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martes, 10 de agosto de 2010

batir de alas

(98ª parada)
"¡Quién me diese alas como de paloma! Volaría yo, y descansaría".
(Salmo 55: 6)

Los seres humanos somos libres. Así nacemos, es algo intrínseco a nuestra existencia. La Declaración Universal de Derechos Humanos considera que esta condición es la misma e inalienable para todas las personas. Luego, habrá quien le ponga matices al asunto, casi todos ellos basados en nuestra propia fragilidad: que si determinismos, que si precariedad en las elecciones, que si...
Sea como fuere, tengo pocas dudas acerca de que nuestra condición de seres libres, como todos los demás dones que se nos concede por simple pertenencia a esta extraña especie sobre este remoto planeta, es (sobre todo) un germen de capacidades que debe ser desarrollado para alcanzar su máxima expresión. Esta libertad nuestra se convierte así en una de las más poderosas, exigentes y abarcantes escuelas que habríamos podido imaginar. El plan de estudios es digno de ser desarrollado en toda una vida. No menos. Aprendizaje hasta el último suspiro.

Quizás sea una sensación mía, pero pienso que la ensoñación de volar es uno de los paradigmas por excelencia de la libertad. Por muchos motivos. Se me ocurren algunos posibles:
--- el hecho de "transgredir" una de las leyes que más sujetos nos tiene al suelo en el que se enterrarán todos nuestros sueños, el placer de despegarnos de esa superficie,
--- la sensación de ligereza que es sinónimo de haber sabido adelgazar el propio equipaje (rémora en tantas ocasiones), para permitir el vuelo en libertad,
--- la experiencia de haber aprendido a viajar por los aires incluso con equipajes pesados, lo cual no es sino una muestra de un grado de pericia y dominio de las propias circunstancias de la vida que son dignos de elogio,
--- etc...

"libertad" y "volar", unido a "fragilidad", no me lleva a pensar en unas alas poderosas, sino en algo más insignificante. Por ejemplo, unas endebles alas de mariposa. Y aquí es donde se puede rizar el rizo... porque si pienso en el aleteo de unas alas de mariposa, también pienso en ese sumatorio de lo ínfimo, en la alteración universal provocada por el leve gesto de un ser efímero, por un imperceptible viento constelado de una lluvia infinitesimal de diminutas escamas. Es decir, por lo que se ha llamado (en palabras derivadas de los trabajos de Edward Lorenz) el efecto mariposa. "El aleteo de las alas de una mariposa puede provocar un tsunami al otro lado del mundo". Y no hay más que ver algunos de los diagramas de trayectorias de sistemas de Lorenz para comprobar cómo la teoría del caos podría ser dibujada en las alas de una mariposa.

Quienes gustan de poner matices a la libertad humana (¡ah, esa fragilidad!), es posible que encuentren una cómoda butaca para sentarse al reflexionar acerca de la casi imperceptible (pero, a la postre, crucial) deriva en el devenir de cada vida, cuando se trata de sortear el gigantesco obstáculo que supone un fragmento desprendido de las alas (inevitables) del caprichoso lepidóptero. Cualquier perturbación, por pequeña que sea, convenientemente amplificada por otras más, acabará provocando efectos que hagan escapar a nuestro control incluso las situaciones que se preveían más controlables. La integral de la vida (esa suma de infinitos sumandos infinitesimales) nos pone, al fin, frente a cantidades continuas o discretas. Imposibles de escamotear.
Un batir de alas resulta ser más peligroso de lo que parecía a primera vista. El ejercicio del vuelo, la práctica de la libertad, puede constituir la mejor oportunidad que podamos imaginar de puesta en acción de la responsabilidad. En definitiva, siempre llevaremos pegado al calzado el barro del camino por el que hemos transitado... Ser libres nos hace responsables. No podría ser de otra manera: seguimos aprendiendo en una escuela que está por encima de las demás escuelas.

Y si sigo pensando en las leyes del cambio en la Naturaleza (a la manera del viejo aforismo de Heráclito de Éfeso: "Ningún hombre puede bañarse dos veces en el mismo río", lo cual es cierto porque sus aguas están en constante movimiento y renovación), también pienso en que la vida es una toma continua de decisiones de trascendencia, que acabarán repercutiendo a la larga. Las consecuencias de mis elecciones son tan sólo mi responsabilidad, de nadie más. La vida es viaje con opción de relativo retroceso, pero el retroceso se considera un derroche de energías inaceptable (una vez más el "no me arrepiento de nada", como un "no retrocedo ante nada"), aunque haya ocasiones en que sea la mejor opción... De ahí la importancia de pensar bien las cosas cuando se toman decisiones trascendentes (¿y cuál es la decisión trascendente a priori?), si bien nos podamos permitir ser más espontáneos en el caso de otras elecciones más banales.
De lo que tengo pocas dudas es de que sabemos que un camino es realmente trascendente cuando es imposible dar marcha atrás sin haber experimentado algún cambio a la altura de la relevancia del itinerario. Metafóricamente, hay que conocer la sensación de mojado sobre la piel para saber que el agua moja.

Todas estas disquisiciones que yo mismo me monto en el día de mi cumpleaños, en que (por el capricho de lo singular) la encrucijada de cada día se torna más evidente que en los instantes ordinarios, un día señalado en que se descorre momentáneamente el velo tras el cual el caos juega con las mariposas y su aleteo es de un estruendo ensordecedor, todos estos pensamientos, me llevan hasta un poema de Robert Frost, que hoy me regalo a mí mismo, a la vez que quiero compartirlo con quienes hasta aquí me acompañan.

EL CAMINO NO ELEGIDO


Dos caminos se bifurcaban en un bosque amarillo,
Y apenado por no poder tomar los dos
Siendo un viajero solo, largo tiempo estuve de pie
Mirando uno de ellos tan lejos como pude,
Hasta donde se perdía en la espesura;


Entonces tomé el otro, imparcialmente,
Y habiendo tenido quizás la elección acertada,
Pues era tupido y requería uso;
Aunque en cuanto a lo que vi allí
Hubiera elegido cualquiera de los dos.


Y ambos esa mañana yacían igualmente,
¡Oh, había guardado aquel primero para otro día!
Aun sabiendo el modo en que las cosas siguen adelante,
Dudé si debía haber regresado sobre mis pasos.


Debo estar diciendo esto con un suspiro
De aquí a la eternidad:
Dos caminos se bifurcaban en un bosque y yo,
Yo tomé el menos transitado,
Y eso hizo toda la diferencia.



Lorenz juega con caóticas mariposas del destino

sábado, 17 de octubre de 2009

esferas y poliedros

(82ª parada)
"Soportaos unos a otros y perdonaos si alguno tiene una queja contra otro".
(Carta de Pablo a los Colosenses, cap. 3: 13)


Me viene a la memoria un tal Parménides, de mis primeras lecciones de Filosofía, allá por el Bachillerato, estudiando a los presocráticos. Por lo visto, este griego elucubró una explicación monista de la Naturaleza de la que me quedó la imagen de una esfera. Esa absoluta identidad de lo real consigo mismo, llevó a Parménides a afirmar que la realidad es única, compacta, de forma esférica e inmóvil en majestuosa quietud. Pero hete aquí que un tal Demócrito de Abdera le corrigió la plana con una respuesta si cabe más audaz y más radical, que no voy a detallar en este post. Sólo decir que Demócrito acepta también como indiscutible la afirmación de Parménides según la cual de una única realidad no puede originarse la pluralidad y, más aún, acepta que lo real ha de poseer las características establecidas por el razonamiento de Parménides: inengendrado, indestructible, inmutable, finito, compacto, homogéneo e indivisible; pero de la realidad parmenídea acepta todas estas características menos dos: la esfericidad y la unicidad. Aquí es donde yo me bajo del carro de los presocráticos (al menos por esta vez) para quedarme con lo expuesto como metáfora de cierta forma de comportamiento más extendida de lo que sería deseable. Quiero decir que el género humano, en su egoísmo intrínseco, ha recogido con gusto lo que el de Abdera se dejó por el camino tras los pasos de Parménides, para convertirlo en todo un estilo de vida. Me refiero a la esfericidad y a la unicidad.

Iré por partes. Quien de niño haya jugado a fabricar pompas de jabón habrá observado que una sola pompa lanzada al aire es sensiblemente esférica. Única y esférica. Pero habrá observado también que muchas pompas lanzadas al vuelo pueden acabar agrupándose entre ellas (si no revientan en el contacto) formando una especie de racimo de pompas en que las más interiores ya no son esféricas sino poliédricas. El contacto pone en evidencia la configuración de esas caras planas. Bueno, pues el salto de las pompas a las personas resulta evidente: Personas solitarias, solas, sin relaciones con otras personas (si tal cosa es posible) se sienten únicas y esféricas (esto es, sin más limitación que la que imponga su radio de expansión). Personas que viven en comunidad, como animales gregarios (o algo por el estilo), reconocen que no son únicas (en el sentido de "solas": está el otro aparte del yo) y además son poliédricas por esa cosa de que mi libertad termina donde empieza la de ese otro. Inevitables límites.
Pero sucede que por un curioso fenómeno de incomprensión de la noción correcta de libertad o de negación del sentido de la vida comunitaria o de reafirmación en los propios egoísmos humanos o de... (vaya usted a saber...) cada vez encuentro más frecuente la conversión del espacio público, el de todos, en una especie de selva de esferoides campando por sus fueros y que se creen únicos. El asunto es que les recomendaría que se releyeran a los presocráticos, a ver si el ejemplo-metáfora les servía como reflexión. Un poco, al menos. Y, en una de éstas, se plantearan un par de veces (o más) cosas tan nimias como: por qué es lamentable abandonar con cualquier pretexto un vehículo en doble fila y en medio de un tráfico endiablado, por qué no hay que dejar hecho un asco un aseo público después de usarlo, por qué habría que facilitar el paso en una acera a quienes van cargados hasta arriba, por qué es una mala práctica pasar por encima de quien haga falta para sacar una ventaja grande o pequeña, por qué no es correcto dar por supuesto que todos deben estar al servicio de cada capricho de uno, por qué es preciso recoger del suelo las cacas que el perro que se lleva de paseo va dejando como legado a la ciudad, por qué se debería lograr que la picaresca sea apenas la producción de este género literario... (y así, ad infinítum: malaventurados los desconsiderados, porque de ellos es el reino de las selvas). Mientras tanto, los poliedros seguiremos soportando a los esferoides, esos individuos que viven en comunidad de la misma forma que lo harían si estuvieran absolutamente solos. Hoy me reservo el derecho a la pataleta. Sin cargo al contribuyente, por otra parte.

Siempre me gustó la frase: Procura dejar este mundo mejor de lo que te lo encontraste. Puede incluso ser tarea sencilla a la par que satisfactoria. Aunque, a día de hoy, reconozco que tiene muchos más adeptos otra sentencia que popularizó el quince de los Luises franceses: Après moi, le déluge (Después de mí, el diluvio).
Advertidos quedan. Damas y caballeros: construyan arcas.