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martes, 14 de abril de 2020

¿Qué habrá sido de las flores cortadas? Con Claudio Rodríguez al fondo.


Acaba de amenazar lluvia. Cuatro gotas y después una espléndida luz vespertina, tan limpia, que subraya todos los matices de verde de la sierra.

Esta mañana he salido a comprar. Es mi primera salida, aparte de una vez para tirar la basura al contenedor de la esquina, desde hace doce días. Por el camino, me he fijado en los escaparates de los comercios llenos de anuncios de temporada. Ofertas de fin de rebajas, de viajes de fin de semana o de vacaciones de Semana Santa. En ellos se nos urge, debemos apresurarnos para no perder las últimas plazas. Junto a ellos, otros carteles improvisados en los que los comerciantes anuncian el cierre de los locales mientras esto dure. Mientras esto dure. En muchos se expresa la solidaridad: no cierran por egoísmo, sino por la seguridad de todos. La mayoría tomaron esa medida antes de que la decretara el gobierno. He visto también un par de locales preparados para abrir nuevos negocios estos días, que se han quedado en buenas intenciones, proyectos ilusionados para salir de los apuros de la crisis económica que arrastramos desde 2008 y que parecía que estábamos superando. El pequeño comercio, los bares de barrio, ¿cómo podrán remontar esto si no los amparamos entre todos? Cuántos podrán reabrir. He pasado junto a una de las mejores floristerías de Béjar, Nomeolvides y me he preguntado qué habrá sido del género que tenían el mismo día en el que echaron el cierre temporal. ¿Qué habrá sido de las flores cortadas?

Un día 14 de abril falleció mi padre, hace ya nueve años. También se conmemora la proclamación de la II República en España. Según los documentos de mi padre, nació un 18 de julio antes de que esa fecha se marcara con sangre en la historia. Fechas. A veces me tranquiliza que mis padres no hayan vivido esta epidemia vírica.

Hoy he releído a Claudio Rodríguez. Sin duda, es el poeta que más me llegó cuando era adolescente y leía poesía como si la descubriera. Es tan grande que él solo representa lo que debe ser la poesía. A él hice referencia en el poema veneciano de mi libro piel, en el que repasaba con ironía la poesía española desde mediados del siglo XX, como el único sobre el que Pere Gimferrer no pudo levantar acta de defunción.

sábado, 16 de mayo de 2009

Acuse de recibo: Arde el mar, de Pere Gimferrer


Es oportuna esta reedición de Arde el mar (1966) de Pere Gimferrer (Barcelona, 1945). La perspectiva del tiempo permite valorar mejor la aparición de este libro de poemas en el contexto de la España de postguerra y lo que significó como presentación no sólo de un poeta con gran presencia hasta nuestros días sino también como tarjeta de visita de una promoción que, unos pocos años después, fue bautizada por José María Castellet como la de los Nueve novísimos, en una de las operaciones comerciales más exitosas de la literatura española y que tanto ha contribuido a confundir a los autores de manuales de literatura, tan necesitados de epígrafes clasificatorios.

Pere Gimferrer es un autor imprescindible tanto en la poesía española como en la catalana. En los años en los que compuso los poemas publicados en Arde el mar (fechados a partir de agosto de 1963) era un jovencísimo poeta que buscaba su voz bajo la influencia de los autores del Grupo del 27 -en especial, Lorca y Aleixandre (al que está dedicado el libro)-, Octavio Paz, Lautréamont, Wallace Stevens, Pound, Eliot, Perse, etc.

En todas sus referencias a esta etapa, Gimferrer -como la mayor parte de sus compañeros de promoción-, siempre ha tenido mucho cuidado en desvincularse de la poesía que se escribía en España desde el final de la guerra: la rechazaba, expresamente. Desde hace unos años, la crítica ha ido matizando esta desvinculación, tanto de Gimferrer como del resto de los novísimos. Una cosa es que se separaran en sus proclamas literarias de las tendencias amparadas por el régimen o de la poesía social y otra que no existan puentes que vinculen su obra con la generación inmeditatamente anterior, por ejemplo.

Pero la mera afirmación de que se quería hacer algo completamente diferente, de que se partía de la consciente omisión de la manera de hacer poesía en España desde los años cuarenta ayuda a situarlos con claridad en las primeras manifestaciones de lo que, pasado el tiempo, se conocerá como postmodernismo. Por decantación, reflexión sobre los productos de la modernidad, juego intertextual con ellos y mirada a lo artístico desde un ángulo en el que se percibía que la cultura cambiaba, como lo hacía la sociedad, ponían las bases de un tipo de literatura distinta.

Por ello, Arde el mar, que obtuvo el Premio Nacional de Poesía 1966, significa en la literatura un hito, puesto que es la aparición de algo nuevo, que anuncia un camino hacia el futuro.

Para construirlo, Gimferrer se muestra, primero, como un gran lector. Es desde ese núcleo del que parte su poesía: su apasionada relación con los textos que ha leído y seleccionado para seguirlos y construir su voz a partir de ellos. Por eso, Arde el mar no es un poemario al uso, escrito con un sólo tono: presenta varias modulaciones de esa voz que es, en primer lugar, voz lectora. De hecho la ruptura de la unicidad es una de las claves. De la suma salen las premisas sobre las que se edificó el nacimiento de la poesía potmoderna en España y que tantas etiquetas ha tenido (culturalismo, intertextualidad, venecianismo, etc.), casi todas ellas presentes en este volumen.

Esta edición de Jordi Gracia (Madrid, Cátedra, 2009, reimipresión de la de 1994), cuenta con una excelente introducción, notas aclaratorias y unos apéndices que ayudan a comprender el texto y contextualizarlo: una edición académica recomendable para todos los lectores. De hecho, uno de los mejores poemas que explican Arde el mar está, precisamente, en estos apéndices. Se trata de Caligrafía (1967):

(...)
Murió un granjero apellidado faulkner
(murió kafka, que no me conoce)
harlow moría
y Marilyn se muere
Qué triste es todo esto.