A veces, la empatía de la que tanto se habla en nuestros tiempos me incomoda. Digo, la siento a tal punto que me gustaría alejarme y poder controlar mi ansiedad y preocupación frente al dolor el displacer de los demás. Si bien es una cualidad que he pulido, porque antes concebía la empatía como sufrir el sufrimiento de los demás en toda su extensión, creo que es algo que, según determinados casos, tengo que moderar y cuidar.
Aunque hoy entiendo que la empatía es acompañar desde el mejor lugar posible, sigo sintiendo que frente a determinadas personas me cuesta más saber en qué espacio ubicarme frente a su dolor, o a su malestar, o incluso frente a las crisis que a veces nos ocurren a todos.
No es que me asuste la oscuridad del prójimo. Entiendo que todos tenemos sombras, cuestiones irresueltas, desafíos internos y zonas más pantanosas. Sé que no todo es color de rosa, brillos, colores y un camino de pétalos hacia el paraíso… Pero, frente a esto, no puedo evitar preguntarme qué postura sería más adecuada. ¿Hasta dónde es empatía y hasta dónde es cargar con el dolor del otro, hacerlo carne, dejar que lo traslade, muchas veces, sin querer?
Mi mente, o en realidad mi corazón, no puede evitar ser empático. Es automático, casi como una térmica que salta en cuanto alguien me cuenta algo de su vida bueno o malo. Si es bueno, imagino lo bien que se debe sentir, imagino que quizá eso le llegó luego de gran esfuerzo e imagino su alivio; entonces, me pongo contentísima y en mi interior le deseo lo mejor. En cambio, y ésta es la parte más dura de ser excesivamente empática, es que cuando alguien a quien quiero mucho me cuenta que se siente mal… yo me pongo en su lugar, imagino cómo se debe sentir, lo que puede necesitar, qué podría hacer uno de afuera para ayudar… Y lo más duro es que a veces no podés hacer nada más que acompañar. Pero, además, acompañar bajo los parámetros y las habilitaciones que te dé ese otro. Y eso es lo más difícil porque, en realidad, no sabés bien qué hacer. Si hablarle para saber que estás ahí, si no hacerlo para dejarlo en paz, o si esperar que el otro cuando se sienta cómodo lo haga sin perjuicio de que podría llegar a pensar que no te interesa su dolor. Y eso ¿hasta dónde se regula dentro del marco de la empatía, no? Es decir ¿cuál es el punto donde la empatía encuentra su límite?
Una de las crisis más notorias que tuvimos con Galeno, por ejemplo, a lo largo de nuestra relación tuvo que ver en gran medida con la empatía. Me desafió mis propios límites con actitudes que no podía entender del todo y me demostró que no siempre la gente necesita que estés ahí cuando se le da vuelta la cabeza – por no decir otra cosa – sino que, a veces, necesita que lo dejes enlodarse.
Yo pensaba que, justamente, como pareja-despareja lo ideal sería acompañarlo en una mala temporada de bajón. Digo, en mi mente, lo que se supone que correspondía desde el tener la clase de sentimientos que yo tenía por él, era acompañarlo. De la misma manera que, por ejemplo, lo había acompañado durante la etapa en la que se contagió de COVID-19 durante octubre del 2020. No obstante eso, quedó a la vista que Galeno necesitaba otras cosas. Cosas que, por otro lado, más allá de si su postura era egoísta o no, yo no podía terminar de cuadrar.
Galeno fue la primera persona que me marcó la cancha en este aspecto, la que no aceptó esa contención, o lo que yo entendía como contención, que le ofrecía. Al principio, me enojó mucho, y acto seguido, me dolió. Me enojó por una cuestión de roles dentro de la relación; es decir, roles donde él siempre estaba para mí, siempre me escuchaba y me hacía reír si estaba triste, pero al mismo tiempo, no me permitía estar para él; o eso creía. Al mismo tiempo, me dolió por sentirme despreciada. Y algo, por esa incapacidad de comprender algo tan íntimo, tan suyo y tan propio de sus años de vida, nos terminó lacerando lentamente hasta que nos separamos.
Pasados algunos meses luego de la ruptura entendí que él estaba siendo muy claro acerca de lo que quería y yo estaba siendo desproporcionada – aún sin mala intención – en lo que pretendía brindar porque (para míiiiiii) los vínculos afectivos y sus constituyentes tenían la obligatoriedad de bancar los tiempos duros y acompañarse. ¿Era un pecado pasar los tiempos malos solo? ¿Estaba mal querer caminar en el lodo una temporada para pasar por un proceso individual? Hoy entiendo que no. Que necesariamente hay una dimensión, un escalón en el camino hacia nosotros mismos, que sólo se conquista con la introspección y forma una parte clave en el autoconocimiento.
También entiendo que mucha de mi necesidad de ayudar a los demás desde la empatía, o desde el querer solucionar sus sufrimientos, tiene que ver con mi propia historia de vida. Hubo momentos de tanto pero tanto sufrimiento y tristeza en mi vida personal, especialmente durante mi infancia y pre-adolescencia que no puedo mostrarme indiferente ante el sufrimiento de quienes me rodean. No puedo pensar que hay que dejarlos sufrir y ya está, porque en realidad, siento que tiene que haber una manera de solucionarlo, que se le tiene que poder encontrar la vuelta, etc.
Pero entiendo que ese afán de no dejar sufrir a la gente que amo, se convierte en una necesidad tan grande que se entremezcla mi propia dificultad para aceptar que estoy triste aún en los momentos más de mierda, donde me quiero mostrar entera sea como sea. La cuestión de lo aprendido, es decir, del mensaje de mi vida que consiste en seguir adelante como sea, frente a todo, a paso de plomo, a veces me jugó malas pasadas.
Y con Galeno, precisamente, y en su momento, lo hizo a sus anchas. Pretendía entender su malestar con los parámetros de mi vida sin tener en cuenta que, obvio, nos los iba a entender. Nosotros llevándonos más de veinticinco años nos entendíamos mucho, sí, pero en esto era como si me hubiera cortado las manos. Me sentía rechazada, o lo que es más preciso, sentía que no tenía nada para dar en retribución a lo recibido.
Y ahí, en ese punto precisamente, sufrí lo que denominé como una crisis de empatía…
Me encontré con una persona que no solamente no se mostraba abierto en sus tiempos de tristeza sino que, por otro lado, siempre había estado para mí. ¿Cómo devolvérselo? ¿Cómo hacerlo sentir bien? Eso me preguntaba y me generaba mucha ansiedad y frustración no poder ayudar, sentir que no tenia una palabra asertiva sólo porque no estaba pudiendo hacerlo de la misma forma en que lo había hecho con todos.
Precisamente por esta crisis de empatía, con el paso del tiempo, las preguntas cambiaron. ¿Y si la persona necesita ese viraje de timón? ¿Y si es algo tan suyo que no lo puede ni explicar o no lo quiere compartir? ¿Y si no le interesa socializar su molestia? ¿Y si necesita alejarse de todos para encontrarse? ¿Y si ese displacer no tiene que ver con lo que uno cree, y toca respetar? Comprendí entonces que, en las relaciones de amor – de todo tipo – el respeto abarca muchos más estratos de los que se puede imaginar.
En el presente, esto ha servido como
lección. Creo que desde la empatía y teniendo presente lo vivido, lo único que
puedo ofrecerle a los demás muchas veces debe ser simplemente el silencio y el
saber que, cuando me necesiten, si es que me necesitan, estaré. Es hacerles
saber que pueden apoyarse en uno o pueden no apoyarse, que no tienen
obligación, que nadie les exige solucionarlo todo como un maníaco
desbordado.
Y, lo principal: aprendí que el amor también es darle la libertad al otro de hacer con su dolor – prácticamente - lo que carajo quiera. Porque eso, a fin de cuentas, es a veces lo único que necesita. Hacer con la tristeza lo que se quiera o se pueda hasta que, luego de estar nadando en el barro, vaya encontrado las respuestas dentro de sí. Efectivamente, esta es otra verdad: cada quien debe hacer su proceso, su propio camino, y sacar sus propias conclusiones. Uno, de afuera, sólo puede elegir si se queda a bancar los trapos aún mismo éstos sean un compendio de indiferencia o se va y se lleva su empatía a otro lado. En eso se centra, o mejor dicho, a eso se reduce, nuestra injerencia frente al dolor de alguien más.
Lo que tengo presente hoy por hoy consiste en saber que no hay mejor demostración de amor que la libertad de dejar a la gente estar como quiera estar. Y además, hacerle saber que si necesita alguien con quien hablar, estamos. Y que si no necesita, uno se correrá de su vida a tiempo para no molestar.
Ni más ni menos. Dejando creencias, mandatos
y todo el ego de lado. Sí, de esto también se trata el amor. De brindarse al
otro desde la abundancia y no desde la especulación. Quien especula, no
disfruta, y por consiguiente, tampoco puede amar y ayudar a los demás.