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lunes, 29 de noviembre de 2021

Holst: The Planets

Gustav Holst terminó en 1917 una suite en siete movimientos retratando cada planeta en un psicograma astrológico, aspecto reconocido tibiamente por el compositor, ya que su práctica seguía penada por The Vagrancy Act de 1824. Maximizando y oponiendo sus contrastes, The Planets germina desde el ritmo, en una gran variedad de estilos y elaboraciones, con el rico colorido straussiano de una orquesta disparatadamente masiva y con exóticas adicciones, aunque de claridad raveliana en su exposición.

 

106 lossless recordings of Holst The Planets (Magnet link) 

 

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1. Mars, the Bringer of War: Una marcha stravinskiana de mecánica brutalidad, cuyo inclemente ritmo en métrica poco convencional y tensos acordes en disonancia flagrante evocan fanfarrias marciales. En cuanto a su tímbrica, escúchese cómo las cuerdas golpean con la madera del arco para producir un efecto percusivo mientras el generoso uso de los metales amplifica el tono militar. La pionera grabación de Gustav Holst fue realizada poco después de la premiére, en 1922: imaginemos las filas de profesores luchando por conseguir un emplazamiento cercano al embudo acústico (sabemos que el limitado estudio se hallaba tan atestado que el ambiente tornó irrespirable ya en las tomas de Venus). La propuesta estaba entonces por encima de las posibilidades de la London Symphony Orchestra, y por ejemplo, el elusivo reto de Mercurio resulta desastroso técnicamente. Los tempi de Holst son invariablemente más rápidos que la mayoría de las grabaciones posteriores, y así, Marte presagia más que amenaza; Venus titubea en su desorden, si bien se recrea en su pausada coda; Júpiter jadea inconstante en su ritmo y Saturno avanza con paso pesado, mientras el ostinato femenino conclusivo es protagonista en dinámica. Para obtener un mejor sonido podemos optar por el registro eléctrico del propio compositor en 1926, o viajar por el tiempo hasta la emulación de dicha versión histórica por Roy Goodman en 1996: la New Queen's Hall Orchestra proporciona cuerdas de tripa en disposición antifonal (perdida en la grabación monoaural), iconoclastas vientos amaderados, metales de menor caudal y agresividad, y percusión reducida en impacto; articulación ágil y ligera, copiosos portamenti como parte integral del sonido orquestal, y vibrato presente pero no fundamental en la producción sonora. Los problemas de afinación (los ensayos y la apasionante grabación se realizaron en tan solo doce horas) se recogen de manera palpable en la edición Carlton.

 


 

 

2. Venus, the Bringer of Peace:  Henchido de incertidumbre métrica y complejas armonías que crean una ondulante sensación voluptuosa, es un adagio de atmósfera mágica donde dos sujetos se alternan, uno de calma pacífica, y otro, recóndito y neoclásico. La primera lectura de Herbert von Karajan en 1961 tiene la ventaja de una construcción arquitectónica de la suite en términos sinfónico-germánicos, a pesar de la falta de desarrollo beethoveniano o de jerarquía armónica en sus movimientos. Los metales wagnerianos de la Wiener Philharmoniker vulcanizan un Marte espeluznante y casi desquiciado. Atisban los portamenti en el violín solista en Venus, muy relajado y de gran belleza tímbrica. Poema central de Júpiter muy brahmsiano en su acentuación. Un Saturno angustioso, utilizando las campanas tubulares cual yunques, precede a un Neptuno cuidadosamente calculado en sus gradaciones dinámicas. La simplicidad del árbol de micrófonos Decca se transfiere en un sonido panorámico, reverberante y cortante. Una alternativa actualizada podría ser la operática de James Levine, que evoca una interpretación abrumadora con la Chicago Symphony Orchestra (DG, 1989): tras un Marte exaltado, hipertrófico, violento, de frecuencias graves feroces, Venus vibra con transparencia veloz. La intrincada tracería de Mercurio refulge argéntea. Sigue un extrovertido Júpiter, con los metales retumbando sus células rítmicas, mientras el himno central, regio y estentóreo, hace uso de la reverberante acústica de la sala, que también aterciopela los trazos saturnianos. En Urano destella el metal bombástico, percusivo y fuertemente subrayado. Un lento Neptuno gesta calladamente la atmósfera sobrenatural. Registro suntuoso, cuya sinergia con los Sennheiser HD800s es apabullante en todos los frentes: profundidad, separación, tímbrica, impacto.

 


 

 

 

3. Mercury, the Winged Messenger: Asumiendo el rol de rápido scherzo, su etérea orquestación revolotea en figuraciones apresuradas, solidificando nubes de tormenta a su paso. Utiliza gestos típicos del Holst maduro, asombrosamente avanzado técnicamente: uso de dos claves simultáneas, ritmos cruzados. Bernard Herrmann, compositor neoromántico que aúna el dinamismo poderoso de un Wagner con el colorido y sensualidad de un Debussy, concibe una recreación extravagante, amargada, lóbrega y fatídica, con maderas goyescas y siniestras: un Marte angustioso que se construye implacablemente con malvado sarcasmo, especialmente los aullidos de las manadas de metales; un Venus moribundo en su expresión acérbica; un Mercurio en slow-motion que permite desmenuzar el juego orquestal, si bien elimina los repentinos forte. La pompa jupiteriana resulta torpemente imperial, aunque el cántico central cristaliza solemne. La arritmia y los elementos atonales en el soberbio Saturno engendran un futuro incierto. Tras un Urano tétrico y laborioso, de arrogancia perversa, viajamos serenos a la despedida neptuniana, acunada por Herrmann como si se tratara de una de sus propias composiciones. La grabación Phase 4 (Decca, 1970) fue saboteada con una multitud de micrófonos muy cercanos y disparatadamente mezclados, con gran separación lisérgica y hostil desequilibrio espacio-temporal de la London Philharmonic Orchestra. Otra personalísima lectura es la debida a Leonard Bernstein, también marcada por imperfecciones instrumentales de la New York Philharmonic Orchestra (Sony, 1971). Como suele ser marca de la casa en sus grandes interpretaciones, Lenny hace de la música un drama propio: Marte ataca sin remordimientos con un fraseo iconoclasta que se traslada al reposado Venus. Al borde del exceso, la oración jupiteriana levita sobrehumana: Bernstein es único al (des)compensar la repetición para dotarla de un carácter íntimo, siendo las arpas prominentes. La toma sonora, plana y amazacotada, no está a la altura de la visceral ejecución.

 


 

 

 

4. Jupiter, the Bringer of Jollity: Danza pomposa y jovial con una elgariana parte central, que, posteriormente y dotada de palabras, se ha convertido en himno patriótico (sensiblero, y no compartido por el compositor, como se comprueba en sus registros: tanto la partitura “A tempo”, como las grabaciones de Holst, muestran claramente que la música no debe frenar aquí, como casi todos los directores hacen, sino que debería continuar al mismo ritmo subyacente). Bernard Haitink es la sobriedad personificada, pero con un propósito firme que permea soterradamente su lectura. Así, Marte avanza parsimonioso y despiadado, resolviéndose más que contrastándose, en unos Venus y Mercurio inmaculadamente futuristas. La London Philharmonic Orchestra, apenas días más tarde (1970) que en el registro con Herrmann, se metamorfosea en un conjunto distinto, perfecto técnicamente, regular en su latido, tal vez demasiado metronómico y elaborado en la canción central de Júpiter. El glissando en Urano es prominente, aunque sea a costa de la repentina desaparición de la orquesta. Seiji Ozawa es otro campeón de la claridad analítica y el conocimiento perspicaz de una partitura que suena menos inglesa y más diáfana. Su Marte de 1979 sigue la rauda senda que Steinberg pavimentó una década antes con la misma Boston Symphony Orchestra, y sin embargo en Mercurio el mensaje alado es más pausado que de costumbre. El himno de Júpiter se reza fervoroso y se cierra con una coda resplandeciente. Saturno se despliega académico y parco, pero en Urano la percusión se desmelena. Las dos grabaciones poseen la naturalidad típica de Philips, cálida y aterciopelada, con las dinámicas siempre cómodamente audibles.

 


 

 

 

5. Saturn, the Bringer of Old Age: Tras el péndulo cósmico que ciñe los primeros 26 compases (representación austera del proceso de envejecimiento), un largo crescendo de los metales conduce a una coda indecisa, donde la propia mortalidad se acepta con sosiego y serenidad. William Steinberg no conocía la obra hasta el proyecto propuesto por Deutsche Grammophon en 1970. A pesar de respetar escrupulosamente las marcaciones de la partitura, resulta de una espontaneidad mordaz, fast and furious. La lucha enconada de los groseros metales con las cuerdas sedosas de la Boston Symphony Orchestra guerrea una actuación vertiginosa y urgente en Marte, con toda la furia del col legno. Su Venus es sensualmente romántico sin caer en la somnolencia, y, no obstante, Saturno aduce poca mística, cual ejercicio de sonoridades. El coro despide con un gélido aliento a Neptuno. Otra mezcla sintética producto de un destino cuadrafónico, su último reprocesado destila panorámica espacial a la par que tímbrica interna. Aún más rápido es Vladimir Jurowski, que deliberadamente aligera las texturas de la London Philharmonic Orchestra por medio de la disposición antifonal. En Marte asoma la pesadilla, como recordatorio de la Inacabada de Schubert. Fraseo cuidadoso y libertad de los vientos en el muy ligero Venus. En Mercurio la poética impresionista está delineada con precisión atlética. Júpiter vital, con los seis timbales prominentes en los pasajes sincopados, folclórico a la manera de Vaughan Williams, si bien despojado de sentimentalismo o majestuosidad. Las pronunciadas campanas sincopadas en Saturno dan una agradable tensión. Los contrastantes trueques de tempo en Urano culminan un movimiento enigmático. Neptuno opaco, brusca su conclusión coral, posicionada en la distancia. Grabación árida ante una audiencia callada (LPO, 2009).

 


 

 

 

6. Uranus, the Magician: Scherzo rechinante y atroz, que arranca musicando las iniciales del compositor para ir mudando de carácter humorístico y alegre a fantasmal y misterioso. El exuberante Zubin Mehta firma un registro cinemático, caleidoscópico, colérico y un tanto glacial (Decca, 1971). El cuerpo zapador de tubas de Los Angeles Philharmonic Orchestra cañonea un estrépito enorme en el robusto Marte (y en la sección media de Urano). El fraseo en Venus danza con un amplio rubato, acaso excesivo. Contrasta el ligero Mercurio con un masivo Júpiter de conclusión apresurada. Un Saturno avejentado en su paso impresiona con los efectos de pedal organístico. Urano presume de frescura en la percusión. Charles Dutoit parte de un hedonismo relajado, pero no falto de emoción, coloreando los estratificados planos sonoros con un impresionista aroma francés. A destacar las apariciones en oleadas keplerianas del órgano en un imaginativo Marte; los vientos en Mercurio atenuados por el tempo; el bullicioso Júpiter sin perder el sentido del fraseo; el embrujo del pedal en el hipnótico Saturno hasta la devastación. Después de un Urano que me hizo disfrutar gloriosamente (no me cabe mayor elogio), el problemático Neptuno se pulsa con refinamiento, las voces distantes perfectamente equilibradas y timbradas a medida que se desvanecen. El amaderado recinto de la iglesia de St. Eustache regala la exacta medida de reverberación, con un opulento nivel de detallismo y dinámicas extremas. La Orchestre Symphonique de Montréal logra una pulida ejecución a la altura (Decca, 1986).

 


 

 

 

7. Neptune, the Mystic: Pianissimo espeluznante e inquietante, con una melodía larga y desenfocada, virtualmente despojada de ritmo y delicadamente compuesta al estilo raveliano, con una simple frase que sostiene una armonía etérea y colores yertos y resplandecientes. El coro sin palabras y fuera de escena mesmeriza al oyente y disipa la textura orquestal: la partitura estipula que a ser posible debe ser emplazado fuera del salón de conciertos, para ser escuchado a través de una puerta que se irá cerrando gradualmente durante el último compás “repetido hasta que el sonido se pierda en la distancia”. Adrian Boult estrenó The Planets en 1918, documentando registros al menos en siete ocasiones, con grandes inconsistencias de una a otra, las primeras rápidas y con mordiente rítmica, después ralentizando con cautela los tempi. Su postrera grabación con la London Philharmonic Orchestra demuestra de manera concluyente que los últimos movimientos no necesitan ser demasiado lentos para alcanzar la grandeza. Marte aplasta a ritmo constante y desalmado, inexorable y devastador en su quietud. Un rápido Venus sabe sin embargo enfatizar las cualidades líricas y los momentos de tranquilidad. Mercurio revolotea chispeante con sus constantes cambios de color. Júpiter posee un impulso rítmico contagioso y el himno resuena con distinción insigne. Los noventa años de Boult contagian a Saturno de un clima aterrorizado y plagado de pánico. Neptuno reina frágil en su elipse distante. El registro (EMI, 1978) enfanga algunas texturas. Por la senda de la magia introvertida, aunque con una asintótica precisión szelliana encontramos años después a Vernon Handley (Planet, 1993). El manejo de Marte es iracundo sin augurar la malignidad y Venus es más reflexivo que sensual. Si Júpiter es un poco deliberado en su amplitud, en Saturno la Royal Philharmonic Orchestra captura una asombrosa sensación de amenaza en su clímax. Urano impacta físicamente. 48 micrófonos se emplearon en una toma cercana, traslúcida a todos los niveles dinámicos (incluyendo el tráfico londinense, material de estudio para los arqueólogos del futuro).

 

 

 

https://petersplanets.wordpress.com/ is undoubtedly the framework of knowledge of the planetary discography. With a brilliant sense of humour, Peter The Great makes us participants in his particular criticism of the complete survey.

 

viernes, 4 de marzo de 2016

Orff: Carmina Burana

Carmina Burana son una serie de cantiones profanae, una colección de poemas latinos mezclados con versos germánicos, morales y satíricos, blasfemos y heréticos, chanzas clericales y canciones de amor lascivas y cortesanas, de autores anónimos del S. XIII (los goliardos hoy en día llevarían rastas y serían llamados radicales antisistema), familiares no sólo con la mitología y retóricas clásicas, sino también con el folkclore y las danzas rurales. A partir de la universalidad de su contenido, Carl Orff (1895-1982) hace emerger imágenes y personajes, y los lleva a actuar en una coreografía gráfica y simbólica, como marionetas del teatro del mundo a todas las escalas, manejados sus hilos por la diosa Fortuna.

A través de la audaz simplicidad del vigor rítmico y de la construcción estática (predominantemente diatónica, modal, casi salmódica, y descartando contrapunto o desarrollo temático en las repeticiones, a veces meramente traspuestas a otras claves), Orff consigue la regresión de la orquesta moderna a un estado primitivo de gran impacto: en la variedad de cortas escenas va insertando contrastes dinámicos, polirritmias y ostinatos de teatralidad hedonista y sensualidad pagana. Todo ello impregnado del concepto central en el corpus educacional de Orff: la controlada cacofonía percusiva que subraya la corporeidad en la música.

La Cantata escénica para tres voces (atormentadas en sus tesituras), coro y orquesta (1936) se articula en tres secciones precedidas de un pilar estructural que invoca la impotencia humana sobre el control del destino: 
I Primo Vere: Imagenería pastoral sobre la renovación estacional, avanzando hacia una visión retozona del amor.
II In Taberna: Bulliciosa atmósfera ensalzando las virtudes del alcohol.
III Cour d’Amours: Glosa las glorias del amor cortesano tamizándolo con un erotismo explícito.
El regreso de O Fortuna redondea como cierre inteligente y antirromántico, recordando que belleza, pasión y naturaleza están a merced de veleidosas, inescrutables y eternas leyes fuera del alcance humano.

Orff es esencialmente un hombre de teatro en su concepto clásico como comunión de tono, palabra y gesto: la música nace y está sujeta al texto. Aunque Carmina Burana está subtitulado “atque imaginibus magicis” lo importante es el texto, irónicamente en un lenguaje muerto, que ya (casi) nadie puede leer hoy, pero que transmite su espíritu de manera mágica: una sombría e intensa soledad, un vacío espiritual, y una especie de desesperación anhelante y compulsiva en búsqueda del placer. Situación ¿medieval o contemporánea?







"Recibí la invitación para grabar la obra y con este motivo viajé para encontrarme con Carl Orff. Fue durante una producción que se hacía en Stuttgart, y un par de días nos juntamos en el hotel para hablar sobre la partitura. Le pregunté y le señalé muchas cosas: 'Esto creo que es una nota falsa... ¿o lo quiere así?' Y decía él: '¡Claro que es falsa, desde luego, necesariamente tenemos que corregirla'... De hecho, durante estas amistosas conversaciones le llamé la atención sobre ocho o nueve notas falsas que había encontrado y que, de este modo, fueron corregidas en la siguiente edición de la partitura”. Así recordaba el maestro Rafael Frühbeck de Burgos el encuentro con el compositor en 1965. Siendo los tempi muy amplios, articulación y fraseo parecen enteramente adecuados y sinceros, aún siendo idiosincráticos, fulgurantes y virulentamente teatrales, como la orgiástica Floret silva, con la sapiencia rítmica de una jota, o como la lenta Tanz, que permite resaltar la sencillez de la textura y la potencia de los metales de la New Philharmonia Orchestra. Además reúne una colosal (y singular) cohorte de solistas: la radiante Lucia Popp, soprano líricamente aniñada, sensual en su exquisito timbre, aporcelanado hasta las cimas; Gerhard Unger, tenor tragicómico, a la par de la vacilante introducción orquestal en Olim lacus colueram; y los dos(!) barítonos que usa para resolver el problema de la extensa tesitura: Raymond Wolansly, rossinianamente abandonado en Estuans interius; y el asombroso John Noble en el verdadero tour-de-force que supone Dies, Nox et Omnia para el cantante, que debe abarcar tres registros. Buen trabajo coral (Wandsworth School Boys' Choir, New Philharmonia Chorus), rigurosamente descontrolado (In taberna quando sumus) y de palpable lascivia barbárica (Tempus est iocundum). Una cálida y atmosférica perspectiva ha sobrevivido a una pésima remasterización, con agudos chirriantes y saturación ocasional (EMI), donde de manera generalizada los pianos proponen el ritmo.





Eugen Jochum nos da la bienvenida al obsceno y a menudo drolático Cabaret Berlín, donde la caracterización teatral es inigualable: Gundula Janowitz, soprano dulce y seductora, aunque algo forzada en la coloratura hacia el re alto en el rompedor Dulcissime, y luz pura y controlada en la línea suspendida del Stetit Puella; Gerhard Stolze, tenor con bello falsete en Olim lacus colueram, idealmente escandaloso y vulgar como el desventurado cisne; Dietrich Fischer-Dieskau, barítono acaso demasiado ligero para el rol, al límite de su tesitura en las escenas de taberna, permite aflorar su refinada vena liederista en las secciones líricas (un Omina Sol temperat suave y pulido, absolutamente fluido), sacrificando su melosa cualidad tímbrica en aras de la narrativa, casi irreconocible en la sátira sobre la vida monástica Ego sum abbas. La percusión de la Deutsche Oper Berlin exhibe su centelleante ritmo en el doble coro Veni, veni, venias, los metales ocasionalmente inestables (Tanz). El color instrumental y vocal es variado e imaginativo, especialmente en articulación y agógica en la exploración de las repeticiones (algo esencial en una partitura tan mecanicista), o las matizadas alteraciones dinámicas (In taberna quando sumus). Poderoso trabajo coral, cristalino y fuertemente personalizado, incisivo y robusto, donde las voces se distinguen unas de otras en vez de estar unánimemente empastadas, con el grado justo de jubileo rústico y folklórico (picante el pequeño coro en Chramer). Angelical y efectivo el Schtineberger Boys’ Choir en su pequeño rol. La edición Originals suena mejor que nunca, espaciosa, recia y profunda (DG, 1967).





El flujo jazzístico del tempo es la singularidad esencial de la lectura laboriosa y comedida de André Previn: a partir del relajamiento y la laxitud, no dramatiza ni aún cuando la partitura lo demanda. Previn compone unas texturas rudas y descaradas para una London Symphony Orchestra en gran forma (tuba abrasadora en In taberna), y maneja con fervor el corpulento London Symphony Orchestra Chorus (si bien transfigura el pequeño coro de Chramer en un casto villancico), y el St. Clement Danes Grammar School Boys' Choir, cuya juvenil contribución paladea con inhibida unción Tempus est iocundum. Solistas correctos: Sheila Armstrong, soprano expresivamente afectuosa, pero de escasa vocalización, bamboleante entonación y tirante en el re alto de Dulcissime; Gerald English, tenor sin exageración (ni excesiva imaginación) en su traicionero lamento; Thomas Allen, barítono de voz firme, pero blando en el carácter (un abad poco triunfante sobre los tableros de juegos, o en la stravinskiana Circa mea pectora). Grabación de gran detalle interno y excelentemente equilibrada en su tímbrica, con los coros cercanos y carnosos en su situación antifonal (EMI, 1974), que, distando de lo referencial, es preferible a su posterior acercamiento con la Wiener Philharmoniker (DG, 1993).





Michael Tilson Thomas subraya obsesivo los aspectos modernistas (incluso futuristas) de la partitura desde las extremas e inesperadas fluctuaciones de tempo: en In taberna o en Circa mea pectora la salvaje velocidad fuerza al coro a una pelea circense para mantener el ritmo, mientras Dies, Nox et Omnia o In trutina pierden perfume lírico a esta lentitud. Extraordinario plantel solista: Judith Blegen, de excitado abandono en sus solos (escúchese como se zafa hábilmente de los intervalos ascendentes en Stetit puella, o como sostiene la larguísima vocal al final de Amor volat undique); Kenneth Riegel, tenor que ofrece una diferenciada musicalidad al no recurrir al falsetto; y Peter Binder, barítono de muy discreta pronunciación latina, que rinde la belleza tonal al recurso dramático (impredecible su hedonismo en Ego sum abbas). La disciplina de sus coros (relamidos) asociados (The Cleveland Orchestra Chorus, The Cleveland Orchestra Boys Choir, situados al fondo), complementa la precisión quirúrgica de The Cleveland Orchestra. Toma sonora apabullante en la portentosa densidad de los graves, aunque perpetrada antinaturalmente para el sistema cuadrafónico con una mezcla artificial de microfonía, que resalta cierta instrumentación inusual, por ejemplo, el piano en los acordes iniciales, o los glockenspiels en el herético Ave formosissima (Sony, 1974).





Riccardo Muti supone la opción extrovertida, con explosivos contrastes, no sólo dinámicos, sino también de tempo. Volátil en los ritmos vivos, y con gran imaginación y profundidad en las secciones líricas, Muti sabe acumular tensión como ningún otro. Sigue la mayoría de las innumerables instrucciones de la partitura, aunque no todas. Trío solista desigual: Arleen Augér, soprano perfecta para el rol, tersa y atractiva, reposada en In trutina, milagrosa en Dulcissime, con mínima pérdida de esmalte en la cumbre, un verdadero éxtasis suspendido y delirante; John van Kesteren, tenor ligeramente atiplado y con dificultades en el registro alto, modera la comedia del asado; y Jonathan Summers, dulce barítono de poderío y carácter marcado, pero nunca exagerado (su integración con la orquesta en Estuans interius consigue una palpitante comunión). El Philharmonia Chorus suena verdiano en su masividad coral en terceras en Floret silva nobilis, y el Southend Boy's Choir canta con un desconcertante grado de erotismo. Multicolor, cruda, con marcados clímax y áreas de reposo, la prestación de la Philharmonia Orchestra (atención a los metales en O Fortuna o en Were diu werlt alle min). Una toma sonora corpórea, si bien lastrada por una mala edición digital ha dado lugar a un sonido instrumental vago y velado (EMI, 1980).





El adventista Herbert Blomstedt conjuga vibrante y enérgico, pero apolíneamente mesurado (por no decir excesivamente higiénico) en sus ritmos. Concentrado en el pormenor, elimina la repetitividad insuflando algo nuevo (dinámica o texturalmente) en cada reprise, y logra, a pesar de ello, que la cantata sea estructuralmente coherente. La San Francisco Symphony Orchestra exhibe su impecable ejecución: Atiéndase al delicioso equilibrio tímbrico en Chramer, o a la inhumana precisión de los metales en Fortune plango vulnera, Tanz, o Ave, formosissima, que nunca ha sonado tan espaciosa; sin embargo, es chocante como enlaza sin cesura las estrofas en Ecce gratum, obviando el silencio de negra entre estrofas. El trío vocal es imaginativo en el desarrollo de sus partes: Lynne Dawson evoluciona desde la inocencia, sencillez y naturalidad hasta la arrebatadora desinhibición al final de su rol, con firme control vocal, pese a que pierda esmalte y seguridad en la tesitura alta; John Daniecki colorea su timbre tenoril de manera diferenciada desde su remembranza en libertad hasta su emplatado; el inusual matiz oscuro y untuoso de Kevin McMillan (lástima de escaso fiato) pasa del deseo lujurioso al lamento histriónico en Tempus est iocundum. El empaste de los tres conjuntos corales de San Francisco (Girls Chorus, Boys Chorus, y Symphony Chorus) es, tal vez, demasiado bruñido. Espectacular grabación (Decca, 1988) que sitúa a los solistas distantes en la perspectiva.





Superando su previa lectura con Boston (RCA, 1969), Seiji Ozawa equilibra la vulgaridad con la elegancia, y captura el espíritu de la composición con franqueza(salvo en el velocísimo O Fortuna, que pierde el aroma amenazante, y en la cuadriculada y solemne castidad fraternal del Si puer cum puellula). La Berliner Philharmoniker poseía aún en 1988 la tersura karajanizante (escúchese el obligatto de flautas y oboes en Amor volat undique, o la espléndida fanfarria en Were diu Werlt alle min). Comparado con su masivo sonido, destaca la ligereza e incisividad en la articulación del aporte coral japonés (Shinyukai Choir, Knabenchor des Staats und Domchores Berlin): la ingenuidad en la serie primaveral, el refinamiento del semicoro en la contrastante secuencia Reie. El exquisito control vocal de Edita Gruberova brilla conmovedor en la indecisión de In trutina, aunque su decepcionante canto en Dulcissime rompe el encanto seductor; John Aler exhibe con franqueza su poderío en el falsetto, y Thomas Hampson se luce en un Omnia Sol temperat peligrosamente lento, vigoroso en la cantilena de la taberna, e impresionante como impenitente abad, con la adicción de una percusión cataclísmica. Distante registro, realístico en su despliegue (Philips). 





El empleo de fuerzas masivas refuerza la noción sinfónica adoptada por Christian Thielemann, de tímbrica y colores straussianos (In trutina). Hiper refinado en la riqueza sonora, concentrado en el flujo orgánico a gran escala, unifica un arco dramático de concepto mítico-teutónico bajo una arquitectura épica y neopagana digna de la Gran Alemania. Por tanto, no puedo estar de acuerdo con (parte de) la crítica británica en que Thielemann ha intentado recuperar el clásico de Jochum a partir del mismo coro y orquesta, y similar elección de tempi en las secciones rápidas: la diferencia se da en las escenas lentas, siguiendo la marcación molto flessibile de la partitura (evocativo y poético en la tranquila danza instrumental Reie). La pronunciación cristalina y empastada de las fuerzas corales (Baritone Chor Und Orcherster Der Deutschen Oper Berlin Knabenchor Berlin) deja sin embargo un aroma intenso y terreno. Acertados solistas: Christiane Oelze, soprano de timbre adorable y musculoso (aunque no llegue a lo más alto y no muestre mucho fiato); David Kuebler domina la tesitura alta, más lamentoso que irónico; y Simon Keenlyside es un robusto barítono de soberbios sol altos en la embriagada Estuans interius y acusado rubato en las cadenzas en falsetto de Dies, Nox et Omnia. La toma sonora resalta una espaciosidad resonante, con definición de los contrastes antifonales, si bien los coros suenan moderadamente lejanos –esta sí, una concesión al modelo de 1967– (DG, 1999).





La Berliner Philharmoniker no tiene ya el lustre de la época Ozawa (Karajan padawan), pero la transparencia textural y la robustez rítmica mecanicista logradas por Simon Rattle (que hace valer su formación como percusionista para enfatizar dicha sección) se ajustan perfectamente a la colorida orquestación, incluso a los veloces (y coherentes con el texto) tempi propuestos. Rattle impulsa con nervio refrescante e inexorable, y sigue con escrupuloso rigorismo las marcaciones del pentagrama: la prominencia al metal grave permite un perfil apropiado, incisivo y ligeramente vulgar a las furiosas síncopas en In taverna quando sumus. Los solistas están caricaturalmente expuestos, pero el amplio y cremoso vibrato de Sally Matthews hace una caracterización juvenil poco convincente (In trutina). Estupendos, pero no ideales, los masculinos: Lawrence Brownlee, doloroso en su angustia ornitológica (sin palidecer en los agudos), y jocoso en su caracterización el oscuro barítono Christian Gerhaher, soberbio en sus variadas dinámicas, ya sea en la autoaversión o en el anhelo sexual, si bien pelea con la pronunciación latina y con la tesitura en falsetto en la misteriosa imitación de balada sentimental que es Diex, nox et omnia. Disco realizado mezclando tres representaciones en directo a finales de 2004 (EMI), con dinámica contenida y tímbrica un tanto apagada aunque equilibrada entre masas instrumentales y corales (Rundfunkchor Berlin, Knaben des Staats und Domchors Berlin).





Sin duda, la incorporación al catálogo más imaginativa de los últimos años ha sido la de Jos van Immerseel. Siguiendo la ortodoxia historicista, los componentes de Anima Eterna Brugge aparcan sus instrumentos habituales y abrazan los más cercanos a la época y lugar de composición: bávaros del temprano siglo XX. Pero lo realmente importante es la concepción de la lectura: tribal, elemental en vez de sinfónica. Su modesto número de cuerdas (6.6.6.6) ofrece la posibilidad de desentrañar las inusuales texturas (flauta y celesta, tuba y contrabajo, etc., tan stravinskianas) dentro de la battaglia musical. Coherentemente los solistas no destacan por la potencia de sus voces, pero sí por su personalidad alejada de la retórica operática: Yeree Suh, soprano más introspectiva de lo habitual, que arrulla más que trina en Amor volat undique, y juega la baza de la fragilidad en In trutina; en su debe la inseguridad de las notas mantenidas en Stetit puella; Yves Saelenes emplea una efectiva técnica mixta que preserva su cualidad tenoril, y Thomas Bauer, polifacético y alejado del caricaturismo, ofrece la sinceridad de su melancolía en Omnia sol temperat. La magra suma del Collegium Vocale Gent (36 almas) a los 15 chicos del Schola Cantorum Cantate Domino permite una terrena articulación coral, claramente discernibles sus miembros. Algunos momentos que destacar: el especiado acompañamiento al falso cantus firmus en Veris leta facies; la bucólica elegancia de Floret silva, a un paso de la inevitable siesta; la deliciosa danza con que arranca Reie, y el posterior combate verbal en Swaz hie gat umbe; la transparencia madrigalesca de los tres tenores en Si puer cum puellula. ¡Y el flautista respeta las marcas de fraseo (no por necesidad de respiración) en Chume, Chum Geselle Min! Sensacional grabación en vivo (ZigZag, 2014) que acentúa la primitivez rústica instrumental. Y permite discernir en el tumulto la presencia independiente de los percusionistas (el muy lento Ecce gratum).





No me resisto a citar someramente otras dos lecturas que bien vale la pena escuchar:
Gunter Wand escoge la opción dionisíaca, cuyo maximalismo textural transforma la cantata escénica en cinematografía expresionista, ayudada por la toma de concierto público (Hänssler, 1984).
Y Michel Plasson, con su interesante trío solista: Natalie Dessay, deslumbrante en sus solos cristalinos; el ya reseñado Thomas Hampson; y Gerard Lesne, cuya tímbrica de contratenor se adapta perfectamente al canto del cisne, ofreciendo una fantástica actuación teatral (EMI, 1994).



La erótico-festiva puesta en escena filmada por Jean Pierre Ponnelle despliega toda su fantasía a partir de la grabación dirigida por Kurt Eichhorn en 1973 (RCA). Adicionalmente se añade una entrevista con el compositor (en alemán y subtítulos en inglés) en la que, sobre fascinantes fotografías de otra época, Orff cuenta episodios claves de su niñez en su desarrollo como músico y hombre de teatro. DVD rip (720p).