"El caso no es volverte a ver,
sino ver cómo vuelves... "
(Beret)
Casi un año atrás, para ésta misma
época, estaba pasando por un momento donde por todos los medios posibles
necesitaba sanarme. Con Él, siendo una persona que me había importado mucho y a
quien le había abierto las puertas de mi mundo, no me dirigía la palabra. Casi
tres años y medio sin dirigirnos la palabra, salvando contadas ocasiones donde
nos cruzábamos en eventos, Él intentaba acercarse y yo... no podía aceptarlo,
pero tampoco, manejarlo. Era más fuerte que yo, que todo lo que podía
soportar racionalmente. Sin embargo, con
el paso de mucho tiempo, el año pasado, por ésta misma época, mi sistema
interno detonó. Y con su colapso, me di
cuenta que, realmente y fuera de todo argumento posible, había estado sufriendo
tres años y medio por marcarle los límites más difíciles que le había tenido
que marcar a un hombre en mi vida. Es
decir, los límites de una indiferencia atroz, que en mi vida regular, yo no soy
capaz de sostener. No es que sea tonta, ni débil, sino que cuando la persona
realmente me importa, tiendo a perdonarlo. Tiendo a querer estar bien, a menos
de que me haya hecho “una muy jodida”. Hace cuatro años, el hecho de que Él
estuviera con Ella, para mí por lo menos, sí era un límite serio, era “una jodida”, por la forma en que todo se
dio. No obstante eso, con el paso de los años, tendí a perdonarlo. Lo entendí,
me puse en su lugar, y me di cuenta que jamás iba a volver a pedirle a ninguna
persona algo que no tuviera; es decir, en nuestro caso, que nunca iba a pedirle
a él que fuera desprejuiciado, valiente, claro, y consecuente con sus actos
ante la presión de patrones que había continuado durante toda su vida, mucho
antes de que naciera yo.
En noviembre del año pasado me decidí a
saludarlo con motivo de su cumpleaños número cuarenta y seis, siendo mi manera
de despejar el terreno. De entrar por un túnel oscuro, buscando luz, sabiendo
que tenía que atravesarlo para poder encontrarme con algo mejor, para poder
saldar esa cuenta pendiente. Para dar
cuenta, por si algo le importaba a él, que estaba todo bien conmigo, que ya no
estaba más enojada; que, finalmente, había podido empezar a cicatrizarme. Lo que, después de todo lo que había vivido y
visto durante los dos años anteriores, no era poca cosa.
A
lo largo de diciembre, se dieron dos hechos que me sirvieron como exponente.
Por lo que, si había osado preguntarme qué era capaz de hacer luego de tantos
años en la misma postura, la respuesta era la misma: esconderse, acobardarse,
tirar la piedra y esconder sus manos. A
partir de eso, llegó un punto donde empezó a darse un proceso vertiginoso y
definitivo: comencé a verlo de una forma completamente diferente, es decir, con
la mentalidad de una mujer de veintitrés años, y no, con las salvedades que
quizá no llegaba a entender teniendo diecinueve.
La paradoja de éste cambio de paradigma fue
que cuando yo me desconecté de su vida y recuperé mis espacios del pasado, y
recuperé la escritura y recuperé “mi voz”, él empezó a rondarme a través de las
redes sociales. Sin malicia, quizá, pero tampoco, sin respuesta. Porque ese fue uno de los cambios más positivos y
significativos de éste año: me desconecté de su vida, de su recuerdo, y del
sufrimiento que tenía asociado, más allá del montoncito pequeño de cosas
buenas. Cuando me desconecté, asimismo, del dolor, me enfoqué en pensar
que lo mejor - más allá de que me dejara likes en redes o me mirase los
estados, o que le gustaran los videos que compartía -, era mantener esa sana
distancia... Es decir, dejarlo hacer lo que quisiera en esa representación de
la vida real, pero jamás considerarlo dentro de mi vida real.
Porque
mi vida real ya no era poner un video de Fontanarrosa en las redes. Si no que
era estudiar, trabajar con el asunto de la Gestoría, quedarme sin trabajo,
empezar a ejercer como Profesora de Literatura, volver a quedarme sin trabajo,
porque se me acabara la suplencia; y seguir adelante estudiando para buscarme las horas, y entregar los prácticos
de la Universidad, y ponerle la cara a la inflación, al clima social
antipático, a una recesión que afecta, muchas veces, lo mismo por dentro o por
fuera. Y seguir buscando laburo, y seguir estudiando, y levantarme todos los
días con la mejor cara, luchando, simplemente, por no pensar que tengo una vida
de mierda. Por no pensar que no sirve que estudie lo que estudio. Por no pensar que, por momentos, y a 16 materias de recibirme – con
dos títulos - no existe casi en ninguna medida el disfrute. Pero también, mi vida, era (y
es) mi sobrino, otros cambios aledaños al tema, un reciclaje en la relación con
mis mejores amigos, donde verlos poco no deba ser sinónimo de perder el cariño
o la confianza.
En general, y entonces, un reciclaje en los vínculos de mi familia, donde saberlos
parte de ese grupo, no quiere decir que de su parte no puedan ser productores
de las vivencias menos simpáticas. Un reciclaje de todo… Donde, claro, casi no
quedó nada en pie. Ni
siquiera, Él, y su manía de estar burgués, ubicado en un mundo y una realidad
que no es la mía, habiendo hecho su vida, y habiendo respondido sus preguntas,
veintitrés años antes. O quizá, no habiéndolas podido responder nunca, siquiera
veintitrés años después.
II
Hoy
salí a tomar un helado con mi mejor amiga. Cuando salimos de la heladería,
luego de tener una charla de compinches, nos decidimos a dar una vuelta. Mi
mejor amiga, en eso que estábamos cruzando la calle, vió una de las camionetas con
las que El túnel, una casa de comida
para perros, hace los repartos para los vecinos.
Entonces,
se acordó:
-
¡Ay, amiga, ¿no me acompañás a comprarle comida al perro?! - me preguntó
-
Sí, dale, vamos... - acepté - ¿Qué le vas a comprar, bocaditos? - le dije, en
broma y emprendimos camino hacia la casa
de alimento balanceado. Mientras ella
buscaba su monedero antes de entrar, y yo abría la puerta vidriada para
ingresar al local, ví a un hombre de espaldas, dentro, que me llamó la
atención. O en realidad, ví unas piernas que me pareció conocer, que me
resultaron enormemente familiares, pero enseguida lo descarté… “No, esas piernas de viejo no son de ***. Aunque son parecidas, pero no” pensé,
inclusive, sin rasgo de malicia. Es que,
en realidad, no eran las piernas suyas que yo recordaba, sino, las piernas de
un hombre mayor, con los tobillos un poco inflamados.
Seguí
dos pasos más adelante, como si nada, dentro del local, mientras le cedía la
delantera a mi amiga en el pasillo directo hacia la caja donde se encargaban
los pedidos; otro túnel. De pasada, volví a mirar al tipo, no sé bien por qué,
en realidad, pero lo volví a mirar. Hasta que me di cuenta que “ese tipo”, era
Él. Que esa era su espalda, su cuello, su pelo, sus bermudas, sus… piernas. De viejo, sí.
Instantáneamente,
me bloqué. Fue un segundo, solamente, donde observé a ese hombre, dos pulgadas
más cerca, y me dí cuenta que era Él. Con su novia y la hija de ésta. Alrededor
de la caja. Y fue como si me pegaran un mazazo equivalente a un año y
medio de tiempo, enterito, perdido, pasado, muerto, frente a mis ojos.
Y
enseguida, le susurré:
-
¡Uh, no te puedo creer! - mi amiga me miró, alerta – La concha de la lora,
mirá.
-
¿Qué? ¿Quién está?
-
Está El Viejo. Con la mina. - le dije, disimuladamente – No mires. No
pasa nada.
A
mi mejor amiga le cambió la cara.
-
Uh, la puta madre – dijo, y enseguida enfiló para atrás.
-
¿Qué haces? – le pregunté.
La
cara de culpa que puso la pobre, me dió congoja hasta a mí.
-
¡Vamos, vamonós boluda! Compro después, nos vamos de acá.
-
No, no, no - la frené - Yo no me voy, las pelotas que me voy a ir – le dije –
Yo no me escapo más. Vamos.
-
No, pero en serio, vamos, vamos...
-
No, está bien, comprá – insistí.
Se
fue, como espantada, casi hasta la puerta.
-
Ay, perdóname… - musitó.
-
No pasa nada – le dije en voz muy baja.
-
¿Estás bien?
-
Sí boluda, yo no me voy a ir de un
local- le expliqué, queriéndole decir que yo no me iba a escapar de las cosas.
No iba a ser como Él. No iba a hacer lo mismo que todo cuanto me había dolido.
Porque no éramos la misma clase de persona; porque él es un cobarde y yo no
quiero ser así. Porque yo toda la vida me había enfrentado a las cosas. Porque
odio esconderme. Porque ahí, haciendo la fila, estaba el tipo que más me había
hecho sentir algo dentro de mi cuerpo. El tipo al que yo le había confiado mi
vida, mis miedos, con el que me había reído, el que me había visto llorar;
frente al que no era yo… Si no, una versión que jamás resurgió del sótano donde
se ancló hace más de cuatro años.
¿Y
me iba a ir, como una rata? Yo sabía que me tenía que quedar, aunque en ese
momento, lo único que hubiera deseado fuera ser invisible. Sabía que me tenía
que enfrentar a Él, y a su “familia”, porque… en algún momento, Él me iba a ver
de la mano de otro tipo caminando por la calle y… “la vida era así, no había
otra”.
-
No, pero en serio- insistió mi amiga.
-
La pendeja, la hija de la otra, ya me vió. No voy a ser tan cagona… - le avisé, y entré al local. Al mismo
local donde estaba Él, luego de casi un año y medio sin vernos de cerca, sin
que la vida tuviera la mala idea de ponernos otra vez frente a frente.
III
Muchas
veces, durante todo este tiempo, me pregunté qué pasaría si me lo encontraba en
la calle. Considerando que yo lo había saludado para el cumpleaños, que él me
había saludado para el mío ( me había dicho que disfrutara, que los años se me
iban a pasar volando…), pero también, considerando que había pasado por la puerta de
mi casa y no había tenido el valor de mirarme - siendo que yo estaba sentada en
la puerta, y me venía mirando de lejos, pero de cerca no señor.
Muchas veces me
pregunté si alguna vez nos íbamos a cruzar y cómo íbamos a reaccionar. Pero también, al
cabo de esas muchas veces, siempre acabé por descartar la posibilidad. Me
parecía algo totalmente improbable, lejano a la realidad, como si estuviera fuera de todos los
cálculos. Me parecía un desorden a mi lógica personal, ya acostumbrada a que la vida nos desencuentre siempre y nunca nos dé la oportunidad más cómoda, la que se le da a otras historias que sí tienen que ser.
¿Resignada? Prefiero decirme que logré estar acostumbrada al punto de la certeza, de saber que
nosotros ya no nos íbamos a ver más. Acostumbrada al punto de soportarlo todo. Acostumbrada a seguir viviendo al margen de lo que hiciera en mis
redes, incrédula, deshabitada, considerado que la vida con el consabido encuentro real no presentaba jamás las condiciones. ¿Y cómo pensar que eso era una simple casualidad? Quizá, por algo sería. Yo siempre sentí que por algo era, que no es nuestra función encontrarnos. Al caso, si nuestra finalidad fuera ésa, no se basaría en interacciones tontas que carecían de un poder de
representación concreto para ilustrar intenciones verdaderas, y
en especial, también adultas.
Así, y siendo Igual de terminante que cuando tenía diecinueve años frente a las actitudes de Él, sus gestos virtuales fueron dignos de un hombre tibio. Y yo no pude dejar de repetirme que, "a los tibios los vomita Dios".
III
Una
vez dentro del local me puse en la fila, junto con mi amiga, que estaba de
espaldas a ellos. Me miró, la miré, dándole a entender que estaba todo bien, y
me mantuve en silencio. Tarde o temprano, sabía que iba a ser vista, por lo que
traté de no destacar de entrada, ni siquiera, por el uso de la voz. Aunque,
para mi desgracia, fue la novia de Él, enseguida, quien me detectó con la
mirada, y me reconoció, claro. Pero lo que más me sorprendió del todo es que
cuando le sostuve la vista, dando cuenta de que yo la reconocía también y que,
en especial, reconocía al hombre que la acompañaba, me la cambió sin
saludarme. De inmediato, luego de ese
momento donde nos sostuvimos la mirada durante dos o tres segundos, ella se
replegó dentro del círculo que formaba con Él y su hija. Mientras que yo, volví
a mirarla a mi amiga, fugazmente, sin decirle absolutamente nada.
Cuando
yo pensé que estaba todo perdido, que lo iba a agarrar a su novio de la oreja
para sacarlo fuera del local, considerando que estaba de espaldas y que no
sabía que estaba detrás suyo, no me dispuse a bajar la mirada. Simplemente, me
quedé ahí, dispuesta a que me viera, a que me fumara y a que, si no le gustara aquello,
se la tuviera que aguantar. Al fin y al cabo, si a ella no le gustaba que Él se
encontrase conmigo – pensé – ojalá se diera cuenta lo doloroso que era para mí
verlos a los tres jugando a la familia feliz, después de todo lo que conocía de
ese hombre y después de todo lo que de mí él había conocido.
Mi
cabeza iba a la velocidad de la luz. Acababa de pensar todo ese bloque
edificado en un nanosegundo cuando, seguramente por la expresión que a ella se
le tatuó en la cara, Él se dio vuelta para observar lo mismo que ella había
mirado. Y, lo que fue más filoso: esquivó, retrocediendo un poco, la espalda de
mi amiga, para ver bien quién estaba detrás.
Y
ahí, recién, se dio cuenta que era yo. Y yo, confirmé de primera plana que era
Él, en versión deteriorada. Y enseguida se me acercó, con un conjunto de modos
suaves, para saludarme con un beso. Creo que, a diferencia de su flamante novia
contemporánea y pende-vieja, a Él, le llevó dos centésimas de segundo acercarse
a saludarme. Pero, al mismo tiempo, también creo que me saludó por pura
inercia, por puro impulso, porque en cuanto nos quedamos parados uno al lado
del otro, a ninguno de los dos le salían las palabras. Yo me di cuenta que estaba temblando quizá
unos dos o tres segundos después de saludarlo y verlo en esa situación, con un
cachorro en su pecho, apañándolo del mundo.
-
Hola, Veinte - me dijo.
-
Hola - le dije a Él, a ella y a su hija, dándoles un beso a cada uno.
Saludaron
también a mi amiga, que se fue a comprar, rauda, para que pudiéramos irnos
pronto.
El
viejo me miró, después de años, a la cara. Casi 47, casi 24. Frente a frente,
rodeados de personas demasiado cercanas, frente a frente. La tensión se palpaba
en el aire. Yo me había quedado sin palabras desde el instante donde había
entendido que sus piernas, ahora, en "piernas de viejo", así que no
podía hacer gala de una soberbia ni de un altanería impostadas.
-
Estamos de compras, nosotros – dijo ella, falsa como una campeona.
-
Mirá vos, un perrito… – le dije,
sin mover un músculo de la cara.
Él
no me dijo nada. Yo, apenas habiendo
esbozado palabras, todavía estaba shockeada porque todavía estaba recibiendo el
impacto del saludo de un hombre que no era, ni por asomo, Él. Un hombre que era
un tipo de casi cincuenta años, al que no reconozco. Un tipo que me representó,
con sólo verle la cara, dos sentimientos que no me había representado nunca: la
debilidad y la tristeza.
¿Cómo es que
había pasado tanto tiempo, y él se había arrugado tanto y su rostro se había “caído”?
¿Qué le había pasado en estos últimos años, cómo podía ser que el tiempo
hubiera sido tan tirano consigo, dejándolo hecho polvo? No lo podía creer. No lo pude creer con la misma velocidad con la que lo estaba mirando y estaba sabiendo desde los sentidos lo que mi razón no podía llegar a asimilar todavía. El verlo,
escuchar la debilidad y la poca vida en su voz, del mismo modo que observar su…
transformación, me impactó sobremanera. Me sobrepasó, dejándome en una situación de compresión e impresión muy fuerte. Fue como si todo lo que pensara
decirle, perdiera el sentido. Fue como si, frente a mi, ese hombre, fuera un
enfermo recién salido de recuperación, pasado por mil aguas, y yo, fuera una ingenua. Una tonta por no darme cuenta, desde mucho antes, que Él estaba envejeciendo cada día más y que no existía ni existe modo alguno de evitarlo.
Fugazmente, creo que por culpa de la misma desesperación, me pregunté si estaban comprando un perro por alguna cuestión en particular,
por alguna enfermedad, por alguna cuestión aledaña, pero enseguida lo descarté. Fue una de las primeras cosas que pensé, en relación a cómo lo encontré. Aunque en segundo término me pregunté si estaría enfermo en otro estrato porque su cara ya no era “su
cara”, ni tampoco su voz, ni tampoco su esencia, ni siquiera, el modo de
hablar. Estaba raro; como ido. No indiferente a la situación, sino, ido. Parecía otra persona. Realmente, otra persona. Pero notando la forma en que Ella se estaba
comportando conmigo y la forma en que Él estaba eligiendo actuar, frente a una
situación inesperada, pero ante todo, incómoda (supongo), me dije que podía seguir siendo la misma clase de persona, pero que eso no significaba que estuviera físicamente enfermo.
-
Mostrale lo que acabamos de adquirir, mostraleee – le dijo a Él,
jocosa, flamante ella, sin darse cuenta que tenía a su lado a un muerto, a un
tipo que se quedaba paralizado frente a una pendeja de veinticuatro años o, lo peor, dándose cuenta y queriendo pasarme su estado vital por la cara.
Me
puse más nerviosa por notar su reacción, o mejor dicho, su manera tan rara de
reaccionar... Porque El viejo apenas se movió. ¿O es que para Ella todo era perfectamente normal? ¿Le resultaba normal que Él, atontado como estaba, me mostrara el cachorro y jugara conmigo a la
ficción de la familia feliz? ¿Si se había hecho la boluda dos segundos actos, qué sentido tenía ser hipócrita? Después, la loca, era yo. Él
sólo giró el perro frente a mí, sin mirarme, y sin hablarme, mostrándomelo desde el simbolismo ,y no, desde lo normal. ¿O es que, antes, cuando estábamos nosotros dos juntos, había alguien que lo mandara? Sentí repugnancia; parecía el hijo de
Ella y no el novio. En general, parecía como si no tuviera poder, ni tampoco, vitalidad para
soportar estar en una situación que nos involucrase a las dos,
desgraciadamente. Porque hay que decir que La Señora se puso a hacer comentarios, sí, pero la actitud de Él fue lamentable. Sin poder mirarme, y casi sin poder hablar. Sin poder naturalizar el verme. Sin que yo lo pueda naturalizar. Sin que nada, jamás, pueda volver a ser normal.
Mientras
pasaban los segundos, yo no podía entender lo viejo que estaba, pero además, lo diferente. No podía, no me
entraba en la cabeza que el tiempo se lo estuviera comiendo, y que eso se refleja en
su rosto, en su actitud y en toda esa energía triste que parecía salir de sus
adentros. ¿Cómo su presencia me pegaba un ramalazo de triste tan fuerte, cómo era lo único que me podía connotar? ¿Cómo estaba tan demacrado y nadie lo miraba, nadie se daba cuenta de la expresión de tipo triste que reluce? ¿Es que nadie lo mira de verdad, o la cosa es conmigo nada más, cuando me ve, que se le transfigura la cara?
Incluso mientras escribo esto, con mucha angustia a cuestas, me doy
cuenta que está... devastado y es increíble cómo yo, una persona que ya no lo conoce más que de vista, es capaz de notarlo. ¿Es que nadie lo mira a los ojos, es que nadie lo examina, es que nadie lo palpa? ¿Nadie ve que es un himno a la cobardía, a la pérdida, a la tristeza este hombre?
Realmente lo digo, sin ánimo de revancha, ni nada
por el estilo; no puedo creer que esté así. El viernes por la tarde vi en su cara la devastación del
tiempo, como si fuera un muñeco de trapo al que le digitan la vida , pero además, como si fuese un niño que hubiera perdido la autonomía para todo. Alguien vencido, doblemente vencido. Con
el que me fue posible sentir esa distancia de veintitrés años que, nunca antes, había podido
medir de una manera tan terrible y tan determinante. Una distancia que me llevó
a preguntarme: “¿cómo me enamoré de este tipo? No lo entiendo”.
Es que... ¿nadie lo ve, nadie ve la tristeza que expele, cómo se está avejentando progresivamente y cómo se le está perdido la expresión de los ojos?
Quizá, la diferencia sea que finalmente fui yo quien lo descubrió. Y quien no pudo contener las lágrimas frente a ello, una vez que le cayó la ficha y entendió el sistema, es decir, lo muerto y lo vivo que está, al mismo tiempo.
IV
"Qué
viejo que está, Dios" pensé yo, y ella, volvió a romper las pelotas con el
perro que acababan de comprar, sí, todos lo sabemos querida, a modo de demostración
de familia consolidada y feliz. Claro, con el silencio de cementerio que se había hecho, y con el espanto generalizado, se dispuso a llenar territorialmente el espacio, como si yo tuviera la entereza de preguntarle algo, viéndole a Él la cara que traía.
- ¿Vos
viste lo hermoso que es? Tiene días, días… Recién lo compramos, recién –
insistió – Es una cosita…
Miré
al perro en los brazos de Él.
-
¿Es nena o nene? – les pregunté, aunque en realidad, sabíamos todos a quién le estaba hablando.
-
Nena – me dijo ella, ocupando el espacio.
-
Nene – me dijo él, sin mirarme.
Me quedé callada.
¿Era una nena, un nene, una excusa, o qué cosa? ¿Al final, tanta alegría y Él no sabía ni el sexo como para decírmelo o los nervios le estaban jugando una mala pasada?
-
No, es una nena – lo corrigió ella, dejándolo en evidencia. Aunque Él no le contestó nada. Y
por suerte, enseguida, apenitas después de ese resbalón, a Ella le tocó el turno de pagar por lo que se fue a la caja, alejándose,
aunque dejó a su niña ahí, a modo de lastre en este recorrido en un infierno
demasiado personal para que, con catorce años, pudiera comprenderlo.
Cuando
ella se fue, volví a mirar al perro, aunque Él sólo agachó la cabeza y empezó a
acariciarlo, a acunarlo, a darle cariño. Es decir que escondió la cara, se
apoyó en el perro, y yo me quedé callada mirando a la cachorrita/o, negra por
completo, de tan pocos días.
Insisto: no podía creer ni mucho menos entender el cuadro de situación. Me parecía de lo más incómodo, bizarro, y en especial, patético. Es decir, más que patético; despreciable.
"¿Qué
le pasa? " me dije, de nuevo, mirándolo de reojo. Su actitud era tan débil que me sacaba de
juego porque parecía que yo, en realidad, la conocía más a Ella (quien se había hecho la boluda para saludarme) que a Él (quien había venido a saludarme sin dudarlo ni un segundo, pero que después, se había paralizado).
No entendía el hecho capital: cuando bien podría haber dado la cara, del mismo modo en que se había
acercado a saludarme casi que por impulso, ahora, en cambio, no hacía más que ocultarla. Miraba a su perro, no a mí. Miraba a ese perro buscando una excusa y, en cambio, conmigo no era capaz de sostener la mirada ni siquiera durante un minuto.
¿Qué nos pasaba? ¿Qué mierda nos había pasado? Ésa era mi pregunta, eso era lo que no podía entender, en realidad.
Me
subió una oleada de angustia enorme, aunque intenté sonreír, como para disimular un poco. Me quedé mirando
la perrita en brazos suyos, como si mirase un recuerdo que me resultara
incompatible con todos los otros almacenados bajo la etiqueta de Él en mi
mente. Y aunque quizá hubiese sido
normal tocar al perro y decirle “es hermoso”, un poco no me salió y otro poco no quise. Evidentemente, sentí que era algo tan de ellos que,
mis manos, acabarían por ensuciarlo y no quise ni siquiera unirme y acercarme
más a su cuerpo para hacerle mimitos al animal, porque, en realidad, ése perro
lo había comprado con ella, no conmigo, y yo – pensé, sin titubeos – no tenía por qué
contaminárselo.
A
la espera de que pasara todo el trance, dos o tres segundos después, él no me miró y yo tampoco lo miré. No
nos dijimos nada, uno al lado del otro, mudos y modificados por el paso del
tiempo a través de nuestros cuerpos como dos muñecos de plastilina. Yo me saqué mi mochila-cartera, guardé el
celular, y traté de pasar el momento, sin pensar si me miraba o no, sin pensar
que estaba la hija de la mina ésta, ahí, mirando todo.
Hubo un instante, sin embargo, donde yo levanté la cabeza y nos
miramos de reojo. Me sentí una idiota, y
también, me dije que Él era un pelotudo. Ni dos chicos chiquitos eran capaces
de hacer algo así, de estar tan mutuamente petrificados y no poder ni mirarse. ¿Cómo dos personas que pasaron buenos y malos momentos se distancian al punto de
que verse nuevamente les suponga una parálisis? ¿Cómo dos personas que, como mínimo, habían mantenido un cierto vínculo de confianza y empatía - no digamos amor - no se podían hablar? Desde mi lógica, era impensado. Desde mi corazón, estar como estaba, era la única manera de pasar por la situación que estaba teniendo que enfrentar no, quizá, desde la falsedad o la simpatía, pero sí, desde el coraje.
Pero ¿de su parte, qué? Wow, no dejaba de sorprenderme. Parecía no poder controlar su comportamiento y parecía, al mismo tiempo, no estar ni del lado de Ella ni de "mi lado", sino, mirándolo todo sin entenderlo. Aunque eso sí, enseguida me di
cuenta que no estaba enojado cuando me miró de reojo.
Me di cuenta que no me
podía mirar ahora que me había saludado, que me había saludado y en cuanto Ella me había dicho lo del perro y había empezado a hacerse la simpática, Él había agachado la cabeza, sin mirarme, como hubiese sido esperable, y que, al hacerlo durante dos o tres segundos, se le contraía la car en una especie de mueca de dolor.
¿Estaba bien, realmente? ¿Se sentía bien? Por un momento, llegué a asustarme. ¿Recién se había avivado, entendiendo
que yo seguía siendo yo, y quizá tampoco encajaba en sus recuerdos? Hay una
enorme modificación entre los diecinueve y los, casi, veinticuatro años, pienso ahora, y también pienso que no soy digna ya de sorprenderlo si ni siquiera me mira. No obstante, me digo que quizá luego de años sin vernos cualquier
actitud suya, por inocente que fuera, o por humana que fuera, me seguiría pareciendo inexplicable; porque hay respuestas que nunca nos dimos. Cosas que, del otro, jamás vamos a poder entender ni saber.
El
viejo no sabía ni hablarme, me dije, ya estando sin Ella en frente. Nada era como antes, ni siquiera, su
virtud de sacarme charla y trasladarme alegría. ¿Es que seguiría teniendo yo
«una presencia muy fuerte» tal y como me decía? ¿O es que lo había matado la
sorpresa? Cambié
la vista, acomodándome el pelo largo hasta la cintura y la mochila. Lamentando
no estar maquillada, sólo vestida con calzas deportivas, musculosa y zapatillas
a juego. Lamentando no haberme secado el pelo para que se me selle el alisado y
el pelo me quedase más lacio. Lamentando que fuera viejo, y yo, joven.
Lamentando que me mirase poco, con esa distancia, o que en realidad, no
pudiera mirarme a los ojos sostenidamente porque no se lo bancara y no pudiera ser quien era antes conmigo, por lo menos, antes de que estemos juntos.
Porque que agachara la cabeza y acariciara un perro, si del otro lado, estaba yo, me parecía estúpido. ¿Cómo, si se había acercado, ahora no podía conmigo, estando frente a frente después de tanto tiempo, y haciéndose el señor divertido en redes? Estaba
yo mirándolo, ahí, y Él, acariciaba a un perro. ¿Se comprende?
Sumidos
de nuevo en un silencio tremendo, bajé la vista. En cuanto miré al suelo, inesperadamente, me habló:
-
¿Todo bien? – dijo, en voz muy baja. Una voz dulce, sí, pero carente de vida.
¿Siempre
me había hablado así, sin fuerzas, y yo recién me había dado cuenta? ¿Por qué no me hablaba a la cara?
Lo
mire, antes de responderle por dos microsegundos. El viejo hizo todo el
esfuerzo para sonreír, pero esa alegría no le llegó ni por asomo a sus ojos y enseguida me cambió la vista. Me
di cuenta que tenía uno de sus párpados muy caído, entrecerrado, como si se le
hubiera achicado el ojo y que, junto a eso, se mantenía una mueca de dolor en
su cara. Me resultó extraño que me
mirase como si le ardiera hablarme y que, sin embargo, se hubiera acercado a
saludarme. Pero ¿qué remedio iba a tener en esa situación? Muy lejos, solamente
en un gesto que tuvo cuando se despidió, al saludarme, vi algo que me resultó
familiar, como una remotísima estela de simpatía, de la misma sensación que
tuve cuando recién lo conocí. Es decir,
cuando no me había enamorado de Él y lo podía ver, quizá, como realmente era. Cuando
sabía que era imposible, lejano, ajeno en todas sus formas y cuando sabía,
también, que yo no podía amar a un tipo así. Que, de gustarme, me gustaban otra
clase de personas.
-
Sí. Bien, todo tranqui - le dije, solamente, en respuesta a su pregunta. No por mala, sino, porque lo único que me respondía era la cabeza, pero no, de la boca para afuera.
De
nuevo, un silencio. Incómodo. Profundo.
"Se
compró un perro, para tener con ella, en su casa", pensé. "
¿Pero, qué le pasa, por qué está tan raro, tiene tan rara la cara?", insistí, de
inmediato, considerando que era más importante lo segundo que lo primero.
-
¿La facu? - me preguntó, con enorme dificultad.
¿Cómo
es que nos costaba tanto hablar, si nos habíamos contado las miserias? Seguía
mirando hacia la perra. Casi pude oírlo, pese a que me hablase bajo, con una
especie de opacidad y sequedad en la voz.
Verlo en esa situación, me derruyó.
-
Anda... Ahí. Nada, igual... Nada - le dije, solamente, con la garganta seca, e
hice un gesto de pesadez, intentado sonreír.
Me
miró, dos segundos, y volvió a mirar a la perra, emulando un poco la misma
mueca, pero fallando igual que yo. Tuve ganas de preguntarle si se sentía bien, pero me di cuenta que no era el momento, que... ya no correspondía que lo hiciera. La
dinámica era esa: una pregunta, caricitas a la perra y una respuesta. No había espacio para preguntas de mi clase. No había espacio para mi manera de mirarlo y de leerlo, aún a veintitantos años de distancia.
"Se
compró una perra, para su ideal de familia feliz ", dije, mientras el
silencio se sostenía. Era una mezcla de nervios, tristeza, bronca y preocupación por verlo así. Era una mezcla de enormes ganas de preguntarle ¿y vos, el laburo bien? pero al mismo tiempo de decirle ¿che, tenés algún quilombo, necesitás algo? solamente de verle el desaliento grabado en las arrugas.
Pero hubo algo que ganó en esas vacilaciones y, en efecto, me quedé recordándolo. Eso, lo que me había dicho hace cuatro
años sobre que no podría darme la familia... y el perro, precisamente. Éso, nomás, eso. Sí, yo me acordé que yo le
había dicho que no quería tener perros, que lo quería a Él, que para mí lo
importante era estar con Él, no tener una casa y un perro. Y lo peor era estar viéndolo con un perro en brazos, comprado para otra mujer que no era yo, pero al mismo tiempo, teniéndome en frente. ¿Era una joda? Parados
uno al lado del otro, la paradoja se lucía, claro.
Quizá, por eso, otra vez, ganaba el silencio. Otra
vez, su escondite en el perro. Otra vez que todo fuera un sí para Ella y
que todo para mí hubiera sido un no, con la excusa – o la verdad, ya no lo
sé- de que me merecía a un hombre mucho
mejor. Otra vez yo derrumbada frente a la misma persona, sin entender cómo nadie se daba cuenta de que a ése tipo había que sentarlo y preguntarle por qué se estaba dejando ganar por la muerte así, por qué no tenía más vida, por qué no se animaba a hablarme, del mismo modo automático que había venido a saludarme, si yo no lo iba a morder?
Me
llené de valor, y le comenté:
-
Debería estar ahí, de hecho, pero no fui – añadí, haciendo un esfuerzo para
poder pasar por la situación desde el coraje y, antes que nada, desde la
lógica. Porque, desde el sentido común, un hombre de casi cincuenta años no se
puede esconder, frente a mí, en un perro. Pero yo, con veinticuatro, tampoco me
podía quedar muda si es que quería ponerle ovarios a la situación.
-
¿Ah, sí? – dijo, solamente.
No me sonó falso.
-
Sí, pero bueno, no fui – dije.
-
Es que a ésta altura... Se hace pesado - añadió.
-
Sí. Largo. Pero, bueh- insistí, encogiéndome un poco de hombros, remándola.
Me
miró, lo miré. Intentó sonreír , de nuevo, y cuando lo hizo, o en realidad,
cuando no pudo hacerlo para mí, de nuevo me subió una cuota de angustia enorme.
Jamás le vi una sonrisa tan falsa, tan forzada y al mismo tiempo, tan triste. Fue
como si con ese solo gesto, de su piel, hubieran salido un compendio de
emociones tristes. Me resultó increíble pero, ninguno de los dos, en ese
momento, parecía que podía hablar. Yo no sé qué energía irradiaba pero, lo que
sí sé, es que casi no nos salían las palabras. ¿Y si le molestaba mi presencia o la
situación? ¿Pero... y si no... si le dolía, si lo afectaba ? ¿Y si se
estaba muriendo porque dentro igual que yo , y lo único que podía hacer era
eso?
Nos
despedimos, luego de que la mina terminó de pagar. La situación, vista desde
fuera, fue tensa según el testimonio de mi amiga. Yo, desde adentro, supe que Ella
se fue, con su marido, su hija y su perro, a vivir feliz, o al menos, a no
hacerse la pelotuda la próxima vez que me vea para evitarse el saludarme. Sé
también que yo me quedé con mi amiga, dentro del local y que Él, se fue, con la
perrita en brazos, del otro lado del "túnel", a seguir adelante con
su vida.
-
Perdoname - me dijo, solamente, mi amiga, una vez que me acerqué a la
caja.
Me
aclaré la garganta, pero no le dije nada, solo la miré.
-
Sí, ya sé, ahora afuera hablamos.. - me dijo.
-
Explicame ésto - le dije, nada más.
Porque
lo cierto es que, aún todo hubiera acabado, yo todavía no lo entendía.
VI
-
Ay, boluda, perdón, ¡qué situación del orto! - me dijo.
-
No, no pasa nada... Está bien - le dije y me la quedé mirando.
- Por lo menos, superaste algo.
- Sí, por eso. Me faltaba esto para entender que está más cerca de la muerte que otra cosa - añadí, con acidez.
Fue
como si le preguntara si acababa de pasar lo que yo creía que había pasado,
para que me diera su visión de los acontecimientos.
- En serio, boluda ¿vos te diste cuenta? ¿Vos te diste cuenta que está destruido? - le
pregunté.
Era,
en ese momento, algo que no me entraba en la cabeza, aunque ya estuviese fuera
de El túnel.
-
Bueno, no sé, siempre estuvo hecho mierda, para mí no es parámetro. Me puse
nerviosa, igual, estaba nerviosa. Yo te escuché y se notaba que era re tensa la
situación de las dos partes. La mina está re hecha mierda, boluda. Es como que,
los dos, están igual de hechos mierda, y quedan iguales en ese aspecto.
-
Tiene perro... - musité - La familia, la casa, y el perro - le dije – Al final,
logró el cometido.
Mi
amiga mofó.
-
Me parece que, más que el perro, sigue eligiendo la comodidad.
-
Tiene un perro con ella - insistí, como metida dentro de mi mundo.
-
Eso es banal , no tiene nada que ver que se compre un perro- admitió- Pero la mina también, eh, está hecha pelota…
No es solamente él, ella igual – resaltó.
-
No sé, sabés que ni la mire- le dije, cayendo en la cuenta - Te juro que es la
primera vez que - me frené y dejé de caminar como una alocada - que... parece
que retrocedí cinco años atrás en el tiempo, pero en realidad, los hicimos para
adelante. No es Él ¿me entendés? Es un viejo. Un viejo choto, de esos que
están hechos mierda, que te mira con esa expresión de viejo choto – le dije,
pasmadísima.
Sí,
acababa de caer en la cuenta. Sí, lo estaba procesando. Sí, me acababa de dar
cuenta, reconfirmando todo lo que me había parecido éstos últimos meses, ahora,
luego de un encuentro en persona.
Me
quedé callada. Luego de cuadras y cuadras, fui pudiendo poner palabras a mis
pensamientos. No podía remover la mueca contractiva que había hecho
apenas verme de cerca. Una mueca entre mansa, derrotada, cansada y, al
mismo tiempo, que muy muy muy en el fondo, me recordaba a las primeras veces
donde lo había visto. ¿Qué era eso, ahora, para El y para mí? ¿Distancia, indiferencia,
falta de amor, desconocimiento absoluto de la vida de la otra persona?
Pensé,
mientras caminaba, que por primera vez cuando lo miraba no podía entender como
ese hombre podía transmitirme tanta tristeza. Que fue la primera vez donde no
entendí cómo había podido amar tanto a una persona tan diferente a mi, tan
triste, con la que vivir hubiera sido una locura, pero además, algo imposible.
Fue la primera vez donde me di cuenta
que éste tipo no representa la lucha o el coraje, sino, la cobardía , la incomodidad,
el estar frente a mi ojos diciéndome de una nueva forma «yo si siento con vos,
pero no puedo». Y que yo ni loca quiero al lado mío a un hombre que sea así,
que sea un triste. Pero… ¿quién era yo,
hace años, para no haberlo entendido, no haberme dado cuenta que éramos y somos
tan diferentes?
Seguí
caminando en silencio, con mi amiga, sin poder explicarle la cantidad de cosas
que se me pasaban por la cabeza y por el cuerpo en esos segundos. Entendí que mientras
observaba su postura débil me resultaba imposible que tuviera que ver con la
del hombre que, apoyado en el marco de la puerta de su propia habitación,
estando yo con poca ropa frente a su espejo, me observaba con embeleso sin perderme
ni siquiera en un pestañeo y me pedía perdón por dejarme llena de marcas, y nos
reíamos, y le decía que me gustaba, que me lo hiciera siempre y se horrorizaba
con tanta sinceridad y tanta jovialidad para no tomármelo a la tremenda.
VII
Luego
de varias cuadras, finalmente, cuando estaba mi amiga en la parada del
colectivo, se lo dije:
-
Cuando veo cosas como las que vi hoy, te juro que siento que nunca me quiso -
le dije a mi amiga - Es como que siento que, no sé, es obvio... ¿cómo podría
estar ahora, a mis veinticuatro años, al lado de un tipo que está así, que
parece dopado? - le pregunté- ¿Entendés, boluda? Él lo vió siempre, era
una locura que estemos juntos, nosotros dos. Mirá cómo está, y mirame a
mi.
Suspiré.
-
Igual, ojo, nunca me quiso... Así que no hubiésemos durado tanto-
resalté.
-
No digas eso - me dijo – Lo que pasa es que pasó mucho tiempo, y hacía mucho
tiempo que no se veían. Es la primera vez que se ven desde que se arreglaron,
tené en cuenta eso. Que estabas nerviosa y que el tipo también se quedó como en
shock.
Miré
para abajo.
-
Tiene un perro con ella - le dije.
-
¿Y qué tiene que ver el perro? – me dijo, haciéndome reír.
-
Que a mi me dijo que me merecía un hombre mejor, que no me iba a poder dar un
hogar, ni un perro.
Me
quedé callada, pero enseguida, traté de cambiar la sintonía.
(...)
-
¿Puse una mala cara? - le pregunté a mi amiga, en plan minita.
Negó
con la cabeza.
-
No, te pusiste toda blanca. Se te fue todo el color de la cara.
-
Como si hubiera visto un fantasma - me reí, socarronamente
-
Sí, tal cual, eh. Como si hubieras visto un fantasma… - me miró,
pensativamente.
-
Y, tan tan lejos no estoy, eh… - bromeé.
Aunque
por dentro me pregunté dónde estaba, en ese momento, el tipo que le sacaba
charla hasta a los muertos? ¿Que te hacía miles de preguntas, que... estaba
vivo? Me encantaría saber en qué pensó cuando me vió a mí, luego de
tantos años, en vivo y en directo. Porque, si yo tengo que decirlo de alguna
manera, diría que casi a los veinticuatro años, finalmente, hoy, recién hoy, yo
me encontré con un viejo. Con el tipo viejo que él siempre me dijo ser, en
relación a mi, a la belleza que me atribuía y a la juventud que ostentaba,
inclusive, más que ahora. Con un tipo que no está viejo, sino que además,
parecía transitar esa situación con un enorme delay. Uno totalmente distinto a ese tipo enérgico,
gracioso, pilas, seductor y amiguero que yo conocí hace cinco años. Totalmente
distinto al tipo que con esos mismos ojos me miraba derrochando picardía, vida,
lucidez o rapidez mental para los buenos chistes. Totalmente distinto a ese
tipo que me acariciaba en la oscuridad, que me daba besos en la cabeza, en el
pelo, que me calentaba los pies a la noche, dulcemente, para que no tuviera
frío, pero que también lograba excitarme usando solamente una camisa negra con
las mangas llevadas a la altura del antebrazo. Distinto del tipo que me
daba un beso y me decía “¿cómo puede ser
que sea todo tan fácil, con vos? Te doy un beso nada más, y es todo tan fácil…
Es una locura. No puedo pensar con vos, qué cosa...”
VIII
-
¿Sabés qué es lo bueno de todo esto? - le dije a mi amiga, mientras estábamos
en la parada del colectivo y yo estaba esperando que lo tome para irme a lo de
mi hermana.
-
¿Qué? - me preguntó.
-
Que mañana a la mañana, cuando me levante, va a volver a ser todo como siempre.
Él va a seguir siendo ese viejo, pero yo también voy a seguir siendo yo –
inspiré hondo - Y sí, va a volver a ser todo como siempre, igual que siempre...