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lunes, 29 de abril de 2013

Rachmaninov: Concierto para piano nº 2

El Concierto Nº 2 para piano y orquesta op. 18 de Sergei Rachmaninov nació orgullosamente tardío (1901), posromántico y decadente, monumento sin par a la suntuosidad de la nostalgia, basado en el fatalismo y el pesimismo inherentes al autor, e impregnado de apasionado color ruso. Perfectamente equilibrado en forma y fondo, aúna solidez arquitectónica y riqueza melódica ligada a su flexibilidad: todas las modulaciones son suaves y graduales, sin repentinos cambios a distantes tonalidades. Rachmaninov pensaba que la misión de la música era dar expresión tímbrica a los sentimientos, y así, languidez, olvido y belleza solemne se dan cita en la suntuosa y cálida orquestación, predominando cuerdas y maderas, y permitiendo a los metales brillar solo en los clímax.
Su estructura es una personalísima mezcla de la clásica concepción en tres movimientos y el poema sinfónico romántico de maduración continua:

I Moderato: Aunque la obra proviene de un periodo de dudas personales, los acordes de apertura anclados al fa grave, que se expanden cromática y dinámicamente desde un pp a un poderoso ff, nos lanzan a un trágico paisaje de lacrimosos arpegios que acompañan al magullado tema en las cuerdas y clarinetes. Una anhelante sección de transición nos transporta al modo mayor con una llamarada de las trompas. Habiendo sido sumergido en las densas texturas orquestales, el piano regresa a la superficie, introduciendo un antagónico y rapsódico segundo motivo. Florecientes melodías son acompañadas por borneantes arpegios en la tesitura grave, dando una sensación de libertad emocional. Las densas armonías cromáticas intensifican este humor antes de que varios solos en las maderas y las trompas dialoguen amorosamente con el piano. Sigue un dinámico desarrollo en cinco secciones aparentemente ileso del torbellino emocional anterior, conduciendo a la recapitulación de las frases y a una belicosa coda que cierra el movimiento.

II Adagio sostenuto: Escrito en forma de lied ABA, es un etéreo nocturno de elegancia sinuosa que parte de cuatro compases introductorios que modulan suavemente desde el do menor que cierra el moderato a la lejana clave de mi mayor. Una serie de arpegios al piano envuelven el canto que hace la flauta del quejumbroso y soñador sujeto antes de cederlo al clarinete, rodeado por un halo de cuerdas, y posteriormente al piano y otros solistas dialogantes. Cambios armónicos profundizan en una serie de violentas variaciones que ondulan autónomamente entre la orquesta y el piano, previas a una cadenza virtuosística que retorna hasta la serenidad inicial, esta vez en los violines.

III Allegro scherzando: Formalmente un rondó, comienza con una imprudente giga que nos devuelve a la tonalidad de do menor del inicio. La exposición del sencillo primer motivo (alternando semitonos y una célula rítmica de una negra y dos corcheas) cede paso a una martilleante rapsodia de transición, con fulgurantes pasajes del solista y marciales metales y percusión. El rápido tempo amaina en el segundo sujeto: meditativo, melancólico, de aire oriental en sus acordes, desplegado por violas y oboe. El piano responde con dolorosas suspensiones armónicas y secuencias melódicas que se imponen. La arrebatada orquesta y las pirotecnias del piano conducen al restablecimiento escalonado de los temas, rampantes en su amorosa gloria, antes de que la coda procure un cierre centelleante.


 





De supremo interés histórico–musical es la grabación que realizó el propio compositor en 1929. Extraordinario técnicamente, mezclando sobre la marcha gracia y gravedad, Rachmaninov procura una alternativa clara y enérgica a algunas lúgubres, letárgicas o sentimentales lecturas modernas. La modesta reticencia a exaltar el virtuosismo, la elegancia de su fraseo patricio, aristocráticamente ayuno de lirismo, conviven con un inexorable y demoníaco impulso rítmico e intensos rasgos personales tales como el tañer de los fa graves (que plasma, no con las blancas prescritas, sino con negras con puntillo seguidas de corcheas) que enlazan los acordes iniciales cual péndulo gigante; o el sentido uso del rubato en el segundo episodio del moderato, haciéndolo respirar con encanto y misterio (ue. 4, cc. 9 y ss. –Rachmaninov articuló la partitura en unidades de ensayo–); o la ausencia de las sobreenfatizadas corcheas sincopadas que tan a menudo se escuchan; o el trino sobre doble nota en el apogeo del adagio reducido a la mínima brevedad (ue. 25, c. 2); o la increíble aceleración previa al fugato (ue. 33, cc. 7 y ss.) en la mitad del trepidante finale. Leopold Stokowski procura a los mandos de la Philadelphia Orchestra un opulento y tornasolado acompañamiento que parece ruborizarse de su propia fertilidad, y propone una interpretación emocionalmente austera, coordinada y coherente (a pesar de las fuertes diferencias que surgieron en los ensayos entre director y autor), con una inercia compulsiva forjada en los rápidos tempi (hay quien sugiere que, más que siguiendo las pautas metronómicas de la partitura, apresurándose para empotrar el concierto en sólo cuatro pizarras a 78 rpm). Stokowski remacha el cortejo orquestal, desfavorecido en el documento, algo inclinado a la imprecisión y al desmayado portamento. La planitud acústica y los ruidos de fondo acentúan el sentido de nostalgia gentil y la remembranza del tiempo pasado inherente a la música. De las ediciones consultadas (Pristine, Naxos, RCA, Vista Vera y Dutton), la primera es incuestionablemente la más clara y equilibrada, dentro de los parámetros de sonido histórico. Y es que como observaba el propio Rachmaninov en 1931: “recent astonishing improvements in the gramophones themselves that has given us piano reproduction of a fidelity, a variety and depth of tone that could hardly be bettered”. Amén.








Menos severo y más apasionado fue su amigo y compatriota en el exilio Benno Moiseiwitsch: imaginativo y supremo colorista, pone el énfasis en la belleza tímbrica de su legato aterciopelado, con el equilibrio entre manos cuidadosamente organizado, antes leggiero que di forza, escuchando y emulando el fraseo grave y profundo de la orquesta con la flexibilidad de su articulación y su cualidad narrativa. Ya en los dramáticos acordes iniciales evoca tintes diferenciados (arpegiando quizá debido al pequeño tamaño de sus manos; las gigantescas de Rachmaninov le permitían tocar cómodamente decimoterceras). Los veloces tresillos de octavas staccato en la mano derecha en la sección tercera del desarrollo (ue. 8, cc. 25 y ss.) poseen todo el lujo demodé del Orient Express, tal como el breve embellecimiento en la conclusión de la coda. El perlado sonido y la sensibilidad al cambio armónico de Moiseiwitsch se adaptan a la sutileza del adagio, a tempo ligero y deliberadamente bajo en azúcar, con las figuras arpegiadas cordiales y dúctiles. Con táctica seductora, el solista abre suavemente el finale, si bien las discrepancias de ritmo con la orquesta en el fugato rechinan, a pesar de que “repitieron la toma seis veces, con todo el mundo fumando, con los bajistas dedicados a sus pipas y complacidos con sus sombreros hongos” como rememora un testigo de la grabación (Naxos, 1937). Walter Goehr dirige la London Philharmonic Orchestra, que exhibe una evidente falta de refinamiento e incluso de afinación, con los jugosos graves recogidos de manera admirable. Si incluso Rachmaninov pensaba que Moiseiwitsch tocaba este concierto mejor que él mismo, ¿quiénes somos nosotros para discutirlo?









En su aromática espontaneidad, el tocar candente de Walter Gieseking arriesga (y genera) algunas notas falsas, emborronamientos y añadidos como la breve cadenza que conduce al clímax en el finale, extendida a un glissando en la tesitura aguda del teclado (ue. 39, c. 37). Pero si este registro impacta de manera visceral se debe al magnético acompañamiento logrado por Willem Mengelberg (y su laboreada Concertgebouworkest), adecuando dinámicas, fraseos y tempi a su épica liberalidad. Aplica sombreados pigmentos en los momentos más tranquilos, como el segundo tema del primer movimiento (u.e. 4, c. 9), es volcánico en las secciones 4 y 5 del desarrollo (u.e. 9, cc. 1 y 9), y hace brillar la pátina del metal en la recapitulación del segundo motivo (u.e. 13, c. 1). Delicado el séquito en el adagio y vibrante en el finale, sabiamente frenado en las líricas entradas del segundo sujeto. La árida toma procede de un concierto en vivo (Andante, 1940), con los característicos golpes de batuta del director entre movimientos para evitar que el público se disperse, con apreciable ruido de superficie, escasa dinámica, y un piano que proyecta su silueta sobre la orquesta oculta tras la neblina del páramo holandés.







Cyril Smith ofrece otra interpretación de alto voltaje, impredecible en su discurrir: tras un raudo moderato (aunque acogedoramente cantabile en las secciones quietas), el manejo de la agógica resulta espléndido al comienzo del adagio, para acelerar brutalmente llegando al exabrupto del scherzando; después se abre paso una cariñosa y cantarina consolación, no un simple da capo, en la recapitulación. En el último movimiento vertebra la tensión por medio del vigoroso ataque y las rápidas secciones puente. Susurros y gentilezas en el aterrazado fraseo llenan los momentos líricos del segundo tema (ue. 31, cc. 1 y ss). Conmovedor el impulsivo abrazo final entre piano y orquesta, la Liverpool Philharmonic conducida por Malcolm Sargent, que auxilia suavemente, amplia y redonda (no obstante los estridentes metales en la recapitulación del finale). Milagrosa restauración sonora (que sólo traicionan pequeñas saturaciones en los clímax) con claridad y profundidad espacial, y magníficos pormenores tales como los pizzicati y los pasajes de cuerdas graves en el comienzo del finale (Guild, 1947).










El icónico Sviatoslav Richter destella con esplendor bizantino en su avasalladora expresividad y en su convincente imposición de los tempi, desbordantes de imaginación: hipnótico en su mantenimiento de algunas secciones (mucho más lentas que las del propio compositor –el soberano control en los compases de apertura, con los fa grave tañidos con asombroso poderío; la fantasía agresiva e intrincada del desarrollo; el sostenido y gentil legato en el adagio; las dos transiciones meno mosso en el finale son extraordinariamente calmadas–), siendo en otras (el tremendo scherzando al comienzo y el fugato del brillante finale) muy rápido, aunque preservando siempre las líneas maestras. La escultural articulación permite la audición de –la delicada decoración de– cada nota, la idiosincrática panoplia de óleos, la personal interpretación de las marcas de dinámica. Un pianismo que enfatiza la verticalidad de la música y su sólida estructura armónica (y de ese modo también el crecimiento amesetado de los motivos). Su arquitectura global integra los románticos temas en el tapiz del concierto, proponiendo una visión mística e intensa de la obra, cual canto llano de la Iglesia Ortodoxa: por ejemplo, en el movimiento final, en el citado pasaje puente entre el lírico segundo sujeto y la recapitulación de la marcha (u.e. 32, c. 1), o en la devota afirmación de fe que supone la progresión escalonada del argumento principal del adagio. La rusticidad de la Warsaw Philharmonic Orchestra clama en el finale, donde Stanislaw Wislocki no consigue que la marea orquestal siga la exuberancia del piano. Suculenta toma sonora con apropiado equilibrio solista–orquesta (DG, 1959). I-rre-sis-ti-ble.








Los dos documentos siguientes, flamantes en sus nuevas ediciones, son los rivales clásicos de la edad dorada de la discografía norteamericana, más convencionalmente románticos que Richter, pero sin su fortaleza mitológica. Discípulo de Horowitz durante diez años, Byron Janis recoge su mezcla de poesía colorística y virtuosismo arrollador: inesperados acordes expansivos, flexibilidad rítmica, expresivas dudas y retenciones que hacen sonar la música con frescura, claridad de digitación, alerta a las marcaciones dinámicas (acaso subrayando en demasía los crescendi y diminuendi). Antal Dorati plantea una semblanza levemente distanciada, intelectual, seca y ligera en la Minneapolis Symphony Orchestra, cuyos rápidos tempi cercan al solista de manera maníaca y amparan la precisión compenetrada en el tête–à–tête en el finale. La grabación original (1960) se realizó con la técnica patentada de Mercury “The living presence”, consistente en tres únicos micrófonos, por lo que la publicación en SACD restaura el canal central (difuminado en la versión CD) y ofrece una imagen holográfica, coherentemente amplia y espaciosa, con vientos aireados, cuerdas sedosas y platillos que no distorsionan. La tímbrica esmaltada y el equilibrio entre piano y orquesta gambetean naturales.








La victoria de Van Cliburn en el Concurso Tchaikovsky celebrado en Moscú en pleno apogeo de la guerra fría (1958, con Shostakovich, Richter y Gilels en el jurado) gestó sensación internacional. El héroe tejano, de extraordinaria nitidez en la pulsación, es mucho más reflexivo y reservado que su rival de la Mercury. Mas el planteamiento es sobre todo recomendable por el magisterio de la batuta. No osaremos tildar a Fritz Reiner de sensiblero, pero en este registro con la aterciopelada Chicago Symphony Orchestra se muestra mucho más asociativo que en la versión con Rubinstein, y sus característicos precisión y vigor rítmicos fluyen con brillantez, rigor y equilibrio orquestal. Sorprendentemente, en el adagio Reiner permite a cuerdas y clarinetes tocar fuera de tempo, si bien el retórico fraseo del solista ayuda a este cierto abandono romántico: Cliburn acusa cierta languidez en los episodios más reposados de los movimientos externos (melancólico crescendo que conduce al desarrollo, u.e 6, cc. 27-28 del moderato), aunque desenvuelve plácidamente las melodías de una manera vocal, enfatizando las líneas internas (como en el comienzo del finale). La imagen “The living stereo” (RCA, 1962) tiende continuamente a enfocar el instrumento que porta la melodía en cada momento, pero ofrece buena profundidad de planos (con alguna distorsión en las cuerdas a la derecha) y un sólido piano (algo metálico el agudo y débil en el perfil grave) colocado al centro y cuya cercanía hace inaudibles fragmentos del acompañamiento (incluso marcados mf).







Earl Wild es poseedor de una técnica que pugna despreocupadamente con la del compositor (y así despliega tintineantes los fa grave del comienzo como el propio Rachmaninov), pese a que acuse cierta falta de sinceridad en los temas líricos y descuido por las dinámicas piano. En el primer movimiento su ligereza de pulsación (los tempi, a pesar de su premura, nunca parecen excesivos) no logra dar suficiente peso dramático a los acordes en la sección recapituladora anterior a la virtuosa conclusión, de habilísima articulación. Sin embargo, en el adagio fluye expresivo sin sucumbir a la tentación de dilatarse empalagosamente en la melodía (si bien la excesiva relajación del clarinete se acerca peligrosamente). En el finale el ímpetu rítmico resplandece sin perder la claridad de digitación, ofreciendo el apropiado poderío a la repetición de la célula de apertura (u.e. 32, cc. 21 y ss.), y un fugato chispeante. Las ardientes cuerdas de la Royal Philharmonic Orchestra (cuatro años después la muerte de su guía espiritual Thomas Beecham era todavía un fabuloso instrumento) suponen un pilar del registro, con la enfermiza atención al pormenor del incisivo Jascha Horenstein (fraseo de la melodía en el cello en la u.e. 2, o los compases modulantes al inicio del adagio), un director habitualmente asociado al mundo sinfónico tardo-germano, y que, sin embargo, interpretó en varias ocasiones el concierto con Rachmaninov como solista, y que aquí se contiene emocionalmente, sin complicidad a pesar del grandioso legato, prosaico incluso en los castos rubati. La extraordinaria edición de Chandos mejora el ya espléndido sonido de origen (1965), candente y musculoso, equilibrándolo con la idónea presencia en bajos.







La siguiente propuesta descansa sobre la docilidad de Andre Previn ante las serenas demandas de un Vladimir Ashkenazy, que se decanta por la deferencia antes que por la autoridad, suavizando y ralentizando una lectura templada por el lirismo y la meditación: la gentileza de las marcaciones dinámicas se sigue de manera inusual, la iluminación de gestos se hace casi impertinente en su rigor (por ejemplo, en el un poco piú mosso que señala la primera transición, ue. 3, c. 9), aunque rubato y vuelo de la línea melódica siempre suenen naturales. En la sugerente apertura los acordes arpegiados contrastan con el fa grave repetido como siniestros aldabonazos en el sombrío tempo elegido, pero el posterior abuso del pedal (u.e. 2, cc. 9 y ss.) emborrona la línea. Destacar la espontaneidad obtenida en el primer movimiento, con abundante manejo de la agógica, la manera mágica en que persiste en los compases anteriores a la segunda transición, así como las satinadas tonalidades de la segunda sección del desarrollo (u.e. 8, cc. 1 y ss.). El adagio no desvela la interioridad del intérprete, si bien nos da otro ejemplo del manejo del tempo: la aceleración en la sección primera del desarrollo (u.e. 19, cc. 9-16) enfatiza el carácter onírico del pasaje. En la breve cadenza suenan magistrales los arpegios desvaneciéndose hacia los trinos, así como los dramáticos acordes en la mano derecha en la coda y el extremo cuidado en la articulación de los arpegios conclusivos. Simplicidad en el segundo tema del finale, llevado muy tranquilo y soñador. Los clímax son más efectivos por la manera en que el pianista pausa la ejecución, aunque desde la recapitulación del motivo de cierre y en toda la coda acaso falte algo de impulso nervioso. La London Symphony Orchestra (igualmente idiomática, pero mucho más refinada que la Moscow Philharmonic de la anterior versión de Ashkenazy) anega la grabación en los pasajes forte, gozando de excelente claridad en sus texturas (staccati en maderas en el finale, por ejemplo). La estupenda tímbrica del piano redondea el registro (Decca, 1971).







Una imaginativa alternativa es ofrecida por Tomás Vásáry, acaramelado en su fantasía, sin amaneramientos excesivos en su articulación cristalina. La London Symphony Orchestra entrega otro vibrante y colorido acompañamiento, con el inspirado y extremadamente expresivo Yuri Ahronovitch al pódium, delirante y lánguido, estirando poéticamente tempi y frases (escúchese el ritardando en la recapitulación del primer sujeto en el moderato, u.e. 10, cc. 21-24) de manera que las posteriores entradas del piano parezcan relativa y bellamente simples. Reposado adagio donde la pulsación mozartiana se envuelve en fastuoso celofán orquestal, con los vientos sentimentales. Notables amplitud y profundidad, correcto equilibrio orquestal, y algo quebradizo el timbre del piano (DG, 1975).







Mikhail Rudy contrasta la exuberancia emocional de la música con la tranquila parquedad de su interpretación, en la que se insinúa sutilmente más que se muestra de forma abierta. Elegante y refinado, sensible y suntuoso, con una inacabable gama de gradaciones y tonalidades tímbricas que tiene su mejor exponente en la inusual apertura: en lugar del habitual crescendo sonoro, el pianista modula cuidadosamente las voces internas (como si se tañesen varias campanas) a través de la progresión de acordes, creando tensión armónica a la vez que vaporosamente varía la paleta cromática. La legendaria St. Petersburg Philharmonic Orchestra se erige como la coprotagonista, restringidamente austera en el concepto y la sonoridad que propone Mariss Jansons, las transiciones enlazadas orgánicamente. Grabación de gran presencia y brillantez analítica, con todas las líneas orquestales diáfanamente audibles (EMI, 1990).







Krystian Zimerman hace de cada disco un acontecimiento ante su necesidad de largos periodos de estudio (este concierto ya estaba incluido en su contrato desde 1976) y un escrupuloso análisis previo de la partitura, donde cada frase ha alcanzado su propósito y su significado, y cada trazo ha sido considerado e integrado en el concepto. En el libreto habla de su examen del manuscrito del concierto en el que, al parecer, ha encontrado marcas de lápiz con exhortaciones expresivas: así, la imponente lentitud en la apertura contrasta con el rápido detallismo en la presentación del primer canto, ligero y schubertiano en su pulsación. El muy lento adagio se despereza con intimidad melancólica y control dinámico, arriesgando la parálisis y la falta de cohesión en su manera intervencionista e introspectiva de frasear en las secciones morosas. Aparente abandono en el finale (cuyo vivaz tempo enmascara algunos perfiles) con respirados cambios de fraseo, articulación y textura para diferenciar los temas. Desafortunadamente el solista impone su presencia (soleada y transparente) en la panorámica a expensas de la orquesta (una Boston Symphony orientada con sensibilidad por Seiji Ozawa), distante y borrosa, contraviniendo el sentido del concierto (DG, 2000).







Stephen Hough aduce una vigorizante lectura que rescata los aspectos superficiales del registro del compositor (tempi fluidos y ardientes, improvisados rubati por doquier, laxas dudas y efectistas pausas), no sólo en el lenguaje pianístico, sino en el estilo historicista de la interpretación orquestal (gentiles deslizamientos en la sección de cuerdas, aire imprevisado en solistas de viento, etc). La ligereza de tempi (y las otras marcas de expresión y dinámica) que prescribe la ejecución estricta de la partitura lima el dramatismo poético (alguien dirá que imposibilitan la necesaria respiración entre frases), si bien resalta la estructura de la obra. Ya los impávidos acordes iniciales (al campanilleante uso de Rachmaninov) y el dibujo de apertura siguen religiosamente el tempo del resto del movimiento en vez de recrearse líricamente en la variación rítmica (y posiblemente fragmentar así el discurso). Dicha audaz flexibilidad (persistencia en el comienzo de las frases, suspenses armónicos, textura pianística, líneas internas) es coherente con el entramado general, pero puede ser percibida como errática, sin tensión ni profundidad. Resaltar el timbre marcial de los metales en la transición previa a la recapitulación (u.e. 10, cc. 1-8). Deslumbrantes efectos coloristas y burbujeante entrelazado de motivos en el adagio. Las mórbidas cuerdas de la Dallas Symphony Orchestra regidas por Andrew Litton escoltan con esmero al solista y acentúan la orientación sinfónica de la obra, como en el fraseo del tema oriental en el movimiento conclusivo. Suave captura procedente de conciertos en vivo con perspectiva un poco distante, amplia dinámica y tamaño realístico del sonido del piano (Hyperion, 2004).







No existe ninguna duda hacia la meticulosidad y las inatacables facultades técnicas del poster boy (el libreto no tiene desperdicio) Lang Lang: Anunciando su fórmula protagonista desde los lentísimos e irregulares acordes iniciales, el fraseo deriva fluctuante, haciendo caso omiso a su papel de mero acompañamiento en muchas fases del concierto, y a menudo el discurso suena episódico y distendido en sus serpenteantes meandros, sin una visión estructurada o con sentido de continuidad. El intervalo dinámico es amplísimo, pero exagerado en su nomadismo: En el adagio a ratos la delicadez roza lo somnoliento, y, por otro lado, al sobrepasar cierta velocidad a la que el martillo golpea la cuerda no se consigue una mayor sonoridad sino un degradamiento del timbre. El acompañamiento que Valery Gergiev logra de la Orchestra of the Mariinsky Theatre posee una minuciosidad asombrosa, destacando en el adagio el respirado fraseo en los compases de apertura o la dulzura de las cuerdas en la recuperación del tema principal; por su parte, el fugato se acomete con la necesaria y absoluta seguridad rítmica por todas las partes. Grabación hostil al sentido concertante de la obra, escorada en favor del piano (el ripieno queda huérfano y suena desvalido en la recapitulación del moderato), con una toma sonora tan cercana que permite escuchar las quejas del instrumento (uñas en canal izquierdo en las codas de los movimientos extremos) ante las acometidas torturadoras de este moderno, sobreactuado y entretenido Fu Manchú (DG, en busca del ingente mercado asiático, 2004).

viernes, 15 de julio de 2011

Ravel: Concierto en Sol

En 1929, habiendo conseguido reconocimiento popular y desahogo financiero a través una maratoniana gira de conciertos por Norteamérica, Maurice Ravel se propone crear un concierto para piano con el objetivo de sacar el imaginario virtuoso que lleva dentro (las críticas hablan de que era incluso peor pianista que Brahms), y que será el resultado de un perfecto equilibrio entre júbilo exuberante y luminoso, rigor arquitectónico, claridad textural, empuje rítmico, empleo colorista de la armonía tonal y una sensible, infalible y tornasolada orquestación.

Vertebrado en 3 movimientos (Allegremente, Adagio assai y Presto) este divertimento musical, delicioso e inútil, arranca con el chasquido de un látigo y trota con vitalidad petrushkiana. El piano concierta desde el primer compás en las límpidas regiones agudas a través de arpegios bitonales. Una parodia de un tema étnico español en perspectiva anamórfica vira hacia la nueva y perecedera fiebre jazzística que azota el mundo, especialmente en la onírica secuencia del desarrollo, plena de humor maquinista. La exaltada cadencia es una brillante exhibición de la mano izquierda, desenvuelve grandes arpegios y martillea el canto con el pulgar por debajo de los tresillos de la mano derecha.

El primitivismo preurbano genera por reacción la inmaculada perfección de la belleza sonora, artificial por naturaleza como el duque Des Esseintes, personaje de la novela favorita de Ravel À rebours, cuya meta era sustituir la realidad por el sueño de la realidad. Así pues, simbolismo más que impresionismo en el delicado e inacabable aliento que se renueva sin cesar a lo largo de un lied que la orquesta retomará rociada por ráfagas de semicorcheas en una lluvia tibia y tranquila, tan sólo momentáneamente acentuada en un clímax disonante. El superpuesto y contradictorio ritmo de vals inocente, infantil y doliente, que aun en régimen binario crea la impresión del ternario, va angustiando al intérprete para mantenerse en esa progresión lenta, en esa larga frase que fluye… “¿Qué fluye?” nos grita Ravel “¿Cómo que fluye? ¡Pero si esa frase la trabajé compás a compás y estuve a punto de fenecer en el intento!” Y es que este artesanal arabesco, de sentida simplicidad, esconde una enorme dificultad en el modelado de su línea cantabile, en la cuidada acentuación, en la estabilidad del tempo.

El tercer movimiento es un estrepitoso rondó que nos transporta descaradamente al bullicio de una ciudad de la época, con la sugestión de bocinas enloquecidas. Con un solo tempo compulsivamente preciso va incorporando irracionalmente material diverso: una industrializada tocatta, el simulacro de fanfarrias, etc. 

Entre las memorias maternales de un pasado folclórico y los sueños de su padre inventor de un futuro mecanizado, Ravel erige una máscara para velar su verdad interna. ¿Ingeniero de precisión o lírico apasionado? ¿A quién habremos de creer?





Pasaremos a toda velocidad por las audaces acrobacias de Leonard Bernstein con la Orchestra Philharmonia (ArtOne, 1946); la dinámica y radicalmente jazzística Monique Haas con la Sinfonie-Orchester des Nordwestdeutschen Rundfunks dirigida por Hans Schmidt-Isserstedt (Profil, 1948), y el Ravel brumoso y mistérico a base de pedal de Vlado Perlemuter, con Jascha Horenstein conduciendo una pobre Concerts Colonne Orchestra, perjudicada por una toma sonora cercana en exceso (Archipel, 1955).


La leyenda cuenta que Arturo Benedetti Michelangeli fue descendiente directo de San Francisco de Asís, y ejerció de violinista y organista, médico y soldado, aristócrata y monje franciscano, piloto de carreras, esquiador y técnico de pianos. Perfeccionista fanático, su repertorio estaba limitado por años de trabajo obsesivo. Su existencia fue revelada al gran público cuando se graba este disco allá por el año 1957. Mas allá de su absoluto dominio técnico (donde cada nota y cada acorde tienen el peso exacto, sonando naturales aun tan refinadamente calculados), la traducción es introspectiva y concentrada. Incandescente, devastador en los movimientos rápidos (atención a los diáfanos efectos de tracería, como los delicados glissandi en los trinos), su serenamente enigmática y anhelante concepción del adagio ha elevado al altar esta interpretación. Los personales manierismos tales como la anticuada desincronización de las manos (la izquierda siempre ataca antes), el etéreo retraso en todos y cada uno de los trazos, la iluminación de las frases claves a través de ligerísimas variaciones dinámicas, conjuran un altorrelieve de líneas finamente pulimentadas e inacabables gradaciones de sombra, incluso aunque añada o retoque alguna nota (si al final del largo trino); a este respecto hay que recordar que Ravel opinaba que “los intérpretes son esclavos de la partitura”. La incorrupta toma sonora (EMI) recoge la sedosa y glacial sonoridad del piano por encima del tejido orquestal (vibrante dirección de Ettore Gracis al frente de la Philharmonia), además de un leve soplido que adorna la mística atmósfera. Acto de fe trascendente e inescrutable, alejado pues del ambiente de humo de Caporal, licor y jazz que ocupaba las madrugadas del compositor.









Samson François o la elegante arrogancia del dandi, enjoyado de rubato arbitrario y genial, impregnado de perfume condescendiente, deriva por esta caprichosa y delicada superficie que oculta una profunda musicalidad y manipula traviesamente tanto la agógica como los matices dinámicos ravelianos, en busca de una errática y volátil inspiración, apoyado en una técnica de pedal pulcra y colorista. François insistió en la elección de André Cluytens para dirigir a la Orchestre de la Société des Concerts du Conservatoire (EMI, 1959), de tenue e íntima presencia (fallones los metales) en la seca y minuciosa captura, que, a veces, denuncia reflejos metálicos en el instrumento solista (quizás un problema de colocación del micrófono más que de pulsación del pianista). En la apertura es uno de los pocos directores que mantienen el tempo de manera consistente.









A base de percutividad moderna sin sentimentalismos y huyendo de lo tenue, Martha Argerich y Claudio Abbado grabaron un aguafuerte explosivo de contrastes, por cuyas finas líneas la música está compelida a trazar su movimiento con ímpetu atlético y mordaz sentido de descubrimiento. El pianismo de la argentina es urgente, insolente, desplegando una capacidad de matización inigualable, una audaz intensidad rítmica y una temperamental paleta de colores, abandonándose con malicia adolescente especialmente en las gamas dinámicas inferiores en el adagio central. Argerich, amenazadora por momentos, en otros se enlaza fascinada en febriles posturas con los miembros del viento berlinés, de perfecta entonación en cada una de sus largas notas sostenidas. En el contagioso movimiento final es deliciosamente vívida. Registro sensacional, con ideal integración entre piano y orquesta, si bien la masa instrumental permanece distante (DG, 1967).









Más cercano en el tiempo sólo descuella la distancia y reserva que impregna(ba a Ravel) a Krystian Zimerman (DG, 1994) en una lectura de relativa simplicidad y ponderación en los sutiles crescendi, de suma distinción en el rango de colores y en las gradaciones dinámicas: por ejemplo, en la cadenza del primer movimiento la idea general es tocar pianissimo todo el tiempo. Racionaliza el conflicto armónico y evita como anatema tanto la sentimentalidad como los momentos de deliberada vulgaridad. Por su parte, el niño Pierre Boulez crece escuchando los estrenos de la música de Ravel, y son para él música moderna y viva. El adulto recogería la Cleveland Orchestra de manos de George Szell, director allí un cuarto de siglo, donde su espíritu permanece: la disciplina y eficiencia de los solistas de viento se traducen en una excepcional claridad y transparencia formal, la perfecta articulación incluso en el rápido rondó (de perfil sarcástico según Boulez), evitando el balbuceo confuso de otras grabaciones, aunque después de grandes tutti la amplia reverberación empañe el detalle subsiguiente. Un cóctel de champagne helado que casa perfectamente con la sofisticada escritura raveliana.








Poco diferenciadas el resto de propuestas, destacando el rigor estilístico de Jean-Philippe Collard con la Orchestre National de France dirigida por Lorin Maazel (EMI, 1979); el manierismo a destiempo de Michelangeli y el indolente rubato de François reunidos felizmente por Hélène Grimaud junto a la Baltimore Symphony Orchestra y David Zinman (Erato, 1997); el protagonismo bernsteniano cual hombre-orquesta en una parada circense de Yundi Li acompañado por Seiji Ozawa y la Berliner Philharmoniker (DG, 2007); y la fiesta sin risas que propone Pierre-Laurent Aimard en la reciente grabación de Boulez (DG, 2010).



En una breve entrevista previa al concierto con la Sinfónica de Londres, Sergiu Celibidache comulga con la meticulosidad sepulcral de Arturo Benedetti Michelangeli en esta producción de la BBC grabada en 1982. Aun con su economía de movimientos, su erotismo mórbido y perversidad decadente, los planos de las manos dejan entrever la extrema y saltarina dificultad técnica de la obra.