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domingo, 11 de mayo de 2008

palabra de máquina

(41ª parada)
"Pilato le preguntó: ¿Y qué es la verdad?"
(Evangelio según San Juan, cap. 18: 38)

Quien conozca algo de béisbol tendrá alguna pista para decidir cuál de los tres árbitros tiene razón acerca de cómo deben cantarse las bolas y los strikes, tal como E. Griffin lo ilustra en A first look at communication theory:
- El primer árbitro dice: Unas son bolas, otras son strikes; las canto tal como son.
- El segundo afirma: Unas son bolas, otras son strikes; son como yo las veo.
- Y el tercero asevera: Unas son bolas, otras son strikes; pero nada son hasta que yo las canto.
¿Cuál de los tres da la explicación más convincente?
Mientras que el primero cree percibir la realidad de forma objetiva, el segundo árbitro parece menos convencido de que la realidad pueda ser percibida de forma exacta y el tercero declara que los envíos del lanzador no son nada hasta que él les dé nombre. ¿Quién tiene razón?
Para Griffin, la mayoría de los teóricos modernos de la percepción humana parecen dar la razón al tercer árbitro. Según ellos, la realidad está en el ojo del que mira ("La realidad no es tanto un asunto de lo que ocurre allá afuera, como de lo que ocurre aquí dentro: en la mente", escribe Griffin). La verdad sería que el lanzamiento no es bola o strike hasta el momento en que el árbitro le pone nombre y esto sólo ocurre después de que lo haya percibido y juzgado de acuerdo con su propia experiencia. En Communication theories: origins, methods, uses (de W. Severin y J. Tankard), estudiosos de la percepción humana, como Berelson y Steiner, señalan que ésta es parte de un complejo y activo proceso a través del cual la gente relaciona, organiza e interpreta estímulos sensoriales con el fin de darles una imagen coherente y significativa del mundo. Es un proceso complejo y activo porque los estímulos que nos llegan del ambiente son transformados por medio de dos tipos de filtros: los perceptuales y los psicológicos (que, a su vez, podríamos clasificar en factores cognitivos y factores motivacionales). No tiene sentido seguir profundizando ahora en este asunto, que estoy seguro de que ha quedado entendido. Una última prueba del algodón: colocamos a dos aficionados al fútbol (uno, hincha del equipo alfa y el otro del equipo beta, equpos de histórica rivalidad... prefiero no dar nombres, que cada cual les ponga los que prefiera) frente a una retransmisión de un partido que enfrenta a ambos equipos. En un lance del juego, hay un encontronazo en el área entre un defensa de alfa y un delantero de beta. El aficionado de beta llega a ver penalty indiscutible y tarjeta roja para el defensa rival. Pero, si pudiéramos manipular la retransmisión, de modo que se viera la misma jugada pero cambiados los colores de los equipos, es muy probable que, ahora (en la misma situación, pero cambiando a los jugadores), el aficionado de beta dijera que el delantero se ha tirado a la piscina y que merece una tarjeta amarilla por simular la falta. En fin, cosas de las percepciones.

Esta semana, recibí una llamada de mi gran amigo A. Estuvimos poniéndonos al día y hablando largo y tendido de infinidad de cosas y también (por supuesto) de una de nuestras grandes aficiones: el ajedrez. En un momento, estuvimos conversando acerca de cómo la presencia de los ordenadores en el ajedrez había cambiado la forma de jugar, y A dijo que las máquinas nos estaban enseñando ahora a nosotros. La introducción de ordenadores en el juego del ajedrez ha supuesto, opinaba él (y creo que con acierto), una búsqueda de la verdad que estamos aprendiendo de las mismas máquinas. Nuestra subjetividad enfrentada a su objetividad. Es cierto que a un procesador programado para jugar al ajedrez no se le va a acelerar el pulso cuando se le plantee una celada o se le ofrezca un sacrificio de material con fines tácticos para ganar iniciativa, ni le van a dar sudores por enfrentarse a una posición delicada. A mí, sí. Hay momentos de una partida en que notas cómo te revuelves en tu asiento sin poder evitarlo o se te abren los ojos de par en par. No somos máquinas, y la presencia de esas reacciones (a veces, precisamente se busca provocar ese desconcierto en el rival) puede suponer un error, incluso por un exceso de alarma. Pero también es cierto que una máquina no va a disfrutar con la belleza de un extraordinario juego combinativo ni va a sentir la satisfacción de una victoria. Su verdad es una verdad objetiva en extremo, aséptica y no contaminada por sentimientos.

Y siguiendo por la vía de estos pensamientos (y ya que el ajedrez tiene también mucho de arte), estaba reflexionando hoy mismo en cómo la incursión de las máquinas en los procesos de producción artística también ha ido transformando lo que entendemos como Artes. ¿Cómo está siendo la verdad de la máquina en el terreno de Artes como lo son (en el sentido más amplio de los términos) la arquitectura y la ingeniería? Para comprenderlo, habría que explicar el origen de esta compleja cuestión tal como la entendemos en nuestros días y, por tanto, remontarse hasta los años de la Revolución Industrial. Con la primera (pasada la mitad del siglo XVIII) y segunda (a fines del XIX) revoluciones tecnológicas, los procesos industriales empezaron a formar parte de la producción artística: en la construcción, en las artes decorativas... incluso en la música. Los debates que se plantearon en los primeros momentos fueron de lo más interesante puesto que había nuevas situaciones que abordar. Críticos, artistas, movimientos y corrientes no pudieron mantenerse ajenos a ello. Imposible tratar aquí todos los aspectos de un asunto tan extenso, así que sólo haré referencia a unos ejemplos muy concretos.

En primer lugar, decir que las Exposiciones Internacionales se convirtieron en los foros idóneos para que el gran público comenzara a familiarizarse con los nuevos materiales y las nuevas formas fruto de la industria reciente. La Tour Eiffel o el Crystal Palace de Paxton son claros ejemplos. Provocaron, en ocasiones, duras reacciones de intelectuales críticos, pero el camino comenzado ya no podría abandonarse. Se indagó también acerca de las formas y dimensiones de la nueva ciudad industrial (quedará como hito destacable el proyecto teórico de Tony Garnier, a principios del pasado siglo) y las exposiciones de Arts and Crafts (a partir de 1888) y el Deutscher Werkbund (fundado éste en 1907) entrarán en plena ebullición, alimentados por la llama de estos planteamientos. En la primera mitad del siglo XIX, se utilizó la producción industrial de modo tan nefasto en este campo que redujo considerablemente la calidad de los productos. Antiguamente, la producción de valor podía distinguirse de la corriente por la excelencia formal y, además, por otras cualidades más tangibles: la riqueza del diseño, la precisión de la ejecución y los materiales preciosos. Pero la producción industrial hace suyas fácilmente las dos primeras cualidades: la complicación del diseño ya no es un obstáculo económico (basta un troquel para producir un número indefinido de piezas) y la precisión con que los objetos son acabados a máquina es, con mucho, superior a la que cualquier antiguo artesano conseguía obtener a mano. Queda la diferencia de materiales, pero la industria, por medio de ingeniosos procedimientos, llega a ser capaz de imitar rápidamente los materiales más diversos y se pierde el gusto por la presentación escueta en madera, piedra o metal. Esta imitación simplista, que convierte en mentirosa a la máquina, es la causa principal de que el nivel medio en la producción de objetos de uso común descienda considerable y velozmente. También, realizado un balance de la producción industrial en la exposición de 1851, se llega a la conclusión de que el arte decorativo europeo ofrece el espectáculo de una impresionante decadencia. La situación es tal que empuja a la acción a cierto número de expertos que intentan poner remedio y elevar la calidad de la producción, reanudando los vínculos rotos entre artes mayores y artes menores. Empieza así, entrada la segunda mitad del XIX, el movimiento para la reforma de las artes aplicadas, y se instala en Inglaterra, donde los inconvenientes de la producción en serie se han puesto de manifiesto antes y a una mayor escala.
(imagen de este párrafo: Joseph M. William Turner, Lluvia, vapor y velocidad -el Great Eastern Railway-, 1839)

Ahora, doy un salto pasando por encima de las aportaciones y críticas de John Ruskin y William Morris (este último asoció, en el plano político, la producción mecánica al sistema capitalista, vaticinando en un primer momento que la revolución socialista suprimiría la mecanización del trabajo y sustituiría las grandes aglomeraciones urbanas por pequeñas comunidades donde los objetos útiles serían producidos por procedimientos artesanales), para llegar hasta Henry Van de Velde, asociado al art nouveau pero también emparentado con el Werkbund. Desde un primer momento, su intención es la de poner en claro los fundamentos del movimiento y formular sus experiencias de modo que puedan transmitirse y den paso a una renovación general de los métodos de proyectar. Recogió, por primera vez en Europa, el principio moral de las enseñanzas de Morris para desarrollarlo con extraordinaria agudeza. En la primera ocasión que tiene Van de Velde para trabajar en decoración (el arreglo de su casa de Uccle, cerca de Bruselas, en 1894), de acuerdo con sus principios se propone buscar para cada elemento formal una justificación objetiva de orden funcional (en la medida de lo posible) o de orden psicológico, aplicando las teorías de la Einfühlung, en boga por entonces. Desde 1907 (año de fundación de la organización cultural alemana más importante de la preguerra: el Deutscher Werkbund), la actividad de Van de Velde está estrechamente ligada a la de los maestros alemanes, en el seno de este organismo que puede ser considerado como matriz del Movimiento Moderno. Según su propio estatuto, la finalidad del Werkbund era ennoblecer el trabajo artesano, relacionándolo con el arte y con la industria. Recogió la herencia de las asociaciones inglesas inspiradas en la enseñanza de Morris, pero con una diferencia importante: no apunta apriorísticamente hacia la artesanía, ni quiere oponerse a los métodos de trabajo en serie propios de la producción corriente. Pero así, el Werkbund, proponiéndose reunir arte, industria y artesanía, actuando de hecho con procesos y tradiciones diferentes a otros ejemplos de origen medieval aún en funcionamiento en aquel momento (como el Art Workers Guild), abre un problema de método hasta entonces indeterminado, cubierto por la ambigua fórmula de “trabajo de calidad” (Qualitätsarbeit). Así es como empiezan en seguida las discusiones entre las tendencias opuestas: entre los partidarios de la estandarización (Typisierung) y los de la libertad de proyecto, entre los que apoyan el arte y los que apoyan la economía, y, en 1914, entre Hermann Muthesius y Henry Van de Velde.
(imagen de este párrafo: caricatura de Karl Arnold sobre la polémica del congreso del Werkbund de 1914. Van de Velde propone la silla individual, Muthesius propone la silla tipo, y el carpintero hace la silla para sentarse)

Mientras tanto, entre 1907 y 1914, la nueva generación de arquitectos alemanes está madurando en el Werkbund: Gropius, Mies van der Rohe, Taut, teniendo como mediadores entre esta generación y la precedente a Van de Velde y a Peter Behrens. La clara visión teórica del problema arquitectónico de Van de Velde le había hecho estar precisamente allí, donde se está gestando (entre dificultades de todo tipo) la solución más completa y fructífera. Su limitación respecto a los fundadores del Movimiento Moderno es, en el fondo, una limitación de sensibilidad. Se diría que Van de Velde está sorprendido por la velocidad de los procesos y teme que en las grandes empresas organizativas de los alemanes se rompa el delicado equilibrio de la expresión artística. Y es en este sentido como debe entenderse su choque con Muthesius (éste, partidario de la estandarización, mientras que Van de Velde lo era del individualismo) en la reunión del Werkbund de 1914. Pero su posición no es inquebrantable. Más bien, se trata de la trasposición de un juicio artístico al plano teórico, porque quien había participado en la formación del art nouveau, en el refinado ambiente de la Bruselas fin de siècle, no podía aceptar fácilmente las ofensivas simplificaciones de los alemanes en los años que preceden a la guerra mundial. En la larga trayectoria de Henry Van de Velde, hasta su muerte en 1957, apoyó siempre las experiencias renovadoras de las sucesivas generaciones, aunque manteniéndose a distancia para evitar posiciones más activas. La primera parte de su autobiografía concluye con estas palabras:
Como el mal, que lucha perpetuamente por corromper la virtud, igualmente, a través de la historia del arte, un tumor maligno no ha cejado en su intento de manchar o deformar los más puros ideales de belleza del hombre. El breve paréntesis del art nouveau, aquel efímero movimiento sin más leyes que su propio capricho fue seguido (...) por los vacilantes comienzos de un nuevo estilo, por fin disciplinado y proporcionado, el estilo de nuestro tiempo. Dos guerras mundiales han prolongado su difícil crecimiento, pero paso a paso prosigue su camino consciente hacia la madurez. Y, cuando haya sido finalmente alcanzada, la madurez coincidirá con la instauración de una estética racionalizada, en la cual la belleza y la forma serán inmunes a la infección continua del dañino parásito: la fantasía. (Geschichte meines Lebens, Munich, 1962)
¡Ay, Henry, la sorpresa que te llevarías si levantaras la cabeza!


Después de esta parada, viajaré durante un rato a lugares muuuyyyy lejanos y a toda pastilla (o a toda máquina),
al son de un ritmo frenético. Para variar.
Si alguien se apunta... ;D



post scríptum
Por dos caminitos distintos, me ha llegado en esta semana un mismo regalo. Tormenta y Sara los han recorrido hasta aquí y me han concedido el PREMIO CALIDEZ. Y quiero rectificar la frase: nos ha llegado en esta semana el PREMIO CALIDEZ que nos han concedido nuestras amigas Tormenta y Sara. Así, en primera persona del plural, porque la calidez se debe al agradable calorcito de todos los visitantes y comentaristas que anidamos en close2u. Al recibir un premio de esta categoría, jamás pienso en haberlo merecido. Lo digo porque un premio merecido es el pago a un concurso; pero nunca he entendido este blog como si fuera participante de un concurso de popularidad o algo por el estilo. Me siento feliz con cada palabra que, como amigos, me dedicáis en los comentarios. Y seguirá siendo así. Y seguiré ruborizándome con el afecto generoso de los premios que sé que me (nos) conceden quienes me quieren y sólo por eso: porque me quieren, no porque lo merezca. Os agradezco de corazón, tanto a Tormenta (que ahora mismo está en plena desconexión por cambio de destino, pero ¡cuántos buenos momentos compartidos!) como a Sara (a quien estoy conociendo desde hace menos tiempo, y es todo un placer).

Y ahora viene el marrón de pasarlo a otro amigo-bloguero... Lo que me pide el cuerpo es dárselo a todos, pero tampoco se trata de eso. Ya sabéis que os quiero a cada uno y a cada una. Por este motivo, todos deberíais recibirlo... Pensé incluso en organizar una votación entre todos los amigos, ya que el premio es tan vuestro como mío... Pero no acabo de visualizar la forma. Así que me vais a perdonar si me autoconcedo la facultad de pasar nuestro premio: me acuerdo especialmente de Avellaneda, que también está en desconexión temporal por motivos personales y, por tanto, es muy posible que no llegue a recibirlo en breve. Pero pienso que podría ser una sorpresita agradable para su retorno. Por eso, en este caso pido comprensión a los que no nombro, pero que sabéis de sobra que estáis en mi cabeza:
¡¡Os quiero un montón!!

domingo, 18 de noviembre de 2007

cuestiones de forma

(16ª parada)
“Le respondió Dios a Samuel: No te fijes en su apariencia, ni en su elevada estatura, porque yo no lo tengo en cuenta. Dios no mira lo mismo que miran los hombres: los hombres miran lo que está delante de sus ojos, pero Dios mira el corazón”.

(Libro 1º del profeta Samuel, cap. 16: 7)

Voy a comenzar como lo dejé, con Umberto Eco. Hay un momento en su novela “El nombre de la rosa” que disfruto con especial deleite: sucede en ‘Tercer Día. Vísperas’. Fray Guillermo de Baskerville y Adso de Melk (tal como si fueran los Sherlock y Watson medievales) están tratando de descifrar los secretos del laberinto que es la biblioteca de la abadía donde transcurre la trama del libro. Guillermo (gran erudito, él) piensa en lo bueno que sería contar con una máquina para orientarse dentro del laberinto (“capaz de reconocer el norte de noche y en un lugar cerrado, desde donde no se pudiera ver el sol ni las estrellas”), que funcionara tanto dentro como fuera de la biblioteca. Esta máquina aprovecharía la fuerza de una “piedra prodigiosa que atrae al hierro”. Varios científicos de la época ya han estudiado el fenómeno: Roger Bacon, Pierre de Maricourt e, incluso, el sabio árabe Baylek al Qabayaki, quien ha descrito la manera más sencilla de utilizar la máquina. Sí, ya sé que nunca habéis oído hablar de nada tan parecido a una brújula... pero estamos en la primera mitad del siglo XIV y las cosas no son tan sencillas... En medio de la conversación que ocupa a los dos personajes, se enciende una bombilla en la cabeza de Guillermo, y aquí es donde yo ya me relamo de gusto. Voy a transcribir partes del diálogo (comienza hablando Guillermo):

- (...) Espera, se me ocurre otra idea. La máquina señalaría también hacia el norte si estuviésemos fuera del laberinto, ¿verdad?
- Sí, pero entonces no la necesitaríamos, porque tendríamos el sol y las estrellas.
- Lo sé, lo sé. Pero si la máquina funciona tanto fuera como dentro, ¿por qué no sucedería otro tanto con nuestra cabeza?
- ¿Nuestra cabeza? Claro que también funciona fuera. ¡Desde fuera sabemos perfectamente cuál es la orientación del Edificio! ¡Pero cuando estamos dentro es cuando ya no entendemos nada!
- Eso mismo. Pero, olvida ahora la máquina. Pensando en la máquina he acabado pensando en las leyes naturales y en las leyes de nuestro pensamiento. Lo que importa es lo siguiente: debemos encontrar desde fuera un modo de describir el Edificio tal como es por dentro...
(...)
- Espléndido descubrimiento, pero entonces, ¿por qué es tan difícil orientarse en ella?
- Porque lo que no corresponde a ley matemática alguna es la disposición de los pasos. (...) El máximo de confusión logrado a través del máximo de orden: el cálculo me parece sublime. Los constructores de la biblioteca eran grandes maestros.
(...)
- ¿Cómo habéis sido capaz de resolver -dije admirado- el misterio de la biblioteca observándola desde fuera, si no habíais podido resolverlo cuando estuvisteis dentro?
- Así es como conoce Dios el mundo, porque lo ha concebido en su mente, o sea, en cierto sentido, desde fuera, antes de crearlo, mientras que nosotros no logramos conocer su regla, porque vivimos dentro de él y lo hemos encontrado ya hecho.
- ¡Así pueden conocerse las cosas mirándolas desde fuera!
- Las cosas del arte, porque en nuestra mente volvemos a recorrer los pasos que dio el artífice. No las cosas de la naturaleza, porque no son obra de nuestra mente.



Hasta aquí con “El nombre de la rosa”. Ahora paso a una denuncia: un claro anti-ejemplo de lo expuesto anteriormente es el museo Guggenheim de Bilbao del arquitecto (?) Frank Gehry. Y ya sé que este tipo de declaraciones sirve para ganarse ‘enemigos’ (aunque por este motivo, no me importa lo más mínimo: ¡vale la pena!). También sé que no es comprensible que raindrop (alias don-nadie, en este mundillo) critique a todo un premio Pritzker (no sé qué tiene este premio que acaba por reblandecer el seso de los premiados) de reconocida fama internacional. Me da igual... el capricho me lo he dado fuera de aquí y me lo doy también aquí. Pero debo justificar mi denuncia: ¿Una irregular boñiga de titanio para albergar salas paralelepipédicas? ¿Quién lo entiende? Uno de los valores por excelencia de la arquitectura (¡de la arquitectura de verdad!) es su coherencia formal. Y uno de los matices de esa coherencia es la estudiada correspondencia entre el interior y el exterior. En este museo no existe ese valor. Desde este punto de vista, no se puede justificar arquitectónicamente. Para el caso, se podría haber concebido una escultura y no pasaría nada. La mayor parte de la gente conoce al Guggenheim de Bilbao como una escultura. Luego, entras al edificio y es como si entraras en otro edificio diferente.

Comprendo que hay una justificación como icono mediático, como imagen de una ciudad (todo Bilbao concentrado en este edificio), que es lo que lo ha llevado a la fama ...aparte de la brutal campaña propagandístico-interesada que se hizo en su momento para encumbrar a esta birria arquitectónica a la altura de ‘maravilla del mundo mundial’. Pero ésta es una cuestión que está al margen de lo real y meramente arquitectónico y tiene más que ver con lo mercantil.

En realidad, la práctica de la arquitectura nunca estuvo desvinculada de la práctica del poder. Y, en muchas ocasiones (sobre todo las más recientes), ha sido toda una pena. El momento más dulce de la reciente arquitectura, el Movimiento Moderno de los grandes maestros de la primera mitad del siglo XX, padeció por este motivo. El auge de los totalitarismos de todo signo que cubrieron la Europa de aquellos años provocó un extraño fenómeno: En la Alemania nazi, grandísimos arquitectos como Mies van der Rohe, Walter Gropius, Erich Mendelshon y tantos otros tuvieron que exiliarse a Estados Unidos (difíciles comienzos ¡hablando alemán en Chicago!), mientras en el viejo continente triunfaban tipos como Albert Speer (condenado a 20 años de prisión en el proceso de Nüremberg), de sobrada capacidad de trabajo y bastante talento, pero consagrado a satisfacer el ‘gusto’ de su patrón por un rancio clasicismo, adicto a saludar al estilo de los emperadores y llenar frontispicios con sus águilas. En Italia, más de lo mismo, aunque con matices: vuelta a la Roma clásica y saludo con brazo extendido, algo así como un anacrónico ¡ave, duce!, mientras el (ingenuo pero audaz) manifiesto futurista de Marinetti y los suyos irá quedando muerto de risa en la práctica, pese a la admiración inicial y adhesiones a la causa. Y es así como algunos pocos arquitectos que emprendieron la interpretación (que no copia) de lo clásico, igual que sus exiliados colegas alemanes, no desaparecen completamente de escena (por ejemplo, el genial Terragni deja obras igualmente geniales como la Casa del Fascio en Como), sino que sobreviven porque su producción se adapta con maestría a una imposición de estilos más ‘apropiados’ para el régimen. Curioso es el caso de la Unión Soviética, donde toda una generación de buenos arquitectos, muchos de ellos integrantes de la corriente del constructivismo ruso (Tatlin, Ginzburg, los hermanos Vesnin, Melnikov e incluso El Lissitzky desde Alemania), ven difícil continuar con sus trabajos por el deseo de Stalin de imponer un clasicismo que, siendo ajeno a la tradición rusa, se reconoce como ‘arma de poder’ para apabullamiento del pueblo con estilos de otra época pero considerados universales, en cuanto a demostración de intenciones se refiere.

En Francia, después de terminada la guerra contra los regímenes fascistas, el sueño de la razón de Le Corbusier (encarnado, por ejemplo, en sus “cinco puntos de una nueva arquitectura” o en su comprensión de la vivienda como “machine à habiter”) va produciendo monstruos (¡benditos monstruos!) como la capilla de Nôtre-Dame-du-Haut en Ronchamp, pasando de su racionalismo-purista a un expresionismo de denuncia por la sinrazón de la guerra. Pero sigue siendo el mismo: son las otras caras del mismo genio. Éste sí es un ejemplo a seguir. Al norte, los escandinavos (aun habiendo sufrido el conflicto bélico, pero como si nada hubiera pasado) retomarán su naturalista interpretación del clasicismo. Destaca el finlandés Alvar Aalto, que justo antes de la guerra había dejado, entre otras obras: su villa Mairea, un partenón finlandés que en nada se parece al templo griego de la acrópolis; la biblioteca de Viipuri, Finlandia (hoy Viborg, Rusia, ...cosas de la guerra) y que, después de 1945, seguirá enriqueciendo el panorama arquitectónico sin dejar de ser fiel a su estilo. Otro gran maestro que se convierte en ejemplo.

Los órdenes clásicos surgieron de necesidades constructivas y se combinaron con elementos decorativos para suavizar y completar el impacto de esas soluciones meramente funcionales. Pero de ahí, han llegado a convertirse erróneamente en fines en sí mismos. Es curioso ver cómo en tantas ocasiones se utilizan elementos tomados de esta tradición sin criterio que lo justifique (es como si fueran buenos sólo por ser lo que son, tal como lo pensaron aquellos dictadores): columnatas, capiteles, frontones... mientras que la interpretación que los arquitectos del Movimiento Moderno quisieron dar a esta corriente no fue entendida como clásica. ¡Pero si son tan clásicos como los clásicos! Su forma responde a los mismos contenidos y es consecuencia de ellos, pero en otro momento histórico, con otros materiales, otras necesidades, otros sistemas. Eso sí, estaban impregnados de ‘insoportable democracia’, algo intolerable para aquellas mentes pequeñas. Lo otro (la mera copia) es una absurda descontextualización. Como el fin de los totalitarismos aún no ha llegado (sólo se disfrazan bajo el nombre de ‘capitalismo’) no es posible asistir al portazo definitivo a lo peor de lo clásico: sus copias o sus reacciones. En este sentido, contamos con el adaptado (¿o adoptado?) Gehry, quien se ha especializado en ser voz de su amo, en inflar presupuestos con sus exagerados honorarios y en sacar rentabilidad a su producción a través de la propaganda de sus promotores. Dicen que es bueno, pero yo no me lo creo. Es el tipo de farsante con quien el capitalismo-que-utiliza-la-arquitectura está encantado, porque le permite realizar jugosas inversiones: mucha pasta a cambio de crear imágenes artificiosas que seduzcan por bombardeo y permitan recuperar varias veces el capital de partida. Pero de arquitectura, nada o casi nada. Desde mi punto de vista, así están funcionando muchas cosas hoy en día: se ha dado el carpetazo a los contenidos y se vive en exclusiva en el campo de las (más que discutibles) formas...

Tengo una manzana entre mis manos. La forma de la manzana es sensiblemente esférica, pero con matices importantes: se adivina otra geometría en su interior... La ‘cintura’ de la manzana, aunque parece circular, resulta de la combinación con un pentágono.

¿Por qué? Voy a contradecir un poco a Guillermo, ya que el conocimiento de la Naturaleza ha aumentado mucho desde entonces ...y en la Naturaleza se puede confiar más que en muchos arquitectos. No hay que olvidar que el manzano es un árbol de la familia de las rosáceas y que éstas tienen la costumbre de producir flores de cinco pétalos. La manzana sí es un ejemplo de coherencia formal entre su interior y su exterior. Si se observa el interior de la manzana, allí donde está su corazón también está su rosa.