miércoles, 28 de noviembre de 2018

Las malas yerbas

Mi viejo se cayó de una escalera el fin de semana y se quebró la muñeca. Está en reposo, sin trabajar cuando puede, con una obra esperándolo, a la que los vecinos están denunciado constantemente, no por ser ilegal, sino por problemas interpersonales con los habitantes de la casa quienes llegaron al barrio y no saben que, al parecer, se han metido a vivir en un serpentaria. 

En ésta última semana, junto con lo de la caída de mi padre, han recibido tres renuncias municipales, contando la de hoy.  Las mismas hicieron que, sin ir más lejos, él tuviera que ir a mover de lugar materiales que había puesto en el exterior de la vivienda, con pleno consenso de todos, claro, con un yeso que le llega por debajo de la axila.  Eso también hace que las palabras no valgan dos mangos y que, el pobre tipo - mi padre - tenga que estar SUBIENDO ARENA a una planta alta, vendado, enyesado, porque no puede dejar de trabajar. 

Yo me pregunto, ahora: ¿No quieren que reformen, les da bronca, son gente mayor mañosa? Quizá. Aunque lo que  sospecho en que no quieren que sigan saliendo a la luz sus irregularidades que, antes de la reforma, permanecían solapadas. ¿Irregularidades leves, dirán? Pérdidas de gas, caños de gas picados, conexiones mal hechas y sub-divisiones que espantarían a cualquier agrimensor diría yo; no son cosas para calificar como menores ¿no? 

Mi padre, junto con mi madre y conmigo, está muy preocupado. Ninguno de los tres, asimismo, entendemos la maldad ajena, el solo hecho de querer joder por joder. Mucho menos la entendemos, además, considerando que previo a empezar con los arreglos le han puesto a mi padre condiciones sobre horarios en los que no golpear, ni martillar, ni nada por el estilo; y que él los ha respetado. Considerando, además, que mi padre en persona fue a hablar con ellos, a presentarse antes de empezar a trabajar, les contó de las reformas por hacerse y se cercioró de que nada quedase molestándolos ni siquiera cerca de sus veredas...  Hace veinticinco años que trabaja en ésto y, creo, que yo tenga presente, jamás le han hecho denuncias por una obra. Siempre se ha comportado bien, y justamente por eso, la gente lo ha ido llamando producto del boca a boca... Pero ¿cómo puede ser que aquí estén haciendo todo para que nada le salga bien, ni a él, ni a los nuevos dueños? ¿Una denuncia? Bueh, vaya y pase. ¡Pero no tres denuncias en menos de quince días, che! 

¿Qué es lo que quieren lograr? 

Ahora ¿se puede ser tan reventado con un obrero que está trabajando y que, encima, ahora, lo ves llegar a trabajar a la obra con un yeso que le ocupa casi todo el brazo izquierdo? ¿Se puede ser tan reventado para amargarles la existencia a dos nuevos vecinos que con mucho esfuerzo, sacando préstamos y endeudándose, acaban de comprar una casa y quieren dejarla en condiciones, dándole a alguien laburo? 

De verdad, si pudiera hacerlo, iría y agarraría a esos malos vecinos de los pelos. Parecería que, realmente, no saben lo que es luchar por las cosas. No saben lo que es romperse el traste. No saben lo que es correr detrás de una zanahoria que, por momentos, parece que no llega nunca. 
No, la verdad que no tienen ni idea estos burgueses. No se imaginan cómo con su maldad per sé, cuánto o a cuántos, les están complicando la vida. 



Yo, por mi parte, sigo, al igual que todo este año, estudiando y buscando un laburo hasta debajo de las piedras. 

Mientras escribo, sin embargo, pienso: la hija reventada y quejosa de uno de los vecinos, esgrime que va a la Facultad, que no puede tener una obra al lado (como si fuera Madona, ella) y no pudiera estudiar si al lado están poniendo azulejos (literal, no es un trabajo duro, ni usa taladros, ni nada de eso) ; y yo, por mi parte, estoy yendo a la Facultad gracias a que ésta tipa tiene una obra al lado más allá de los trabajos temporales que hice a lo largo de todo este año. 

Ojalá, en algún momento, en ésta vida, pueda experimentar esa sensación de justicia ante tanta gente mala, ante tanto palo inmerecido, ante tanta cosa esquiva. No la justicia de la venganza, claro, sino la justicia del cosechar producto del esfuerzo y, en caso de ver a un obrero haciendo algo al lado de mi casa, pasar y decirle: "qué tal, buen día", pensando que me recuerda a mi papá antes de irme a trabajar, o a trabajar y a la facultad porque, tal y como leí una vez, "los sueños no se cumplen, se trabajan". 

¿Se comprende la diferencia, no? 

A mi viejo le pueden enyesar un brazo, pero no le van a sacar la voluntad. A mi, me pueden negar absolutamente todas las oportunidades que en este momento necesito, pero tampoco me van a sacar la voluntad de seguir luchando para llegar a cumplir mis metas. 

Creo que si, en algo nos parecemos, o algo me llevaré de su educación, es el saber que si nos cortan la voluntad, a nosotros, nos cortan las piernas... Hasta que, de pronto, aprendemos a caminar con los brazos. 

lunes, 26 de noviembre de 2018

La pregunta abierta

I

Hay momentos donde tiendo a pensar que nada cambia. Al contrario de lo que le puede suceder a muchas personas, quienes con el paso del tiempo ven grandes modificaciones o saltos inverosímiles en sus vidas, yo no suelo ver cambios gruesos o desvaríos enormes que justifiquen, si se quiere, la idea de un cambio de etapa o la idea de estar pudiendo cambiar la historia.   Probablemente porque sea demasiado juiciosa conmigo misma, o probablemente porque no quiera reflexionar alrededor de ideas remotas, los plazos que atañen a los progresos de mi vida personal o profesional, especialmente en último año, donde lo que más he buscado fueron cambios, se me hicieron enormemente largos, y muchas veces, no se dieron ni siquiera por la punta.  Pensar, o más bien sentir, que nada cambia me induce en una especie de lamentación algunas veces. Me nubla la mente. Sé, racionalmente al menos, que estoy haciendo todo cuanto esté en mi mano para que se den cambios que necesito y que, por algo, claro, estoy buscando, pero lo que no tengo idea de como hacer es recrearme si no llegan; si las cosas que hace tantos años estoy buscando, no se dan, o lo que es más complejo, no son lo que yo pensaba.

En pocas palabras, éste es uno de los primeros años de mi vida donde todo cuanto creía importante a nivel profesional, especialmente, dejó de serlo. Fue como si me avisaran que el futuro que soñé para mi es posible, pero al mismo tiempo, demasiado incierto. Pero además, fue cómo si me diera cuenta - de una forma totalmente nueva - que no hay una sola posibilidad de futuro. Que el futuro es el hoy proyectado hacia adelante, y será así, en tanto y en cuanto las decisiones racionales que pueda tomar se asimilen y se acomoden a una especie de destino latente, que se impondrá por sobre todo lo que hayamos creído que puede ser seguro o estable en nuestras vidas.   Y creo que ése es el punto: el destino latente, induce, de algún modo, a tomar un alto grado de responsabilidad respecto de la vida que queremos vivir. En especial, cuando entendemos que aquéllas cuestiones que creíamos tener tan bien definidas, y tan correctamente ornamentadas, lejos están de ser así y que todos los días debemos levantarnos y pensar qué hacer, en qué invertir nuestro tiempo y en qué ya no hacerlo más.

Supongo que es la época, supongo que es la finalización casi total de otro año de carrera, supongo que es el hecho de estar esperando a mi primer sobrino, como también, haber hablado con Él hace unas semanas, todo lo que me lleva a pensar sobre la progresión del tiempo. Supongo que es la sensación de intentar entender, separar la frustración momentánea de la foto general, sin desesperarme por una mala época, o en realidad, por una época de pura y absoluta siembra donde prácticamente no se ven resultados pero, se sabe, se está trabajando con todas nuestras fuerzas para estar mejor.  Aunque lo cierto es que, en conclusión, todo cuando pasó este año, me dejó una enseñanza: indicarme que el tiempo pasó y seguirá pasando, inevitablemente, más allá de que a mí me pueda parecer o no que las cosas no estén cambiando. Que, cuando me pare a mirar este presente, dentro de algunos años, quizá logre asombrarme y pensar desde la nostalgia y la sonrisa mis actuales incertidumbres.

Mi futuro es incierto, sí, lo reconozco, aunque probablemente sea obvio. Es incierto, para bien y es incierto para mal. Y, el hecho de admitirlo se basa, pura y exclusivamente, en recordar esto cada vez que me levanto y cada día donde me acuesto por saber que, de un momento a otro, ojala las cosas que se han estado tejiendo en el revés de un tapiz, finalmente, encuentren la lógica en el total del dibujo que, quizá, alguna vez, descubra. Y sonría y por fin entienda el sentido de las búsquedas, los rechazos, las admisiones, las retracciones, las rupturas, los silencios, la dificultades o, simplemente, esa sensación molesta de verse llegando tarde a todo.

II

El tiempo pasa sí, lo noto mientras miro fotos viejas. Llevo otro peinado y otros sueños. Me importan profundamente otras cosas. Tengo otras prisas, otras urgencias y otras metas. No me preocupan otras tantas circunstancias ni me preocupa, en ese momento, lo que será en tal o cual aspecto mi vida. Tengo más edad - me digo, mientras observo fotos de hace cuatro o cinco años atrás - aunque me resisto a creer que quizá también tenía un poco más de esperanza y otro poco más de suerte. Pero ¿realmente las circunstancias en la vida se dan sólo por cuestión de suerte? ¿De nada vale el trabajo, el sacrificio, la voluntad o la persistencia? ¿Es lo mismo haber dedicado años de tu vida a un aspecto de ella para que casi termine por perder el sentido, para que todos los logros que depositaste entorno a eso no se den; que no haberlo hecho en lo absoluto? ¿Y de no haberlo hecho, de haber hecho algo diferente, qué? ¿Cuál sería el punto donde estaría parada ahora? ¿Sería más feliz, sería mejor mi vida?

III

Hay días donde me levanto, y siento deseos de tener, lisa y llanamente, otra vida. De no seguir renegando para organizar la que me tocó, ni tampoco, de seguir haciéndome problema por entender todo aquéllo que no toca, que no es, o que parece que nunca podrá ser posible.  Hay días donde me levanto, cansada, y pienso qué hubiera sido de mi si en lo profesional hubiera tomado otras decisiones, porque de la manera en que eso cambió durante todo este año, no es posible ponerle un adjetivo claro. Hay otros días donde pienso qué bueno sería si pudiera conseguir un trabajo estable, considerando que hace casi un año lo estoy buscando, más allá de todos los modos en que me busqué el camino.  O si pudiera… no lo sé, entender mejor de qué va todo, qué sentido tiene que haga todos los días lo que hago, qué sentido tendrá a la larga, en qué mejorará mi vida o, en realidad, en dónde terminará mi vida. Si vale o no vale la pena seguir luchando con tanta fuerza por algo que, francamente, ya no es, o quizá es, sí, pero no es lo único. Y no es, esencialmente, lo definitivo, lo que yo, pensé, iba a ser oficialmente lo que iba a ser y hacer de mi vida.

IV

Si no quise hablar del tema hasta el momento, fue porque necesité casi un año para pensarlo. Pensar y entender qué me estaba pasando. Pensar y entender por qué, o para qué, me estaba pasando esto. Pensar y cuidar de no asociar esto con utopías que no son o con soluciones mágicas. Pensar y admitir que uno no es únicamente lo que elige a una determinada edad de su vida, sino, lo que va queriendo hacer de ella a medida que crece. Y es que, cuando el tiempo pasa - porque, pasa, sí, y no perdona - pocas son las cosas, cuestiones o personas que terminan resistiendo a su transcurso. Pensar, sí, y tomármelo con calma. Pensar sin juzgarme. Pensar sin miedo y decir: “¿qué tiene de malo que me gusten otras cosas más allá de lo que elegí en lo profesional, más allá de que será mi trabajo el día de mañana - del que ya tuve mi probada -, más allá de lo que supo ser la idea de “felicidad?”.

La primera vez que hablé con alguien de éste tema, curiosamente, fue con mi madre. Le dije que acaba de darme cuenta que me quedaban pocas materias para recibirme de Profesora y Licenciada en Letras; y que, en efecto, la carrera no me había colmado las aspiraciones, que yo notaba que a mis compañeros les alcanzaba, los satisfacía la idea de dedicarse enterarme a eso, y que a mi, no.  La segunda vez que hablé del tema, fue con mi mejor amiga porque esa sensación espantosa de que lo que uno hace “no alcanza”, no se aniquilaba. Y sin embargo, aunque ambas me entendieron, la angustia, la sensación de desorientación, no cesaba. Esa sensación de insatisfacción, de encumbramiento absurdo, de ¿para qué querer más si soy una persona normal?. Esa sensación de culpa. Esa sensación de ¿y si me conformo y me dejo de joder con el "no me alcanza, no me satisface del todo". Esa duda, esa duda de no saber si es que uno es incansable o inconformista. Esa duda, esa intención de no entender, francamente, hasta donde uno mismo quiere y puede llegar. Y no ha cesado, y probablemente, tampoco cese hasta que pueda entender qué me está queriendo decir la vida en éste momento. Y vuelva a pensar todo otra vez.

Pero… ¿De qué va la cuestión? A resumidas cuentas, lo que yo elegí y sigo eligiendo a nivel profesional, ya no representa como antes esa juntura a la altura del pecho, ese regusto de satisfacción, ese gran sacrificio que llevo haciendo durante años; sino, lisa y llanamente, la decisión que tomó otra persona, en otro momento de la vida, y una circunstancia que quien soy hoy sigue sosteniendo por placer, muchísimas veces, pero otras muchísimas veces, sólo por inercia. ¿Si me gusta? Sí, me gusta. Me gusta igual que comer choco-torta, salir a pasear bajo el sol, estar con mi familia o escuchar música. Me gusta cómo me puede gustar un día lluvioso, o las cremas de buena marca. ¿Si me satisface, si me apasiona, si me llena?  No, quizá, lo que estoy entendiendo es que ya no es lo mismo. Que incluso mi relación con lo que estudio acabó por modificarse al transcurrir el tiempo.

Hasta ahora, todo para mí, pese a las dificultades, había sido placer con la carrera.  La gente que me conocía, o al menos conocía a la Veinteava de esa época, me decía que a mí me brillaban los ojos cuando hablaba de Literatura, pese a todas las dificultades. Que se notaba que me encantaba. Que era “flor de carrerón, que me tenía que gustar para terminarla, porque si no…”. Que había que ser un bocho para soportar leer tanto, durante tantos años, teniendo que dedicarle tanto tiempo a una carrera bastante extraña, y quizá, un poco aburrida. Pero también me dijeron que, para estudiar eso, preferible era que estudiara otra cosa; que me iba a cagar de hambre, que para terminar dando clase en una secundaria, me fuera a estudiar a un Profesorado “porque era más fácil que una Universidad” y que “para qué quería tanto título si, en la práctica, era lo mismo, para qué me iba a esforzar demás, al pedo”.  Y eso jamás me afectó. Hasta que, finalmente, tuve la oportunidad de hacer lo que se supone que voy a hacer el resto de mi vida, en lo más llano y directo de mi profesión; es decir, ejercerla. Y creo que ese fue, oficialmente, el momento donde cambió todo. Donde yo me di cuenta que lo que hacía rato me estaba pasando, finalmente, ya no tenía otra forma de disimularse. Que estaba bueno, sí, pero ¿toda mi vida iba a ser hacer eso? ¿Y qué, no iba a hacer nada más? ¿Y qué de mi juventud, del precioso tiempo, de lo valioso del tiempo?

En efecto, cuando me paré frente a esa treintena de pibes, hace unos meses atrás, me pasaron varias cosas. La gran mayoría, representaron el saber que todo lo que soñaba cuando tenía quince o dieciséis años, era eso, que me alegraba haber podido llegar ahí, que me alegraba haber podido, que tenía que estar contenta por ese paso , que faltaba “poco” para que un sueño fuera realidad. Me dije, también, que finalmente había llegado ,de algún modo, a acercarme un poco más a todo lo que en ese momento de la adolescencia al menos consideraba sueños imposibles.  Y eso fue algo muy muy positivo a nivel personal, porque me hizo entender que nunca más tengo que volver a pensar que nada es algo imposible. Que nada es, solamente, un sueño imposible. Sin embargo, el otro porcentaje de sentimientos suscitados gracias a esa experiencia inicial, se abocaron a hacerme saber que si bien dar clases me gusta, no siento que esa sea - por llamarlo de algún modo - mi vocación (así, con todas las letras).  O quizá, siendo más realista, ya no siento que sea lo único que pueda hacer, un rol que tenga que asumir y no pueda abandonar , o lo único para lo que sirva, lo único que me interese, que disfrute, que me nutra, que me represente y que tenga que ver con mi identidad tanto como mi DNI. Y, lo que es elemental, a lo ÚNICO que me vaya a dedicar.  Sí, eso, sobre todo eso, éso último, es el eje central de éste meollo.

Todo lo que probablemente descubrí este año, sobre lo que viene más adelante, es decir, el hecho de entender que yo “no me quiero clausurar solamente a la posibilidad de ser docente de Literatura” fue una de las cosas que más me llamaron la atención y que me movilizaron hasta lo profundo. Porque, para mí, hacer lo que se supone que voy a hacer cuando me reciba - y antes también - en la idea que tenía en mi cabeza, simplemente iba a alcanzarme, iba a satisfacer mi curiosidad intelectual, iba a saciar mi interés por aprender cosas, iba a conformarme. Y, diciendo más, incluso, según la idea, cuando me recibiera, gracias a Dios, ese aspecto de mi vida “iba a estar consumado”, iba a haber encontrado el camino y quedaría ir haciéndolo siempre en una misma dirección. Y yo iba a estar feliz, comiendo perdices, entre libros de Cortázar, pilas para corregir y termos rellenos de agua para el mate.   

Y colorín colorado… ¿Éste cuento se ha acabado… ?

Por ahora, es importante para mí dejar la pregunta abierta; de verdad que lo es.

viernes, 23 de noviembre de 2018

Descripción

El fin de semana anterior, es decir, un finde largo en nuestro país, lo pasé encerrada en el departamento de mi hermana estudiando para el anteúltimo de los ocho parciales que rendí entre el veintidós de octubre y el veintidós de noviembre.  Ocho instancias diferentes, con notas diferentes, y propósitos diferentes. A razón de, sin mentir, dos parciales (o un parcial y una entrega de un trabajo) por semana.  Cuando llegué a mi casa, luego de esos dos días y medio sola (a excepción de una noche donde cené con amigos y tomamos bebidas espirituosas varias) tenía muchas más ganas de acostarme a dormir después de cenar que de continuar estudiando y repasando todo cuanto me faltaba.  Pero no me quedaba otro remedio que seguir... 

- ¡Dios! - me quejé - ¿Alguna vez podré disfrutar de un fin de semana largo en mi vida, mami? - le pregunté a mi mamá, desanimada. 

- Obviamente que sí - me dijo, sin dudarlo. 

- ¿Mientras sea joven o recién a los setenta? - ironicé. 

- Ya te falta poquito, hija, es el último esfuerzo... Ya diste un montón de cosas, te falta poco - me alentó. 

Sonreí. 

Al rato, mi padre se sentó a la mesa e hizo un comentario alusivo al fin de semana. Yo le expliqué que había estado estudiando, fuera en el balcón o en la mesa o en el piso del departamento. 

- ¿Te divertiste anoche con los chicos? - me preguntó. 
- Sí, por suerte... Me desconecté un poco. Desde Julio que no nos juntábamos los tres. 
- ¿Tomaron? 
- Sí, abrimos un vino, y el resto, todo cereza. Fue la mejor parte de los tres días. 
- ¿Y no te aburrías sola? - me preguntó. 
- ¡Sabés todo lo que tenía para leer! ¡Ni aburrirme! Re triste mi finde - admití. 

Me puso cara de "el día de mañana, va a valer la pena" 

- Yo no diría triste... - murmuró. 
- Lo que pasa es que todos me los como adentro - le expliqué. 
- No hace falta que me lo digas - respondió - Yo te veo, igual que me pasaba con tu hermana cuando estudiaba Medicina y mirala ahora - comentó - Yo sé que también estás todos los días, todo el día, con tu computadora de acá para allá, con los lentecitos, las pilas de fotocopias, y el pantalón de flores - se rió, levemente. 

Me hizo reír. No pensé que me prestaba tanta atención, que se daba cuenta de cual es el pantalón más cómodo del mundo para estudiar, que está hecho bolsa de tanto lavarlo. Ni mucho menos, que notase cuáles son mis elementos habituales de estudio universitario. 

Ojalá que, dentro de unos años, todo este esfuerzo valga la pena con creces. 




En el fondo, yo también soy una persona que si bien disfruta mucho la Universidad, tampoco quiere perderse lo que sucede fuera. 

miércoles, 21 de noviembre de 2018

Literatura, cuanto menos, ficción: Aprendizaje a través de los años

La última vez que hicimos un careo, la charla duró largas horas. Creo que fue una de las pocas veces en mi vida donde hablé tanto con alguien. Donde fui tan pero tan sincera en una charla. 

Fue así que, le pregunté:

-    ¿No valió nada la pena para vos? ¿Nada? ¿Ni una sola cosa? - lo miré, desconcertada - ¿No te ves, ***?  ¿Qué creés que deberías haber hecho para que una chica, en este caso yo, te quiera? ¿Ser otro? - ironicé - ¿Sos boludo, vos?

Se rió.

-    No, es que… No sé. No entiendo cómo me podés querer así… Vos, encima.

-    Yo no entiendo cómo voy a hacer para no quererte más, a vos encima – ironicé - ¿Creías que  tenías que ser otro, para que yo te quiera? Mala suerte. Tuviste tanta pero tanta mala suerte, que te cruzaste con una piba que te vió, así, como sos, con todos tus defectos y todas tus virtudes, y se enamoró de vos. ¿Qué terrible, no?

-    No digas así… - sonrió, dulcemente.

-    Es que me causa gracia, un poco más, boludo – me reí, desconcertada - ¿Vos tenés esa idea en la cabeza de que levantarse a una mina es llevarla a cenaaar, a un buen telo, hacerte el banana, no?  - se rió, con un gesto travieso – Y más, con una pendeja, claro, que tenés que presumir lo que no sos, parece…

Sacudí la cabeza, indignada, desconcertada, riéndome con perversidad. No podía entender cómo era incapaz de darse cuenta lo real de mis sentimientos. 

-    Tanta mala suerte tuviste y tan boluda fue la pendeja, que se enamoró de vos por lo que sos. ¡Se enamoró de cómo comés pizza con cara de boludo, con esa cara de nene al que le gusta algo! - enumeré-  ¡Se enamoró de los gestos que hacés cuando tomás mate, cuando hablás de algo que te gusta! - le dije, siguiendo - Se enamoró de lo pelotudo, de lo enormemente pelotudo que te ponés cuando querés que la pendeja se ría - remaché - ¿Es terrible, no? Te quieren por lo que sos, y te parece terrible… Tenés todo mezclado, vos… - suspiré.

-     No, no tengo todo mezclado… - contraatacó – Es que no tengo nada para corresponder a tanto.   No tengo fuerzas para soportar esta intensidad… No me da la cabeza, ya, para pensar cómo te devuelvo tanto…  ¿Cómo hago para bancarme si sale mal una cosa así, con vos, encima? –se puso firme –Entre más permito que estés conmigo, entre más cosas… pasan entre nosotros, entre más cerca estás de mí, te juro que es peor. Para mí, es peor, cada día de pasa… - tomó aire.

Lo miré, extrañada, seguramente. Se frenó, esperando que le hiciera la pregunta que, es evidente, ya le había hecho con los ojos.

-    ¿El afecto es peor para vos? – musité.

Mofó.

-    No, no es peor, no es malo, no… - se enredó. Me quedé mirándolo.  Tomó una gran bocanada de aire.


-    Es demasiado para mí - musitó. 

-    Si lo mejor que te puedo dar, para vos, es lo peor…  - me encogí de hombros - Cagamos, ***.

-    Es lo peor, justamente por eso – sonrió, con cara de embobado – Porque es impresionante, para mí, y al mismo tiempo, me está enloqueciendo… No puedo vivir así, Veinte. No me lo puedo bancar, ya pasé por todo eso hace muchos años atrás, y no se compara, tampoco.  De sólo pensar en pasar por esto… No tengo fuerza. No es que no me importes… Es que no voy a poder bancarme abrirme así, después de  tantos pero tantos años … - bajó la mirada – y que … no funcione. No soportaría.

-    Pero es así, la vida, el amor no siempre sale bien. ¿No nos miraste todavía? – mofé, con algo de sorna. 

Se rió. Me contagió un poco. 

Suspiramos.

-    El día de mañana, no voy a poder… evitar que sufras.

-    Ni vas a poder evitártelo vos – agregué, mirándolo fijamente. 

Cortó el contacto visual.

-    No, es cierto, no hay garantías… - me dijo, en voz muy baja -  Pero estoy seguro de que todo lo que yo pueda ofrecerte, en esta etapa de mi vida, va a ser poco para responder a lo que me estás dando vos y a todo lo que me darías...No tengo dudas. No hacés las cosas mal, al contrario, las haces bien, demasiado bien… Y justamente por eso, por lo que sos,  te merecés tener al lado un tipo que se pueda quedar con vos toda la vida y yo no lo puedo hacer. Tengo 42 años, nos guste o no nos guste.

Sonreí, porque pensé en un comentario con aires de chiste en una situación seria. De lo difícil que era para mí afrontar esta situación, no tenía filtro. Decía, prácticamente, todo lo que sentía, lo que pensaba, las cosas a las que le temía, las cosas que me había guardado pensando que tendría tiempo de plantear y de conversar consigo, los gestos que había pensado para demostrarle mis sentimientos. 

-    Decilo, dale… - me dijo, reblandecido, porque, evidentemente, me delataba el rostro. 

-    Que a mí sí me gusta… - admití, como enojada conmigo misma. 

-    Ay, Dios… - se tapó el rostro con sus manos, luchando consigo mismo -  ¿Por qué sos tan terrible, eh? - ocultó una sonrisa de cariño - ¡Vos te merecés a un tipo que te de la seguridad de que se va a quedar con vos, y yo no te la puedo dar, a mi edad! ¡Vos no me podés decir esas cosas… ¿¡Sos loca?! Por favor te lo pido... - inspiró hondamente -  Te merecés a un tipo que te de todas las garantías que se te ocurran, y yo no te las puedo dar. Entonces, ¿cómo voy a hacer? No lo puedo hacer. Puteame, enójate, mandame a la mierda cien veces; está bien. Hacelo si lo necesitás, si te hace bien… pero yo no puedo. No podría vivir con eso si sale mal. Ahora, aunque esté todo bien y no entiendas por qué hago esto, yo sé que no es demasiado tarde. A vos, en el futuro, te van a pasar un montón de cosas lindas, yo no te puedo cagar así…  – dijo, con aires de promesa, aunque con muchísima tristeza – Te vas a poder enamorar de nuevo, de un hombre  muchísimo mejor, y vas a estar bien con él. Vas a poder estar contenta y no enojarte, y no vas a tener que sufrir…  por culpa de un viejo que no te puede dar nada a ésta altura del partido.   

Me quedé sin palabras.

- ¿Lo que estás haciendo ahora es cuidarme para vos? – dije.

Asintió.

-    No puedo dejar que esto… pase más… Que siga pasando. No puedo, no. Es una locura. No puedo. Tengo que pensar . Tengo que poder pensar con vos. Es así.

-    Tu que “esto no pase más”, para mí, es “agradezco haberte conocido” – le marqué - Hoy te vas a ir como una rata, te vas  haber sacado a la pendeja fastidiosa y cuestionadora de encima – le advertí – Pero no trates esto como si fuera consecuencia de un error… Porque vos sabés que no es eso.

-    Yo no digo que esto sea un error, pero no puedo permitir que pase… Por tu bien.

Sacudí la cabeza, en total desacuerdo. 

- ¡Hacete cargo, y asumí que es tu bien, y no el mío, lo que está en juego acá! ¡Una vez hacelo, no puede ser que no asumas, que siempre la pelotuda franca sea yo! - me quejé - Te estás cuidando el culo, como un nene, pero no vas a poder evitar que te quiera como puedo en este momento. ¡Vos jamás vas a ser una vergüenza para mí! 
- Vos tampoco vas a ser una vergüenza…

- Y no, obvio, yo no soy nadie para vos. Ni siquiera, una cañita al aire, imaginate… - le hice un gesto de saturación.

 
Sacudió la cabeza.  Se pasó ambas manos por la barba.  

(…)

-    No creo poder arreglar todo esto para vos. Estoy trabado. No puedo demostrar sentimientos, yo. Hace muchos años, después de que me pasaron tantas cosas, me dije que no quería saber más nada. Me cerré completamente. Y… arreglar eso, ahora, es imposible ya, yo creo que no tiene retorno… - me confesó. 

Dudé mucho antes de preguntar: 

-    ¿Entonces vos no sentís nada conmigo? ¿Que yo esté acá con vos, en éste momento, no te provoca nada? 

- Sí. Es obvio que sí - dijo, sin dudarlo. 

-  Entonces no entiendo… - admití, doblegada - ¿Vos lo que querés decirme es que no nos miramos de la misma forma, que no nos queremos de la misma manera? ¿Eso es? O sea, sí, todo bien conmigo, pero no te gusto… ¿Eso es? - en voz alta, pensé e intenté identificar una sola idea clara, buscando su ayuda. 

- No, no es todo tan así, Veinte - me dijo. 

- Es que te puede pasar, ***, y por eso te lo planteo. No serías ni el primero ni el último en no corresponderme, ni en calentarse, solamente, con una pendeja... Está todo bien... 

- Es que… ¿no te das cuenta? A mi edad, y a la tuya, se quieren de dos maneras diferentes. La forma en que me querés vos a mí, Veinte, es… - hizo un gesto de efusividad. 

- ¿Intensa? - pregunté. 

- Muy. 

- Claro - caí en la cuenta - Y vos, a mí por lo menos, no me querés así - lo miré, pero bajé la cabeza - Está bien. Lo entiendo. Aunque sigue sin tener nada que ver la edad… 

-Es que yo no te puedo querer así… - insistió - Una persona joven, sí te podría querer así. No yo. 

- Pero… ¿qué tiene que ver la edad, me estás jodiendo? - le dije, saltando la banca. 

- Que, a ésta edad, yo no tengo nada para darte. No tengo… las energías que se necesitan para estar en una relación con vos. 

- ¿Energía? - pregunté. 

- Vos, a tu edad, tenés una energía… - dijo, con profundidad - Y yo, no tengo cómo hacerlo. 

- Pero, hasta ahora, no habíamos hablando de energía. ¿No te das cuenta como reaccionás, como reacciono yo? ¿Eso no es energía también? ¿O qué, no se te mueve un puto pelo, no te pasa nada cuando estoy en frente tuyo? -  quise saber, desde la mayor honestidad - ¿No te das cuenta o yo me drogo? - espeté. 

Sonrió, por mis formas. Mis formas. El modo en que no tenía filtro. 

-    ¡Más vale que me pasa! - dijo, gesticulando - ¡Claro que siento, yo sí siento con vos – dijo – pero te juro que no puedo, es demasiado todo esto…! - me atajó. 

-    ¿Qué quiere decir que no podés?

-    Que no puedo – dijo.

-    ¿Qué no podés?

-    Arreglar eso para vos, prometerte que voy a poder, que me va a salir bien, que voy a poder estar bien con vos… No sé, hacer todo cómo te lo merecés. Porque, te lo juro, vos no te das cuenta… Pero te merecés todo con lo que sos. Y yo no te puedo dar certezas, y si sigo adelante con vos y todo sale mal… - se le cortó la voz - ¿No te das cuenta que sería un hijo de puta? No es que sea un mal tipo, es que no puedo darte garantías de abrirme más después de tantos años y que todo resulte con vos. ¡Con vos, encima! - agregó, a la exclamación. 

-    Pero es no para mí, es para vos. No me tenés que prometer nada, a mí. Yo te quiero, y mientras que yo te vea feliz, está todo bien… - suspiré - ¿Sabés lo que pasa? Vos no me vas a entender, pero, para mí, con vos, no es tan científico… A mi me pasan cosas con vos que no me habían pasado nunca en mi vida. Y se dan así, con miedos,con enojos, con todo… Pero se dan o no se dan... - reconocí - Lo que yo creo que te pasa es que vos no te querés preguntar qué carajos te pasa conmigo porque me llevás veintitrés años… ¿Y cómo se va a dar, no?

-    Es que no puedo, Veinte, te lo juro que no puedo… - me confesó, con notorio malestar en su rostro -  No tengo fuerza para soportar esas preguntas. Hace muchos años, ya, pasó ese momento de mi vida. Éste es otro momento, yo ya me contesté esas preguntas hace muchos años y volver a hacérmelas ahora es… imposible para mí. No quiero, hacérmelas de nuevo - insistió - Perdón, te pido perdón, pero… no puedo, y tampoco quiero. 

Asentí con la cabeza, terminante. 

- Bueno…  está bien... - dije nada más - Entendí. 
- Pero, escuchá, eso no quiere decir que me chupes un huevo vos. De verdad, vos no, Veinte - dijo. 

Evadí sus palabras. 

- ¿Algo que haya hecho mal, que te haya lastimado? - pregunté. 

- No, en absoluto. ¿Sabés qué pasa con vos? Hacés… - tomó aire - demasiado bien todo para mí, de hecho…  Tenés todo, hacés todo bien, querés de una forma, vos… ¿Qué te doy yo, a cambio? ¿Cómo carajo hago con vos? ¿Qué te ofrezco, a los cuarenta y dos años? Ni siquiera te puedo ofrecer la seguridad de que yo me vaya a abrir más todavía y me vaya a salir bien. ¿Y vos te pensás que yo no me doy cuenta las cosas que sos capaz de hacer? Pero, a ver, esto pasa porque no tengo con qué corresponderte, no porque no me gustes, ni por nada de eso… ¿Estás loca? - se rió - Pero, fijate, en serio: yo no tengo belleza, cómo vos, no tengo tu edad, no tengo nada… 

Volví a desestimar sus palabras respecto a las apariencias. 

- Es que no importa nada de eso. ¿Sabés lo que no tenés vos? Voluntad, ganas de estar conmigo - admití - Por la razón que sea, te pesa todo esto que está pasando. Es una carga para vos, lo padecés, estás del culo pensando por qué mierda aparecí yo en tu vida tan pero tan ordenada - arremetí, con calma, aunque con firmeza - Pero ya desde ahí te estás haciendo un par de preguntas - le dije, con sarcásticamente -  Y, ojo, yo entiendo que hoy, ahora, en éste momento, no puedas hacértelas y ver, por qué estás así, qué carajo te pasa conmigo.  Que ni quieras saber qué carajo te pasa conmigo, por qué te estás poniendo así, que no te quieras cuestionar más, porque te pone mal meter el dedo ahí…  - le dije, dando la pauta de que no era ninguna tonta respecto a lo que percibía en sus ojos, en sus gestos y en sus modos de tratarme -  Pero, yo sé que te las vas a hacer y no te lo digo porque sea forra, sino porque es así...  – le dije – No te vas a escapar toda la vida de las preguntas, no se puede vivir así. Y quizá, listo, vos me digas que esto es una locura, que merezco a un chico joven, que no te querés cuestionar; pero, lamento decepcionarte, las preguntas están. Siempre van a estar ahí, lo quieras o no. Si no es ahora, conmigo, dentro de cinco años, vas a preguntarte. Si no, no estarías vivo - le expliqué - Sacá ésto de nosotros del medio y pensá en general, sin asociarlo conmigo o con vos… Aunque uno se quiera esconder abajo de la cama, las preguntas te encuentran - musité - A mí me encontraron cuando te conocí a vos y me quería matar, te lo juro, porque no entendía para qué me estaba pasando esto, por qué vos, por qué en ése momento de mi vida, por qué todo… ¿entendés? - asintió con la cabeza, mirándome con atención - Y tuve que hacerles frente porque eras más fuerte que yo… Me mirabas o te me acercabas y yo me moría porque por dentro me pasaban tantas cosas raras - me reí, con tristeza y Él me sonrió con la misma tristeza - Y acá, en tu caso, la cosa es al revés: si quisieras, podrías, pero no querés. En el fondo, lo que pasa con vos, es que no te bancás el precio, que no te dá para hacértelas, porque te falta voluntad… No energía porque tengas o no tengas 40 años,  sino, voluntad. Uno puede tener huevos toda su vida. O nunca - le aclaré. 

Bajó la cabeza.

-    No… es que sí, tenés razón, pero yo tengo esa fuerza... No puedo. De verdad, perdón, perdóname, te pido disculpas, pero no puedo. Vos no te ves, pero tenés una fuerza… Para mí es impresionante. Pero yo no tengo nada con qué corresponderte a eso. Y estoy seguro que… no soportaría si salen mal las cosas con vos.

-    A Seguro se lo llevaron preso – musité – Y vos lo que no te bancás no es si sale mal, esto; lo que vos no soportás, es el amor. Ése es el tema. No soportás el amor, que algo te parta la cabeza. A vos, te chupa un huevo mi amor. Quizá el de otra no, pero el mío, estoy segura de que sí. 

 

(…)



-      ¿Ya mismo te querés ir?

 Asentí, decidida, hermética y dura.


 - Vení conmigo  - me dijo, acercándose. 


-      No – musité – Por favor. Lejos, por favor. 

 - Veinte, por favor - me dijo, y se evidenció su cansancio.

- Estoy intentando ser clara. Me está costando mucho, por favor te pido… No sea egoísta. 

- Pero vos sos clara. Yo entendí. Te lo juro. 

- No, no entendiste. Si no, no te acercarías. 

- Pero es que no puedo… - se quejó. 

- ¿Qué  hacemos con todo esto, si voy con vos, de qué sirve todo lo que estuvimos hablando? - le pregunté, desorientada, como si me estuviera juntando en pedazos con una cuchara sopera.  

- Sí, entiendo tu punto…  Pero ¿ no te puedo abrazar una vez más? Después, no me vas a mirar más la cara, parece, y yo te quiero dar un abrazo de despedida por lo menos. Si te vas a ir, te quiero abrazar.

Se me acercó, despacio hasta quedar parado frente a mí. No lo miré a los ojos ni dispuse la cabeza para que me la agarrara entre sus manos, para besarme o acariciarme la cara, siempre tan delicado. Agaché la cabeza, un poco y la levanté, como si me hubieran pegado un latigazo en coronilla. Miré los cuadraditos de su camisa azul y beige, frente a mí, considerando mi altura.

 (...) 

- No sé cómo hacés para barcártela…  – le dije. 

Bajó la vista, con el semblante entristecido. 

- En un tiempo, te lo prometo, va a estar todo bien para vos - me susurró, despacio - Va a ser mejor. Vas a estar bien, yo te lo prometo. Esto no te va doler tanto con el tiempo, vas a ver. Va a pasar el tiempo, y yo no te voy a importar tanto. Te vas a olvidar de mí, vas a conocer a un tipo mejor y te vas a olvidar rápido… - sonrió, con tristeza - Vas a ver. Creeme,  sé por qué te lo digo...
- Yo no sé para qué me lo decís...  
- Te juro que no te lo digo para lastimarte - me anotició - Es lo que hay que hacer, esto, es lo que corresponde - anunció - No te lo digo para joderte, ni para nada malo. Creo que tiene que ser así, que merecés tener una vida normal... - reconoció. 

- Yo sé que todo lo que me decís es para que no sufra, de verdad, ya me di cuenta… - reconocí, en voz alta - Pero, por favor, escuchame, no me cuides, no intentes darme consejos ni nada - suspiré - Es una mierda que me digas esto para mí - reconocí. 

- Pero, es que así va a ser… Estoy seguro de lo que te digo. Una persona como vos no se merece sufrir por un viejo como yo, que no tiene nada para darte. Vos tenés que querer a otra persona que se quede con vos ¿sabés? Que viva toda tu vida con vos, y yo ya no puedo eso, Veinte. Soy viejo, no tengo la edad suficiente... Es una mierda, pero... 

Suspire y bajé la vista. 

-    ¿Me estás sacando de encima, en teoría, no te acordás? – me reí - Tenés que ser duro. No me podés hablar así, porque te juro que te diría que no sos viejo todos los días, como un remedio, cada ocho horas hasta que te des cuenta...  -  bromeé, vencida - Pero te veo a vos tan tranquilo que, de verdad, siento que hice y vi y entendí siempre todo mal… - le confesé, en un susurro - ¿Como puede ser que no me haya dado cuenta que para vos esto está re cocinado y yo estoy acá sufriendo cómo una forra? - le pregunté, sin rencor, solamente, desorientada al entero. 

Sonrió, por mi expresión. 

-   No me  digas así -me pidió - Es muy difícil esto para mí. Te entiendo, te lo juro, yo sé que te duele…  Es horrible, esto… Ya lo sé. Ya sé, yo, te juro que te entiendo…  – me repitió - Yo sé que te duele… 

-    Entonces sé bueno, no me quieras abrazar ni nada, dejá que me vaya a casa así… ¿si? - le pedí, más dulcemente. 

- Es que… - suspiró - Veinte, no me podés pedir esas cosas… - dijo, cómo un nene chiquito. 

      - ¿Y  cómo vamos a hacer, si no? - se me quedó mirando, en silencio - Sé que es decadente que te lo diga, pero te juro que no sé  ni cómo voy a hacer… Te miro, en éste momento, y no sé cómo carajo voy a hacer para poder querer a otro tipo… - le confesé, al borde del llanto - que no seas vos. Ojalá, te juro, ojalá tengas razón y me pase… Pero si no me pasa, por lo menos, ubicate, sé bueno. Decime, si no nos alejamos así, a lo bestia, ¿como vamos a hacer, como lo sostengo?  ¿No te das cuenta que es insostenible para mí? 
- Para mí también es una mierda. No hagamos las cosas así, busquemos la mejor manera, la manera en que sea menos doloroso para los dos - me indicó. 
- ¿Hay? - musité. 
- Sí, sí que hay - me dijo con dulzura - No nos enojemos. Por favor, no pienses ni te quedes con que soy un mal tipo. Yo no soy un hijo de puta. Quedate con todo lo bueno. Si no, es una mierda. 
- Ya sé que no sos un hijo de puta - admití - pero, si no creo eso, ya te lo dije, no sé cómo hacer. Lo que viene después de esta bronca, es lo peor, por eso me enojo - le dije, confesándoselo - ¿Cómo se hace? 

Todavía muy cerca de mí, bajó la vista. Yo también la bajé, casi apoyando la cabeza en su pecho.

- Vamos a tener que aprender a vivir con lo que nos pasa, nosotros dos… – musitó, sin tocarme - Es así ¿sabés? Vamos a tener que aprender a vivir con lo que nos pasa.  

 Me quedé callada. Acababa de soltar todas mis armas, mis escudos, mis razones. Nada era tan fuerte como ese horrible momento de alejarme de Él.

III

Casi cinco años después, cumple 47 años. Lo saludo. Chateamos. Me dice que tenga ojo, que el tiempo va a pasar para todos, en broma. Yo le digo que lo sé, ahora, a través de mi sobrino que viene en camino y pienso en el perro que se compró hace poco. Pienso en como cambia todo y, a veces, en lo lento que se da ese proceso. 

“Felicitaciones, tía”, me escribe en otro momento de la charla. Sonrío pensando en que, aunque no lo vea, esa forma de escribirme tiene una base dulce y no burlona. Lo acepto, de su parte, y se lo agradezco, con otra broma leve, sin intenciones malas. 

“ Te dejo que tengo un parcial”, insisto, luego de que me responda, para dejar las cosas así. 

Nos mandamos caritas de besito con corazón, a modo de despedida. 

 “Y tranqui hoy”, añade en referencia al parcial, igual que hacía hace cinco años, cuando yo no estudiaba en esta Universidad y, ni siquiera, estaba a pocos años de recibirme, a diferencia de ahora. 

Mientras tanto, seguimos construyendo nuestras vidas.  Y, a veces, me parece pensar que quizá sí, aprendimos a vivir con lo que nos pasó, o estamos aprendiendo, o vamos a seguir aprendiendo todo el resto de nuestras vidas. 

viernes, 16 de noviembre de 2018

El Principito II

- Mirá que *** puede nacer el ocho de enero, eh - me dijo mi madre un día. 

Y me la quedé mirando petrificada. 

- ¿No tenía fecha para la semana próxima, el dieciséis de enero? - pregunté

- Pero los primerizos se adelantan. Y le dijeron que era posible que nazca el ocho - insistió. 

Los ojos, se me llenaron de lágrimas.   ¿Y qué si la personita que más amo en éste mundo, encima, llega el mismo día que llegué yo y terminamos soplando velitas a dúo, no? Sería una universal paradoja, en especial, considerando que a mi no me gusta mi cumpleaños pero que amaría seguir compartiendo todo con El Principito. 

Porque con él, todo es emoción, aunque me resulte extraño. Todo es emoción. Emoción, sí, emoción irrefrenable, como siempre que me nombran a mi sobrino, que pienso en el, que hago algo para él, que lo voy a visitar y le hablo a la panza de mi hermana.  Emoción como siempre que lo siento patear cuando le froto la panza y me escucha la voz, como si me respondiera. Emoción por verlo, por conocerlo, por cuidarlo, por mostrarle todo lo que quiera descubrir del mundo, por ayudarlo, por consentirlo.  Por ser su tía. 



II 

Creo que el único deseo que tengo, además de que nazca con salud, es que alguna vez se de cuenta de cuánto lo amo. Que un día se de cuenta de lo feliz que me hace ver sus manitos en una ecografía y escucharle el corazón dentro del consultorio. De lo feliz que me hace hacerle un mimo a la panza de mi hermana o hablarle, y notar cómo patea cuando llego de visita después de tomarme tres colectivos diferentes y le digo: "Hola, mi vida, lleguéeee". De lo feliz que hizo hacerle el primer regalo, como el mayor acto de fe que alguna vez puse sobre algo. De lo mucho que pienso en él, todos los días, y de cuánto rezo para que esté bien. 

Sí, quisiera que algún día se de cuenta que cuando pienso cómo le va a quedar el conjuntito de Mimo o el babero azul que le regalé con tanto pero tanto amor, atajo con esfuerzo las lágrimas de emoción. Lo mismo cuando me pongo a pensar que me va a mirar un día y me va a decir, quizá, "¿che, tía, tomamos unos mates?", y para mí, eso sea la felicidad absoluta. 

III 

Sí, puede parecer idiota pero, mi mayor deseo es que me diga: "Tía, ¿vamos a tomar un heladito, hoy?", dentro de unos años, quizá cuando sea chiquito. Pensar que voy a poder llevarlo de la manito, caminando por la calle a que disfrute de sus gustos preferidos, mientras me sonríe y me cuenta sus cositas.  O imaginármelo maravillado mientras le cuento que en el mundo existen pájaros, libros, cuentos, pelotas, muñecas o todo lo que él me diga que le llama la atención. O  imaginarme a mi, maravillada también, mientras él me cuenta sus pareceres sobre el mundo... 

Sí, puede parecer exagerado, pero de sólo pensar en eso, en ése momento, en ése instante donde lo pueda agarrar de la mano por primera vez, se me caen las lágrimas de emoción por pensar que El Principito llegará a ser un hombre un día. Una persona que hable, que piense, que sienta, que sonría, que luche por sus sueños. Una persona que, por fortuna, esté presente en mi vida y me de el motivo para vivirla. 

Porque aunque no se lo imagina, ni quizá lo sabe en su estadía dentro de la panza, si hay algo por lo que sigo luchando, en especial en un año tan extraño para mí, donde se me cayeron ciertas bases que yo creía fundamentales para el futuro; es por verlo nacer y crecer.  Y quizá, si es que debe nacer el mismo día que yo, nunca más me haga falta volver a pedir deseos cuando soplemos las velitas juntos... Porque de sólo pensar en mi sobrino, sé que es el amor hecho realidad. El amor más grande que alguna vez me imaginé poder sentir en mi vida.

Empiezo a sospechar que eso explica todo.
Lentamente, explica todo. 


miércoles, 14 de noviembre de 2018

Tiro por elevación...


- ¿Cómo le va, señorita?  ¿Todo bien, tus cosas? Me contó un pajarito que usted quiere ****  - decía el mensaje que me envió Urtubey, luego de muchos meses sin vernos. 

- ¡Ey, hola! - le contesté, mientras repasaba para un examen - ¿A qué pajarito le tengo que pegar el gomerazo si se puede saber? - le respondí. 

Claro, lo mío fue con cierta ironía, considerando que le habían contado algo que yo no quiero que sepa nadie, y que eso, había sido por medio de mi familia, es decir, las únicas personas que lo saben. Si bien ésto no es algo malo, sí es una cuestión personal que he decidido mantener a resguardo hasta que esté en condiciones de contarlo.  

Pero, precisamente contra toda mi discreción, Urtubey, por medio de mi mamá - según me confeso finalmente - se enteró. Y me mandó un mensaje en clave no indagatoria, pero sí, sorprendido por el asunto, queriendo saber más.   Y, eso sí: me pidió que no le dijera nada a mi madre, respecto a que él me había escrito para saber. 

Cuando mi madre llegó de hacer mandados, me deshice de la lealtad hacia Urtubey, y le saqué el tema: 

- ¿Sabés qué persona ajena a nuestra familia se enteró que... **? 

Mi mamá, sin darse por aludida, negó. 

- Urtubey, nuestro querido vecino y amigo... ¿Y sabés quién se lo contó, no? 

Mi madre se rió. 

- ¿Qué tiene de malo? No es nada malo... 
- Pero es algo mio, mami, no importa si es bueno o es malo, es algo mío. 
- ¡Pero qué tiene que él lo sepa! Si él nos conoce a todos, tenemos confianza - me explicó. 

Revoleé los ojos, desestimando ese hecho. 

- Si vos sostenés eso, contale algo tuyo. No algo mío. ¿No te das cuenta, mamá, que lo que vos contás con liviandad uno lo tiene que trabajar todos los días para que sea posible? No es cosa del alarde. Detrás de todo eso, uno para por miles de procesos desagradables...

- Bueno, pero no tiene maldad... ¿Por qué no querés que lo sepa? 
- No me gusta. De nadie, no de él. Me da vergüenza. 

Mi mamá me hizo un gesto de relax, aludiendo a que lo tomase con calma. 

- ¿Cuándo te escribió? 
- Hace un ratito - le expliqué - Igualmente, si no sos leal con él, sé leal conmigo, y no le digas que te conté. ¿Sabés por qué te conté? Porque vos no tenés filtro, mami... Tenés que aprender a ser más discreta con la gente sobre nuestras vidas, porque no sabés lo que nos cuestan las cosas para que las andes ventilándolas - insistí. 

Ése, es un enorme defecto que tiene mi vieja. No sabe, ni por asomo, ser discreta. No cree que la gente pueda ser chusma, ni que pueda tener malicia, ni que las cosas "se corten" entre más personas las sepan. Pero yo, en cambio, sí. Y por eso, hacía esta marca de stop. 

- ¿Y qué te preguntó? 
- Cuestiones alusivas al tema. ¿Vos, qué más le contaste? 
- Que habías hecho esa suplencia hace unos meses como Profesora, que estabas dando muchos parciales en la Facultad, que estabas muy atareada este mes... - me explicó. 

Asentí con la cabeza. 
Mi madre, en cambio, sacudió la suya. 

- ¿Qué? - le pregunté. 
- Que se la pasa pelotudeando en el trabajo - dijo. 

Me reí, levemente. 

- Ah, sí, no sé, ése es un tema suyo - admití, encogiéndome de hombros - Yo lo único que te digo es que la próxima, nada a nadie. 

Siguió lavando los platos por unos instantes más, y yo, me quedé leyendo a su lado, de casualidad, una parte de lo que tenía para estudiar, porque me daba mejor la luz. 

- Papá siempre dijo que ****  sabés que... - murmuró, con sorna, pero en un principio  no le entendí bien. 

Una sorna, de igual modo, que incluía un poco de desagrado. 

- ¿Qué? No te entendí - le dije. 
- Dijo siempre que si vos le darías un poco de cabida, él, sabés qué... y tiene razón - insistió - Pero también dice que vos lo ves como un tipo medio tonto. 

La miré, pero no me miró, quedándome callada por unos instantes.  Estaba hablando, efectivamente, de lo que yo creía que estaba hablando y estaba siendo clara por primera vez. 

- Y en eso también tiene razón - admití, sin que se me mueva un pelo, porque lo cierto es que no me importa ya lo que puedan pensar de él, ni tampoco, de mí - No es un mal tipo, ojo, pero es un tipo que, en el momento de la vida donde yo estoy, me resulta pesado. 
- Además, si hay que hay que empujarlo todo el tiempo para que decida las cosas... Con treinta y siete años... - aludió. 

Acordé con ella. 

- No sirve tener al lado ni un hombre ni una mujer a la que una persona tenga que empujar. Te volvés loco, no aprendés, el otro termina dependiendo de vos... - argumenté - A mi, dejame de joder con esas cosas - le dije, y se rió. 

Yo sin embargo pensé que muchas de las cosas que vi durante todo el año pasado y cierta parte de éste, no estaban puestas en duda sólo bajo mi mirada. Que toda mi familia tenía la misma hipótesis, sólo que no lo decían, y tampoco tenían modo alguno y directo de comprobarlo. 

Al final, la confirmación a las viejas premisas, siempre llega cuando es demasiado tarde.  

Seguramente, a mi madre, ahora que sabe qué hace con lo que le cuenta, no le queden ganas de confiarle nada de nada. 

¡Por chusmeta le pasa! 


sábado, 10 de noviembre de 2018

Literatura, cuanto menos, ficción: "El túnel"

"El caso no es volverte a ver, 
sino ver cómo vuelves... " 
(Beret)

        Casi un año atrás, para ésta misma época, estaba pasando por un momento donde por todos los medios posibles necesitaba sanarme. Con Él, siendo una persona que me había importado mucho y a quien le había abierto las puertas de mi mundo, no me dirigía la palabra. Casi tres años y medio sin dirigirnos la palabra, salvando contadas ocasiones donde nos cruzábamos en eventos, Él intentaba acercarse y yo... no podía aceptarlo, pero tampoco, manejarlo. Era más fuerte que yo, que todo lo que podía soportar racionalmente.  Sin embargo, con el paso de mucho tiempo, el año pasado, por ésta misma época, mi sistema interno detonó.  Y con su colapso, me di cuenta que, realmente y fuera de todo argumento posible, había estado sufriendo tres años y medio por marcarle los límites más difíciles que le había tenido que marcar a un hombre en mi vida.  Es decir, los límites de una indiferencia atroz, que en mi vida regular, yo no soy capaz de sostener. No es que sea tonta, ni débil, sino que cuando la persona realmente me importa, tiendo a perdonarlo. Tiendo a querer estar bien, a menos de que me haya hecho “una muy jodida”. Hace cuatro años, el hecho de que Él estuviera con Ella, para mí por lo menos, sí era un límite serio, era “una jodida”, por la forma en que todo se dio. No obstante eso, con el paso de los años, tendí a perdonarlo. Lo entendí, me puse en su lugar, y me di cuenta que jamás iba a volver a pedirle a ninguna persona algo que no tuviera; es decir, en nuestro caso, que nunca iba a pedirle a él que fuera desprejuiciado, valiente, claro, y consecuente con sus actos ante la presión de patrones que había continuado durante toda su vida, mucho antes de que naciera yo.  

 En noviembre del año pasado me decidí a saludarlo con motivo de su cumpleaños número cuarenta y seis, siendo mi manera de despejar el terreno. De entrar por un túnel oscuro, buscando luz, sabiendo que tenía que atravesarlo para poder encontrarme con algo mejor, para poder saldar esa cuenta pendiente.  Para dar cuenta, por si algo le importaba a él, que estaba todo bien conmigo, que ya no estaba más enojada; que, finalmente, había podido empezar a cicatrizarme.  Lo que, después de todo lo que había vivido y visto durante los dos años anteriores, no era poca cosa.

A lo largo de diciembre, se dieron dos hechos que me sirvieron como exponente. Por lo que, si había osado preguntarme qué era capaz de hacer luego de tantos años en la misma postura, la respuesta era la misma: esconderse, acobardarse, tirar la piedra y esconder sus manos.  A partir de eso, llegó un punto donde empezó a darse un proceso vertiginoso y definitivo: comencé a verlo de una forma completamente diferente, es decir, con la mentalidad de una mujer de veintitrés años, y no, con las salvedades que quizá no llegaba a entender teniendo diecinueve.

 La paradoja de éste cambio de paradigma fue que cuando yo me desconecté de su vida y recuperé mis espacios del pasado, y recuperé la escritura y recuperé “mi voz”, él empezó a rondarme a través de las redes sociales. Sin malicia, quizá, pero tampoco, sin respuesta. Porque  ese fue uno de los cambios más positivos y significativos de éste año: me desconecté de su vida, de su recuerdo, y del sufrimiento que tenía asociado, más allá del montoncito pequeño de cosas buenas.  Cuando me desconecté, asimismo, del dolor, me enfoqué en pensar que lo mejor - más allá de que me dejara likes en redes o me mirase los estados, o que le gustaran los videos que compartía -, era mantener esa sana distancia... Es decir, dejarlo hacer lo que quisiera en esa representación de la vida real, pero jamás considerarlo dentro de mi vida real. 

Porque mi vida real ya no era poner un video de Fontanarrosa en las redes. Si no que era estudiar, trabajar con el asunto de la Gestoría, quedarme sin trabajo, empezar a ejercer como Profesora de Literatura, volver a quedarme sin trabajo, porque se me acabara la suplencia; y seguir adelante estudiando para  buscarme las horas, y entregar los prácticos de la Universidad, y ponerle la cara a la inflación, al clima social antipático, a una recesión que afecta, muchas veces, lo mismo por dentro o por fuera. Y seguir buscando laburo, y seguir estudiando, y levantarme todos los días con la mejor cara, luchando, simplemente, por no pensar que tengo una vida de mierda. Por no pensar que no sirve que estudie lo que estudio. Por no pensar que, por momentos, y a 16 materias de recibirme – con dos títulos - no existe casi en ninguna medida el disfrute.   Pero también, mi vida, era (y es) mi sobrino, otros cambios aledaños al tema, un reciclaje en la relación con mis mejores amigos, donde verlos poco no deba ser sinónimo de perder el cariño o la confianza.

 En general, y entonces, un reciclaje en los vínculos de mi familia, donde saberlos parte de ese grupo, no quiere decir que de su parte no puedan ser productores de las vivencias menos simpáticas. Un reciclaje de todo… Donde, claro, casi no quedó nada en pie. Ni siquiera, Él, y su manía de estar burgués, ubicado en un mundo y una realidad que no es la mía, habiendo hecho su vida, y habiendo respondido sus preguntas, veintitrés años antes. O quizá, no habiéndolas podido responder nunca, siquiera veintitrés años después.

II

Hoy salí a tomar un helado con mi mejor amiga. Cuando salimos de la heladería, luego de tener una charla de compinches, nos decidimos a dar una vuelta. Mi mejor amiga, en eso que estábamos cruzando la calle, vió una de las camionetas con las que El túnel, una casa de comida para perros, hace los repartos para los vecinos. 

Entonces, se acordó: 

- ¡Ay, amiga, ¿no me acompañás a comprarle comida al perro?! - me preguntó
- Sí, dale, vamos... - acepté - ¿Qué le vas a comprar, bocaditos? - le dije, en broma y  emprendimos camino hacia la casa de alimento balanceado.  Mientras ella buscaba su monedero antes de entrar, y yo abría la puerta vidriada para ingresar al local, ví a un hombre de espaldas, dentro, que me llamó la atención. O en realidad, ví unas piernas que me pareció conocer, que me resultaron enormemente familiares, pero enseguida lo descarté…  “No, esas piernas de viejo no son de ***.  Aunque son parecidas, pero no” pensé, inclusive, sin rasgo de malicia.  Es que, en realidad, no eran las piernas suyas que yo recordaba, sino, las piernas de un hombre mayor, con los tobillos un poco inflamados.
Seguí dos pasos más adelante, como si nada, dentro del local, mientras le cedía la delantera a mi amiga en el pasillo directo hacia la caja donde se encargaban los pedidos; otro túnel. De pasada, volví a mirar al tipo, no sé bien por qué, en realidad, pero lo volví a mirar. Hasta que me di cuenta que “ese tipo”, era Él. Que esa era su espalda, su cuello, su pelo, sus bermudas, sus… piernas. De viejo, sí.

Instantáneamente, me bloqué. Fue un segundo, solamente, donde observé a ese hombre, dos pulgadas más cerca, y me dí cuenta que era Él. Con su novia y la hija de ésta. Alrededor de la caja. Y fue como si me pegaran un mazazo equivalente a un año y medio de tiempo, enterito, perdido, pasado, muerto, frente a mis ojos.

Y enseguida, le susurré: 

- ¡Uh, no te puedo creer! - mi amiga me miró, alerta – La concha de la lora, mirá.  
- ¿Qué? ¿Quién está?
- Está El Viejo. Con la mina.  - le dije, disimuladamente – No mires. No pasa nada.

A mi mejor amiga le cambió la cara.

-      Uh, la puta madre – dijo, y enseguida enfiló para atrás.
-      ¿Qué haces? – le pregunté.

La cara de culpa que puso la pobre, me dió congoja hasta a mí. 

- ¡Vamos, vamonós boluda! Compro después, nos vamos de acá.  
- No, no, no - la frené - Yo no me voy, las pelotas que me voy a ir – le dije – Yo no me escapo más. Vamos.
- No, pero en serio, vamos, vamos... 
- No, está bien, comprá – insistí.

Se fue, como espantada, casi hasta la puerta. 

- Ay, perdóname… - musitó.
- No pasa nada – le dije en voz muy baja.
- ¿Estás bien?
- Sí boluda, yo no me voy  a ir de un local- le expliqué, queriéndole decir que yo no me iba a escapar de las cosas. No iba a ser como Él. No iba a hacer lo mismo que todo cuanto me había dolido. Porque no éramos la misma clase de persona; porque él es un cobarde y yo no quiero ser así. Porque yo toda la vida me había enfrentado a las cosas. Porque odio esconderme. Porque ahí, haciendo la fila, estaba el tipo que más me había hecho sentir algo dentro de mi cuerpo. El tipo al que yo le había confiado mi vida, mis miedos, con el que me había reído, el que me había visto llorar; frente al que no era yo… Si no, una versión que jamás resurgió del sótano donde se ancló hace más de cuatro años.

¿Y me iba a ir, como una rata? Yo sabía que me tenía que quedar, aunque en ese momento, lo único que hubiera deseado fuera ser invisible. Sabía que me tenía que enfrentar a Él, y a su “familia”, porque… en algún momento, Él me iba a ver de la mano de otro tipo caminando por la calle y… “la vida era así, no había otra”. 

- No, pero en serio- insistió mi amiga.
- La pendeja, la hija de la otra, ya me vió. No voy a ser tan cagona…  - le avisé, y entré al local.  Al mismo local donde estaba Él, luego de casi un año y medio sin vernos de cerca, sin que la vida tuviera la mala idea de ponernos otra vez frente a frente. 

III

Muchas veces, durante todo este tiempo, me pregunté qué pasaría si me lo encontraba en la calle. Considerando que yo lo había saludado para el cumpleaños, que él me había saludado para el mío ( me había dicho que disfrutara, que los años se me iban a pasar volando…), pero también,  considerando que había pasado por la puerta de mi casa y no había tenido el valor de mirarme - siendo que yo estaba sentada en la puerta, y me venía mirando de lejos, pero de cerca no señor.  

Muchas veces me pregunté si alguna vez nos íbamos a cruzar y cómo íbamos a reaccionar. Pero también, al cabo de esas muchas veces, siempre acabé por descartar la posibilidad.  Me parecía algo totalmente improbable, lejano a la realidad, como si estuviera fuera de todos los cálculos. Me parecía un desorden a mi lógica personal, ya acostumbrada a que la vida nos desencuentre siempre y nunca nos dé la oportunidad más cómoda, la que se le da a otras historias que sí tienen que ser. 

¿Resignada? Prefiero decirme que logré estar acostumbrada al punto de la certeza, de saber que nosotros ya no nos íbamos a ver más. Acostumbrada al punto de soportarlo todo. Acostumbrada a seguir viviendo al margen de lo que hiciera en mis redes, incrédula, deshabitada, considerado que la vida con el consabido encuentro real no presentaba jamás las condiciones.  ¿Y cómo pensar que eso era una simple casualidad?  Quizá, por algo sería. Yo siempre sentí que por algo era, que no es nuestra función encontrarnos. Al caso, si nuestra finalidad fuera ésa, no se basaría en interacciones tontas que carecían de un poder de representación concreto para ilustrar intenciones verdaderas, y en especial, también adultas. 

Así, y siendo Igual de terminante que cuando tenía diecinueve años frente a  las actitudes de Él, sus gestos virtuales fueron dignos de un hombre tibio. Y yo no pude dejar de repetirme que, "a los tibios los vomita Dios". 

III 

Una vez dentro del local me puse en la fila, junto con mi amiga, que estaba de espaldas a ellos. Me miró, la miré, dándole a entender que estaba todo bien, y me mantuve en silencio. Tarde o temprano, sabía que iba a ser vista, por lo que traté de no destacar de entrada, ni siquiera, por el uso de la voz. Aunque, para mi desgracia, fue la novia de Él, enseguida, quien me detectó con la mirada, y me reconoció, claro. Pero lo que más me sorprendió del todo es que cuando le sostuve la vista, dando cuenta de que yo la reconocía también y que, en especial, reconocía al hombre que la acompañaba, me la cambió sin saludarme.  De inmediato, luego de ese momento donde nos sostuvimos la mirada durante dos o tres segundos, ella se replegó dentro del círculo que formaba con Él y su hija. Mientras que yo, volví a mirarla a mi amiga, fugazmente, sin decirle absolutamente nada.

Cuando yo pensé que estaba todo perdido, que lo iba a agarrar a su novio de la oreja para sacarlo fuera del local, considerando que estaba de espaldas y que no sabía que estaba detrás suyo, no me dispuse a bajar la mirada. Simplemente, me quedé ahí, dispuesta a que me viera, a que me fumara y a que, si no le gustara aquello, se la tuviera que aguantar. Al fin y al cabo, si a ella no le gustaba que Él se encontrase conmigo – pensé – ojalá se diera cuenta lo doloroso que era para mí verlos a los tres jugando a la familia feliz, después de todo lo que conocía de ese hombre y después de todo lo que de mí él había conocido.

Mi cabeza iba a la velocidad de la luz. Acababa de pensar todo ese bloque edificado en un nanosegundo cuando, seguramente por la expresión que a ella se le tatuó en la cara, Él se dio vuelta para observar lo mismo que ella había mirado. Y, lo que fue más filoso: esquivó, retrocediendo un poco, la espalda de mi amiga, para ver bien quién estaba detrás.   

Y ahí, recién, se dio cuenta que era yo. Y yo, confirmé de primera plana que era Él, en versión deteriorada. Y enseguida se me acercó, con un conjunto de modos suaves, para saludarme con un beso. Creo que, a diferencia de su flamante novia contemporánea y pende-vieja, a Él, le llevó dos centésimas de segundo acercarse a saludarme. Pero, al mismo tiempo, también creo que me saludó por pura inercia, por puro impulso, porque en cuanto nos quedamos parados uno al lado del otro, a ninguno de los dos le salían las palabras.  Yo me di cuenta que estaba temblando quizá unos dos o tres segundos después de saludarlo y verlo en esa situación, con un cachorro en su pecho, apañándolo del mundo.

- Hola, Veinte - me dijo. 
- Hola - le dije a Él, a ella y a su hija, dándoles un beso a cada uno. 

Saludaron también a mi amiga, que se fue a comprar, rauda, para que pudiéramos irnos pronto. 

El viejo me miró, después de años, a la cara. Casi 47, casi 24. Frente a frente, rodeados de personas demasiado cercanas, frente a frente. La tensión se palpaba en el aire. Yo me había quedado sin palabras desde el instante donde había entendido que sus piernas, ahora, en "piernas de viejo", así que no podía hacer gala de una soberbia ni de un altanería impostadas. 

-      Estamos de compras, nosotros – dijo ella, falsa como una campeona.
-      Mirá vos, un perrito…  – le dije, sin mover un músculo de la cara.

Él no me dijo nada.  Yo, apenas habiendo esbozado palabras, todavía estaba shockeada porque todavía estaba recibiendo el impacto del saludo de un hombre que no era, ni por asomo, Él. Un hombre que era un tipo de casi cincuenta años, al que no reconozco. Un tipo que me representó, con sólo verle la cara, dos sentimientos que no me había representado nunca: la debilidad y la tristeza.

 ¿Cómo es que había pasado tanto tiempo, y él se había arrugado tanto y su rostro se había “caído”? ¿Qué le había pasado en estos últimos años, cómo podía ser que el tiempo hubiera sido tan tirano consigo, dejándolo hecho polvo? No lo podía creer. No lo pude creer con la misma velocidad con la que lo estaba mirando y estaba sabiendo desde los sentidos lo que mi razón no podía llegar a asimilar todavía.  El verlo, escuchar la debilidad y la poca vida en su voz, del mismo modo que observar su… transformación, me impactó sobremanera. Me sobrepasó, dejándome en una situación de compresión e impresión muy fuerte.  Fue como si todo lo que pensara decirle, perdiera el sentido. Fue como si, frente a mi, ese hombre, fuera un enfermo recién salido de recuperación, pasado por mil aguas, y yo, fuera una ingenua. Una tonta por no darme cuenta, desde mucho antes, que Él estaba envejeciendo cada día más y que no existía ni existe modo alguno de evitarlo. 

Fugazmente, creo que por culpa de la misma desesperación, me pregunté si estaban comprando un perro por alguna cuestión en particular, por alguna enfermedad, por alguna cuestión aledaña, pero enseguida lo descarté. Fue una de las primeras cosas que pensé, en relación a cómo lo encontré.  Aunque en segundo término me pregunté si estaría enfermo en otro estrato porque su cara ya no era “su cara”, ni tampoco su voz, ni tampoco su esencia, ni siquiera, el modo de hablar.  Estaba raro; como ido. No indiferente a la situación, sino, ido. Parecía otra persona. Realmente, otra persona.  Pero notando la forma en que Ella se estaba comportando conmigo y la forma en que Él estaba eligiendo actuar, frente a una situación inesperada, pero ante todo, incómoda (supongo), me dije que podía seguir siendo la misma clase de persona, pero que eso no significaba que estuviera físicamente enfermo. 

-      Mostrale lo que acabamos de adquirir, mostraleee – le dijo a Él, jocosa, flamante ella, sin darse cuenta que tenía a su lado a un muerto, a un tipo que se quedaba paralizado frente a una pendeja de veinticuatro años o, lo peor, dándose cuenta y queriendo pasarme su estado vital por la cara. 

Me puse más nerviosa por notar su reacción, o mejor dicho, su manera tan rara de reaccionar... Porque El viejo apenas se movió. ¿O es que para Ella todo era perfectamente normal? ¿Le resultaba normal que Él, atontado como estaba, me mostrara el cachorro y jugara conmigo a la ficción de la familia feliz? ¿Si se había hecho la boluda dos segundos actos, qué sentido tenía ser hipócrita? Después, la loca, era yo.  Él sólo giró el perro frente a mí, sin mirarme, y sin hablarme, mostrándomelo desde el simbolismo ,y no, desde lo normal. ¿O es que, antes, cuando estábamos nosotros dos juntos, había alguien que lo mandara? Sentí repugnancia; parecía el hijo de Ella y no el novio. En general, parecía como si no tuviera poder, ni tampoco, vitalidad para soportar estar en una situación que nos involucrase a las dos, desgraciadamente. Porque hay que decir que La Señora se puso a hacer comentarios, sí, pero la actitud de Él fue lamentable. Sin poder mirarme, y casi sin poder hablar. Sin poder naturalizar el verme. Sin que yo lo pueda naturalizar. Sin que nada, jamás, pueda volver a ser normal. 

Mientras pasaban los segundos, yo no podía entender lo viejo que estaba, pero además, lo diferente.  No podía, no me entraba en la cabeza que el tiempo se lo estuviera comiendo, y que eso se refleja en su rosto, en su actitud y en toda esa energía triste que parecía salir de sus adentros.  ¿Cómo su presencia me pegaba un ramalazo de triste tan fuerte, cómo era lo único que me podía connotar? ¿Cómo estaba tan demacrado y nadie lo miraba, nadie se daba cuenta de la expresión de tipo triste que reluce? ¿Es que nadie lo mira de verdad, o la cosa es conmigo nada más, cuando me ve, que se le transfigura la cara? 

Incluso mientras escribo esto, con mucha angustia a cuestas, me doy cuenta que está... devastado y es increíble cómo yo, una persona que ya no lo conoce más que de vista, es capaz de notarlo. ¿Es que nadie lo mira a los ojos, es que nadie lo examina, es que nadie lo palpa? ¿Nadie ve que es un himno a la cobardía, a la pérdida, a la tristeza este hombre?

 Realmente lo digo, sin ánimo de revancha, ni nada por el estilo; no puedo creer que esté así. El viernes por la tarde vi en su cara la devastación del tiempo, como si fuera un muñeco de trapo al que le digitan la vida , pero además, como si fuese un niño que hubiera perdido la autonomía para todo. Alguien vencido, doblemente vencido.  Con el que me fue posible sentir esa distancia de veintitrés años que, nunca antes, había podido medir de una manera tan terrible y tan determinante. Una distancia que me llevó a preguntarme: “¿cómo me enamoré de este tipo? No lo entiendo”.

Es que... ¿nadie lo ve, nadie ve la tristeza que expele, cómo se está avejentando progresivamente y cómo se le está perdido la expresión de los ojos? 

Quizá, la diferencia sea que finalmente fui yo quien lo descubrió. Y quien no pudo contener las lágrimas frente a ello, una vez que le cayó la ficha y entendió el sistema, es decir, lo muerto y lo vivo que está, al mismo tiempo. 

IV

"Qué viejo que está, Dios" pensé yo, y ella, volvió a romper las pelotas con el perro que acababan de comprar, sí, todos lo sabemos querida, a modo de demostración de familia consolidada y feliz.  Claro, con el silencio de cementerio que se había hecho, y con el espanto generalizado, se dispuso a llenar territorialmente el espacio, como si yo tuviera la entereza de preguntarle algo, viéndole a Él la cara que traía. 

- ¿Vos viste lo hermoso que es? Tiene días, días… Recién lo compramos, recién – insistió – Es una cosita… 

Miré al perro en los brazos de Él.

-      ¿Es nena o nene? – les pregunté, aunque en realidad, sabíamos todos a quién le estaba hablando. 
-      Nena – me dijo ella, ocupando el espacio. 
-      Nene – me dijo él, sin mirarme.

Me quedé callada.

¿Era una nena, un nene, una excusa, o qué cosa? ¿Al final, tanta alegría y Él no sabía ni el sexo como para decírmelo o los nervios le estaban jugando una mala pasada? 

-      No, es una nena – lo corrigió ella, dejándolo en evidencia.  Aunque Él no le contestó nada.  Y por suerte, enseguida, apenitas después de ese resbalón, a Ella le tocó el turno de pagar por lo que se fue a la caja, alejándose, aunque dejó a su niña ahí, a modo de lastre en este recorrido en un infierno demasiado personal para que, con catorce años, pudiera comprenderlo.

Cuando ella se fue, volví a mirar al perro, aunque Él sólo agachó la cabeza y empezó a acariciarlo, a acunarlo, a darle cariño. Es decir que escondió la cara, se apoyó en el perro, y yo me quedé callada mirando a la cachorrita/o, negra por completo, de tan pocos días. 

Insisto: no podía creer ni mucho menos entender el cuadro de situación. Me parecía de lo más incómodo, bizarro, y en especial, patético. Es decir, más que patético; despreciable. 

"¿Qué le pasa? " me dije, de nuevo, mirándolo de reojo.  Su actitud era tan débil que me sacaba de juego porque parecía que yo, en realidad, la conocía más a Ella (quien se había hecho la boluda para saludarme) que a Él (quien había venido a saludarme sin dudarlo ni un segundo, pero que después, se había paralizado).  

No entendía el hecho capital:  cuando bien podría haber dado la cara, del mismo modo en que se había acercado a saludarme casi que por impulso, ahora, en cambio, no hacía más que ocultarla. Miraba a su perro, no a mí. Miraba a ese perro buscando una excusa y, en cambio, conmigo no era capaz de sostener la mirada ni siquiera durante un minuto. 

¿Qué nos pasaba? ¿Qué mierda nos había pasado? Ésa era mi pregunta, eso era lo que no podía entender, en realidad. 

Me subió una oleada de angustia enorme, aunque intenté sonreír, como para disimular un poco.  Me quedé mirando la perrita en brazos suyos, como si mirase un recuerdo que me resultara incompatible con todos los otros almacenados bajo la etiqueta de Él en mi mente.  Y aunque quizá hubiese sido normal tocar al perro y decirle “es hermoso”, un poco no me salió y otro poco no quise. Evidentemente, sentí que era algo tan de ellos que, mis manos, acabarían por ensuciarlo y no quise ni siquiera unirme y acercarme más a su cuerpo para hacerle mimitos al animal, porque, en realidad, ése perro lo había comprado con ella, no conmigo, y yo – pensé, sin titubeos – no tenía por qué contaminárselo.  

A la espera de que pasara todo el trance, dos o tres segundos después, él no me miró y yo tampoco lo miré. No nos dijimos nada, uno al lado del otro, mudos y modificados por el paso del tiempo a través de nuestros cuerpos como dos muñecos de plastilina.  Yo me saqué mi mochila-cartera, guardé el celular, y traté de pasar el momento, sin pensar si me miraba o no, sin pensar que estaba la hija de la mina ésta, ahí, mirando todo.

Hubo un instante, sin embargo, donde yo levanté la cabeza y nos miramos de reojo. Me sentí una idiota, y también, me dije que Él era un pelotudo. Ni dos chicos chiquitos eran capaces de hacer algo así, de estar tan mutuamente petrificados y no poder ni mirarse. ¿Cómo dos personas que pasaron buenos y malos momentos se distancian al punto de que verse nuevamente les suponga una parálisis? ¿Cómo dos personas que, como mínimo, habían mantenido un cierto vínculo de confianza y empatía - no digamos amor - no se podían hablar? Desde mi lógica, era impensado. Desde mi corazón, estar como estaba, era la única manera de pasar por la situación que estaba teniendo que enfrentar no, quizá, desde la falsedad o la simpatía, pero sí, desde el coraje.

 Pero ¿de su parte, qué? Wow, no dejaba de sorprenderme. Parecía no poder controlar su comportamiento y parecía, al mismo tiempo, no estar ni del lado de Ella ni de "mi lado", sino, mirándolo todo sin entenderlo. Aunque eso sí, enseguida me di cuenta que no estaba enojado cuando me miró de reojo. 

Me di cuenta que no me podía mirar ahora que me había saludado, que me había saludado y en cuanto Ella me había dicho lo del perro y había empezado a hacerse la simpática, Él había agachado la cabeza, sin mirarme, como hubiese sido esperable, y que, al hacerlo durante dos o tres segundos, se le contraía la car en una especie de mueca de dolor.

¿Estaba bien, realmente? ¿Se sentía bien? Por un momento, llegué a asustarme. ¿Recién se había avivado, entendiendo que yo seguía siendo yo, y quizá tampoco encajaba en sus recuerdos? Hay una enorme modificación entre los diecinueve y los, casi, veinticuatro años, pienso ahora, y también pienso que no soy digna ya de sorprenderlo si ni siquiera me mira. No obstante, me digo que quizá luego de  años sin vernos cualquier actitud suya, por inocente que fuera, o por humana que fuera, me seguiría pareciendo inexplicable; porque hay respuestas que nunca nos dimos. Cosas que, del otro, jamás vamos a poder entender ni saber.   

El viejo no sabía ni hablarme, me dije, ya estando sin Ella en frente.  Nada era como antes, ni siquiera, su virtud de sacarme charla y trasladarme alegría. ¿Es que seguiría teniendo yo «una presencia muy fuerte» tal y como me decía? ¿O es que lo había matado la sorpresa? Cambié la vista, acomodándome el pelo largo hasta la cintura y la mochila. Lamentando no estar maquillada, sólo vestida con calzas deportivas, musculosa y zapatillas a juego. Lamentando no haberme secado el pelo para que se me selle el alisado y el pelo me quedase más lacio. Lamentando que fuera viejo, y yo, joven. Lamentando que me mirase poco, con esa distancia, o que en realidad, no pudiera mirarme a los ojos sostenidamente porque no se lo bancara y no pudiera ser quien era antes conmigo, por lo menos, antes de que estemos juntos. 

Porque que agachara la cabeza y acariciara un perro, si del otro lado, estaba yo, me parecía estúpido. ¿Cómo, si se había acercado, ahora no podía conmigo, estando frente a frente después de tanto tiempo, y haciéndose el señor divertido en redes?  Estaba yo mirándolo, ahí, y Él, acariciaba a un perro. ¿Se comprende? 

Sumidos de nuevo en un silencio tremendo, bajé la vista. En cuanto miré al suelo, inesperadamente, me habló:

- ¿Todo bien? – dijo, en voz muy baja. Una voz dulce, sí, pero carente de vida.

¿Siempre me había hablado así, sin fuerzas, y yo recién me había dado cuenta? ¿Por qué no me hablaba a la cara? 

Lo mire, antes de responderle por dos microsegundos. El viejo hizo todo el esfuerzo para sonreír, pero esa alegría no le llegó ni por asomo a sus ojos y enseguida me cambió la vista. Me di cuenta que tenía uno de sus párpados muy caído, entrecerrado, como si se le hubiera achicado el ojo y que, junto a eso, se mantenía una mueca de dolor en su cara.  Me resultó extraño que me mirase como si le ardiera hablarme y que, sin embargo, se hubiera acercado a saludarme. Pero ¿qué remedio iba a tener en esa situación? Muy lejos, solamente en un gesto que tuvo cuando se despidió, al saludarme, vi algo que me resultó familiar, como una remotísima estela de simpatía, de la misma sensación que tuve cuando recién lo conocí.  Es decir, cuando no me había enamorado de Él y lo podía ver, quizá, como realmente era. Cuando sabía que era imposible, lejano, ajeno en todas sus formas y cuando sabía, también, que yo no podía amar a un tipo así. Que, de gustarme, me gustaban otra clase de personas.

- Sí. Bien, todo tranqui - le dije, solamente, en respuesta a su pregunta. No por mala, sino, porque lo único que me respondía era la cabeza, pero no, de la boca para afuera. 

De nuevo, un silencio. Incómodo. Profundo.

"Se compró un perro, para tener con ella, en su casa", pensé.  " ¿Pero, qué le pasa, por qué está tan raro, tiene tan rara la cara?", insistí, de inmediato, considerando que era más importante lo segundo que lo primero.

- ¿La facu? - me preguntó, con enorme dificultad.

¿Cómo es que nos costaba tanto hablar, si nos habíamos contado las miserias? Seguía mirando hacia la perra. Casi pude oírlo, pese a que me hablase bajo, con una especie de opacidad y sequedad en la voz.  

Verlo en esa situación, me derruyó. 

- Anda... Ahí. Nada, igual... Nada - le dije, solamente, con la garganta seca, e hice un gesto de pesadez, intentado sonreír.

Me miró, dos segundos, y volvió a mirar a la perra, emulando un poco la misma mueca, pero fallando igual que yo. Tuve ganas de preguntarle si se sentía bien, pero me di cuenta que no era el momento, que... ya no correspondía que lo hiciera.  La dinámica era esa: una pregunta, caricitas a la perra y una respuesta. No había espacio para preguntas de mi clase. No había espacio para mi manera de mirarlo y de leerlo, aún a veintitantos años de distancia. 

  "Se compró una perra, para su ideal de familia feliz ", dije, mientras el silencio se sostenía. Era una mezcla de nervios, tristeza, bronca y preocupación por verlo así. Era una mezcla de enormes ganas de preguntarle ¿y vos, el laburo bien? pero al mismo tiempo de decirle ¿che, tenés algún quilombo, necesitás algo? solamente de verle el desaliento grabado en las arrugas. 

Pero hubo algo que ganó en esas vacilaciones y, en efecto, me quedé recordándolo. Eso, lo que me había dicho hace cuatro años sobre que no podría darme la familia... y el perro, precisamente. Éso, nomás, eso. Sí, yo me acordé que yo le había dicho que no quería tener perros, que lo quería a Él, que para mí lo importante era estar con Él, no tener una casa y un perro. Y lo peor era estar viéndolo con un perro en brazos, comprado para otra mujer que no era yo, pero al mismo tiempo, teniéndome en frente.  ¿Era una joda?  Parados uno al lado del otro, la paradoja se lucía, claro. 

Quizá, por eso, otra vez,  ganaba el silencio. Otra vez, su escondite en el perro. Otra vez que todo fuera un sí para Ella y que todo para mí hubiera sido un no, con la excusa – o la verdad, ya no lo sé-  de que me merecía a un hombre mucho mejor. Otra vez yo derrumbada frente a la misma persona, sin entender cómo nadie se daba cuenta de que a ése tipo había que sentarlo y preguntarle por qué se estaba dejando ganar por la muerte así, por qué no tenía más vida, por qué no se animaba a hablarme, del mismo modo automático que había venido a saludarme, si yo no lo iba a morder?

Me llené de valor, y le comenté:

- Debería estar ahí, de hecho, pero no fui – añadí, haciendo un esfuerzo para poder pasar por la situación desde el coraje y, antes que nada, desde la lógica. Porque, desde el sentido común, un hombre de casi cincuenta años no se puede esconder, frente a mí, en un perro. Pero yo, con veinticuatro, tampoco me podía quedar muda si es que quería ponerle ovarios a la situación.

- ¿Ah, sí? – dijo, solamente. 

No me sonó falso. 

- Sí, pero bueno, no fui – dije.  
- Es que a ésta altura... Se hace pesado - añadió. 
- Sí. Largo. Pero, bueh- insistí, encogiéndome un poco de hombros, remándola. 

Me miró, lo miré. Intentó sonreír , de nuevo, y cuando lo hizo, o en realidad, cuando no pudo hacerlo para mí, de nuevo me subió una cuota de angustia enorme. Jamás le vi una sonrisa tan falsa, tan forzada y al mismo tiempo, tan triste. Fue como si con ese solo gesto, de su piel, hubieran salido un compendio de emociones tristes. Me resultó increíble pero, ninguno de los dos, en ese momento, parecía que podía hablar. Yo no sé qué energía irradiaba pero, lo que sí sé, es que casi no nos salían las palabras.  ¿Y si le molestaba mi presencia o la situación?  ¿Pero... y si no... si le dolía, si lo afectaba ? ¿Y si se estaba muriendo porque dentro igual que yo , y lo único que podía hacer era eso?

Nos despedimos, luego de que la mina terminó de pagar. La situación, vista desde fuera, fue tensa según el testimonio de mi amiga. Yo, desde adentro, supe que Ella se fue, con su marido, su hija y su perro, a vivir feliz, o al menos, a no hacerse la pelotuda la próxima vez que me vea para evitarse el saludarme. Sé también que yo me quedé con mi amiga, dentro del local y que Él, se fue, con la perrita en brazos, del otro lado del "túnel", a seguir adelante con su vida.

 - Perdoname - me dijo, solamente, mi amiga, una vez que me acerqué a la caja. 

Me aclaré la garganta, pero no le dije nada, solo la miré. 

- Sí, ya sé, ahora afuera hablamos.. - me dijo. 
- Explicame ésto - le dije, nada más. 

Porque lo cierto es que, aún todo hubiera acabado, yo todavía no lo entendía.

VI

- Ay, boluda, perdón, ¡qué situación del orto! - me dijo. 
- No, no pasa nada... Está bien - le dije y me la quedé mirando.
- Por lo menos, superaste algo. 
- Sí, por eso. Me faltaba esto para entender que está más cerca de la muerte que otra cosa - añadí, con acidez. 

Fue como si le preguntara si acababa de pasar lo que yo creía que había pasado, para que me diera su visión de los acontecimientos.

- En serio, boluda ¿vos te diste cuenta? ¿Vos te diste cuenta que está destruido? - le pregunté. 

Era, en ese momento, algo que no me entraba en la cabeza, aunque ya estuviese fuera de El túnel. 

- Bueno, no sé, siempre estuvo hecho mierda, para mí no es parámetro. Me puse nerviosa, igual, estaba nerviosa. Yo te escuché y se notaba que era re tensa la situación de las dos partes. La mina está re hecha mierda, boluda. Es como que, los dos, están igual de hechos mierda, y quedan iguales en ese aspecto.

- Tiene perro... - musité - La familia, la casa, y el perro - le dije – Al final, logró el cometido.  

Mi amiga mofó. 

- Me parece que, más que el perro, sigue eligiendo la comodidad. 
- Tiene un perro con ella - insistí, como metida dentro de mi mundo.
- Eso es banal , no tiene nada que ver que se compre un perro- admitió-  Pero la mina también, eh, está hecha pelota… No es solamente él, ella igual – resaltó.
- No sé, sabés que ni la mire- le dije, cayendo en la cuenta - Te juro que es la primera vez que - me frené y dejé de caminar como una alocada - que... parece que retrocedí cinco años atrás en el tiempo, pero en realidad, los hicimos para adelante.  No es Él ¿me entendés? Es un viejo. Un viejo choto, de esos que están hechos mierda, que te mira con esa expresión de viejo choto – le dije, pasmadísima.

Sí, acababa de caer en la cuenta. Sí, lo estaba procesando. Sí, me acababa de dar cuenta, reconfirmando todo lo que me había parecido éstos últimos meses, ahora, luego de un encuentro en persona.

Me quedé callada. Luego de cuadras y cuadras, fui pudiendo poner palabras a mis pensamientos.  No podía remover la mueca contractiva que había hecho apenas verme de cerca.  Una mueca entre mansa, derrotada, cansada y, al mismo tiempo, que muy muy muy en el fondo, me recordaba a las primeras veces donde lo había visto. ¿Qué era eso, ahora, para El y para mí? ¿Distancia, indiferencia, falta de amor, desconocimiento absoluto de la vida de la otra persona?

Pensé, mientras caminaba, que por primera vez cuando lo miraba no podía entender como ese hombre podía transmitirme tanta tristeza. Que fue la primera vez donde no entendí cómo había podido amar tanto a una persona tan diferente a mi, tan triste, con la que vivir hubiera sido una locura, pero además, algo imposible. Fue la primera vez donde me  di cuenta que éste tipo no representa la lucha o el coraje, sino, la cobardía , la incomodidad, el estar frente a mi ojos diciéndome de una nueva forma «yo si siento con vos, pero no puedo». Y que yo ni loca quiero al lado mío a un hombre que sea así, que sea un triste.  Pero… ¿quién era yo, hace años, para no haberlo entendido, no haberme dado cuenta que éramos y somos tan diferentes?

Seguí caminando en silencio, con mi amiga, sin poder explicarle la cantidad de cosas que se me pasaban por la cabeza y por el cuerpo en esos segundos. Entendí que mientras observaba su postura débil me resultaba imposible que tuviera que ver con la del hombre que, apoyado en el marco de la puerta de su propia habitación, estando yo con poca ropa frente a su espejo, me observaba con embeleso sin perderme ni siquiera en un pestañeo y me pedía perdón por dejarme llena de marcas, y nos reíamos, y le decía que me gustaba, que me lo hiciera siempre y se horrorizaba con tanta sinceridad y tanta jovialidad para no tomármelo a la tremenda.

VII

Luego de varias cuadras, finalmente, cuando estaba mi amiga en la parada del colectivo, se lo dije:

- Cuando veo cosas como las que vi hoy, te juro que siento que nunca me quiso - le dije a mi amiga - Es como que siento que, no sé, es obvio... ¿cómo podría estar ahora, a mis veinticuatro años, al lado de un tipo que está así, que parece dopado? - le pregunté- ¿Entendés, boluda? Él lo vió siempre,  era una locura que estemos juntos, nosotros dos. Mirá cómo está, y mirame a mi. 

Suspiré. 

- Igual, ojo, nunca me quiso... Así que no hubiésemos durado tanto- resalté. 
- No digas eso - me dijo – Lo que pasa es que pasó mucho tiempo, y hacía mucho tiempo que no se veían. Es la primera vez que se ven desde que se arreglaron, tené en cuenta eso. Que estabas nerviosa y que el tipo también se quedó como en shock.

Miré para abajo. 

- Tiene un perro con ella - le dije. 
- ¿Y qué tiene que ver el perro? – me dijo, haciéndome reír.
 - Que a mi me dijo que me merecía un hombre mejor, que no me iba a poder dar un hogar, ni un perro. 

Me quedé callada, pero enseguida, traté de cambiar la sintonía.

(...) 

- ¿Puse una mala cara? - le pregunté a mi amiga, en plan minita.  

Negó con la cabeza. 

- No, te pusiste toda blanca. Se te fue todo el color de la cara. 
- Como si hubiera visto un fantasma - me reí, socarronamente
- Sí, tal cual, eh. Como si hubieras visto un fantasma… - me miró, pensativamente.
- Y, tan tan lejos no estoy, eh… - bromeé.

Aunque por dentro me pregunté dónde estaba, en ese momento, el tipo que le sacaba charla hasta a los muertos? ¿Que te hacía miles de preguntas, que... estaba vivo?  Me encantaría saber en qué pensó cuando me vió a mí, luego de tantos años, en vivo y en directo. Porque, si yo tengo que decirlo de alguna manera, diría que casi a los veinticuatro años, finalmente, hoy, recién hoy, yo me encontré con un viejo. Con el tipo viejo que él siempre me dijo ser, en relación a mi, a la belleza que me atribuía y a la juventud que ostentaba, inclusive, más que ahora.  Con un tipo que no está viejo, sino que además, parecía transitar esa situación con un enorme delay.  Uno totalmente distinto a ese tipo enérgico, gracioso, pilas, seductor y amiguero que yo conocí hace cinco años. Totalmente distinto al tipo que con esos mismos ojos me miraba derrochando picardía, vida, lucidez o rapidez mental para los buenos chistes. Totalmente distinto a ese tipo que me acariciaba en la oscuridad, que me daba besos en la cabeza, en el pelo, que me calentaba los pies a la noche, dulcemente, para que no tuviera frío, pero que también lograba excitarme usando solamente una camisa negra con las mangas llevadas a la altura del antebrazo. Distinto del tipo que me daba un beso  y me decía “¿cómo puede ser que sea todo tan fácil, con vos? Te doy un beso nada más, y es todo tan fácil… Es una locura. No puedo pensar con vos, qué cosa...”

VIII

- ¿Sabés qué es lo bueno de todo esto? - le dije a mi amiga, mientras estábamos en la parada del colectivo y yo estaba esperando que lo tome para irme a lo de mi hermana.
- ¿Qué? - me preguntó. 
- Que mañana a la mañana, cuando me levante, va a volver a ser todo como siempre. Él va a seguir siendo ese viejo, pero yo también voy a seguir siendo yo – inspiré hondo - Y sí, va a volver a ser todo como siempre, igual que siempre...