I
- ¿Está todo mal, no? - susurró.
- Es muy extraño... - le dije, sin negar mi miedo; el hecho previsible de no saber qué hacer y no tener vergüenza en reconocerlo.
- Vos sos...
- Sí, no me digas... - esquivé el elogio que venía venir, él se rió, conociéndome.
- No, de verdad, es que vos sos... - lo miré, desafiante y angustiosamente convencida de que no encontraría las palabras.
- Veneno - me anticipé y me devolvió una mirada curiosa mientras me sentaba a su lado y lo observaba recostado tan vulnerable, hermoso, divertido, niño; aunque muy carente de adjetivos.
- ¿Por qué decís eso?
- Soy como un veneno para tu templanza, para tu cabeza, para tu vida toda ordenadita - enumeré escrupulosa, porque yo estaba intoxicada con lo mismo y a diferencia me reía de sus cavilaciones, esa especie de dolor de estómago ante la vida.
- Veneno... - se rió, comprendiendo todo y sonreí de seguro muy tiernamente, porque su moral decayó ante el estímulo - ¿La verdad? Sí... - aproximó la cabeza hacia mí y me arrastró consigo sin dudarlo, para que lo abrazara fuerte y me quedara pegada a él, un rato más, sin preocuparnos. Era como si eso fuera suficiente, como si tenerme así aún en lo extraño valiera la pena segundo a segundo.
II
- Son las seis de la mañana... - lo agarré del brazo, acariciándolo despacito, acompañando su abrazo casi final - Llevame a casa, no sé, al mundo real, porque esto no lo es - me reí y me miró calladamente, como si compartiera la fantasía de habernos recluido en una caverna, digna de otra alegoría - Dale... vamos zapallo - aprecié, con voz tenue haciéndole las caras amorosas que no lo dejaban dormir hasta que no encontrara equivalente en mis actos o palabras.
- ¿Las seis? - me miró, sorprendido, por el paso del tiempo juntos. Las horas habían parecido sólo treinta minutos y ante el detalle visual del reloj, se rió, maravillado. Yo, toda gestos, lo acompañé.
Ay, ay, ay... - sacudió su cabeza, peinándose de a poco, lejano a las lamentaciones.
- No puedo creer que sean las seis, nuestra templanza es admirable - le corrí la mirada, divertida volviendo a la realidad de la que quería hacer mi vida diaria, con los componentes antes mencionados.
- Toda la razón... - sonrió mientras me abrazaba de nuevo, fuerte como si quisiera tatuarme.
- ¿Te sentiste bien conmigo? - pregunté en un susurro, después de la extensa sesión de mimos, charlas de temas inusuales, reconocimientos desde los sentidos, afecto, tiempo, mutuo interés.Bah, todo lo que en otra época de mi vida hubiera llamado amor sin pensarlo dos veces.
- Sí, la verdad que sí... - me miró, como relajado, en un profundo sueño, manso e impasible ante todo el mundo exterior - ¿Y... vos? - su voz se mostró insegura.
- También, me sentí así - mirándolo con honestidad, no me retiré de su lado.
III
Al verle la cara tan humanamente relajado, tan lejos todos, fue que le pregunté:
- ¿Viste que no es tan malo, digo... después de todo? - él me miró y sonrió; una mezcla de tristeza y alegría se presentó en su cara, mientras que acababa de pararse para buscar más ropa de cama y me dejaba dos minutos para pensar. De a poco me iba tapando, reservándome, encuadrándome, con tanto cuidado que me sorprendió cómo alguien tan pasional por momentos tuviera semejante reserva de ternura.
No podía dejar de comérmelo con los ojos y sé que en ese instante hice uso de toda mi intensidad visual, con una clara intención de confortarlo. Fue aquél el primer momento donde yo tomé peso y pulso de nuestra diferencia de edad tan afilada, porque me encontré con un hombre y me sentí observada por un hombre; con toda la intensidad, mesura, liviandad, pasión, ternura, deseo, admiración y anhelo que podían implicar más de veinte largos años de margen, en especial, por la edad que yo tenía en ese momento; casi dos años menos que hoy.
Nunca me habían mirado así y, principalmente, nunca había mirado así a la misma persona, en el mismo momento. Fue en ese instante, también, donde lo ví perfectamente como era, con sus aciertos, sus desaciertos, con su complejidad y sus complejos. Con su cuerpo así, entrado en años, con sus arrugas, con algunas canas locas, con su barba aplicadamente recortada, con su perfume intensísimo y su olor a limpio, capaz de hacer que estuviera pegada todo el día a su lado. Fue en ese momento de creciente intimidad, donde lo miré cayendo en la cuenta de todo el peso que empezaba a adquirir en mi vida, cinco minutos después de abrigarme, sí, abrigarme porque era un día frío; y empezar a caminar hacia mí. Íbamos a dormir juntos y yo como mucho me había quedado a dormir en la casa de mi mejor amiga, así que reformulé la pregunta con ironía, cautela y picardía: << ¿Dormir?>> me pregunté. <<Dormir... >> me dije, porque se le notaba de una manera inefable que literalmente quería hacerlo, quería ¡dormir!
No recuerdo haber cuestionado nada hipnotizada por todos sus gestos, pequeños movimientos e índices corporales. Aunque estaba sorprendida por el hecho, me lo callé, pues yo estaba ahí, así, a su lado, sin contrapartidas y lo único que podía hacer era observar, con honestidad, sin idealismos, sin chiquilinadas; a un hombre que bien podría haber sido cuñado, entre otros parentesco más complejos, si yo me enamoraba de su hermanastro, que tiene mi misma edad. Lo único que hice fue mirar un hombre que había pasado por muchas cosas desagradables en su vida; a un hombre soberbio y creyente de que la plata expresa amor; ví a un hombre miedoso, vulnerable, astillado, dulce, intenso, melancólico, noble, preocupado, anhelante, con los ojos lindos de mirarme como ni en sus sueños más alocados se hubiera imaginado de mi existencia y de mi estadía pasada la cuarta década de su vida, lo cual es cierto. Vi a un tipo grande... ¡un hombre de buzón y esquina! Vi al tipo que en ese instante estaba mirando a una chica de diecinueve años, la cual en muchas esquinas hoy no ve las cosas como en ese entonces. Ví parte de mi futuro, imaginé cómo sería vivir realmente la vida así, con lo que tenía frente a mis ojos, sabiendo el reflejo que daba a los suyos, blanquísima, pelo lacio y con rulos al final, de pestañas y uñas obsesivamente pintadas. Ví las complicaciones futuras, las apariencias, el tiempo, la muerte, los miedos suyos y míos me parecieron comprensibles, la utópica presencia de una persona joven como yo, para mí, como otro camino perfectamente asequible en el futuro; juro que en esos pocos segundos lo ví todo.
Lo ví claro, fuerte y claro, con lo malo y lo bueno a la vez... Y lo elegí.
IV
Seguí su andar con la mirada, sin perderme detalles, teniendo totalmente en cuenta el inmenso peso que tenía sobre él la forma en que lo perseguía con los ojos. Nunca conocí a una persona que lo atormentara tanto la forma en que lo miraba pero tampoco volví a mirar a alguien así. Mi apreciación, casi una retórica para ambos, seguía en el aire y de ella pendía su receptividad. <<No es tan malo, después de todo >> ahora me parecía una manera tosca de expresar lo que pensaba. Lo esperé, sin decir nada, sabiendo que no me olvidaría en mi vida de esa imagen porque durante muchísimos meses había almacenado intenciones en su nombre sin hacerme tantos problemas por años que no podían cambiar de estado; dado que si yo tenía menos, si él más... a mí me interesaba saber que así quería dormir muchísimas veces, eludiendo el absoluto que bien puede encajar en este caso y me niego a integrar.
- Miralo al señor - suspiré, divertida, cuando volvió a mi lado, sin molestarse en estar ocupando el mismo volumen de espacio, ensimismados - ¿Te diste cuenta, al final, que yo no muerdo, no? - murmuré, porque era un anhelo profundo para mí el verlo así, vulnerable, encerrado; conmigo.
- Nunca pensé que lo hicieras... - dijo, sin soltarme y el que me respondiera con el mismo ritmo, como yo lo esperaba, me hizo sentir completa. Le sonreí, lo recuerdo muy bien, escondiendo la cara. Me encantaba asistir a su lucha interior, en ese momento donde milagrosamente, todavía podía ser más fuerte que todo lo demás.