo en el desarrollo del allegro (cc. 184 y ss.), punteado por agresivos acordes y un sforzando urgente y beethoveniano. Dolor, aullidos y suspiros de la mano, fervor, amplias variaciones de latido. La cualidad de los ataques determinada por las indicaciones dinámicas de la partitura. Escasa de rima, si bien abundante en (psico)drama. La Wiener Philharmoniker (DG, 1978) se pliega nerviosa y febril a las exigencias onanistas de Carlos (but not at the table, please).





Giuseppe Sinopoli reinventó en 1983 la Inacabada como música funérea, plañidera, llena de duelo y lamentación, y cuya atmósfera agitada amenaza a cada instante con la catástrofe. El libreto ofrece un curioso ensayo psicoanalítico donde Sinopoli escribe que las melodías (sueños de naturaleza efímera) flotan sobre los obsesivos pizzicati (la memoria), estabilizadas en forma sonata, pero excluidas de cualquier plan arquitectónico. Estas capas de conciencia entre sueño y despertar se despliegan sonoramente en las variaciones, a veces extremas, de ritmo (como en el segundo tema); en cada detalle expresivo, navegando por lentos meandros, como el peculiar ascenso de los violines desde el abismo, ajeno a las marcas dinámicas de la partitura (cc. 122). Un viaje desde la oscuridad atormentada a la esperanza luminosa que propone la coda final, toda ella un maravilloso rallentando. La belleza y equilibrio de texturas (la restricción de metales, el empuje de timbales) de la Philharmonia Orchestra refrenda la genialidad del enfoque (Deutsche Grammophon).





La palabra es suavidad: de los ataques, sin un solo sforzando, de las inigualables transiciones dinámicas, del fraseo preciosista en los primeros compases de los violines, de la cremosidad tímbrica de los metales, de la corriente legato que dicta la estructura en un arco cantabile de principio a fin. El control respiratorio y dinámico de los solistas permite su aparición de la nada: escúchese cómo se resuelve el mágico momento en que el oboe cede el tema al clarinete mutando repentinamente a mayor (recapitulación antes de la coda conclusiva, cc. 225 y ss.). A la manera klemperiana, los temas se muestran en principio apocados para permitir un crecimiento wagneriano de la tensión interior del movimiento. Sergiu Celibidache, Münchner Philharmoniker (MPhil, 1985).





Para Roger Norrington “el allegro suena glorioso tocado como un adagio, pero no tiene ningún sentido” (y así afea, sin nombrarlas, lecturas gloriosamente maduras como las de Walter o Bernstein). The London Classical Players (EMI, 1990) emplean un fraseo clasicista, notas cortas al final de las frases, nulo vibrato, atriles de graves sin el menor sentido ominoso. El sentido rítmico observado atlético, imperturbado e imperturbable. La coda final nada onírica o misteriosa, tratada como una transición al… inexistente tercer movimiento. Cuando el champagne está tan frío congela la sonrisa. Trivial.





La lectura de Frans Brüggen observa más allá de los símbolos escritos y es iluminada por un elegante helenismo en el que la corriente agógica vagabundea por románticas variaciones de tempi, inflexiones etéreas, y teatrales y retóricos titubeos. Otras consideraciones observadas implican la percusión prominente y diferenciada, o la prolongación de las notas antes de afrontar una nueva clave. Las cruciales maderas flotan sobre las numerosas cuerdas de la Orchestra of the Eighteenth Century, construyendo lentamente la tensión en el desarrollo del allegro, una oscuridad gótica que encaja perfectamente con la literatura contemporánea (Frankenstein, Sleepy Hollow). Como es habitual en las grabaciones caseras de Brüggen, la toma sonora en vivo adolece de turbidez y compresión dinámica (Decca, 1995), aunque al menos no sufre de intervenciones no deseadas de la audiencia.





Günter Wand maneja con mano experta las transiciones como áreas de metamorfosis entre dos ideas de distinta naturaleza: como el ritardando anterior al pavoroso descenso a do mayor en los metales al comienzo del desarrollo en el allegro, incrementado la tensión del eventual ascenso desde los abismales bajos y subrayando la nueva fase del drama. O el pausado ralentizamiento del puente desde el c. 38, donde el sujeto en los vientos se desvanece mientras las violas surgen de la niebla. O ya en el andante, el retorno del primer tema en la recapitulación (cc. 144 y ss.) como la concesión de una bendición. O, en fin, el comienzo de la coda (cc. 268 y ss.), donde comienza el pizzicato descendente y el pianissimo acorde sostenido en los vientos recuerda el espectro de un pasado angustioso. NDR Sinfonieorchester en concierto recogido en video para TDK en 2001.



Alejado de cualquier intención historicista, Nikolaus Harnoncourt logra una interpretación apoteósica de la Berliner Philharmoniker en todo su esplendor brahmsiano (24.19.15.13), concediendo a los graves mayor peso de lo habitual, con un desarrollo amenazante, coronado por metales poseídos o acaso endemoniados. Ya en la recapitulación, el cuasi silencio de fermata (c. 280), estirado al límite, prepara para las emociones de la coda, o mejor, de las ingentes codas, en la segunda los primeros violines morendo mahlerianamente. Fraseo, pulso y ritmo son enroscados por Harnoncourt, descartando la naturalidad y la ambigüedad de la escritura original, y engendrando un Schubert futurista y visionario con arritmias mahlerianas en el allegro moderato y oleajes impresionistas en los momentos más relajados. Grabado en concierto en la propia Philharmonie sin ningún ruido de audiencia (BP, 2004). En la versión que produjo con el Royal Concertgebouw Orchestra (Teldec, 1992) prevalecen los tintes clasicistas, con unos tempi menos prolongados.





Thomas Dausgaard desromantiza el concepto schubertiano haciendo algo tan básico como respetar las marcaciones de tempi de los movimientos; de ese modo el allegro moderato se antoja volcánico y ardiente por contraste, y el andante con moto se despliega sinuoso. La Swedish Chamber Orchestra (BIS, 2006) no cuenta con pretensiones historicistas más alla del reducido vibrato y la disposición antifonal de las cuerdas, que se antojan un telón de fondo para el festival del delicado juego de maderas y los irreverentes metales, cuya rápida articulación es un desafío virtuoso, y que en algún momento se ve comprometido. En el c. 109 (y en el c. 327) Schubert marca un pedal tónico en si mayor en el segundo fagot y primera trompa bajo el acorde dominante que evoca el fin del desarrollo de la Eroica; en algunas ediciones pretéritas esta disonancia está anulada. Dausgaard no se atreve a tanto, pero sí que rebaja púdicamente su crudeza. Si bien el lirismo expresivo del segundo tema (o más bien el lirismo asociado a él tradicionalmente) se reduce a lo anémico, quizá el mayor problema venga de la rigidez rítmica de los compases que puede resultar en conjunto uniforme y mecánica.





Les Musiciens du Louvre Grenoble han sido consagrados por Marc Minkowski con un sonido de carácter inquisitivo sin llegar a ser (o querer ser) confrontacional: protagonistas las severas cuerdas (12.10.7.7) mientras los espectrales vientos las circundan buscando fisuras por las que penetrar. Los timbres del período dan a las maderas un tono más ronco y tenue, y los metales de pabellón estrecho añaden profusión de color. La resplandeciente grabación en vivo en la Vienna Konzerthaus (Naïve, 2012) transparenta la línea contrapuntística en fusas (andante con moto, cc. 103-110, en segundos violines antifonales, violas y oboes), de influencia explícitamente beethoveniana (en concreto, su 2ª Sinfonía). El par de movimientos se conciben como un reflejo especular que subraya el clasicismo de los ritmos petulantes e insolentes.





Se han propuesto diversos intentos de reconstrucción del resto de la sinfonía, algunos llegando a utilizar redes neuronales profundas. Tradicionalmente la más utilizada es debida al compositor Brian Newbould, que completó, armonizó y orquestó el esbozo pianístico del desafiante scherzo, y utilizó como último movimiento el extendido entreacto de Rosamunde, también en si menor, con forma sonata, instrumentación pareja y con relaciones temáticas a los movimientos conservados, que se cree fue reciclado por Schubert con tal fin a principios de 1823 para un encargo remunerado económicamente, y que además le abriría (teóricamente) las puertas de los más prestigiosos teatros vieneses (cosa que no ocurrió). 

Pasando rápidamente por la superficialidad interpretativa de Neville Marriner (Academy of St. Martin in the Fields, Phillips, 1983), tampoco Charles Mackerras va más allá de comunicar una precisa presentación de la partitura, moderada en escala, con el detallismo y ligereza textural de los instrumentos originales de la Orchestra of the Age of Enlightenment (Virgin, 1990), especialmente en la sección trío del scherzo, donde los vientos aportan frescura; los cambios abruptos de tempo en el último movimiento son explicados por Mackerras mediante el mantra “mi director favorito es Furtwängler”. Yo no alcanzo a ver por ningún lado la tragedia. Demasiado boxeo y escasa poesía.





De mayor sofisticación es la intervencionista solución de Mario Venzago (Sony, 2016) para dar coherencia a la sinfonía: en primer lugar, rescata diverso material incidental de Rosamunde creando dos diferenciados tríos para el scherzo, y en segundo lugar (para el movimiento conclusivo), restaura los requerimientos formales de un rondó finale. Para ello introduce la frase ascendente introductoria del entreacto dos veces durante el movimiento, en la exposición y en el desarrollo. Muy rápido (su modelo es la Eroica) el Allegro moderato (con los primeros compases –el primer sujeto en cellos y bajos al unísono, que Venzago también convoca justo antes de la coda en el movimiento final– a la misma velocidad que el resto del movimiento, algo poco común), diferenciándolo del siguiente. El concepto del andante con moto es fluido pero teatral, enfatizando su fragilidad episódica, con los pizzicati verdaderamente pulsantes en nerviosa agitación (contrastando con el anodino scherzo). La sucinta nómina de las empastadas cuerdas de la Kammerorchester Basel (7.6.4.4) nos acerca a la ligereza haydiniana de sus primeras sinfonías sin renunciar a dinámicas enérgicas. Sobresaliente toma sonora, en concierto, con los planos sonoros palpables.






Una nueva reconstrucción se añade a las comentadas. Realizada por Nicola Samale y Benjamin-Gunnar Cohrs, completando con un breve (y escuálido) trío el scherzo y asumiendo el entreacto primero de Rosamunde como movimiento final para la sinfonía. La urdimbre parece añorar un carácter pastoral para la música, reduciendo al mínimo los contrastes entre movimientos: texturas ligeras con inocentes maderas y funestos metales. Stefan Gottfried comanda la primera grabación de este Concentus Musicus Wien post-Harnoncourt, para la cual se han seleccionado 26 miembros, estupendamente grabados con gran impacto dinámico (Aparté, 2018).


miércoles, 20 de septiembre de 2017

Schubert: Sonata Arpeggione

El arpeggione es una curiosidad histórica inventada en 1823 por Georg Staufer, en esencia un violoncello con seis cuerdas afinadas como en una guitarra, posicionado entre las piernas, y con trastes en el mástil. De frío recibimiento y efímera existencia (unos diez años), instrumentistas de cada atril -cello, viola, contrabajo, flauta, guitarra, clarinete, incluso trombón- han acudido al rescate de la música de la Sonata arpeggione en la mayor D821.
Schubert era un excelente guitarrista domiciliario y fue capaz de escribir idiomáticamente para el nuevo instrumento, utilizando las resonancias de cuerdas abiertas, pasajes arpegiados, y perfumando con un carácter improvisado de pestañeo magiar y leggerezza itálica.
La Sonata presenta tres movimientos nostálgicos y ambivalentes: “Cuando trato de cantar, amor muda en dolor; cuando trato de cantar, la pena torna en amor”.
I Allegro moderato: Tras un tema inicial melancólico y obsesivo (compases 1-30) y una breve transición (cc. 31-39), inmediatamente burbujea el descarado segundo, bullendo por las octavas en ráfagas de semicorcheas (cc. 40-73). El desarrollo (cc.73-123) explora y amplía mayoritariamente este segundo motivo hacia senderos introvertidos. La recapitulación está más equilibrada a la manera clásica (cc. 124-205), y las ideas originales son consolidadas a ambos márgenes de una inquietante transición. La coda (cc. 189-205) retorna simétricamente a menor.
II El movimiento central es un breve adagio concebido cual lied, cuya expresión somnolienta es transportada por largas y sostenidas notas del solista que ralentizan la inflexión, como coloreadas por las modulaciones armónicas en el acompañamiento pianístico. Tras la delicada cadencia final una sección decorativa attaca el mundo nuevo del …
III Allegretto: Lleno de vitalidad y atmósfera cambiante en forma de rondó, con un estribillo popular, sereno y esperanzado (cc. 1-76), y dos episodios que exploran las posibilidades virtuosísticas del novedoso instrumento: uno tormentoso en re menor (cc. 77-160), muy rimado y con figuras arpegiadas, que eventualmente se encalma para retornar al tema rondó; y otro en mi mayor (cc. 212-280), acusadamente soleado y melódico. Una breve transición al piano regresa a la zozobra (cc. 281-319). La obra se cierra en el rondó con radicales cambios armónicos.









Comencemos por los instrumentos de época que permiten sacar a la superficie los colores primarios de la música. Con una sonoridad similar a la viola da gamba y destinada a ser tocada en un salón acompañada de un fortepiano, los enfoques ligeros de estas versiones (escasas y fallidas hasta ahora) podrían ser apropiados.
Klaus Storck a los mandos de un pequeño y agradable arpeggione perteneciente a un pupilo de Staufer, complementa el delicado y retraido fortepiano vienés de comienzos del S. XIX tocado por Alfons Kontarsky (Archiv, 1974). Pese a la tosquedad del resultado sonoro, y a la falta de poesía y magia que encontraremos más adelante, brotan felices novedades, como el super arpegio en los últimos compases del allegro, o, como que el último acorde roto de la sonata se toque pizzicato, aunque el manuscrito prescriba arco.
Gerhardt Darmstadt y Egino Klepper hacen un disco correcto y educado, que abandona la flexibilidad vernacular vienesa de Storck y Kontarsky, así como su impacto rítmico y su equilibrio tímbrico (Cavalli, 2005).
El legendario Paul Badura-Skoda ejecuta un fortepiano Conrad Graf de alrededor de 1820, seco, percusivo, poco sutil en la diferenciación de las repeticiones, pero su compañero ni siquiera está a dicha altura: la distrayente respiración de Nicolas Deletaille, el timbre austero y poco homogéneo de una cuerda a otra, su facilidad para resbalar por las inmediaciones de la afinación o el pulso rítmico, conllevan el desenfoque de melodías y armonías. La soberbia toma sonora (Fuga Libera, 2006) señala con malévola precisión los escollos aludidos.






En la fecha en que la Sonata se publicó, 1871, el arpeggione llevaba décadas olvidado, de modo que la edición incluía una parte alternativa para violoncello. La pieza posee formidables dificultades para los cellistas dada su extensa tesitura de cuatro octavas y el diferente sistema de afinación.
La más antigua grabación de la obra (1937) nos permite atisbar la elegancia de Emanuel Feuermann, su poderosa emisión, su entonación impecable, la fácil articulación incluso en los pasajes rápidos, el sutil empleo del glissando. Tempi vivaces y rítmicos, con el aroma zíngaro de las danzas gitanas tan populares en los tiempos de Schubert, a veces sin tregua para el aliento. Resaltar el trémolo no marcado en los cc. 72 y ss. del allegretto. La antañona toma sonora regurgita un sonido ocre, si bien equilibrado con el piano de Gerald Moore, menos filtrado en la edición de Opus Kura que en la de Pearl.





La primera vez que Mstislav Rostropovich escuchó a Benjamin Britten desgranar los compases iniciales de la Sonata quedó tan deslumbrado que no fue capaz de comenzar su línea a tempo, por lo que le pidió que empezara de nuevo “con menos belleza”. Auscultando esta grabación (Decca, 1968), es fácil ver por qué: el rango de colores del teclado encantado, el ritmo lento y sombrío, la delicada articulación. El respeto mutuo conduce a una ejecución mucho más dialogada de lo habitual, intensamente dramática. Las idiosincrasias del ruso danzan con imaginación en las áreas ligeras de la obra, de gran riqueza tímbrica y amplitud dinámica (ajena a la partitura). Por supuesto que el mundo vienés de principios del XIX es sepultado bajo la sentimentalidad, el espontáneo y continuo rubato que declina en momentos rapsódicos, los detalles apesadumbrados bajo el paso pensativo de las notas. No importa, compás a compás estos dos nigromantes nos muestran la desolación del alma de Schubert, sin alegría ni esperanza: “Voy a dormir cada noche esperando no despertar, y cada mañana solo me trae la pena de ayer”.





Tan pronto como el vino resplandecía dentro de él, gustaba de retirarse a un rincón y se entregaba a una rabia silenciosa, a veces creando un frágil castillo de copas y platos, mientras sonreía y entrecerraba los ojos”. Este refugio schubertiano en el olvido temporal de la bebida podría ser una de las posibilidades a la hora de acercarse a esta obra, una suave locura, melodramática y delicadamente mozartiana. La sobriedad poética del pianismo de András Schiff, ligero y elegante, preciso y uniforme de timbre (acaso en demasía), subraya el detallismo de su línea. La serenidad clásica del violoncello de Miklós Perényi produce un timbre cálido y sosegado incluso en la tesitura alta. Alejados de lo espectacular, la estabilidad rítmica (con algún expresivo rubato) de sus tempi pausados otorga holgura a cada detalle, como el calmo, controlado e inacabable do del adagio (cc. 60-64), que permite el descenso al abismo misterioso en la mano izquierda del piano (Teldec, 1995).





Semejante criterio interpretativo de calma morigerada, aunque con historicismo aplicado ofrece la lectura de Pieter Wispelwey -cello de 1760 con cuerdas de tripa, cruelmente expuesta su impecable afinación por la ausencia de vibrato- y Paolo Giacometti -fortepiano vienés de principios del XIX, ligero de textura y ágil de mecánica-. Dos instrumentos bien emparejados que resuelven problemas de equilibrio, aunados a una gentil sensibilidad que se acomoda al flujo rítmico de la obra, rompiendo la regularidad metronómica (Channel, 1996).





La característica más relevante de la siguiente propuesta es la amplia paleta tonal del cello de Jean-Guihen Queyras, navegando en un fluido e inconsútil legato, libre en ritmo, flexible en vibrato. Destacar en el allegro el atrevido pizzicato del solista en el desarrollo (cc. 74-79), mientras el primer tema pasa a mayor en brillantes octavas al piano, y el pasaje macabro en su agitación (cc. 87 y ss.). Ansiedad y melancolía se desenmascaran en la austera conclusión del adagio, dando paso a un tercer movimiento convertido en un romance expresionista y multicromático. Táctil rol concertante del piano a cargo de Alexandre Tharaud. Cobista y aduladora grabación (HM, 2006).





Antonio Meneses -elegancia cautelosa con un asomo de cálido vibrato- y Maria João Pires -intimista tanto en las oscuras corrientes subterráneas que de vez en cuando afloran, como en el episodio en clave menor a la hungára que burbujea con vitalidad- niegan el énfasis emocional a tempi hipnóticos y, a veces, con ráfagas inesperadas que reflejan la reciprocidad y familiaridad. Su armonía está más cercana a Mozart que a un profeta del romanticismo, imbuida de valores clásicos de simplicidad, naturalismo, y moderación. Toma sonora en vivo en el Wigmore Hall londinense (DG, 2012), que restaura su recoleta espacialidad mediante segura hechicería.






El rango del arpeggione se asemeja naturalmente al de la viola, pero unas pocas notas caen demasiado bajas, y por tanto requiere de transposición. Además, el timbre más reducido que el del cello permite escenificar una mayor cercanía.
Yuri Bashmet es tal vez el máximo exponente de la viola solista, enfocando a la manera romántica cada matiz casi como Rostropovich, si bien con mayor equilibrio entre drama y lirismo. Poderío sin artificio, vibrato expresivo, elegantes gradaciones tonales. El sentido del rubato y los cambios de colorido (incluso en los pizzicati) insuflan nuevo aliento a cada frase. Tanto el timbre, tan aterciopeladamente suntuoso como el de un violonchelo, como el amplio panorama dinámico, son restaurados por la cálida grabación en directo en el Festival de Verbier de 2007 (DG). Escuchemos cómo Bashmet despliega pianissimo el motivo de cuatro semicorcheas ligadas del segundo tema del allegro (c. 40), todo melancolía y timidez, para luego transfigurarlo en el desarrollo a suplicante, aliviado, temeroso, y finalmente inexorable. La fuerte personalidad de Martha Argerich explota su espontaneidad emocional, impulsivamente insistente, cambiante en tempo y dinámicas, aunque respetando la tersura de la línea legato. Para aquellos alérgicos al pianismo excéntrico de Argerich la clásica recomendación de Mikhail Muntian como compañero obsecuente de Bashmet es seguramente inigualable (RCA, 1990).






En cuanto a los arreglos orquestales, Gaspar Cassadó es el solista de su propia transcripción de la Sonata como concierto para cello y orquesta, reconfigurando sustancialmente la parte pianística con drásticas alteraciones y añadiendo nuevo material. En el momento de su concepción (1928) fue un aporte bienvenido en el limitado repertorio de concierto romántico para cello y recibió múltiples interpretaciones. Sin embargo, poco se puede atisbar del tutti, ya que solo en los ritardandi bombásticos el Concertgebouw Amsterdam sale de la cueva a donde lo ha condenado la edición digital de King, descolorido por la celosía de la edad (concierto del 12 de diciembre de 1940). El inspirado fraseo, los portamenti expresivos, y sus libertades en el rubato -en consonancia con la dirección de Willem Mengelberg-, no pueden (no deben) extrañarnos en el oído actual.





La transcripción para guitarra y orquesta de cuerda ideada por Christopher Gunning presenta algunos cambios y adicciones, muy musicales, pero alejados del contexto histórico de su compositor. Ciertamente la guitarra de John Williams no es capaz de sostener notas largas o variar sus reguladores, por lo que sobre todo el adagio queda comprometido. Fantástica grabación, mecanizada para recomponer un equilibrio imposible en concierto, donde el solista ha de quedar avasallado por la Australian Chamber Orchestra (curiosa mezcla de instrumentos antiguos y modernos, con un uso arbitrario del vibrato), dirigida por Richard Tognetti en 1998 (Sony).





Frente a la magna escala que propuso Cassadó, Michal Kaňka transcribe preciosista, con una sonoridad camerística que se empareja con la simplicidad de la partitura original, equilibrando el solista y el conjunto de cuerdas, apenas una docena, muy empastadas y escrupulosas en las marcaciones dinámicas. La Praga Camerata dirigida por Pavel Hula baila a pasos muy tranquilos, con frecuentes pausas al final de las frases, como cogiendo aliento para el siguiente pas de dance. El pizzicato del comienzo del desarrollo se convierte en este arreglo en una delicada danza; hacia el final del allegro el timbre grave del cello suena tan suave y carnoso como un soplido raveliano. El adagio es una bella canción de cuna que llega hasta la transición en el allegretto (cc. 281 y ss.). Excelente toma sonora, muy detallada (Praga, 2007).





Los contemporáneos de Schubert cuentan que éste mantenía el tempo de manera estricta excepto en los casos que la partitura lo exigía expresamente. Además, siempre concebía la expresión lírica guiando el flujo de la melodía, pero nunca permitía disturbios violentos o dramáticos en su acompañamiento. Exactamente como lo hace el fascinante arreglo liederístico para orquesta realizado por Dobrinka Tabakova, retraído y modesto, subrayando lo melódico sobre lo armónico, en el que las líneas de las cuerdas semejan palabras. La Swedish Chamber Orchestra conducida por Muhai Tang sombrea convenientemente el lienzo para que acoja en su seno el timbre plácido y lánguido, a veces un hilo de voz, de la viola de Maxim Rysanov, soberbia técnicamente (¡qué episodio tormentoso en los cc. 57-160 del allegretto!) a pesar de su discreción.  Mágica y susurrada la coda al final del adagio (Bis, 2010).





Luigi Piovano firma e interpreta esta nueva transcripción que amplifica la polaridad de la obra, el contraste entre la nostalgia mórbida de unos temas y la coreografía despreocupada de otros, y asegura su permanencia como pieza concertante en el repertorio futuro. Piovano es además el director del conjunto de Archi dell'Accademia di Santa Cecilia, 22 atriles de cuerdas que leen con sonoridad profunda los dos primeros movimientos, y en tonos pastoriles y claros el allegretto, con dinámicas sutilmente graduadas, diferenciando los tres elementos en que consiste la Sonata: canción, danza y pasajes virtuosísticos. La maldición de estas grabaciones tan cercanas al solista es la captación de su respiración, que barahusta el timbre quejumbroso de las cinco cuerdas del violoncello piccolo (Eloquentia, 2013).






Entre el rango de alternativas sobresale la otorgada al clarinete, plena de validez por su amplia tesitura, y que para dar variedad a su timbre introduce frecuentes cambios de octava. Afortunadamente para la efectividad de la transcripción, Schubert no hizo empleo de las posibilidades de dobles cuerdas en el arpeggione.
La Sonata corresponde al mismo periodo en que Schubert compuso los cuartetos nº 13 y 14. En base a ello el Allegri String Quartet interpreta una transformación asombrosamente persuasiva de un quinteto con James Campbell al clarinete solista, dialogando continuamente con el primer violín en una conversación secreta que en ocasiones semeja una siniestra delación (Naim, 1997).





Otro resultado de gran naturalidad es la de Gervase de Peyer al clarinete y Gwenneth Pryor al piano (Chandos, 1982), aunque la adaptación suba o baje melodías por octavas, y algunas líneas sean transferidas del solista al piano. Fraseo cantabile, mas con una agilidad y rango sobrehumanos. Se disuelven las barras de compás cuando es necesario, variando los tempi sin cesar.





Anotar por último el arreglo de Gil Shaham y Göran Söllscher (DG, 2002), una curiosa combinación tímbrica, ya que la guitarra toma el rol armónico del piano; sin embargo, en las secciones en que el violín toca en pizzicato la pareja de cuerdas pulsadas se difumina en el vacío.





In this episode from excellent series Building a Library, reviewer Robert Philip analyzes a ragtag bunch of Arpeggione Sonatas for the entertainment and instruction of the BBC listeners.