Reconozco que, cuando recogí el paquete en el que Hernando me enviaba el catálogo de la exposición Imágenes secretas. Picasso y la estampa erótica japonesa (Musseu Picasso, Barcelona, hasta el 14 de febrero de 2010) y vi su contenido, tuve una cierta sensación de hartazgo al pensar en una exposición más sobre los motivos eróticos de Pablo Picasso, un tema muy manido y que, en demasiadas ocasiones, ha sido tomado desde una perspectiva fácil. Que me había equivocado en mi sospecha me quedó claro desde el prólogo de Pepe Serra, el Director del Museo.
Esta exposición y su catálogo son un ejemplo de cómo debe ser una parte de la política museística actual, quizá la más acertada: una divulgación que parte de una investigación profunda en ámbitos que hacen avanzar el conocimiento sobre lo que se expone. Y hacerlo de tal manera que sea fácilmente comprensible para todos.
Del erotismo -y la pornografía- en la obra de Picasso hay cientos de páginas escritas, no siempre afortunadas. La raíz artística que subyace en la eterna confrontación entre Eros y Tánatos, fue releída para la modernidad por Sigmund Freud y captada en sus nuevas perspectivas por los artistas desde finales del siglo XIX. La expresión de esa tensión dialéctica entre la sexualidad y la muerte (no hay forma de traducir adecuadamente al español la dualidad griega) tomó, de forma habitual, en aquella época los motivos de los mitos grecolatinos y un cierto toque romántico en la manifestación de las pasiones. Y así osciló en el arte: de la tragedia al drama. Sin embargo, hubo un grupo de artistas que buscaron fórmulas que se salieran de este origen occidental en el que se vivían las relaciones entre ambos elementos de forma tan conflictiva y, casi siempre, destructivas. Es decir, buscaron un lenguaje en el que relacionar la sexualidad y la muerte sin tanto peso de la moralidad y sin el sentido de culpa que implicaba. Picasso fue el que llevó la expresión de este nuevo camino hacia sus manifestaciones artísticas más memorables.
Para hacerlo, Picasso no tuvo que inventar nada, sólo estar con la mirada despierta y descubrir las posibilidades de lo que veía. Lo que el Musseu Picasso ha conseguido con esta magnífica exposición es devolver a su origen lo que el tiempo había hecho olvidar: es una forma excelente de investigar en la Historia del arte.
En efecto, en tiempos de Picasso había un auténtico furor por lo oriental. Causado por el neocolonialismo, junto a las materias primas, los barcos llegaban a Europa cargados de objetos de todo tipo procedentes de Asia en respuesta a una demanda comercial. Eran especialmente aprecidos los productos artesanales y artísticos -a veces es difícil separar ambos conceptos- refinados y lujosos procedentes de China y Japón. Algo menos, India. Su exhibición causaba furor en las exposiciones internacionales -singularmente las de Londres y París- y se conviertieron en objetos deseados por la burguesía acomodada: a veces sólo por moda. La literatura, desde mediados del siglo XIX, es una prueba palpable de lo que digo, pero es, sobre todo, con el modernismo, cuando se llega a su máxima expresión. Curiosamente, los modernistas, en especial los que rompían con la moralidad decimonónica, tomaron aquellos objetos orientales -y los motivos culturales que expresaban- desde su faceta sensual: exploraban sus efectos en los sentidos y, también, en la sexualidad.
De aquellos tiempos proceden los fondos fundacionales de algunas de las colecciones más interesantes de arte oriental europeas: incluso de las que pertenecen a órdenes religiosas, como el famoso y recomendable Museo Oriental de Valladolid, uno de los mejores en su especialidad.
Sabemos que una buena parte de la revolución artística protagonizada por Picasso -junto a otros artistas del momento- se basa en buscar expresiones artísticas anteriores o externas a la cultura europea tal y como se formuló a partir del renacimiento y experimentar con ellas para formular un lenguaje nuevo: arte prehistórico, arte tribal, culturas alejadas del ámbito europeo, etc. En el teatro, Antonin Artaud propuso sus nuevas teorías a partir, en gran medida, del descubrimiento de fórmulas escénicas orientales que pudo ver en París; en poesía hacía furor la imitación de la poesía china y japonesa; incluso en los objetos cotidianos, todo el que podía, adquiría productos de origen oriental que implican lujo y refinamiento -así, el famoso mantón de manila en España causa auténtico furor entre las mujeres-, etc.
La mirada de Picasso descubrió las posibilidades de las estampas japonesas: en ellas estaba una fórmula que coincidía con lo que buscaba en su exploración sobre el erotismo en lo temático y el grabado en lo técnico. Lo que hasta ahora era una intución queda demostrado con esta exposición del Musseu Picasso, que ha indagado en los fondos menos conocidos de la colección particular del pintor para demostrar el interés del malagueño por las manifestaciones artísticas japonesas.
Esta exposición y su catálogo son un ejemplo de cómo debe ser una parte de la política museística actual, quizá la más acertada: una divulgación que parte de una investigación profunda en ámbitos que hacen avanzar el conocimiento sobre lo que se expone. Y hacerlo de tal manera que sea fácilmente comprensible para todos.
Del erotismo -y la pornografía- en la obra de Picasso hay cientos de páginas escritas, no siempre afortunadas. La raíz artística que subyace en la eterna confrontación entre Eros y Tánatos, fue releída para la modernidad por Sigmund Freud y captada en sus nuevas perspectivas por los artistas desde finales del siglo XIX. La expresión de esa tensión dialéctica entre la sexualidad y la muerte (no hay forma de traducir adecuadamente al español la dualidad griega) tomó, de forma habitual, en aquella época los motivos de los mitos grecolatinos y un cierto toque romántico en la manifestación de las pasiones. Y así osciló en el arte: de la tragedia al drama. Sin embargo, hubo un grupo de artistas que buscaron fórmulas que se salieran de este origen occidental en el que se vivían las relaciones entre ambos elementos de forma tan conflictiva y, casi siempre, destructivas. Es decir, buscaron un lenguaje en el que relacionar la sexualidad y la muerte sin tanto peso de la moralidad y sin el sentido de culpa que implicaba. Picasso fue el que llevó la expresión de este nuevo camino hacia sus manifestaciones artísticas más memorables.
Para hacerlo, Picasso no tuvo que inventar nada, sólo estar con la mirada despierta y descubrir las posibilidades de lo que veía. Lo que el Musseu Picasso ha conseguido con esta magnífica exposición es devolver a su origen lo que el tiempo había hecho olvidar: es una forma excelente de investigar en la Historia del arte.
En efecto, en tiempos de Picasso había un auténtico furor por lo oriental. Causado por el neocolonialismo, junto a las materias primas, los barcos llegaban a Europa cargados de objetos de todo tipo procedentes de Asia en respuesta a una demanda comercial. Eran especialmente aprecidos los productos artesanales y artísticos -a veces es difícil separar ambos conceptos- refinados y lujosos procedentes de China y Japón. Algo menos, India. Su exhibición causaba furor en las exposiciones internacionales -singularmente las de Londres y París- y se conviertieron en objetos deseados por la burguesía acomodada: a veces sólo por moda. La literatura, desde mediados del siglo XIX, es una prueba palpable de lo que digo, pero es, sobre todo, con el modernismo, cuando se llega a su máxima expresión. Curiosamente, los modernistas, en especial los que rompían con la moralidad decimonónica, tomaron aquellos objetos orientales -y los motivos culturales que expresaban- desde su faceta sensual: exploraban sus efectos en los sentidos y, también, en la sexualidad.
De aquellos tiempos proceden los fondos fundacionales de algunas de las colecciones más interesantes de arte oriental europeas: incluso de las que pertenecen a órdenes religiosas, como el famoso y recomendable Museo Oriental de Valladolid, uno de los mejores en su especialidad.
Sabemos que una buena parte de la revolución artística protagonizada por Picasso -junto a otros artistas del momento- se basa en buscar expresiones artísticas anteriores o externas a la cultura europea tal y como se formuló a partir del renacimiento y experimentar con ellas para formular un lenguaje nuevo: arte prehistórico, arte tribal, culturas alejadas del ámbito europeo, etc. En el teatro, Antonin Artaud propuso sus nuevas teorías a partir, en gran medida, del descubrimiento de fórmulas escénicas orientales que pudo ver en París; en poesía hacía furor la imitación de la poesía china y japonesa; incluso en los objetos cotidianos, todo el que podía, adquiría productos de origen oriental que implican lujo y refinamiento -así, el famoso mantón de manila en España causa auténtico furor entre las mujeres-, etc.
La mirada de Picasso descubrió las posibilidades de las estampas japonesas: en ellas estaba una fórmula que coincidía con lo que buscaba en su exploración sobre el erotismo en lo temático y el grabado en lo técnico. Lo que hasta ahora era una intución queda demostrado con esta exposición del Musseu Picasso, que ha indagado en los fondos menos conocidos de la colección particular del pintor para demostrar el interés del malagueño por las manifestaciones artísticas japonesas.