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sábado, 10 de noviembre de 2018

Literatura, cuanto menos, ficción: "El túnel"

"El caso no es volverte a ver, 
sino ver cómo vuelves... " 
(Beret)

        Casi un año atrás, para ésta misma época, estaba pasando por un momento donde por todos los medios posibles necesitaba sanarme. Con Él, siendo una persona que me había importado mucho y a quien le había abierto las puertas de mi mundo, no me dirigía la palabra. Casi tres años y medio sin dirigirnos la palabra, salvando contadas ocasiones donde nos cruzábamos en eventos, Él intentaba acercarse y yo... no podía aceptarlo, pero tampoco, manejarlo. Era más fuerte que yo, que todo lo que podía soportar racionalmente.  Sin embargo, con el paso de mucho tiempo, el año pasado, por ésta misma época, mi sistema interno detonó.  Y con su colapso, me di cuenta que, realmente y fuera de todo argumento posible, había estado sufriendo tres años y medio por marcarle los límites más difíciles que le había tenido que marcar a un hombre en mi vida.  Es decir, los límites de una indiferencia atroz, que en mi vida regular, yo no soy capaz de sostener. No es que sea tonta, ni débil, sino que cuando la persona realmente me importa, tiendo a perdonarlo. Tiendo a querer estar bien, a menos de que me haya hecho “una muy jodida”. Hace cuatro años, el hecho de que Él estuviera con Ella, para mí por lo menos, sí era un límite serio, era “una jodida”, por la forma en que todo se dio. No obstante eso, con el paso de los años, tendí a perdonarlo. Lo entendí, me puse en su lugar, y me di cuenta que jamás iba a volver a pedirle a ninguna persona algo que no tuviera; es decir, en nuestro caso, que nunca iba a pedirle a él que fuera desprejuiciado, valiente, claro, y consecuente con sus actos ante la presión de patrones que había continuado durante toda su vida, mucho antes de que naciera yo.  

 En noviembre del año pasado me decidí a saludarlo con motivo de su cumpleaños número cuarenta y seis, siendo mi manera de despejar el terreno. De entrar por un túnel oscuro, buscando luz, sabiendo que tenía que atravesarlo para poder encontrarme con algo mejor, para poder saldar esa cuenta pendiente.  Para dar cuenta, por si algo le importaba a él, que estaba todo bien conmigo, que ya no estaba más enojada; que, finalmente, había podido empezar a cicatrizarme.  Lo que, después de todo lo que había vivido y visto durante los dos años anteriores, no era poca cosa.

A lo largo de diciembre, se dieron dos hechos que me sirvieron como exponente. Por lo que, si había osado preguntarme qué era capaz de hacer luego de tantos años en la misma postura, la respuesta era la misma: esconderse, acobardarse, tirar la piedra y esconder sus manos.  A partir de eso, llegó un punto donde empezó a darse un proceso vertiginoso y definitivo: comencé a verlo de una forma completamente diferente, es decir, con la mentalidad de una mujer de veintitrés años, y no, con las salvedades que quizá no llegaba a entender teniendo diecinueve.

 La paradoja de éste cambio de paradigma fue que cuando yo me desconecté de su vida y recuperé mis espacios del pasado, y recuperé la escritura y recuperé “mi voz”, él empezó a rondarme a través de las redes sociales. Sin malicia, quizá, pero tampoco, sin respuesta. Porque  ese fue uno de los cambios más positivos y significativos de éste año: me desconecté de su vida, de su recuerdo, y del sufrimiento que tenía asociado, más allá del montoncito pequeño de cosas buenas.  Cuando me desconecté, asimismo, del dolor, me enfoqué en pensar que lo mejor - más allá de que me dejara likes en redes o me mirase los estados, o que le gustaran los videos que compartía -, era mantener esa sana distancia... Es decir, dejarlo hacer lo que quisiera en esa representación de la vida real, pero jamás considerarlo dentro de mi vida real. 

Porque mi vida real ya no era poner un video de Fontanarrosa en las redes. Si no que era estudiar, trabajar con el asunto de la Gestoría, quedarme sin trabajo, empezar a ejercer como Profesora de Literatura, volver a quedarme sin trabajo, porque se me acabara la suplencia; y seguir adelante estudiando para  buscarme las horas, y entregar los prácticos de la Universidad, y ponerle la cara a la inflación, al clima social antipático, a una recesión que afecta, muchas veces, lo mismo por dentro o por fuera. Y seguir buscando laburo, y seguir estudiando, y levantarme todos los días con la mejor cara, luchando, simplemente, por no pensar que tengo una vida de mierda. Por no pensar que no sirve que estudie lo que estudio. Por no pensar que, por momentos, y a 16 materias de recibirme – con dos títulos - no existe casi en ninguna medida el disfrute.   Pero también, mi vida, era (y es) mi sobrino, otros cambios aledaños al tema, un reciclaje en la relación con mis mejores amigos, donde verlos poco no deba ser sinónimo de perder el cariño o la confianza.

 En general, y entonces, un reciclaje en los vínculos de mi familia, donde saberlos parte de ese grupo, no quiere decir que de su parte no puedan ser productores de las vivencias menos simpáticas. Un reciclaje de todo… Donde, claro, casi no quedó nada en pie. Ni siquiera, Él, y su manía de estar burgués, ubicado en un mundo y una realidad que no es la mía, habiendo hecho su vida, y habiendo respondido sus preguntas, veintitrés años antes. O quizá, no habiéndolas podido responder nunca, siquiera veintitrés años después.

II

Hoy salí a tomar un helado con mi mejor amiga. Cuando salimos de la heladería, luego de tener una charla de compinches, nos decidimos a dar una vuelta. Mi mejor amiga, en eso que estábamos cruzando la calle, vió una de las camionetas con las que El túnel, una casa de comida para perros, hace los repartos para los vecinos. 

Entonces, se acordó: 

- ¡Ay, amiga, ¿no me acompañás a comprarle comida al perro?! - me preguntó
- Sí, dale, vamos... - acepté - ¿Qué le vas a comprar, bocaditos? - le dije, en broma y  emprendimos camino hacia la casa de alimento balanceado.  Mientras ella buscaba su monedero antes de entrar, y yo abría la puerta vidriada para ingresar al local, ví a un hombre de espaldas, dentro, que me llamó la atención. O en realidad, ví unas piernas que me pareció conocer, que me resultaron enormemente familiares, pero enseguida lo descarté…  “No, esas piernas de viejo no son de ***.  Aunque son parecidas, pero no” pensé, inclusive, sin rasgo de malicia.  Es que, en realidad, no eran las piernas suyas que yo recordaba, sino, las piernas de un hombre mayor, con los tobillos un poco inflamados.
Seguí dos pasos más adelante, como si nada, dentro del local, mientras le cedía la delantera a mi amiga en el pasillo directo hacia la caja donde se encargaban los pedidos; otro túnel. De pasada, volví a mirar al tipo, no sé bien por qué, en realidad, pero lo volví a mirar. Hasta que me di cuenta que “ese tipo”, era Él. Que esa era su espalda, su cuello, su pelo, sus bermudas, sus… piernas. De viejo, sí.

Instantáneamente, me bloqué. Fue un segundo, solamente, donde observé a ese hombre, dos pulgadas más cerca, y me dí cuenta que era Él. Con su novia y la hija de ésta. Alrededor de la caja. Y fue como si me pegaran un mazazo equivalente a un año y medio de tiempo, enterito, perdido, pasado, muerto, frente a mis ojos.

Y enseguida, le susurré: 

- ¡Uh, no te puedo creer! - mi amiga me miró, alerta – La concha de la lora, mirá.  
- ¿Qué? ¿Quién está?
- Está El Viejo. Con la mina.  - le dije, disimuladamente – No mires. No pasa nada.

A mi mejor amiga le cambió la cara.

-      Uh, la puta madre – dijo, y enseguida enfiló para atrás.
-      ¿Qué haces? – le pregunté.

La cara de culpa que puso la pobre, me dió congoja hasta a mí. 

- ¡Vamos, vamonós boluda! Compro después, nos vamos de acá.  
- No, no, no - la frené - Yo no me voy, las pelotas que me voy a ir – le dije – Yo no me escapo más. Vamos.
- No, pero en serio, vamos, vamos... 
- No, está bien, comprá – insistí.

Se fue, como espantada, casi hasta la puerta. 

- Ay, perdóname… - musitó.
- No pasa nada – le dije en voz muy baja.
- ¿Estás bien?
- Sí boluda, yo no me voy  a ir de un local- le expliqué, queriéndole decir que yo no me iba a escapar de las cosas. No iba a ser como Él. No iba a hacer lo mismo que todo cuanto me había dolido. Porque no éramos la misma clase de persona; porque él es un cobarde y yo no quiero ser así. Porque yo toda la vida me había enfrentado a las cosas. Porque odio esconderme. Porque ahí, haciendo la fila, estaba el tipo que más me había hecho sentir algo dentro de mi cuerpo. El tipo al que yo le había confiado mi vida, mis miedos, con el que me había reído, el que me había visto llorar; frente al que no era yo… Si no, una versión que jamás resurgió del sótano donde se ancló hace más de cuatro años.

¿Y me iba a ir, como una rata? Yo sabía que me tenía que quedar, aunque en ese momento, lo único que hubiera deseado fuera ser invisible. Sabía que me tenía que enfrentar a Él, y a su “familia”, porque… en algún momento, Él me iba a ver de la mano de otro tipo caminando por la calle y… “la vida era así, no había otra”. 

- No, pero en serio- insistió mi amiga.
- La pendeja, la hija de la otra, ya me vió. No voy a ser tan cagona…  - le avisé, y entré al local.  Al mismo local donde estaba Él, luego de casi un año y medio sin vernos de cerca, sin que la vida tuviera la mala idea de ponernos otra vez frente a frente. 

III

Muchas veces, durante todo este tiempo, me pregunté qué pasaría si me lo encontraba en la calle. Considerando que yo lo había saludado para el cumpleaños, que él me había saludado para el mío ( me había dicho que disfrutara, que los años se me iban a pasar volando…), pero también,  considerando que había pasado por la puerta de mi casa y no había tenido el valor de mirarme - siendo que yo estaba sentada en la puerta, y me venía mirando de lejos, pero de cerca no señor.  

Muchas veces me pregunté si alguna vez nos íbamos a cruzar y cómo íbamos a reaccionar. Pero también, al cabo de esas muchas veces, siempre acabé por descartar la posibilidad.  Me parecía algo totalmente improbable, lejano a la realidad, como si estuviera fuera de todos los cálculos. Me parecía un desorden a mi lógica personal, ya acostumbrada a que la vida nos desencuentre siempre y nunca nos dé la oportunidad más cómoda, la que se le da a otras historias que sí tienen que ser. 

¿Resignada? Prefiero decirme que logré estar acostumbrada al punto de la certeza, de saber que nosotros ya no nos íbamos a ver más. Acostumbrada al punto de soportarlo todo. Acostumbrada a seguir viviendo al margen de lo que hiciera en mis redes, incrédula, deshabitada, considerado que la vida con el consabido encuentro real no presentaba jamás las condiciones.  ¿Y cómo pensar que eso era una simple casualidad?  Quizá, por algo sería. Yo siempre sentí que por algo era, que no es nuestra función encontrarnos. Al caso, si nuestra finalidad fuera ésa, no se basaría en interacciones tontas que carecían de un poder de representación concreto para ilustrar intenciones verdaderas, y en especial, también adultas. 

Así, y siendo Igual de terminante que cuando tenía diecinueve años frente a  las actitudes de Él, sus gestos virtuales fueron dignos de un hombre tibio. Y yo no pude dejar de repetirme que, "a los tibios los vomita Dios". 

III 

Una vez dentro del local me puse en la fila, junto con mi amiga, que estaba de espaldas a ellos. Me miró, la miré, dándole a entender que estaba todo bien, y me mantuve en silencio. Tarde o temprano, sabía que iba a ser vista, por lo que traté de no destacar de entrada, ni siquiera, por el uso de la voz. Aunque, para mi desgracia, fue la novia de Él, enseguida, quien me detectó con la mirada, y me reconoció, claro. Pero lo que más me sorprendió del todo es que cuando le sostuve la vista, dando cuenta de que yo la reconocía también y que, en especial, reconocía al hombre que la acompañaba, me la cambió sin saludarme.  De inmediato, luego de ese momento donde nos sostuvimos la mirada durante dos o tres segundos, ella se replegó dentro del círculo que formaba con Él y su hija. Mientras que yo, volví a mirarla a mi amiga, fugazmente, sin decirle absolutamente nada.

Cuando yo pensé que estaba todo perdido, que lo iba a agarrar a su novio de la oreja para sacarlo fuera del local, considerando que estaba de espaldas y que no sabía que estaba detrás suyo, no me dispuse a bajar la mirada. Simplemente, me quedé ahí, dispuesta a que me viera, a que me fumara y a que, si no le gustara aquello, se la tuviera que aguantar. Al fin y al cabo, si a ella no le gustaba que Él se encontrase conmigo – pensé – ojalá se diera cuenta lo doloroso que era para mí verlos a los tres jugando a la familia feliz, después de todo lo que conocía de ese hombre y después de todo lo que de mí él había conocido.

Mi cabeza iba a la velocidad de la luz. Acababa de pensar todo ese bloque edificado en un nanosegundo cuando, seguramente por la expresión que a ella se le tatuó en la cara, Él se dio vuelta para observar lo mismo que ella había mirado. Y, lo que fue más filoso: esquivó, retrocediendo un poco, la espalda de mi amiga, para ver bien quién estaba detrás.   

Y ahí, recién, se dio cuenta que era yo. Y yo, confirmé de primera plana que era Él, en versión deteriorada. Y enseguida se me acercó, con un conjunto de modos suaves, para saludarme con un beso. Creo que, a diferencia de su flamante novia contemporánea y pende-vieja, a Él, le llevó dos centésimas de segundo acercarse a saludarme. Pero, al mismo tiempo, también creo que me saludó por pura inercia, por puro impulso, porque en cuanto nos quedamos parados uno al lado del otro, a ninguno de los dos le salían las palabras.  Yo me di cuenta que estaba temblando quizá unos dos o tres segundos después de saludarlo y verlo en esa situación, con un cachorro en su pecho, apañándolo del mundo.

- Hola, Veinte - me dijo. 
- Hola - le dije a Él, a ella y a su hija, dándoles un beso a cada uno. 

Saludaron también a mi amiga, que se fue a comprar, rauda, para que pudiéramos irnos pronto. 

El viejo me miró, después de años, a la cara. Casi 47, casi 24. Frente a frente, rodeados de personas demasiado cercanas, frente a frente. La tensión se palpaba en el aire. Yo me había quedado sin palabras desde el instante donde había entendido que sus piernas, ahora, en "piernas de viejo", así que no podía hacer gala de una soberbia ni de un altanería impostadas. 

-      Estamos de compras, nosotros – dijo ella, falsa como una campeona.
-      Mirá vos, un perrito…  – le dije, sin mover un músculo de la cara.

Él no me dijo nada.  Yo, apenas habiendo esbozado palabras, todavía estaba shockeada porque todavía estaba recibiendo el impacto del saludo de un hombre que no era, ni por asomo, Él. Un hombre que era un tipo de casi cincuenta años, al que no reconozco. Un tipo que me representó, con sólo verle la cara, dos sentimientos que no me había representado nunca: la debilidad y la tristeza.

 ¿Cómo es que había pasado tanto tiempo, y él se había arrugado tanto y su rostro se había “caído”? ¿Qué le había pasado en estos últimos años, cómo podía ser que el tiempo hubiera sido tan tirano consigo, dejándolo hecho polvo? No lo podía creer. No lo pude creer con la misma velocidad con la que lo estaba mirando y estaba sabiendo desde los sentidos lo que mi razón no podía llegar a asimilar todavía.  El verlo, escuchar la debilidad y la poca vida en su voz, del mismo modo que observar su… transformación, me impactó sobremanera. Me sobrepasó, dejándome en una situación de compresión e impresión muy fuerte.  Fue como si todo lo que pensara decirle, perdiera el sentido. Fue como si, frente a mi, ese hombre, fuera un enfermo recién salido de recuperación, pasado por mil aguas, y yo, fuera una ingenua. Una tonta por no darme cuenta, desde mucho antes, que Él estaba envejeciendo cada día más y que no existía ni existe modo alguno de evitarlo. 

Fugazmente, creo que por culpa de la misma desesperación, me pregunté si estaban comprando un perro por alguna cuestión en particular, por alguna enfermedad, por alguna cuestión aledaña, pero enseguida lo descarté. Fue una de las primeras cosas que pensé, en relación a cómo lo encontré.  Aunque en segundo término me pregunté si estaría enfermo en otro estrato porque su cara ya no era “su cara”, ni tampoco su voz, ni tampoco su esencia, ni siquiera, el modo de hablar.  Estaba raro; como ido. No indiferente a la situación, sino, ido. Parecía otra persona. Realmente, otra persona.  Pero notando la forma en que Ella se estaba comportando conmigo y la forma en que Él estaba eligiendo actuar, frente a una situación inesperada, pero ante todo, incómoda (supongo), me dije que podía seguir siendo la misma clase de persona, pero que eso no significaba que estuviera físicamente enfermo. 

-      Mostrale lo que acabamos de adquirir, mostraleee – le dijo a Él, jocosa, flamante ella, sin darse cuenta que tenía a su lado a un muerto, a un tipo que se quedaba paralizado frente a una pendeja de veinticuatro años o, lo peor, dándose cuenta y queriendo pasarme su estado vital por la cara. 

Me puse más nerviosa por notar su reacción, o mejor dicho, su manera tan rara de reaccionar... Porque El viejo apenas se movió. ¿O es que para Ella todo era perfectamente normal? ¿Le resultaba normal que Él, atontado como estaba, me mostrara el cachorro y jugara conmigo a la ficción de la familia feliz? ¿Si se había hecho la boluda dos segundos actos, qué sentido tenía ser hipócrita? Después, la loca, era yo.  Él sólo giró el perro frente a mí, sin mirarme, y sin hablarme, mostrándomelo desde el simbolismo ,y no, desde lo normal. ¿O es que, antes, cuando estábamos nosotros dos juntos, había alguien que lo mandara? Sentí repugnancia; parecía el hijo de Ella y no el novio. En general, parecía como si no tuviera poder, ni tampoco, vitalidad para soportar estar en una situación que nos involucrase a las dos, desgraciadamente. Porque hay que decir que La Señora se puso a hacer comentarios, sí, pero la actitud de Él fue lamentable. Sin poder mirarme, y casi sin poder hablar. Sin poder naturalizar el verme. Sin que yo lo pueda naturalizar. Sin que nada, jamás, pueda volver a ser normal. 

Mientras pasaban los segundos, yo no podía entender lo viejo que estaba, pero además, lo diferente.  No podía, no me entraba en la cabeza que el tiempo se lo estuviera comiendo, y que eso se refleja en su rosto, en su actitud y en toda esa energía triste que parecía salir de sus adentros.  ¿Cómo su presencia me pegaba un ramalazo de triste tan fuerte, cómo era lo único que me podía connotar? ¿Cómo estaba tan demacrado y nadie lo miraba, nadie se daba cuenta de la expresión de tipo triste que reluce? ¿Es que nadie lo mira de verdad, o la cosa es conmigo nada más, cuando me ve, que se le transfigura la cara? 

Incluso mientras escribo esto, con mucha angustia a cuestas, me doy cuenta que está... devastado y es increíble cómo yo, una persona que ya no lo conoce más que de vista, es capaz de notarlo. ¿Es que nadie lo mira a los ojos, es que nadie lo examina, es que nadie lo palpa? ¿Nadie ve que es un himno a la cobardía, a la pérdida, a la tristeza este hombre?

 Realmente lo digo, sin ánimo de revancha, ni nada por el estilo; no puedo creer que esté así. El viernes por la tarde vi en su cara la devastación del tiempo, como si fuera un muñeco de trapo al que le digitan la vida , pero además, como si fuese un niño que hubiera perdido la autonomía para todo. Alguien vencido, doblemente vencido.  Con el que me fue posible sentir esa distancia de veintitrés años que, nunca antes, había podido medir de una manera tan terrible y tan determinante. Una distancia que me llevó a preguntarme: “¿cómo me enamoré de este tipo? No lo entiendo”.

Es que... ¿nadie lo ve, nadie ve la tristeza que expele, cómo se está avejentando progresivamente y cómo se le está perdido la expresión de los ojos? 

Quizá, la diferencia sea que finalmente fui yo quien lo descubrió. Y quien no pudo contener las lágrimas frente a ello, una vez que le cayó la ficha y entendió el sistema, es decir, lo muerto y lo vivo que está, al mismo tiempo. 

IV

"Qué viejo que está, Dios" pensé yo, y ella, volvió a romper las pelotas con el perro que acababan de comprar, sí, todos lo sabemos querida, a modo de demostración de familia consolidada y feliz.  Claro, con el silencio de cementerio que se había hecho, y con el espanto generalizado, se dispuso a llenar territorialmente el espacio, como si yo tuviera la entereza de preguntarle algo, viéndole a Él la cara que traía. 

- ¿Vos viste lo hermoso que es? Tiene días, días… Recién lo compramos, recién – insistió – Es una cosita… 

Miré al perro en los brazos de Él.

-      ¿Es nena o nene? – les pregunté, aunque en realidad, sabíamos todos a quién le estaba hablando. 
-      Nena – me dijo ella, ocupando el espacio. 
-      Nene – me dijo él, sin mirarme.

Me quedé callada.

¿Era una nena, un nene, una excusa, o qué cosa? ¿Al final, tanta alegría y Él no sabía ni el sexo como para decírmelo o los nervios le estaban jugando una mala pasada? 

-      No, es una nena – lo corrigió ella, dejándolo en evidencia.  Aunque Él no le contestó nada.  Y por suerte, enseguida, apenitas después de ese resbalón, a Ella le tocó el turno de pagar por lo que se fue a la caja, alejándose, aunque dejó a su niña ahí, a modo de lastre en este recorrido en un infierno demasiado personal para que, con catorce años, pudiera comprenderlo.

Cuando ella se fue, volví a mirar al perro, aunque Él sólo agachó la cabeza y empezó a acariciarlo, a acunarlo, a darle cariño. Es decir que escondió la cara, se apoyó en el perro, y yo me quedé callada mirando a la cachorrita/o, negra por completo, de tan pocos días. 

Insisto: no podía creer ni mucho menos entender el cuadro de situación. Me parecía de lo más incómodo, bizarro, y en especial, patético. Es decir, más que patético; despreciable. 

"¿Qué le pasa? " me dije, de nuevo, mirándolo de reojo.  Su actitud era tan débil que me sacaba de juego porque parecía que yo, en realidad, la conocía más a Ella (quien se había hecho la boluda para saludarme) que a Él (quien había venido a saludarme sin dudarlo ni un segundo, pero que después, se había paralizado).  

No entendía el hecho capital:  cuando bien podría haber dado la cara, del mismo modo en que se había acercado a saludarme casi que por impulso, ahora, en cambio, no hacía más que ocultarla. Miraba a su perro, no a mí. Miraba a ese perro buscando una excusa y, en cambio, conmigo no era capaz de sostener la mirada ni siquiera durante un minuto. 

¿Qué nos pasaba? ¿Qué mierda nos había pasado? Ésa era mi pregunta, eso era lo que no podía entender, en realidad. 

Me subió una oleada de angustia enorme, aunque intenté sonreír, como para disimular un poco.  Me quedé mirando la perrita en brazos suyos, como si mirase un recuerdo que me resultara incompatible con todos los otros almacenados bajo la etiqueta de Él en mi mente.  Y aunque quizá hubiese sido normal tocar al perro y decirle “es hermoso”, un poco no me salió y otro poco no quise. Evidentemente, sentí que era algo tan de ellos que, mis manos, acabarían por ensuciarlo y no quise ni siquiera unirme y acercarme más a su cuerpo para hacerle mimitos al animal, porque, en realidad, ése perro lo había comprado con ella, no conmigo, y yo – pensé, sin titubeos – no tenía por qué contaminárselo.  

A la espera de que pasara todo el trance, dos o tres segundos después, él no me miró y yo tampoco lo miré. No nos dijimos nada, uno al lado del otro, mudos y modificados por el paso del tiempo a través de nuestros cuerpos como dos muñecos de plastilina.  Yo me saqué mi mochila-cartera, guardé el celular, y traté de pasar el momento, sin pensar si me miraba o no, sin pensar que estaba la hija de la mina ésta, ahí, mirando todo.

Hubo un instante, sin embargo, donde yo levanté la cabeza y nos miramos de reojo. Me sentí una idiota, y también, me dije que Él era un pelotudo. Ni dos chicos chiquitos eran capaces de hacer algo así, de estar tan mutuamente petrificados y no poder ni mirarse. ¿Cómo dos personas que pasaron buenos y malos momentos se distancian al punto de que verse nuevamente les suponga una parálisis? ¿Cómo dos personas que, como mínimo, habían mantenido un cierto vínculo de confianza y empatía - no digamos amor - no se podían hablar? Desde mi lógica, era impensado. Desde mi corazón, estar como estaba, era la única manera de pasar por la situación que estaba teniendo que enfrentar no, quizá, desde la falsedad o la simpatía, pero sí, desde el coraje.

 Pero ¿de su parte, qué? Wow, no dejaba de sorprenderme. Parecía no poder controlar su comportamiento y parecía, al mismo tiempo, no estar ni del lado de Ella ni de "mi lado", sino, mirándolo todo sin entenderlo. Aunque eso sí, enseguida me di cuenta que no estaba enojado cuando me miró de reojo. 

Me di cuenta que no me podía mirar ahora que me había saludado, que me había saludado y en cuanto Ella me había dicho lo del perro y había empezado a hacerse la simpática, Él había agachado la cabeza, sin mirarme, como hubiese sido esperable, y que, al hacerlo durante dos o tres segundos, se le contraía la car en una especie de mueca de dolor.

¿Estaba bien, realmente? ¿Se sentía bien? Por un momento, llegué a asustarme. ¿Recién se había avivado, entendiendo que yo seguía siendo yo, y quizá tampoco encajaba en sus recuerdos? Hay una enorme modificación entre los diecinueve y los, casi, veinticuatro años, pienso ahora, y también pienso que no soy digna ya de sorprenderlo si ni siquiera me mira. No obstante, me digo que quizá luego de  años sin vernos cualquier actitud suya, por inocente que fuera, o por humana que fuera, me seguiría pareciendo inexplicable; porque hay respuestas que nunca nos dimos. Cosas que, del otro, jamás vamos a poder entender ni saber.   

El viejo no sabía ni hablarme, me dije, ya estando sin Ella en frente.  Nada era como antes, ni siquiera, su virtud de sacarme charla y trasladarme alegría. ¿Es que seguiría teniendo yo «una presencia muy fuerte» tal y como me decía? ¿O es que lo había matado la sorpresa? Cambié la vista, acomodándome el pelo largo hasta la cintura y la mochila. Lamentando no estar maquillada, sólo vestida con calzas deportivas, musculosa y zapatillas a juego. Lamentando no haberme secado el pelo para que se me selle el alisado y el pelo me quedase más lacio. Lamentando que fuera viejo, y yo, joven. Lamentando que me mirase poco, con esa distancia, o que en realidad, no pudiera mirarme a los ojos sostenidamente porque no se lo bancara y no pudiera ser quien era antes conmigo, por lo menos, antes de que estemos juntos. 

Porque que agachara la cabeza y acariciara un perro, si del otro lado, estaba yo, me parecía estúpido. ¿Cómo, si se había acercado, ahora no podía conmigo, estando frente a frente después de tanto tiempo, y haciéndose el señor divertido en redes?  Estaba yo mirándolo, ahí, y Él, acariciaba a un perro. ¿Se comprende? 

Sumidos de nuevo en un silencio tremendo, bajé la vista. En cuanto miré al suelo, inesperadamente, me habló:

- ¿Todo bien? – dijo, en voz muy baja. Una voz dulce, sí, pero carente de vida.

¿Siempre me había hablado así, sin fuerzas, y yo recién me había dado cuenta? ¿Por qué no me hablaba a la cara? 

Lo mire, antes de responderle por dos microsegundos. El viejo hizo todo el esfuerzo para sonreír, pero esa alegría no le llegó ni por asomo a sus ojos y enseguida me cambió la vista. Me di cuenta que tenía uno de sus párpados muy caído, entrecerrado, como si se le hubiera achicado el ojo y que, junto a eso, se mantenía una mueca de dolor en su cara.  Me resultó extraño que me mirase como si le ardiera hablarme y que, sin embargo, se hubiera acercado a saludarme. Pero ¿qué remedio iba a tener en esa situación? Muy lejos, solamente en un gesto que tuvo cuando se despidió, al saludarme, vi algo que me resultó familiar, como una remotísima estela de simpatía, de la misma sensación que tuve cuando recién lo conocí.  Es decir, cuando no me había enamorado de Él y lo podía ver, quizá, como realmente era. Cuando sabía que era imposible, lejano, ajeno en todas sus formas y cuando sabía, también, que yo no podía amar a un tipo así. Que, de gustarme, me gustaban otra clase de personas.

- Sí. Bien, todo tranqui - le dije, solamente, en respuesta a su pregunta. No por mala, sino, porque lo único que me respondía era la cabeza, pero no, de la boca para afuera. 

De nuevo, un silencio. Incómodo. Profundo.

"Se compró un perro, para tener con ella, en su casa", pensé.  " ¿Pero, qué le pasa, por qué está tan raro, tiene tan rara la cara?", insistí, de inmediato, considerando que era más importante lo segundo que lo primero.

- ¿La facu? - me preguntó, con enorme dificultad.

¿Cómo es que nos costaba tanto hablar, si nos habíamos contado las miserias? Seguía mirando hacia la perra. Casi pude oírlo, pese a que me hablase bajo, con una especie de opacidad y sequedad en la voz.  

Verlo en esa situación, me derruyó. 

- Anda... Ahí. Nada, igual... Nada - le dije, solamente, con la garganta seca, e hice un gesto de pesadez, intentado sonreír.

Me miró, dos segundos, y volvió a mirar a la perra, emulando un poco la misma mueca, pero fallando igual que yo. Tuve ganas de preguntarle si se sentía bien, pero me di cuenta que no era el momento, que... ya no correspondía que lo hiciera.  La dinámica era esa: una pregunta, caricitas a la perra y una respuesta. No había espacio para preguntas de mi clase. No había espacio para mi manera de mirarlo y de leerlo, aún a veintitantos años de distancia. 

  "Se compró una perra, para su ideal de familia feliz ", dije, mientras el silencio se sostenía. Era una mezcla de nervios, tristeza, bronca y preocupación por verlo así. Era una mezcla de enormes ganas de preguntarle ¿y vos, el laburo bien? pero al mismo tiempo de decirle ¿che, tenés algún quilombo, necesitás algo? solamente de verle el desaliento grabado en las arrugas. 

Pero hubo algo que ganó en esas vacilaciones y, en efecto, me quedé recordándolo. Eso, lo que me había dicho hace cuatro años sobre que no podría darme la familia... y el perro, precisamente. Éso, nomás, eso. Sí, yo me acordé que yo le había dicho que no quería tener perros, que lo quería a Él, que para mí lo importante era estar con Él, no tener una casa y un perro. Y lo peor era estar viéndolo con un perro en brazos, comprado para otra mujer que no era yo, pero al mismo tiempo, teniéndome en frente.  ¿Era una joda?  Parados uno al lado del otro, la paradoja se lucía, claro. 

Quizá, por eso, otra vez,  ganaba el silencio. Otra vez, su escondite en el perro. Otra vez que todo fuera un sí para Ella y que todo para mí hubiera sido un no, con la excusa – o la verdad, ya no lo sé-  de que me merecía a un hombre mucho mejor. Otra vez yo derrumbada frente a la misma persona, sin entender cómo nadie se daba cuenta de que a ése tipo había que sentarlo y preguntarle por qué se estaba dejando ganar por la muerte así, por qué no tenía más vida, por qué no se animaba a hablarme, del mismo modo automático que había venido a saludarme, si yo no lo iba a morder?

Me llené de valor, y le comenté:

- Debería estar ahí, de hecho, pero no fui – añadí, haciendo un esfuerzo para poder pasar por la situación desde el coraje y, antes que nada, desde la lógica. Porque, desde el sentido común, un hombre de casi cincuenta años no se puede esconder, frente a mí, en un perro. Pero yo, con veinticuatro, tampoco me podía quedar muda si es que quería ponerle ovarios a la situación.

- ¿Ah, sí? – dijo, solamente. 

No me sonó falso. 

- Sí, pero bueno, no fui – dije.  
- Es que a ésta altura... Se hace pesado - añadió. 
- Sí. Largo. Pero, bueh- insistí, encogiéndome un poco de hombros, remándola. 

Me miró, lo miré. Intentó sonreír , de nuevo, y cuando lo hizo, o en realidad, cuando no pudo hacerlo para mí, de nuevo me subió una cuota de angustia enorme. Jamás le vi una sonrisa tan falsa, tan forzada y al mismo tiempo, tan triste. Fue como si con ese solo gesto, de su piel, hubieran salido un compendio de emociones tristes. Me resultó increíble pero, ninguno de los dos, en ese momento, parecía que podía hablar. Yo no sé qué energía irradiaba pero, lo que sí sé, es que casi no nos salían las palabras.  ¿Y si le molestaba mi presencia o la situación?  ¿Pero... y si no... si le dolía, si lo afectaba ? ¿Y si se estaba muriendo porque dentro igual que yo , y lo único que podía hacer era eso?

Nos despedimos, luego de que la mina terminó de pagar. La situación, vista desde fuera, fue tensa según el testimonio de mi amiga. Yo, desde adentro, supe que Ella se fue, con su marido, su hija y su perro, a vivir feliz, o al menos, a no hacerse la pelotuda la próxima vez que me vea para evitarse el saludarme. Sé también que yo me quedé con mi amiga, dentro del local y que Él, se fue, con la perrita en brazos, del otro lado del "túnel", a seguir adelante con su vida.

 - Perdoname - me dijo, solamente, mi amiga, una vez que me acerqué a la caja. 

Me aclaré la garganta, pero no le dije nada, solo la miré. 

- Sí, ya sé, ahora afuera hablamos.. - me dijo. 
- Explicame ésto - le dije, nada más. 

Porque lo cierto es que, aún todo hubiera acabado, yo todavía no lo entendía.

VI

- Ay, boluda, perdón, ¡qué situación del orto! - me dijo. 
- No, no pasa nada... Está bien - le dije y me la quedé mirando.
- Por lo menos, superaste algo. 
- Sí, por eso. Me faltaba esto para entender que está más cerca de la muerte que otra cosa - añadí, con acidez. 

Fue como si le preguntara si acababa de pasar lo que yo creía que había pasado, para que me diera su visión de los acontecimientos.

- En serio, boluda ¿vos te diste cuenta? ¿Vos te diste cuenta que está destruido? - le pregunté. 

Era, en ese momento, algo que no me entraba en la cabeza, aunque ya estuviese fuera de El túnel. 

- Bueno, no sé, siempre estuvo hecho mierda, para mí no es parámetro. Me puse nerviosa, igual, estaba nerviosa. Yo te escuché y se notaba que era re tensa la situación de las dos partes. La mina está re hecha mierda, boluda. Es como que, los dos, están igual de hechos mierda, y quedan iguales en ese aspecto.

- Tiene perro... - musité - La familia, la casa, y el perro - le dije – Al final, logró el cometido.  

Mi amiga mofó. 

- Me parece que, más que el perro, sigue eligiendo la comodidad. 
- Tiene un perro con ella - insistí, como metida dentro de mi mundo.
- Eso es banal , no tiene nada que ver que se compre un perro- admitió-  Pero la mina también, eh, está hecha pelota… No es solamente él, ella igual – resaltó.
- No sé, sabés que ni la mire- le dije, cayendo en la cuenta - Te juro que es la primera vez que - me frené y dejé de caminar como una alocada - que... parece que retrocedí cinco años atrás en el tiempo, pero en realidad, los hicimos para adelante.  No es Él ¿me entendés? Es un viejo. Un viejo choto, de esos que están hechos mierda, que te mira con esa expresión de viejo choto – le dije, pasmadísima.

Sí, acababa de caer en la cuenta. Sí, lo estaba procesando. Sí, me acababa de dar cuenta, reconfirmando todo lo que me había parecido éstos últimos meses, ahora, luego de un encuentro en persona.

Me quedé callada. Luego de cuadras y cuadras, fui pudiendo poner palabras a mis pensamientos.  No podía remover la mueca contractiva que había hecho apenas verme de cerca.  Una mueca entre mansa, derrotada, cansada y, al mismo tiempo, que muy muy muy en el fondo, me recordaba a las primeras veces donde lo había visto. ¿Qué era eso, ahora, para El y para mí? ¿Distancia, indiferencia, falta de amor, desconocimiento absoluto de la vida de la otra persona?

Pensé, mientras caminaba, que por primera vez cuando lo miraba no podía entender como ese hombre podía transmitirme tanta tristeza. Que fue la primera vez donde no entendí cómo había podido amar tanto a una persona tan diferente a mi, tan triste, con la que vivir hubiera sido una locura, pero además, algo imposible. Fue la primera vez donde me  di cuenta que éste tipo no representa la lucha o el coraje, sino, la cobardía , la incomodidad, el estar frente a mi ojos diciéndome de una nueva forma «yo si siento con vos, pero no puedo». Y que yo ni loca quiero al lado mío a un hombre que sea así, que sea un triste.  Pero… ¿quién era yo, hace años, para no haberlo entendido, no haberme dado cuenta que éramos y somos tan diferentes?

Seguí caminando en silencio, con mi amiga, sin poder explicarle la cantidad de cosas que se me pasaban por la cabeza y por el cuerpo en esos segundos. Entendí que mientras observaba su postura débil me resultaba imposible que tuviera que ver con la del hombre que, apoyado en el marco de la puerta de su propia habitación, estando yo con poca ropa frente a su espejo, me observaba con embeleso sin perderme ni siquiera en un pestañeo y me pedía perdón por dejarme llena de marcas, y nos reíamos, y le decía que me gustaba, que me lo hiciera siempre y se horrorizaba con tanta sinceridad y tanta jovialidad para no tomármelo a la tremenda.

VII

Luego de varias cuadras, finalmente, cuando estaba mi amiga en la parada del colectivo, se lo dije:

- Cuando veo cosas como las que vi hoy, te juro que siento que nunca me quiso - le dije a mi amiga - Es como que siento que, no sé, es obvio... ¿cómo podría estar ahora, a mis veinticuatro años, al lado de un tipo que está así, que parece dopado? - le pregunté- ¿Entendés, boluda? Él lo vió siempre,  era una locura que estemos juntos, nosotros dos. Mirá cómo está, y mirame a mi. 

Suspiré. 

- Igual, ojo, nunca me quiso... Así que no hubiésemos durado tanto- resalté. 
- No digas eso - me dijo – Lo que pasa es que pasó mucho tiempo, y hacía mucho tiempo que no se veían. Es la primera vez que se ven desde que se arreglaron, tené en cuenta eso. Que estabas nerviosa y que el tipo también se quedó como en shock.

Miré para abajo. 

- Tiene un perro con ella - le dije. 
- ¿Y qué tiene que ver el perro? – me dijo, haciéndome reír.
 - Que a mi me dijo que me merecía un hombre mejor, que no me iba a poder dar un hogar, ni un perro. 

Me quedé callada, pero enseguida, traté de cambiar la sintonía.

(...) 

- ¿Puse una mala cara? - le pregunté a mi amiga, en plan minita.  

Negó con la cabeza. 

- No, te pusiste toda blanca. Se te fue todo el color de la cara. 
- Como si hubiera visto un fantasma - me reí, socarronamente
- Sí, tal cual, eh. Como si hubieras visto un fantasma… - me miró, pensativamente.
- Y, tan tan lejos no estoy, eh… - bromeé.

Aunque por dentro me pregunté dónde estaba, en ese momento, el tipo que le sacaba charla hasta a los muertos? ¿Que te hacía miles de preguntas, que... estaba vivo?  Me encantaría saber en qué pensó cuando me vió a mí, luego de tantos años, en vivo y en directo. Porque, si yo tengo que decirlo de alguna manera, diría que casi a los veinticuatro años, finalmente, hoy, recién hoy, yo me encontré con un viejo. Con el tipo viejo que él siempre me dijo ser, en relación a mi, a la belleza que me atribuía y a la juventud que ostentaba, inclusive, más que ahora.  Con un tipo que no está viejo, sino que además, parecía transitar esa situación con un enorme delay.  Uno totalmente distinto a ese tipo enérgico, gracioso, pilas, seductor y amiguero que yo conocí hace cinco años. Totalmente distinto al tipo que con esos mismos ojos me miraba derrochando picardía, vida, lucidez o rapidez mental para los buenos chistes. Totalmente distinto a ese tipo que me acariciaba en la oscuridad, que me daba besos en la cabeza, en el pelo, que me calentaba los pies a la noche, dulcemente, para que no tuviera frío, pero que también lograba excitarme usando solamente una camisa negra con las mangas llevadas a la altura del antebrazo. Distinto del tipo que me daba un beso  y me decía “¿cómo puede ser que sea todo tan fácil, con vos? Te doy un beso nada más, y es todo tan fácil… Es una locura. No puedo pensar con vos, qué cosa...”

VIII

- ¿Sabés qué es lo bueno de todo esto? - le dije a mi amiga, mientras estábamos en la parada del colectivo y yo estaba esperando que lo tome para irme a lo de mi hermana.
- ¿Qué? - me preguntó. 
- Que mañana a la mañana, cuando me levante, va a volver a ser todo como siempre. Él va a seguir siendo ese viejo, pero yo también voy a seguir siendo yo – inspiré hondo - Y sí, va a volver a ser todo como siempre, igual que siempre... 


lunes, 27 de noviembre de 2017

La lógica de los pliegues


Hacía ya bastante que no conversaba con Urtubey. Para ser más precisa, desde "la noche del bloqueo" que no conversaba con Urtubey, no precisamente por eso, pero si, aprovechándolo muy bien, dicho sea de paso. ¿Por qué el silencio? Quizá porque no fueron necesarias, de ninguno de los dos lados, las palabras. Durante las semanas donde todo volvió a ser como antes entre nosotros – si es que alguna vez cambio, en realidad -, me sentí muy tranquila, en eje, y por encima de todo, en correlato con mis proyectos, enfocada en ellos, con el deseo formalmente orientado allí.  

No hace muchos días, yo me había olvidado completamente del asunto. Ni siquiera me molestaba enterarme que estaba en sus habituales entreveros, porque agradecía que no se me acercara, valorando el hecho implícito de que aquello podría complicarme las cosas. Según novedades pequeñas que me había ido enterando, la conclusión a la que llegue era precisa y sin muchos rebusques: Urtubey no iba a cambiar, ni por casualidad, enroscado en las cuestiones de siempre. Pero, a diferencia de otras veces, yo tampoco iba a cambiar mi postura, y continuaría mirándome el ombligo con una parsimonia asombrosa. La mala memoria, sin embargo, no es algo que pueda servirle a dos personas y, al parecer, con Urtubey los silencios no suelen durar mucho, o al menos, nunca son definitivos.

Antes de entrar a rendir, luego de semanas sin contacto alguno, me hizo un comentario por mensaje acerca de una frase que había compartido y que, siendo completamente honesta, no era para nadie en especial. Lo leí, enseguida, pero me tome todo el tiempo del mundo en responderle, considerando que no merecía mi velocidad, ni tampoco, que descuidara mi repaso.

Paso más de una hora, cuando estando ya de camino a mi examen, le respondí el comentario, escueta. Me pregunto, tal y como me ardía que iba a hacer,  por mi. Es decir, como estaba y que contaba; es decir, vida personal que, por su parte, me recortaría peligrosamente.  A sabiendas de esa salvedad, y porque no tenia ganas de escucharlo – ni leerlo – le dije que estaba bien, con mis cosas, yendo a rendir un parcial. Creo que eso es bastante ilustrativo, y fino al mismo tiempo, para dar cuenta que necesitaba estar sola. Bah, quizá lo es para todos, menos para Urtubey, que siguió hablándome e, incluso, cuando le di a entender que tenia deseos de eyectarme de la tierra, no me dejo pasar ese punto y lo trajo de nuevo a flote. ¿Esperando que? Quizá, que me apoyase en el. Es decir, que le contara mis cosas, que me abriera consigo; mientras que, por su parte, me encuentro con una versión considerablemente recortada de su verdadero fin de semana.

Absurdo, eso es, y por lo demás, innecesario, siendo el amigo de la familia. Porque… ¿Cómo es que hay que contarle y aun uno sepa que le vive eludiendo cosas? ¿Para qué conversar si nos vamos a ocultar cosas todo el tiempo, porque no nos consideramos amigos, porque no se sabe en realidad como nos consideramos? Innecesario, tonto, redundante, cansador. Era mejor, definitivamente, mantenernos en la órbita de la distancia y de lo protocolar que intentar acercarnos y mentir o omitir, cuando no tenemos ningún compromiso ni ninguna obligación a la hora de mantener un contacto fluido y mas intimo.

Pero Urtubey no lo ve así.
Hablamos un ratito antes de mi examen.
Dejamos de hablar un ratito antes de mi examen.

II
*fin de semana*

-       Che, hija ¿tenes ganas de comer pizza, hoy? – me pregunto mi padre, sin mirarme, con los ojos en el monitor de la computadora de escritorio.

Sin prestarle mucha atención, con los ojos en mi portátil, continúe tipiando a velocidad supersónica.

-       Sí, yo me prendo – acepte, creyendo que íbamos a pedir que nos la trajeran a casa.
-       Bueno, entonces le digo a Urtubey, si quiere venir con nosotros a comer algo allá..  – dijo, y, distraía con la computadora, no tome en cuenta lo que eso significaba.

Mi padre me miro.

-       ¿Te parece? – pregunto.
-       Si, está bien. Me doy una ducha – le dije, sin darle demasiada atención, muy concentrada en una ráfaga de inspiración literaria que venía buscando desde hacía rato.


Se quedo callado largos minutos, distraído también, y me sobresalto escucharlo:

-       Entonces ¿vos queres dormir con Urtubey? – me pregunto, y confundido, sacudió enseguida la cabeza -  Digo…  – chasqueo la lengua - ¿Queres salir con Urtubey, hoy?
-       Lo de dormir, paso – bromee, por su fallido – Acepto comer, de todos modos – se rio, como si quisiera golpearse a si mismo.
-       - Ay, por favor, mira lo que te pregunte – me dijo.

Me reí, de los nervios, considerando que el asuntito de los actos fallidos viene de familia.

-     -   ¿Qué paso? – intervino mi madre, que no había escuchado nada.
-       - Le pregunte a Veinteava si quería dormir con Urtubey, antes de preguntarle si quería salir – le comento mi padre - ¡Mira lo que le digo!  - insistió.

Sacudí la cabeza, agradeciendo que no pudieran notar el calor que subió rápidamente por mi cara.

-       Freud se hace un festín analizando ese fallido… - musite, con sorna.
-       Encima, vos, toda educada: “y... yo paso” – se rió.
Yo, de inmediato, pensé en una frase que no hace demasiado tiempo leí respecto a los actos fallidos: “no es lo que quería decir y no dijo; es lo que no te quería decir y dijo…”

Paso un rato, consulte mis redes, y me encontré con la sorpresa: Urtubey me habia vuelto a mandar, sin preguntar nada, una solicitud nueva de amistad. 

La acepte, sin mas remedio, siendo que lo iba a tener que encarar lejos de la virtualidad y desee que pasara lo que tuviera que pasar, sin demasiadas expectativas, ni buenas, ni malas. 

III

*un rato después*

Estábamos yendo al lugar convenido para cenar. Pasamos a buscar a Urtubey, y en el silencio de la cabina del taxi, sentado a mi lado, con poquísimo espacio, me dijo:
-        

          - Despues tengo que hablar con vos - se me hizo un nudo en la garganta.

-       ¿Conmigo? – le pregunte, frente a todos, sin pensar, notablemente sorprendida. 

-       Si quiero preguntarte algunas cosas, en realidad, si podrías ser intermediaria de algo – me anticipo, dele meter misterio innecesario. 

A todo esto, todos los demás, en el pequeñísimo hábitat, completamente en silencio. Me pareció, quizá porque suelo ser discreta en muchas cosas, que no era el momento para encabezar así las charlas. 

-       Bueno, dale, no hay problema – musite, teniéndolo más cerca con nunca, con nuestros brazos rozándose, pegados el uno al otro, sin que ninguno de los dos lo quite, por dejarlo pasar o por no querer dejarlo pasar. 

Tragando saliva, con mucha dificultad, pensé que era el momento en que me debía el hacer una broma, a toda costa, para banalizar el dialogo, es decir, esa complicidad que sobrevolaba en el aire, como desde hace tiempo, de cara a todos los demás que leen cosas donde no las hay; y a menudo, con ello, me llenan la cabeza de preguntas a las que no les tengo una respuesta preparada.  

-       Pedime todo, menos que te consiga un abogado ¿si? – mi madre, cachando el chiste, se rió y mi padre, aunque estaba mas callado que un muerto, no hizo ningún comentario que pusiera los tantos todavía mas incómodos. Urtubey, sin embargo, no me dijo nada porque, claramente, no entendió demasiado cual era la gracia del chiste. 

Lo que si hizo fue explicarme el motivo de su duda. Busco rápidamente pinturas abstractas y me las mostró, comentándome que quiere pintar. Pensé que estábamos demasiado cerca para ponernos a mirar arte desde su celular y el, encima, se empeñaba en ladearse lo suficiente para mirarme a la cara mientras yo me estaba muriendo. Pero...  ¿que remedio?Hubo que comulgar con el absurdo mismo de la vida y considerar la cuestión del arte mas allá de toda la otra cuestión humana que se estaba enmascarando. 

 - Y bueno, como quiero pintar, quería saber … - me comento y me dijo, frente a todos, de lo que pretendía hablar conmigo, específicamente, presentando muchísimo menos misterio.

Me resulto peor: si Urtubey no hubiera reconocido su tono como algo raro, no habría aclarado nada. Pero aclaro, y quizá, oscureció la mente ajena otro poquito. Yo ya no se.  Mi cabeza por lo pronto, funciono a grandes velocidades y sentí su mirada demasiado cerquita, cuando saco su teléfono celular, y me mostró pinturas que le habían gustado. 

- Abstracto – dijimos, a la vez, el uno para informar al otro, en cuanto vimos las imágenes.
- ¿Pensabas abstracto a secas o con lineas con relieve? - le pregunte. 

Dudo. 

- No se, no tengo idea de esto. 
- Yo tampoco se mucho, solo que he visto pinturas con esta técnica y que, ademas, tienen juegos con la espesura y el relieve. Son muy buenos - le comente.  

Con su celular, en silencio, me mostró variadas imágenes

- Ves... - me señalo - este me gusta. ¿Que te parece? 
- Me gusta, si - le dije, observándolo, hasta que me mostró otras fotos - ¿Y ese de aquel? - le pregunte. 
- También esta bueno. Viene así, mira - volvió a mostrarme. 
- Mhmm - intervine, metiendo el dedo, sin pensarlo, para ampliar la imagen del todo - ¿No es esto relieve? - dije, descubriendo un poco mas la pintura e intentando olvidarme lo inevitable de tenerlo pegado a mi cuerpo, rozándome el antebrazo, pegándose y alejándose no solamente por las curvas del recorrido, sino también, por la conversación que bien podría haberse dado en otro momento, con exhibición de fotos incluida.  

Urtubey, sin notarlo, en su burbuja personal y autónoma del contexto, siguió mirando  imágenes desde su celular, metiendo el dedo en la pantallita cada dos por tres, ampliando y achicando fotos, rozando nuestros brazos y nuestras piernas… Es decir, haciendo del recorrido un camino incomodo, o al menos extraño, donde, una parte de mi estaba invocando incluso a dioses paganos para que acabara pronto y la otra, se limitaba a callarse y negarlo todo, llegada la hora de los reproches. 

¿Para que negarlo? Yo estaba pensando que esta clase de cosas daban que hablar a mis padres, es decir, daban que hablar al inconsciente de mi padre que escucha, niega y recibe, en igual medida; e inquietaban a mi madre que, en cuanto noto que Urtubey estaba muy compenetrado mostrándome imágenes y cosas, empezó a hablar encima. Pero, al margen de ellos dos, a mi me ponian en una linea de fuego aparentemente serena que por momentos se convierte ademas en una plancha llena de carbon caliente, saltandome, directamente sobre los pies. 

IV

No sé muy bien como paso, pero, de un momento para el otro, las manos de Urtubey empezaron a hacer una forma usando una servilleta de papel, durante la cena. Habia estado hablando de sus cosas, es decir, de su hijo y su laburo, hasta hacia dos segundos; yo había estado respondiendo mensajitos de un grupo de amigos, por el celu, sin darle demasiada bola, porque cuando dije algo de su ex mujer, me dan ganas de decirle cosas que hacen mejor a todo el mundo, solo estando bien guardadas. 

Cuando levante la cabeza, después de que termino de mencionar a su ex mujer, lo mire, seria, agradeciendo implícitamente el cambio de tema. Dejo pagando, hay que decirlo, a mis padres que lo estaban mirando en todo el tramo siguiente de la charla, y empezó a dirigirse solamente a mí, con su mirada, como si no hubiera nadie mas la mesa, acompañándonos. Asi las cosas que, aquella fue la primera y última vez en la noche, donde estuvimos frente a frente, mirándonos, charlando, aparentemente en un tono normal.

Cada vez lo miraba menos, mientras comia. Ni siquiera pretendia observarlo mientras charla con los demas, porque enseguida se conecta con mis ojos. Cuando es el caso, minutos despues, mi hipotesis se confirma. Apenas chocamos miradas, luego de bastante rato, sobrevienen, en un amplio caso de conciencia interior, las palabras que enuncio mi padre en el verano: 

"¿no te das cuenta que todo el tiempo te mira? Cuenta algo, lo que sea, y esta encantado de contártelo, de mirarte, de que lo mires todo el tiempo... ". 

Si,  en ese momento al menos, muchos meses después, en una cena de improviso; no puedo dejar de darle una razón que jamas pienso manifestarle en voz alta . Note, en un gesto muy natural de su parte, una disposición distinta en los ojos. Con ello, la mirada de Urtubey se convirtió en una una catástrofe para mis ojos, teniendo en cuenta el contexto y conociendo además la interna desde un punto de vista central donde no solamente nosotros nos observamos sino que también nos observan. 

Dejo de mirarlo y me concentro en usar mi celular. Entiendo que sea el invitado, que esto sea algo maleducado de mi parte, pero no puedo evitarlo. Ahí es, justamente, cuando sobreviene su arte en papel. Con eso, lo admito,  logra llamar mi atención, y me quedo mirando aquello hasta que unos segundos mas tarde, donde descubro que una rosita empieza a nacer.  Observo a Urtubey, modelando la figura con sus dedos, sin preocuparme por nada, mientras la elabora con tranquilidad. Pienso que le esta quedando linda, de hecho, y en cuanto caigo en la cuenta, miro la forma de refilon, fingiendo una súbita estupidez.  Ni siquiera pretendo preguntarme para quien es, que va a hacer con ella, porque se me endurece la panza.   Curiosamente, en todos los años que nos conocemos y nos hemos juntado a comer - pasando cumpleaños, fines de semana, fines de año -  nunca se puso a hacer siquiera una gruyita para matar el tiempo de sobremesa, ni nos comento sobre esto. 

Cuando estaba a punto de terminarla, yo no podía dejar de mirarlo con cierto nerviosismo, producto de estimulos que no podria precisar.  Solamente, se que aquello me daba una espina rara y la idea me taladraba el ceño. “No, no, no se va a animar”, me dije, leyendo la jugada, todavía observando cómo modelaba la flor con sus manos, lo suficientemente delicadas para la motricidad fina.  Mi madre, a su lado, y mi padre, del otro lado, todavía lo estaban mirando, igualmente atraídos por ese hecho inusual. Inclusive, los dos, empezaron a hacerle algunas preguntas al estilo de pura curiosidad sobre el asunto. Yo me quede en silencio y no le dije absolutamente nada. Considere que si le decía algo elogioso, quizá lo interpretaba como una buena causa y me la entregaba en mano, ya que es propio de Urtubey hacer esa clase de cosas. Definitivamente, y con mas razón, me calle. 

Hasta que Urtubey termino de modelar con cuidado la flor, casi sin decir palabra, no hice nada mas que mirar con intermitencia esa escena, porque no habia otra cosa que hacer, susceptible de normalidad.  Cuando estuvo lista, la miro con algo de distancia, ejercitando su criterio estético y no puedo decir que le siguió a ese gesto, porque me empeñe en no hacer contacto visual, evitando una posibilidad de entrega directa.  

Me dije que es imposible entregarle algo a una persona que no te mira, que iba a funcionar mi plan. Pero el, antes de dársela a mi madre o a mi padre en mano; ya que estaban preguntando, estiro su brazo en diagonal, es decir, directamente hacia mi, y la apoyo sobre la  tabla  circular de madera en el espacio vacío que quedaba frente a mis ojos. Me dije, con mucha dificultad, que habia mucho mas espacio en la bandeja y, no entendi como, teniendo a mi madre sentada a su lado, con la posibilidad de agasajarla sin problemas, aquel pedacito libre frente a mi cara, le pareció el mejor lugar. 

Quede atascada con mi propia evasión, me quede sin palabras, ante esa pequeña acción. No lo mire, no mire a mi alrededor, y nadie dijo nada. La florcita de papel estaba ahi, habiendo cruzado en diagonal, desde la otra esquina de la mesa, aterrizando en la bandeja; justo a mi alcance y no podia hacer mas que mirarla, sin atreverme a agarrármela.  La observe, fijamente, por unos segundos de duda. Me pregunte si la agarraba, si no la agarraba, si la dejaba allí. Me dije que era linda, pero que si la agarraba, era también aferrarme a un poncho sin tener a mano una faca, es decir, hacerme cargo de cosas que no son claras y se pueden malinterpretar. 

Fui una gran cobarde, lo asumo. Me asuste tanto por algo tan simple que fui incapaz de hacerme cargo de su gesto que, por izquierda o por derecha, habia sido efectuado frente a los ojos de todos en esa mesa.  Supongo que por eso fui incapaz de levantar aquella florcita, mirarla con ternura, hacerle alguna broma, y volver a dejarla en su lugar o quedármela, porque si. 



Simbólicamente, se que tanto lo suyo como lo mío, dijo mucho.Se hizo un profundo silencio en la mesa, por lo que me di vuelta y fingí lo imposible: mirar la televisión de aquel bodegón, para matar el rato de ocio.   Se me estrujo el estomago, en especial, en cuanto vi ese gesto, y vi mi propia cobardía,  porque sabía, sabia, sabia; yo sabia, incluso mientras la estaba haciendo, que esa situación presente era una posibilidad y que no habia manera de frenarlo, ajeno a todo, o al menos, desinteresado de la opinión de los demás. 

 Un rato después, me dije, absurdarmente, que debería haberlo agarrado, como también  que se iba a leer mal, por parte de todos los demás, si lo hacia. Apreté los dientes, baje la cabeza y me resigne a dejar pasar de largo la escena, considerando que eso alimentaba ideas extrañadas de los otros - de las cuales yo tenia que soportar las hipótesis - y que era mejor no crear mas campos de significación. Porque Urtubey, por lo menos hasta donde considero, no esta enterado de nada de lo que opinan, especialmente mi padre, sobre las pocas actitudes que vio y que conoce, de refilon. 

¿Que diría, entonces, de todo lo que se le oculta si lo supiera? Negué mentalmente con la mente.  Me dije que es curioso como Urtubey tiene una extrema inocencia, o una extrema ceguera, en tanto la forma de acercarse que tiene, a veces, conmigo. Me dije que es increíble lo ambiguo que puede resultar todo, o en realidad, como la mente quiza puede alterar su significado. 

Porque... ¿y si estoy loca? ¿si entiendo todo mal? ¿si solo esta siendo amable conmigo y no tengo nada de lo que resguardarme? ¿Que tendría de malo, en ese caso, que me regalara una florcita de papel? De hecho, es una actitud agradable y galante de su parte; y eso que yo no soy de las chicas que han recibido flores, ni bombones, ni nada que se le parezca, por mi ausencia de "novios" con todas las letras, de momento al menos, considerando que tengo, ademas, una relación bastante especial con los regalos.  

Si quería darme esa flor, o que la agarrase de la bandeja, y por eso me la dejo en frente de mi cara, nunca voy a saberlo. Lo que si se es que la forma en que su cuerpo hablo, resulto lo mismo que si me la hubiera dado en la mano, porque lo que no hizo ni dijo, de alguna manera, lo manifestó consciente o inconscientemente; causando el mismo efecto. 

¿Por que segundos antes de tomarla, antes de los planteos morales, mi madre se me adelanto por centésimas de segundos y la levanto? Tampoco lo voy a saber, pero hizo lo que yo deseaba, es decir, la sostuvo en sus manos, y la miro, sin mucha expresividad.  Urtubey, entonces, empezó a hacer una segunda, explicando la técnica, a mis padres y, de nuevo, no la mire. 

Para disimular, le mostré un corazón de papel que tengo guardado dentro de la funda de mi celular, como amuleto de la suerte. El prosiguió con la florcita. 

-     -  Ah, sos un romántico – espeto, mi padre, no sin su tono de sorna - ¿Sabes hacer flores de papel? No sabia. 
-     - Nah, que se yo – le respondió Urtubey en efecto, un romántico declarado y no solamente por estas cositas.  La secuencia, se repitió: dejo la segunda rosa al lado de la primera y mi madre la tomo, sin darme tiempo a reaccionar, estando yo pendiente de otras cosas, teniendo en cuenta destellos y estelas que los demás desconocen. 

En cuanto pude,  luego de los hechos, me levante dejando las rosas sobre la mesa, sin hacerme cargo de ellas, y me escape al baño. No tome ninguna, aunque se me escocían las yemas de los dedos, por pretender tocarlas y tener que ocultar mi deseo de hacerlo.  Cuando volví, intente ubicarlas disimuladamente con los ojos. Sus rosas de papel se habían convertido en dos pequeños bollitos, y descasaban junto a otros, en el centro de un plato.

No se quien fue el que las abollo, pero me dio pena el destino de aquellas dos formas de papel, considerando que podría haberlas agarrado para guardarlas dentro de mis libros, impidiendo que terminaran en la basura. Si, claro, para que mentir: hubiera hecho eso, del mismo modo en que, quizá, Urtubey me la hubiera dado en la mano.  Me cruce de piernas, frustrada, sabiendo que no hay hubiera ni hubiese.  <<Demasiado cobardes… >> pensé, no en vano, recurriendo al plural.

Todo el cuadro es una oscilación permanente entre querer justificarlo, por quien es, y querer mandarlo a vender boletines, por quien es. Si pudiera cuidarlo de alguna manera, de las criticas a las que se lo somete, a veces, le diría que no sea como es conmigo; pero tampoco decirle esto es así de fácil 

Pense que estando, informalmente al menos, con otra persona, las cosas se iban a calmar. O al menos, que otras personas iban a entretenerse mutuamente, movidas por la pretensión de ver que pasaba, ante el sexo opuesto. Pense que, al hablar de su ex mujer, negativamente, no iba a tener paciencia para ponerse a hacer florcitas. Pense que no me la iba a dejar, enfrente de mi cara, sobre una tabla circular de madera... 

Ahora me digo que, si bien no se que pensar, tampoco me voy a desesperar por ello. 

Al fin y al cabo, todo esto, es siempre igual. 
A eso también me tengo que acostumbrar.