(una mañana en la playa)
Aquello fue muy emocionante. Por primera vez en nuestra Historia recibíamos un mensaje de una raza alienígena, la prueba de que no estábamos solos. Era un mensaje rudimentario e incomprensible, pero en él ya se adivinaba que otros seres semejantes a nosotros habitaban la inmensidad de la galaxia. El hecho de que fueran capaces de enviar noticias al espacio exterior era una muestra de su grado de desarrollo científico y tecnológico y nos hacía albergar la esperanza de una alianza común, de la posible unión de nuestros destinos en el devenir del cosmos. En aquel momento yo cumplía con un periodo de destino en la estación orbital del sistema ▒▓▒░▓▒▒░░░▒, dominado por una hermosa estrella azulada, apenas una avanzadilla de la exploración galáctica en este sector. La estación recibió el mensaje y solicitó instrucciones al Consejo Científico. Con rapidez se organizó una misión de reconocimiento al sistema del que procedía la comunicación, en las proximidades de donde nos encontrábamos (¡cómo imaginar que ellos estaban tan cerca!), en esta remota región de la galaxia en la que nunca se habían depositado muchas esperanzas de éxito. Sin embargo, ahora se convertía en el lugar más importante de nuestras observaciones.
Fui reclutado como asesor bio-científico de la misión y, al poco, embarcado en la nave que nos llevaría hasta el sistema ░░▒░▓▒, el del planeta del que procedía el mensaje. Fue un viaje no muy largo a través de un plegamiento espacial improvisado y un ambiente expectante invadió a toda la tripulación al salir del canal y contemplar nuestro destino a escasos ÐÆ de distancia. Escaneamos las proximidades del planeta y no detectamos ningún satélite artificial, ni estaciones orbitales. Posiblemente, esta raza aún no se había aventurado a la exploración espacial y tan solo llevaba unos pocos ciclos emitiendo señales a quien las pudiera recibir. El director de la misión ordenó al comandante de la nave proceder según el protocolo para esta ocasión: el crucero debía ocupar un lugar en la órbita del planeta con el valor estipulado de gravedad, y luego se situaría en las proximidades de la vertical sobre el lugar (calculado por los goniómetras de la comisión científica) desde el que se emitió la comunicación. Allí nos encontrábamos. Se trataba de un planeta hermoso, muy similar al nuestro en tamaño, atmósfera, configuración... Incluso la estrella amarilla de este sistema era como la nuestra, pero eso ya lo habíamos observado antes de partir. Solo ahora contemplábamos la enorme similitud. Como no teníamos datos de la ubicación exacta de la emisión de la señal, elegimos como punto de contacto una zona de costa, próxima al lugar, un brazo de mar entre el continente y una isla. Ignorábamos si podíamos ser detectados, pero el protocolo establecía en estos casos activar el camuflaje de todas las naves que intervinieran en la misión. El contacto debía ser posterior a un informe de observación.
En una nave auxiliar con el camuflaje activado, un representante del Consejo Científico, un piloto y yo nos disponíamos a realizar esa primera observación para elaborar el informe que posibilitara el contacto. Descendimos hasta la superficie del mar, de color azul grisáceo debido a la nubosidad. La rotación del planeta empezaba a permitir que la luz de la estrella llegara hasta la zona de amerizaje. Amanecía aquí abajo. La atmósfera había presentado algunas perturbaciones en la zona, en forma de vientos y precipitaciones de agua sobre el océano. Esto hacía que el mar no estuviera completamente calmado. Con mucha pericia, el piloto posó suavemente la nave sobre las aguas, no muy lejos de la costa. Las olas golpeaban en el casco.
Debíamos tomar una decisión, pero el piloto llamó nuestra atención hacia unas columnas de humo que se veían en la costa. Ascendían desde lo que parecían construcciones realizadas por seres inteligentes, demasiado geométricas para ser caprichos naturales en una playa de arena. Al otro lado y en la lejanía, unas estructuras que se dirían metálicas, por el brillo que delataba su constitución, flotaban serenas sobre el agua de aquel mar salado. De pronto percibimos un estruendo, como sonido de golpes percutiendo en el aire. Detonaciones que perturbaban la paz de la mañana. Luego, el silbido de fragmentos de algún material que sobrevolaron con gran rapidez por encima de nuestra posición. Algunos de esos fragmentos impactaron en las construcciones provocando explosiones, llamaradas y más columnas de humo. No sabíamos qué estaba pasando, pero esto podría poner en peligro la misión. Esperamos en el interior de la nave, tratando de calmarnos por lo sucedido. Tiempo después, el piloto nos avisó de un avance de lo que parecían ser pequeñas naves hacia nuestra posición, procedentes de las estructuras flotantes... Una cantidad abundante de estas naves surcaban la superficie del agua a nuestro encuentro. ¿Quizás el contacto se produjera antes de lo previsto? ¿Cómo era posible haber sido avistados a pesar de un camuflaje de última generación? El momento había llegado y estábamos llenos de alegría y excitación, a pesar de que los planes no discurrían según lo previsto.
Pero en ese instante, el piloto nos indicó que las naves no se dirigían exactamente hacia nuestra posición. Con el rumbo que llevaban, pasarían cerca de nuestro flanco, pero seguirían su camino. No nos habían visto. Y así fue. Esas pequeñas naves sobre el agua se dirigían a la playa. Pude ver una de ellas. Tenía forma de zapato y llevaba dos inscripciones sobre su casco grisáceo: un símbolo solitario a manera de figura con cinco puntas y de color blanco, y otro símbolo más complejo, también en color blanco, con una forma que pude memorizar: PA33-4. Desde la costa se lanzaban a gran velocidad otros fragmentos sobre el mar. Algunos se hundían sin más consecuencia que grandes salpicaduras sobre la superficie, pero otros impactaban en las naves y las destruían, provocando llamaradas y arrojando por los aires cuerpos destrozados de los seres de aquel planeta que iban embarcados en las naves. No entendíamos lo que estaba pasando, pero la escena era terrible. Cuando las naves llegaban a la playa, esos seres se dispersaban sobre la arena y todo se convirtió en una sucesión ensordecedora de ruidos, fuego y destrucciones. La playa y el mar se fueron tiñendo de rojo.
Lo que observamos nos dejó muy perturbados. Decidimos volver al crucero para informar de lo que habíamos visto. Ya en la nave y después de conversaciones y deliberaciones, el representante del Gran Consejo concluyó que debíamos abandonar ese planeta para siempre. Al parecer, extrañas y olvidadas leyendas de nuestra raza contaban que una especie anterior a nosotros había asolado nuestro planeta en lo que se llamó las Edades Míticas, en una sucesión de guerras aniquiladoras. Nadie comprendía ya el significado de los términos. Palabras como guerra, odio, batalla, asesinato, masacre... habían desaparecido del bagaje léxico de nuestra especie. Y así había seguido en toda nuestra Historia. Esa forma de hablar ya solo pertenecía a aquellos inquietantes cuentos ignorados, enterrados en edades de las que ninguno de los nuestros comentaba nada. Este era nuestro primer contacto con remotísimas leyendas que se pensó que no tenían fundamento real...
Desolados, volvimos a la estación orbital y retiramos de nuestros mapas estelares cualquier posible ruta que pasara por el sistema ░░▒░▓▒, comprendiendo que aquellos seres autodestructivos se extinguirían antes de emprender la colonización de la galaxia.
Volvíamos a estar solos en el espacio.
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miércoles, 6 de junio de 2012
viernes, 23 de septiembre de 2011
horizonte sin horizonte
(área de descanso nº 148)
Desde el puerto de la ciudad se puede ver, de cuando en cuando, la incruenta estampa de caza de una jauría de pequeños remolcadores lanzados a la captura de la enorme mole de un buque que se aproxima pesadamente en la bahía. Al observar una nave tan descomunal ya atracada en la seguridad de los muelles, uno piensa que lo natural sería experimentar cierta tranquilidad al embarcarse en ella. Sin embargo, cuando se percibía el navío lejano, como un equilibrista caminando sobre la línea del horizonte, antes de entrar en aguas libres de peligro, la inmensidad del océano lo convertía en un diminuto y frágil juguete a merced de sus caprichos.
Absorto en esa vastedad azul grisácea, me da por pensar en antiguos lobos de mar que atravesaron corrientes furiosas de aguas saladas, tripulando auténticas cáscaras de nuez. Me da por pensar en la valentía del primer marino que decidió horadar un tronco o juntar unos tablones anudados o idear la forma de propulsar una precaria embarcación con la que aventurarse temerariamente hacia destinos ignotos, más allá de la línea que separa el cielo del océano. Valientes campañas respaldadas por motivaciones románticas en algún caso, o por la simple ambición de conquista y expolio de nuevos territorios, en muchos otros casos.
Y aquella no fue más que una primera etapa en la exploración de horizontes. Nuestros mares (igual que antaño) siguen siendo indómitos, siguen siendo tumba salada de desafortunados marineros, pero una nueva generación de intrépidos exploradores apunta hacia un horizonte distinto: un horizonte sin horizonte. Un destino sin línea de separación entre suelo y cielo, puesto que todo es cielo. Pero, igualmente, un destino sin destino.
Es un sueño lejano, un sueño que parecía inalcanzable. La humanidad siempre ha dirigido su mirada hacia los cielos, ha contemplado noches estrelladas, ha catalogado, nombrado, contado, escrutado, en la medida de lo posible, cuantos astros estuvieran a tiro de su mirada. A simple vista, con catalejos o con telescopios más o menos sofisticados. Se ha extendido en sueños, alimentados por la ciencia-ficción, de colonizar mundos más allá de límites que no se supo cómo traspasar. Y aún permanecemos en la terca ignorancia de cómo hacer posible en realidad lo que solo parece posible en la imaginación.
Recordando series y películas de la infancia y de la adolescencia, compruebo que el sueño se dilata en el tiempo. El año 1999 quedó atrás, también el 2001. Y apenas nos hemos despegado de nuestra vieja Tierra: un leve pisoteo a la inhóspita Luna (pisoteo que incluso es puesto en duda por escépticos contumaces), algunos paseos por la órbita planetaria y, para completar el bagaje, otros artefactos no tripulados que merodean por el vecindario próximo, a distancias no mayores que unos cientos de millones de kilómetros. Más allá, la fría oscuridad del espacio profundo y su no-horizonte inexplorado. Un espacio demasiado grande para unas empresas demasiado reducidas...
Y, sin embargo, quien contempla nuestro hogar desde fuera dice que el cambio de perspectiva sobre nosotros mismos (respecto de la constante mirada: los conflictos que nunca terminan, las visiones claustrofóbicas y mezquinas sobre quiénes somos, las miras estrechas con el resto de congéneres e incluso con las demás especies y riqueza de nuestro mundo), ese diferente y nuevo modo de contemplar la realidad, resulta regenerador.
Los hombres de ciencia, además, comienzan a apremiar con la necesidad de abandonar esta nave nodriza que orbita alrededor del Sol. Por muchos motivos: la extinción de recursos que garanticen la supervivencia de nuestra especie, las crisis climáticas que amenazan con severas catástrofes, la destrucción planetaria (por efecto de la actuación humana) que ya parece irreversible... Estos son motivos a corto-medio plazo, pero aún hay alguno más que tener en cuenta a largo plazo, en un futuro muy muy lejano. Conocemos la predicción de que nuestro planeta llegará a ser devorado por el Sol, cuando este vaya agotando su propio combustible y devenga en gigante roja o algo por el estilo... Demasiado lejano, sí, pero no deja de ser una amenaza para la supervivencia de nuestra especie. Hay quien se apostaría todos los caramelos del mundo a que antes ya nos hemos liquidado entre nosotros, sin intervención ajena. Sin embargo, científicos como Stephen Hawking han dejado páginas escritas acerca de una evolución en la especie humana para adaptarse a esos eventos futuros. Se trata de una transformación que permita desintegrarnos en otros seres nano-robotizados, pero conservando la esencia de lo que es estrictamente humano. Es el único modo de que podamos viajar a remotísimos lugares separados de nosotros una gran cantidad de años-luz sin perecer en el intento. En fin, a mí también me suena a ciencia-ficción, pero es lo que hay.
De momento, me conformaría con que supiéramos conservar y estimar lo que tenemos y somos, y el espléndido planeta en que vivimos.
La Tierra ha sido considerada desde siempre como el hogar por antonomasia de la Humanidad. Empero, si nuestra especie desarrollara las adecuadas habilidades para la exploración del horizonte sin horizonte, una identidad tan asumida como aquella dejaría de tener sentido en lejanísimos tiempos futuros.
"O Lord, Thy sea is so great
and my boat is so small".
(The Breton Fisherman's Prayer)
Desde el puerto de la ciudad se puede ver, de cuando en cuando, la incruenta estampa de caza de una jauría de pequeños remolcadores lanzados a la captura de la enorme mole de un buque que se aproxima pesadamente en la bahía. Al observar una nave tan descomunal ya atracada en la seguridad de los muelles, uno piensa que lo natural sería experimentar cierta tranquilidad al embarcarse en ella. Sin embargo, cuando se percibía el navío lejano, como un equilibrista caminando sobre la línea del horizonte, antes de entrar en aguas libres de peligro, la inmensidad del océano lo convertía en un diminuto y frágil juguete a merced de sus caprichos.
Absorto en esa vastedad azul grisácea, me da por pensar en antiguos lobos de mar que atravesaron corrientes furiosas de aguas saladas, tripulando auténticas cáscaras de nuez. Me da por pensar en la valentía del primer marino que decidió horadar un tronco o juntar unos tablones anudados o idear la forma de propulsar una precaria embarcación con la que aventurarse temerariamente hacia destinos ignotos, más allá de la línea que separa el cielo del océano. Valientes campañas respaldadas por motivaciones románticas en algún caso, o por la simple ambición de conquista y expolio de nuevos territorios, en muchos otros casos.
Y aquella no fue más que una primera etapa en la exploración de horizontes. Nuestros mares (igual que antaño) siguen siendo indómitos, siguen siendo tumba salada de desafortunados marineros, pero una nueva generación de intrépidos exploradores apunta hacia un horizonte distinto: un horizonte sin horizonte. Un destino sin línea de separación entre suelo y cielo, puesto que todo es cielo. Pero, igualmente, un destino sin destino.
Es un sueño lejano, un sueño que parecía inalcanzable. La humanidad siempre ha dirigido su mirada hacia los cielos, ha contemplado noches estrelladas, ha catalogado, nombrado, contado, escrutado, en la medida de lo posible, cuantos astros estuvieran a tiro de su mirada. A simple vista, con catalejos o con telescopios más o menos sofisticados. Se ha extendido en sueños, alimentados por la ciencia-ficción, de colonizar mundos más allá de límites que no se supo cómo traspasar. Y aún permanecemos en la terca ignorancia de cómo hacer posible en realidad lo que solo parece posible en la imaginación.
Recordando series y películas de la infancia y de la adolescencia, compruebo que el sueño se dilata en el tiempo. El año 1999 quedó atrás, también el 2001. Y apenas nos hemos despegado de nuestra vieja Tierra: un leve pisoteo a la inhóspita Luna (pisoteo que incluso es puesto en duda por escépticos contumaces), algunos paseos por la órbita planetaria y, para completar el bagaje, otros artefactos no tripulados que merodean por el vecindario próximo, a distancias no mayores que unos cientos de millones de kilómetros. Más allá, la fría oscuridad del espacio profundo y su no-horizonte inexplorado. Un espacio demasiado grande para unas empresas demasiado reducidas...
Y, sin embargo, quien contempla nuestro hogar desde fuera dice que el cambio de perspectiva sobre nosotros mismos (respecto de la constante mirada: los conflictos que nunca terminan, las visiones claustrofóbicas y mezquinas sobre quiénes somos, las miras estrechas con el resto de congéneres e incluso con las demás especies y riqueza de nuestro mundo), ese diferente y nuevo modo de contemplar la realidad, resulta regenerador.
Los hombres de ciencia, además, comienzan a apremiar con la necesidad de abandonar esta nave nodriza que orbita alrededor del Sol. Por muchos motivos: la extinción de recursos que garanticen la supervivencia de nuestra especie, las crisis climáticas que amenazan con severas catástrofes, la destrucción planetaria (por efecto de la actuación humana) que ya parece irreversible... Estos son motivos a corto-medio plazo, pero aún hay alguno más que tener en cuenta a largo plazo, en un futuro muy muy lejano. Conocemos la predicción de que nuestro planeta llegará a ser devorado por el Sol, cuando este vaya agotando su propio combustible y devenga en gigante roja o algo por el estilo... Demasiado lejano, sí, pero no deja de ser una amenaza para la supervivencia de nuestra especie. Hay quien se apostaría todos los caramelos del mundo a que antes ya nos hemos liquidado entre nosotros, sin intervención ajena. Sin embargo, científicos como Stephen Hawking han dejado páginas escritas acerca de una evolución en la especie humana para adaptarse a esos eventos futuros. Se trata de una transformación que permita desintegrarnos en otros seres nano-robotizados, pero conservando la esencia de lo que es estrictamente humano. Es el único modo de que podamos viajar a remotísimos lugares separados de nosotros una gran cantidad de años-luz sin perecer en el intento. En fin, a mí también me suena a ciencia-ficción, pero es lo que hay.
De momento, me conformaría con que supiéramos conservar y estimar lo que tenemos y somos, y el espléndido planeta en que vivimos.
La Tierra ha sido considerada desde siempre como el hogar por antonomasia de la Humanidad. Empero, si nuestra especie desarrollara las adecuadas habilidades para la exploración del horizonte sin horizonte, una identidad tan asumida como aquella dejaría de tener sentido en lejanísimos tiempos futuros.
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