"¿Has tenido alguna vez miedo de meter a alguien tan adentro, que sabes que no podrías volver a arrancarlo de ti sin desgarrarte, sin perder parte de ti al hacerlo...?"
(frase en el encabezamiento del blog de mi amiga Avellaneda)
Un trocito de tela impregnado con adhesivo en una de sus caras. Nada más que eso. El invento se pega en la piel. No sobre la herida, que quedará protegida por algo menos agresivo que el pegamento, pero sí en la zona adyacente, que también grita por la proximidad de la lesión.
La cara externa de la tela irá pillando mugre con los roces, los trajines de la jornada, las salpicaduras de la vida. La cara interna, mientras, cumplirá su misión de sujetar carnes, trocitos de lienzo, gasa, algodón o lo que sea, todo el tiempo en que la llaga se va curando. El pegamento se hace tan amigo de la piel en torno a la herida que ya no se distingue con facilidad dónde termina uno y empieza la otra. Fundidos en el dolor vecino, bien avenidos por las circunstancias.
¿Cuánto puede durar semejante unión?
Llega un momento en que hay que quitarse el esparadrapo, hay que desnudar la cicatriz incipiente. Ahora ya es un trozo de piel que hay que arrancar. Es piel que no siente, pero casi, porque la de verdad está ahí pegada. Piel que ha ido absorbiendo pegamento como si fuera más tejido cutáneo.
Quitarse el esparadrapo. Dos opciones. Duelen ambas. Quizás una más que la otra, resultado de combinar intensidad y duración. Hay quien opta por arrancarla poco a poco, tirando poro a poro, pelo a pelo. Son diminutos desgarros, pero la suma final es tremenda y el resultado en dolor puede ser más duradero.
La mejor opción suele ser desarraigarlo de un tirón. Todo a la vez. Un gran desgarrón, un solo alarido, un solo escalofrío recorriendo la espalda, un coro de terminaciones nerviosas gritando al unísono. Un instante. Y nada más.
Luego, el vacío del silencio.
(etapa 25.13) - Vamos a ver, Winston, ¿cómo afirma un hombre su poder sobre otro? Winston pensó un poco y respondió: - Haciéndole sufrir. - Exactamente. Haciéndole sufrir. No basta con la obediencia. Si no sufre, ¿cómo vas a estar seguro de que obedece tu voluntad y no la suya propia? El poder radica en infligir dolor y humillación. El poder está en la facultad de hacer pedazos los espíritus y volverlos a construir dándoles nuevas formas elegidas por ti. ¿Empiezas a ver qué clase de mundo estamos creando? Es lo contrario, exactamente lo contrario de esas estúpidas utopías hedonistas que imaginaron los antiguos reformadores. Un mundo de miedo, de ración y de tormento, un mundo para pisotear y ser pisoteado, un mundo que se hará cada día más despiadado. El progreso de nuestro mundo será la consecución de más dolor. Las antiguas civilizaciones sostenían basarse en el amor o en la justicia. La nuestra se funda en el odio. En nuestro mundo no habrá más emociones que el miedo, la rabia, el triunfo y el auto-rebajamiento. Todo lo demás lo destruiremos, todo.
(George Orwell, "1984")
"El miedo es el camino hacia el Lado Oscuro. El miedo lleva a la ira, la ira lleva al odio, el odio lleva al sufrimiento. Percibo mucho miedo en ti".
(Yoda a Anakin Skywalker, en "Star Wars, episodio I: La amenaza fantasma")
¿Y si existiera una habitación en lo más recóndito de la mente? Puestos a imaginar tal lugar, es muy posible que el número en la puerta, avisando de su ubicación, fuera el 101, en apariencia binario. Una estancia demencial, habitación de todos los miedos, aprensiones y fobias que caben en el pensamiento. Un lugar alejado de un estándar, un sitio personalizado a la medida de cada individuo, adaptado a sus terrores más íntimos.
Podrán superarse todos los miedos. Quizás sí, quizás no. Hay miedos que se enquistan al tratar de superarlos y de tanto chocar y chocar contra ellos acaban por convertirse en fobias. Otros miedos alcanzan la masa crítica que provoca la reacción en cadena que los aniquila. Ante el precipicio del terror, algunos miedos son arrojados al vacío de la desesperación. Quizás sí, quizás no. Pero seguro que siempre existirán las debilidades, las flaquezas, dispuestas a ser explotadas por cualquiera que esté interesado en obtener alguna siniestra ventaja con ello. Clark Kent carga para siempre con su impotencia frente a la kryptonita. Aquiles conserva permanentemente su punto débil en el talón. Sus debilidades no hacen de ellos unos cobardes, pero sí los convierten en objetivos atacables por Lex Luthor o Paris, sabedores de su vulnerabilidad.
Los miedos que no se pueden vencer son las fisuras por las que se introduce la fatalidad. En la novela 1984, George Orwell delinea con pasmosa clarividencia una distopía que se alimenta del miedo, convertido en odio, dolor y humillación, herramientas útiles para el control de masas enteras, individuo a individuo, a través de sus temores más íntimos y personales. La determinación de Winston Smith para dar la espalda a un sistema asfixiante es aniquilada en una estancia del "Ministerio del Amor". Una sala de tortura que representa una lucha imposible de vencer entre una persona y un régimen de opresión y control. Solo el Gran Hermano te podrá librar de las ratas, Winston. Él será el dueño de tus miedos y tú sucumbirás a su férreo control.
Si de veras existe la habitación uno cero uno en lo más recóndito de la mente, entonces estoy perdido... porque alguien tiene la llave de ese refugio de espantos y no soy yo. Un caballo de Troya metido en la cabeza y de su vientre sale toda una legión de monstruos invadiéndola. Aquiles a merced de una flecha del carcaj de Paris, saeta de temores que pueden herir mortalmente su frágil talón.
"Conquistar el miedo es el comienzo de la sabiduría".
(Bertrand Russell)
"Lo único que tenemos que temer es el miedo mismo".
(Franklin D. Roosevelt)
No creo que hayan existido muchas etapas en la Historia de la Humanidad que no estuvieran dominadas por el miedo. Miedo a esto o a aquello. Por ejemplo, el miedo a la guerra termonuclear fue uno de los muchos miedos que planeaban sobre las gentes que vivieron la guerra fría. Los miedos se crean y se fomentan para tener controladas a las masas. Y funciona. Las noticias han llegado a convertirse en esa herramienta de control que limita las capacidades de los ciudadanos. No se arriesguen en nada, los tiempos son pésimos. No luchen, no hay posibilidad de victoria. Huyan a otros lugares, la debacle está próxima en este. Sospechen de todos, el enemigo puede estar a su lado...
Hay un límite en que el miedo puede llevar a la desesperación y la desesperación al descontrol. Pero entonces se aflojará la presión, se abrirá la válvula, y después de un respiro de esperanza, vuelta a empezar con el circuito del miedo.
La persona de a pie participa en este perverso juego aun sin ser consciente de ello. En definitiva, como hormiguitas, van llevando estas migajas de temor hasta el hormiguero para alimentarse de ellas. Y de tal siembra se obtienen tales cosechas.
No recuerdo quién decía que el miedo es un gran motivador, pero es un pobre maestro. Y privados de la enseñanza que un buen maestro puede dar, la Historia de la Humanidad (por más visiones positivistas que se quieran dar, juegos de válvulas de escape) parece un curso a la deriva, hacia un proceloso horizonte que también llena de temor.
¿Sombría perspectiva? Puede. Dependerá de cada cual. Habrá que aprender a vivir al margen de esa angustia y miedo colectivos que tantos decibelios de fondo le meten a la vida cotidiana. Ya, ¿qué fácil, no? -pensará alguien en tono irónico- Pero ahora hay que lidiar con la realidad.
Siempre el mismo cuento.
¿Qué significa "lidiar con la realidad"? ¿Sucumbir a planes ajenos? ¿Dejarse dominar por intereses que en realidad no me interesan en absoluto? No me parece un plan para derrotar al imperio del miedo. Y no se trata de vivir de ilusiones o idealismos varios, sino de armar una realidad que funcione de verdad de una maldita vez. ¿Cómo?
En la peli Coach Carter (un film intrascendente, donde un tío duro trata de domesticar a unos macarras de instituto que juegan al baloncesto, hay música de la MTV y todas esas cosas), aunque es de las prescindibles, también se puede destacar algún minuto de interés. Se trata de la intervención de uno de los jugadores del equipo de baloncesto del instituto. El chaval, Timo Cruz, ha hecho de camello para un colega, se ha enfrentado a la autoridad del entrenador, ha ejercido de macarra... pero también se ha esforzado para volver al equipo después de haber sido excluido por su mal comportamiento, indisciplina y rebelión. El entrenador siempre le pregunta lo mismo en los momentos más inesperados:
- Señor Cruz, ¿cuál es su mayor miedo?
Pero el señor Cruz no sabe qué responder. Muchas cosas pasan por su cabeza...
El día en que el entrenador es destituido del equipo (por haber pretendido que sus jugadores fueran alumnos aplicados en las clases, ¡oh, malvadas pretensiones!), el equipo se encuentra reunido en el gimnasio... ¡estudiando! Y es entonces cuando Timo Cruz se despide del entrenador con estas palabras:
- Nuestro mayor miedo no es que no encajemos.
Nuestro mayor miedo es que tenemos una fuerza desmesurada.
Es nuestra luz y no nuestra oscuridad lo que más nos asusta.
Empequeñecerse no ayuda al mundo, no hay nada inteligente en encogerse para que otros no se sientan inseguros a tu alrededor.
Todos deberíamos brillar como hacen los niños, no es cosa de unos pocos sino de todos.
Y al dejar brillar nuestra propia luz, inconscientemente damos permiso a otros para hacer lo mismo.
Al liberarnos de nuestro propio miedo, nuestra presencia libera automáticamente a otros. Señor, quería dale las gracias: me ha salvado usted la vida.
Sí, vale, la escena parece muy forzada, pero me quedo con el mensaje.
En una sociedad que ha hablado tanto en positivo de la iniciativa, del emprendimiento, del valor, de la individualidad, de la independencia... cada vez más tengo la sensación de que se mira con recelo al emprendedor, al valiente, al que se esfuerza, al distinto, al autosuficiente... Como si molestara el brillo de los que han decidido tomar su vida en sus propias manos y salirse de la hilera marcada con dirección al hormiguero. Está mal visto no pertenecer a ningún rebaño. Y lo peor es que pocos se consideran miembros de uno. ¿Habremos perdido capacidad de autoanálisis?
Un autor anónimo dejó una fábula, acerca de una luciérnaga y un sapo, de moraleja bien diáfana:
Sobre la verde alfombra, / un insecto de luz tranquilo estaba
y discreto, oculto entre la sombra / sin saberlo, brillaba.
Un sapo víl, negruzco y enlodado / salió de su agujero
y su baba escupió / de envidia hinchado / sobre el insecto, fúlgido lucero.
¡Dios mío! ¿Qué te he hecho? / ¿Por qué razón tu cólera se inflama?
¿Por qué con sucia baba me mancillas? / Y el sapo contestó airado, / ¡Porque brillas!
Aunque estés rodeado de gente mezquina a quienes parece molestar mucho que brilles, nunca dejes de brillar. Sin miedo.
Un ser humano, visto desde fuera, revela una aparente simetría. Por dentro es otra cosa: un estómago de un lado y un hígado del otro, el páncreas también fuera del eje, un pulmón algo más pequeño que el otro para alojar al corazón, que se reclina ligeramente sobre el lado izquierdo... estos detalles del diseño. A nivel mental, también cada hemisferio del cerebro controla distintas áreas del intelecto. Simplificando mucho, el derecho es el emocional, el izquierdo el racional. Además, la destreza que se tiene con las extremidades de la parte derecha o izquierda tampoco es la misma. En resumen: simetría de pacotilla. Ahora bien, envuelves todo esto y al exterior sí que parece bastante simétrico.
Pocas cosas escapan a la percepción más aguda. Y si se trata de percibir, el cerebro no descansa de esta tarea. A nivel consciente, puedes pensar que no es importante. Pero, inconscientemente, tu cerebro te sugerirá que las personas te van a resultar más atractivas cuanto más simétricas las percibas. Así es esto. Luego, puedes hacer caso o no, pero él insistirá pese a todo.
Vaya rollo con la simetría. Puede parecer poco importante, pero ahora pienso en una cosa... Si una de ambas piernas es un poco más larga que la otra (algo prácticamente imperceptible, pero que -si se miden con precisión las dos- se puede verificar que sí lo es), esto quiere decir que en una larguísima caminata sin referencias se acabaría dando vueltas en círculo, porque la zancada que se dé con una pierna será un poquito más larga que la que se dé con la otra.
No sé, no sé... creo que al final hay demasiadas personas caminando en círculo. Yo mismo me he preguntado alguna vez: ¿qué hago de nuevo aquí? Uno esperaría ir avanzando, pero de repente se encuentra con que no ha sido así. Se repite una situación, un panorama, como en un déjà vu. Extrañas vidas paramnésicas.
Tal vez la clave de la repetición esté en esa pérdida de referencias. Por ejemplo: un desierto es un lugar con muy pocas referencias. El cielo es azul y en él solo hay un sol (ardiente y asfixiante, por cierto) que, durante el día, se mueve de este a oeste y en el hemisferio norte alcanza su cénit hacia el sur. Al mediodía, para más datos. Pero eso es todo. El resto, abajo en el suelo, son dunas y más dunas. Cambiantes e imposibles de memorizar. No hay más información. Qué fácil es perderse. Aunque decidieras caminar en línea recta para llegar a algún sitio, lo que sucedería es que, sin brújula, acabarías trazando círculos en el desierto, en un mar de arena sin referencias.
Así van pasando los días, procurando aferrarse a algún pormenor, siguiendo los hitos del camino, buscando las claves, tratando de cuadrar una trayectoria curva, intentando avanzar y llegar a algún puerto de reposo. O eso o llenar de círculos el solitario vacío de los desiertos de la vida.
Hay días en que todo mi universo parece estar sostenido por una cuerda. Una miserable cuerda, vieja, desgastada, a punto de sucumbir por el peso de cada instante...
Todo en vilo. Todo pendiente de una cuerda carcomida por desengaños, deteriorada por desalientos, roída por dudas, sobrecargada de certezas.
Una cuerda para volverme loco.
Y el universo engorda con una nueva duda y una nueva certeza:
Se romperá la cuerda, y ahora que ya nadie lo puede sostener, ¿adónde irá a parar todo este pobre universo en su ciega caída?
Tengo una araña en el retrovisor izquierdo de mi coche. No la he visto, pero sé que vive ahí dentro, detrás del espejo, cobijada en las entrañas de ese cuenco de plástico que ahora le sirve de guarida.
Lo sé porque cada día yo destrozo una telaraña entre el retrovisor y la ventanilla. Y una telaraña vuelve a aparecer nuevamente en su lugar el día siguiente.
Pensé en rociar el retrovisor con insecticida. Aunque las arañas no son insectos, imagino que eso resultaría letal para mi polizona compañera de viajes. No lo he hecho. No quiero hacerlo.
No tengo ninguna filia por las arañas, sino todo lo contrario, pero no quiero hacerlo.
Ella teje. Yo destejo. Ella hace. Yo deshago.
Somos la cara y la cruz que juntas formarían una moneda con nombre de mujer. Somos el día y la noche de Penélope, que teje y desteje esperando que Ulises vuelva de su viaje.
Pero el viaje es largo, muy largo. Ulises tarda en volver y a Penélope se le agotan las excusas.
Aracne y yo le estamos dando tiempo.
Jugamos a ser dioses frustrados.
Ella teje y yo destejo. Así cada día, hasta que decidamos que Ulises tiene que volver a Ítaca, lleno de sabiduría y felicidad.
(a cubierto, esperando que escampe... -y no escampa-)
En un principio, Dios creó los cielos y la tierra. Así comienza Moisés el relato del Génesis. Y a las pocas líneas ya tenemos al ser humano tal y como lo conocemos: un sujeto adicto a la autojustificación, a eludir responsabilidades y a cargar las culpas sobre espaldas ajenas. Menudo diálogo: - ¿Has comido del fruto que te dije que no comieras? - ¿Quién? ¿Yo? Hemmm... bueno, pero la culpa es de la mujer que TÚ creaste, que fue la que me persuadió... - ¿Quién? ¿Yo? Esto... ejhemm... pero la culpa es de la serpiente que TÚ creaste, que fue la que me incitó...
Imagino que la serpiente acabaría hablando por los humanos y confirmando las sospechas: TÚ tienes la culpa de todo por habernos creado a todos. Y así se resuelve el tema. Luego, a esto lo llamamos "libertad". Media verdad. Si la libertad es lo que me permite hacer lo que me venga en gana, también es cierto que esa misma libertad es la que me obliga a asumir las consecuencias que deriven de mis acciones.
Pienso en estas cosas cada vez que asisto, una vez más, a la actualización de la antigua historia. Moisés debía de ser un visionario. Jugamos a la pelota, rompemos el cristal de la ventana de la señora Paca, y le echamos la culpa a Juanito porque ha sido el último que ha tocado el esférico criminal. Los demás ponemos cara de santitos, de no haber roto un plato en la vida.
No sé si fue Napoleón o si fue JFK quien dijo (y da bastante lo mismo quién lo dijera, porque estas frases van de boca en boca y se le acaban atribuyendo a quien mejor nos parezca): El éxito tiene muchos padres, pero el fracaso es huérfano. Así que cuando las cosas van bien es porque somos (¡soy!) la repera, pero cuando van mal es porque hay unos cuantos malnacidos que nos están haciendo la pascua al resto. Y si le preguntáramos a esos malnacidos qué rayos están haciendo, seguro que nos dicen que las cosas van mal porque otros se lo han cargado todo. Preguntando a los otros, nos indicarían que otros otros son los responsables, y así seguiríamos sin poner fin a la cadena de presuntos culpables...
Cuando ignorábamos lo que era la escasez o las privaciones y vivíamos a todo trapo burbujil y burbujeante, engatusados por la abundancia, los lujos y las comodidades, no abríamos la boca aunque ya se estaba gestando la debacle. Ahora decimos que estamos retrocediendo en el tiempo, que nuestra forma de vida será la de hace décadas. No lo creo. Hay formas de entender la vida que ya hemos asumido firmemente y que no veo posible que retrocedan (pensemos, por ejemplo, en el papel de la mujer en el hogar hace unas décadas, en la irrupción de nuevas tecnologías, avances científicos... y cómo eso ha transformado nuestra cotidianidad, etc). No creo que estemos abocados a un retroceso en el tiempo, sino a un desplazamiento en el espacio: cada vez somos más sureños. Es como si, según las previsiones más sombrías de los agoreros de turno, Grecia, Portugal y España viajaran hacia regiones subsaharianas del siglo XXI. De cumplirse, quizás ahora nos toque comprobar a nosotros, a quienes nos hemos acostumbrado a vivir sin que nos falte de nada, cómo se vive en regiones paupérrimas del mundo en que faltan tantas cosas esenciales. Regiones extensas que, mira por dónde, también existen, aunque en numerosas ocasiones las hayamos ignorado con nuestra visión de nuevos ricos. Puede ser dramático. Pero sobreviviremos de todas formas. Los subsaharianos lo hicieron mientras aquí se vivía lujosamente. Quizás haya quien entienda que la solución será emigrar al "norte", pero tampoco será este un remedio a largo plazo, porque el norte se irá tiñendo de sur a medida que el flujo migratorio lo vaya colonizando.
Mientras tanto, seguirá el bombardeo sistemático de malas noticias, primas de riesgo, recortes y tomaduras de pelo...
Sinceramente, ya estoy más que harto. Sobre todo de señalar con el dedo. Las cazas de brujas me aburren. El problema no está ni en fulanito ni en menganito. Está en el ser humano en general: es un defecto estructural. Los humanos nacen pensando que son el centro del mundo (¡yo!, ¡mío!) y cuando crecen olvidan muchas cosas importantes pero siguen recordando que son el centro del mundo y así se comportan el resto de sus vidas. Algunos procuran no olvidar todo lo importante y eso les ayuda a tener presente que en el mundo hay más personas, animales y cosas aparte de uno mismo. Pero el panorama es desolador. Cuando el barco se hunde, todos gritan ¡sálvese el que pueda! y ¿quién conoce a quién? Si juntas a un montón de humanos en un mismo sitio, habrá problemas, sí o sí. Quien haya asistido a una reunión de comunidad de vecinos (por ejemplo), comprobará fácilmente que la principal diferencia entre "vecino" y "mezquino" es solo cuestión de consonantes, ¡qué pavoroso desfile de egoísmos! Si juntas a un montón más grande de humanos (miles y miles de comunidades de vecinos bajo una misma bandera), el problema será qué sistema político deberán elegir para gobernarse. Porque si es un sistema que tenga en cuenta que el ser humano es malo por naturaleza, será algo muy rígido para sobrellevar la peligrosa selva de gentes que recelan unos de otros, y donde se respirará una atmósfera muy pesada. Y si es un sistema que suponga que el hombre es bueno por naturaleza, la ingenuidad de los gobernantes acabará permitiendo todo tipo de abusos hasta que sobrevenga el caos. Hay un fallo estructural que impide el buen funcionamiento a la larga. Es más, si se pudiera resetear la situación actual, tengo pocas dudas de que en unos siglos volveríamos a llegar al mismo punto: aumentarían las desigualdades, crecerían las injusticias y nos explotaría todo en la cara. Otra vez. Nos hemos empeñado en no asumir que somos como un animalillo metido en una jaula. El animal crece y crece, pero la jaula es siempre la misma. Hay un momento en que el animal corre el riesgo de morir oprimido por los propios barrotes de la jaula, en una especie de extraño suicidio provocado por un engorde irracional y desmedido.
Si creo que las cosas son así, de nada me sirve quejarme, hay opciones más importantes y más eficaces que puedo llevar a cabo. Si has pensado que soy muy pesimista o que estoy matando la esperanza, te digo que te equivocas. También sé citar a los grandes hombres. Mahatma Gandhi dijo: "Sé el cambio que quieras ver en el mundo". La esperanza no muere si tú eres la esperanza, el optimismo no muere si tú eres el optimismo. Siempre habrá una oportunidad para lograr el cambio, aunque ese cambio solo sea un enfoque distinto para ver las cosas. La chispa que pone en marcha todo el motor.
Es muy posible que este mundo que conocemos se vaya por el desagüe. Visto lo visto, no parece una gran pérdida. Es tan mejorable... Así que se puede hacer algo más que lamentarse. Que cada cual decida. Buena suerte.
It's The End Of The World As We Know It by REM on Grooveshark
Es el fin del mundo tal como lo conocemos... y me siento bien.
Crees que el agua es igual en todas partes. Sí, eso es lo que piensa tu mente, pero no siempre las leyes de la razón funcionan como debieran hacerlo. El mundo encuentra lugares donde se retuerce y se vuelve del revés. Aquí, el agua es distinta. Y eso me convierte en único.
Hay aguas que riegan, aguas que separan, aguas que destruyen, aguas que son cobijo de vida... Empero, estas aguas son aguas terribles: aguas de la tragedia para los indecisos y del olvido para los pusilánimes. Aguas donde termina todo o todo vuelve a comenzar si tienes valor, si eres paciente, si pagas el precio convenido. En algún momento pasarás por aquí. Puedes permanecer en la orilla demasiado tiempo, dando vueltas, tratando de decidir, estancado, dubitativo. Es posible que no quieras proseguir. Es posible que te hayas acostumbrado a esta etapa y no avances más en el viaje. Es posible que desconozcas el significado práctico de pasar página.
Escudriño la orilla. Allí, una mujer. Era una ensoñación bien adornada, pero hoy se ha despojado de sus adornos. Era tiempo de abrir los ojos y se ha descubierto inane. Ya no quiere seguir aquí. Me está llamando. De paso, contemplo el despertar de un hombre avejentado: un trabajo improductivo que también quiere convertirse en otra cosa. Más allá, una dama grotesca con la moneda en su mano, una tarea inconclusa, está esperando su turno para emprender el tránsito. También veo que hay un muchacho, un noviazgo frustrante, que todavía no se decide a partir. En igual situación permanecen un ideal caduco, un hábito inveterado, una decepción aún sangrante, un resentimiento agrandado...
Quizás un día me vea a mí mismo en la orilla, entre la multitud. Puede que incluso me reconozca fácilmente, a pesar del gentío. Será doloroso verme en tal estado, como en un espejo, mas será el requisito para la liberación. El fin de una etapa, el camino nuevo, una despedida y un recomenzar.
Dirigiré mi bote sobre las aguas del río Aquerón y me diré las palabras que tantas veces he escuchado pronunciadas por mis labios. Pero esta vez será la definitiva, ya nunca más seguiré anclado a este lecho.
Soy el barquero del inframundo. Mi nombre es Caronte. ¿Traes tu óbolo?
John Roddam Spencer-Stanhope:
"Caronte y Psique" (c. 1883)
No recuerdo qué edad tenía. ¿Siete años? ¿Ocho años quizás? Aun así, ahora no puedo decir que fuera un asesino precoz. Ya estaba curtido en masacres. Inconscientes masacres, pero masacres en definitiva. A esas alturas, supongo que ya me había ganado una terrible reputación, transmitida de antena en antena, entre algunas especies de himenópteros, incinerando indefensas hormiguitas con lupas y cerillas o incluso destruyendo hormigueros enteros removiendo furiosamente la tierra y encharcándolos... Lo reconozco, esas cosas no están nada bien. Si un día el Tribunal de Hormigas me condena por genocidio, es imposible que me sirva la excusa de la curiosidad (comprendan, señoras hormigas -y hormigos, si es que existen tales seres-, sentía curiosidad por ver cómo reaccionaban ante una catástrofe de magnitudes formidables, quería ver si había algún tipo de organización en ese frenético correr, confuso y febril...). El delito es demasiado espantoso y brutal como para atenuarlo con excusas. No, no me servirán excusas y tendré que aceptar estoicamente mi condena, aunque la idea de que unas mandíbulas hormiguiles pelen de carne mis huesos no me resulta nada llevadera.
En todas estas matanzas previas no había, empero, conciencia de asesinato por mi parte. Solo cuando lo pienso retrospectivamente, mis nervios transportan el horror de los gritos de millones y millones de hormigas (cierto es que no habré exterminado más de un centenar, a lo sumo, pero...) a cada célula de mi ser. Nunca en aquellos años. Sin embargo, al fin llegó el día de mi bautismo de fuego como asesino, teniendo plena conciencia de mis actos. La parte del fuego la puso el sol radiante. Y la del bautismo (por eso de que se necesita sumergirse en el líquido elemento para ser bautizado) corrió a cargo del agua del mar.
Fue un día en pleno verano. Disfrutaba de una plácida jornada en una playa de la costa atlántica, cobijada entre prominentes montañas cubiertas de árboles. Y pese a que el sol castigaba con fuerza y se acercaba la hora del mediodía, por una estricta orden del alto mando (a.k.a., los progenitores) no me quedaba más remedio que deambular sobre una arena cada vez más ardiente. A un lado, la ría se iba vaciando de mar rápidamente con la bajada de la marea. Corrientes muy peligrosas y un historial de personas arrastradas por sus mortíferos abrazos salinos eran los motivos por los que se me había vedado la posibilidad de un chapuzón antes de la comida. A otro lado, la lejana sombra de un bosquecillo de pinos, eucaliptos y algún solitario roble despistado. Demasiado lejana como para aventurarme hasta ella en un día perezoso y en la hora perezosa. Y en tierra de nadie, en la tórrida arena blanquecina, entre lejanas sombras de árboles y prohibidas corrientes marinas, un chavalillo con tiempo para no hacer nada divertido.
Entonces, en ese vacío lleno de arena, asalta la vena ingenieril. Al lado de una pequeña duna comienzo a excavar un agujero. Es un clásico eso de los agujeros en la arena. Hay que hacerlo tan profundo y amplio como para caber uno mismo dentro de él. En un momento, agachado mientras excavo con la diestra, levanto la vista y sobre el promontorio de la duna, muy cerca de mí, descubro que un cangrejo está quieto, observándome. Me perturba esa presencia. Le arrojo un puñado de arena fina para ahuyentarlo, pero el cangrejo no solo no se va, sino que levanta sus pinzas en ademán amenazador. Ahora sí tenemos un problema. El cangrejo me parece enorme, pero es por efecto de la inquietud. Yo no lo sé. Yo creo que en realidad es enorme. Seguro que no superaba los diez o doce centímetros (a lo largo o a lo ancho, indistintamente) y, sin embargo, lo veo gigantesco. Imagino que él tiene tanto miedo como yo, aunque los dos comenzamos un extraño juego de intimidación. Él está erizado de patas y bien erguido sobre la arena. Yo me pongo de pie y le demuestro que es absurdo que alguien de su tamaño se enfrente con un gigante. Por un momento, pienso que si yo me viera frente a un enemigo del tamaño de un edificio de siete plantas no se me ocurriría hacerme el valiente. Al contrario: buscaría refugio, y rápido. Pero el cangrejo es un temerario y no se mueve del lugar. Yo defiendo mi hoyo, mi territorio. El que se tiene que marchar es él. Vuelvo a arrojarle arena con los pies. El bicho acorazado se empecina en mantener la posición y su actitud parece más agresiva. Me mira con una cara que no presagia nada bueno. ¿Te quieres marchar de una vez?
Me estoy cansando... Cerca, veo una rama de algún árbol que no sé cómo ha llegado hasta allí. La tomo del suelo. ¿No ves, bicho? Ahora, además, tengo un arma peligrosa. ¿Te vas a ir por fin? Pero por más que agito la rama delante de él, sus patas no dan el paso atrás que me revele su debilidad, su intención de abandonar el enfrentamiento antes de que comience de verdad. Con nerviosismo, intento empujarlo ayudándome del palo. Solo consigo cabrearlo más y que haga castañetear sus pinzas. Hasta aquí hemos llegado. ¿Te vas a poner gallito conmigo? Me he cansado de blandir la rama ante su rostro ceñudo sin conseguir que retroceda ni un centímetro. Por fin, le atizo una estocada. Y aunque parece maltrecho, persiste en su actitud agresiva. Es más, ya no retrocede, sino que avanza. Me desconcierta ese lío de patas y, ciego de adrenalina, descargo varios golpes sobre la coraza, hasta que me parece que el armazón colapsa. El bicho deja de agitarse. La batalla no ha tenido ninguna gloria. Miro alrededor. Nadie en la vastedad del lugar ha presenciado el absurdo combate. Empujo con la rama los restos del bicho hasta el agujero y entierro el cuerpo del delito. También entierro mi vergüenza. Creo que no habrá suficiente arena en la playa para ocultar esta historia descabellada... En un claro día sin nubes, siento de repente que el cielo se ha vuelto lóbrego, terrorífico, perturbador... Es hora de comer, pero no tengo ni pizca de hambre. En este día me he convertido en un asesino y no tengo nada que celebrar...
- Eh, ¿qué haces ahí, como una estatua, paralizado delante de esa roca? Ven, hombre, no veas qué buena está el agua. Vamos a nadar un rato. - Sí, ya voy. Un momento.
Han pasado muchos años, pero no se me ha olvidado cómo acabar con alguien como tú. Así que haz el favor de apartarte de mi camino. No te lo voy a repetir ni una vez más...