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jueves, 26 de julio de 2018

Rosácea V

Ayer, a las ocho y media de la mañana, tenía mi turno con la dermatóloga. Fue la primera vez que me tocó verla después de esa primera consulta donde me diagnosticó y me dió todo un tratamiento para seguir.  Las novedades, por lo general, son buenas. Mejoré mucho, mucho, mucho, la apariencia de mi rostro aunque todavía tengo una buena parte del brote inicial que me queda por combatir. Quizá, con unos meses más de tratamiento, tal y como lo sospeché desde el comienzo, pueda decir que aplaqué la cuestión del todo y sólo tenga que ocuparme de controlarla (la rosácea es una afección crónica).

 De la parte izquierda, todo ha desaparecido por completo y, del lado derecho, es de dónde iré trabajando aquí en más. 

Con respecto a los medicamentos por vía oral, tengo que seguir tomándolos al menos por veintiocho días más. Me cambió la procedencia de las pastillas de nacionales a francesas, especulando con que "la molécula se absorbiera mejor" y el proceso fuese todavía más rápido y notorio. Si bien resultaron ser un poco más caras que las anteriores (me constaron $740 pesos, con un descuento del treinta, los veintiocho comprimidos), lo único que me importa es poder tolerarlas ya que se caracterizan por ser fuertes y no quisiera sostener en un plazo demasiado largo de tiempo su toma. 

II

Una de las cosas que más me llamó la atención fue cuando la Doctora me mostró la fotografía que me había tomado al iniciar el tratamiento. Siendo totalmente franca, y no desde lo superficial solamente, me costó creer que era yo y que había llegado a tener el rostro así de destrozado.  Fue como si durante todo ese tiempo, previo a la consulta, yo hubiera vivido dentro de una nebulosa entre el estudio, mi trabajo eventual, las búsquedas de mi vida personal y afines, que me mantuvieron anestesiada mientras mi cuerpo me estaba pasando múltiples facturas de diferentes talonarios y yo era incapaz de darme cuenta. 

Ahora, cada mañana, cuando me miro al espejo, ya asumo que la rojez estará allí porque forma parte de las características de mi cara, del mismo modo en que deseo que esté todo lo necesario para tratarla y poder hacer una vida normal (no desde lo estético, simplemente, sino evitando el ardor y la picazón que ésta infección acarrea). De todos modos, no me quejo. Desde una enormidad de lugares, y hace meses, estoy tratando de buscarle un lado bueno a ésto y, ahora que me veo mejor, siento que no puedo quejarme...  Sí, esto me sucedió e implica gastos elevados para mi, pero al menos pude comprarme todo lo necesario para tratarme y mis padres me han estado ayudando con éste asunto y con el asunto de los ojos sin lamentarse por eso, sólo tratando de darme una mano para que tuviera disponible todo y pudiera reponerme pronto. También agradezco que pude ir a una médica que, en primera instancia, me diagnosticó bien (eso no siempre ocurre en éstos casos) y, por encima de todo, se tomó en serio la situación dándome un asesoramiento detallado.   Porque, en caso de que tuviera exactamente lo mismo que hace unos meses atrás y no hubiera podido contar con cerca de tres mil pesos para gastarlos en cremas, pomadas, geles, pastillas, consultas médicas, geles de limpieza y lociones hidratantes; no podría estar aliviada del ardor, ni de la picazón, y ni qué decir, respecto a lo que suma o resta en el autoestima verse de ese modo y no poder tratarse. 

Sí, quizá para otras personas pueda ser una tontería, pero al menos en mi caso, tengo plena noción de éstos privilegios. 

III

El próximo paso según lo charlado con la Doctora, quien es especialista en medicina estética, será pensar en el después, es decir, en mi vida común, en el cuidado diario.  A partir de ahora:  

1-  Tendré que lavarme dos veces por día la cara con el jabón especial, o en el mejor de los casos, con un gel hipoalergénico de venta en farmacias (nada de toallitas desmaquillantes, nada de lociones desmaquillantes y nada de jabones comunes). 


2- Tendré que untarme el gel para las rojeces, y sin falta, esté el clima como esté, el protector solar específico para pieles con ésta clase de afecciones. 




3- Más adelante, podré aplicarme un maquillaje específico que va casi como al cuidado supremo de mis mejillas y, en general, de toda la piel. 


Con el tiempo, si quiero, y puedo, en el mejor de los casos, podré sellarlo también con un agua termal (¡algo que tengo de antes, bien!), y también será posible pensar en un rubor del mismo laboratorio, específico para pieles súper sensibles o con rosácea: 

Diría mi madre: " mirá que sos coqueta Viente, pero ahora la vida te está haciendo cuidar la cara como si fueras una re concheta "... (jajaja, cuánta razón)

¡Veremos que me dice la Doctora y la vida, más o menos, en un mes! 

jueves, 2 de noviembre de 2017

Llegar a casa...

De la Universidad, suelo salir cerca de las 22.00 hs. Una vez que regreso a casa, tengo una pequeña rutina que se convierte en un elixir luego de levantarme temprano para estudiar, almorzar, ducharme, irme a la facultad, leer antes de clases, tener las clases propiamente dichas y recién allí volver a recordar que soy una persona.

 Luego de saludar a mi perro, lavarme las manos, pasar al baño - porque prefiero no usar los de la facultad -, cenar, y cepillarme los dientes; llega mi parte favorita del día. Y, aunque pueda parecer intrascendente, para mi, es un punto de inflexión el momento donde me voy a mi habitación, me pongo la ropa de cama, me saco los aros, el reloj y todo lo que pueda molestarme; ato mi pelo en un rodete, prendo un sahumerio y mientras, me hago un te. 

La segunda etapa se inicia cuando termino de tomar el te digestivo y es donde viene la mejor parte de todas: me meto adentro de la cama, busco mis cremas para desmaquillarme/ limpiarme profundamente la cara y - detalles mas, detalles menos - empieza el alivio previo al sueño que consiste en sacarse el maquillaje mientras escucho el silencio. 

En mi casa, suelen cargarme por ello. Es que, debe ser gracioso para quien me encuentra, como una versión falseada de una señora bien, el observarme limpiarme la cara con mis potecitos de crema alrededor de mi cuerpo, cruzada de piernas, con cara de indescriptible feliz cumpleaños.  


¿Y ustedes, que rituales reparadores tienen cuando regresan a casa luego de un día extenuante? 

viernes, 29 de septiembre de 2017

Permitirse sentir

La ultima semana, me habían dado ganas de volver a escribir; tenia ánimos, y a la vez, con ello, también tenia palabras. Ahora mientras les escribo, no tengo ánimos pero me dispongo a contarles la buena noticia de la semana, para hacer un poco mas espeso al blanco sobre el negro. 


Hace unos meses, para ser mas exacta en abril de este año, empece a hacer una materia en la facultad que tiene tres niveles, es decir, se trata de una literatura de determinada región vista en tres partes que tiene una particularidad, respecto a las otras: analizar piezas líricas, mas allá de la cantidad gruesa de narrativa que uno mastica a lo largo de las casi cuarenta materias. Y hago un parate aquí, para plantear la pregunta del millón - que hace meses, con esto, me ronda -: ¿se pueden analizar piezas líricas? La respuesta, según la bajada de linea didáctica de la cátedra se que vendría a ser un amplio y simpático "claro que si, Veinteava, de hecho, de esto depende tu promedio"... Pero mi pregunta va mas allá. ¿Se puede, realmente, mecanizar las sensaciones? 

Cuando empece a cursar, a principios de este año, y me pare frente a determinados poetas de la tradición española, me surgieron dilemas encontrados. Desde el punto de vista de alumna, intente aprender sin cuestionar la mecánica desde donde y hasta cuando se tomaban en cuenta los recursos; para después, poder cuestionarlos, defenderlos o defenestrarlos. Aunque, al mismo tiempo, me sucedió algo que - seguramente - es lógico dado el seguir adelante con mis estudios: me genero curiosidad saber, o intentar pensar como enseñarlo; cuestione en mi fuero interno el método de una cátedra. Todo esto me hizo dar cuenta de lo mejor de todo: va aflojándose de a poco una perspectiva profesional de lo que hago. Y considero que por eso surgieron muchas preguntas, pese a que no las compartí con nadie. 

 ¿Como alguien podía evaluar la relación concreta de semejanza, que debe darse en la metáfora, si uno la considera otra figura? ¿Como se puede justificar lo que refleja, para cada lector determinado campo semántico, intentando ser coincidente con un pequeño rejunte de hojillas? ¿Que, le iba a tener que decir a mi profesora que donde ella observa una alusión a la mitología, yo veo un encuentro sexual, o al menos, que lo parece? ¿Me dirá que soy una aluminita de mente muy muy podrida? Quizá. Aunque en ese caso, me digo ahora, intentare pensar y justificar sin miedo, mas allá del campo semántico, dónde es que puedo ver ese doble juego tan presente en la literatura, que por otro lado, no es casual. 

Los meses pasaron mas allá del principio de un año y enfrente a autores diversos, hasta que encontré el problema, mi problema particular. Lo que me pasaba era así: buscaba metáforas en Lorca, buscaba la luna o los cuchillos, olvidándome de sentir cada palabra; olvidando el apasionamiento, olvidando la marginalidad circundante, olvidando el magma esencial de cada ser humano que no se resume en unas hojitas.  De hecho, a la hora de rendir el examen parcial hace unos meses me saque una muy baja nota, no por falta de estudio respecto de los recursos, sino, por incapacidad de encontrarlos, de justificarlos, pudiendo ser mil cosas diferentes para mi. Según me parecía en el examen, X verso podía ser una metáfora, o podía ser un símbolo engarzado a una metáfora. ¿Para el caso, habia una diferencia? Pues si la habia, hasta ese momento, no la encontraba.  Pase por lecturas sobre teoría lírica, trabaje en grupo, repase autores, repase recursos... Hasta que hice lo esencial, y lo que mas se desprestigia pero es tan importante en mi carrera: sentí. A Lorca, al filo de sus cuchillos y la luna como compañera indivisible; a Garcilaso, "tomando ya la fe por presupuesto"; pero también a Storni, a Vilariño, a Cristina Peri Rossi y a todas cuantas puede leer disfrutándolas, mas allá del análisis veloz, formal, encorsetado. Y solamente cuando sentí la poesía, habiendo sido casi siempre amante de la narrativa o los ensayos, la encontré. Empece a entender la diferencia entre una metáfora que contiene un símbolo a un símbolo que puede funcionar aludiendo a algo, por ejemplo, cuestiones que para mi no se entendían muy bien. A partir de que considere dos niveles de análisis distintos que a menudo, se confunden en lo cotidiano; empece a abrir el abanico al momento de leer poesía

Y por propia experiencia descubrí por ejemplo, que nos enseñaron la metáfora como algo sellado. En el colegio, me decían -lo recuerdo- que era "algo que simbolizaba... ", cuando en realidad, en el caso de la metáfora, prima la relación de semejanza. La cosa cambia mucho si en medio hace presencia un símbolo, se pone mucho mas interesante. Ya que ¿como podemos realizar ese ida y vuelta de semejanza clara, si dentro de ella encontramos un símboloHoy me digo que una de las cosas que me salvo, es interpretar esos símbolos, según lo precise el autor y lo entienda el lector. De ahí que según la lectura (emocional y no tan formal), el símbolo entra o no en relación de semejanza con otro elemento presentado o aludido. A simple vista, sera metáfora, o no, decir que "sus labios, pequeños volcanes", dependiendo de nuestro ojo captador. Pero, ¿cuando la metáfora se esconde -  eso me pasaba a mi - que hacemos? Dejar que cobre sentido todo aquello que podamos comprender en mas de un nivel porque justamente esta especie de multi-lectura es lo que posibilita su nacimiento. 

Así las cosas que, finalmente, comprendí que Lorca no era solo lo gitano y los cuchillos como me habían enseñado, aunque la cuestión radico, entonces, en pasarlo en limpio y defenderlo en un examen, porque en el examen se me notaba la tibieza a raudales, yo notaba mi tibieza a raudales.  Sin pudores, entonces, la leí en voz alta, la busque recitada, la reproduje mil veces mientras me bañaba, la pensé y repensé, la analice y cuestione, me hice amiga de ella; pero lo mejor, sin dudas, fue sentirla.  Cuando sentí la poesía, el análisis, se facilito. Sintiendo, de hecho, me conecte con el aprendizaje de una mejor manera; me conecte con la profesora, prestando mucha mas atención a sus clases y con otros autores.  Y lo esencial: no tuve miedo de hipótesis arrojadas o alusiones múltiples, porque me di el permiso de ser libre, lo mas libre posible en mi educación y, por consiguiente, en el pensar como responder a mi profesión. 

"Cuando estábamos haciendo el parcial, en un momento, mire para el costado y vi tu parcial todo marcado, me asuste", me dijo una compañera que es brillante en lírica, hace unas semanas luego del ultimo examen. Yo también me asuste, le dije, a modo de broma y la salude antes de irme.  En el, habia marcado metáforas, pero ademas, alusiones de todo tipo que junto con el tema del poema, y el uso puntual de los símbolos, exigía mucha justificación.  Habia volado al punto de no saber, realmente, que tan mal o bien podría haberme ido; sabiendo que para analizar poesía hay que tener presente muchas cosas: métrica, rima, recursos formales, morfología, sintaxis, uso de los símbolos, mitos y  toda posible intertextualidad con lo que uno se pueda imaginar. 

Parece que la cuestión estaba en perderle el miedo a sentir, a jugar, a meterme en pieles ajenas, en ajenos sufrimientos y ajenas alegrías. Sumergirme en otros, en otras, con sus otros y sus otras, plasmados allí, en su trabajo y su propuesta.  Quizá también, este descubrimiento personal pueda ser un buen consejo para pensar la poesía - y la literatura toda, claro, pero mas que nada la poesía - cuando me toque y pretenda enseñarla. 

Mientras tanto, seguimos leyendo en voz alta, jugando y tendiéndonos en pieles ajenas. Después, si, claro, buscaremos epítetos y metáforas como una buena y futura Licenciadita en Letras (¿ya dije que el pensarme como "Licennnnnnnciada" me parece suntuoso, no? De aquí el uso en diminutivo). 



viernes, 28 de julio de 2017

Luchar con la muerte

La muerte nos va envolviendo lentamente. 

El primer indicador es la modorra, ese sopor dulzón que nos invita a quedarnos quietos, a no mirar alrededor, a no preguntarnos nada. Que nos va llevando por la vida, como la corriente de un río demasiado calmo, que no ofrece riesgo, ni nos desafía, ni nos arroja sobre la costa, simplemente nos lleva, se mueve por nosotros. Y en ese ritmo de la abulia van adormeciéndose nuestras facultades, acunadas por la repetición, hasta que dejamos de pensar, cerramos los ojos, los oídos solo reciben el monótono ronroneo del agua que pasa. Y se instala una suerte de placidez, que quiere mantenerse, que rechaza cualquier cuestionamiento.

En ese clima, las preguntas resultan peligrosas. Suelen rebatirse rápidamente con un decidido "Así son las cosas". Y si las cosas son así, no hay nada que se pueda hacer. (Como nos decía Paulo Freire, solo con la conciencia de que las cosas "están así" descubrimos que pueden y deben cambiar).

A cierta edad, nos invade un realismo descreído, el heroísmo pasó, y para qué cuestionar lo que no tiene solución... Habrá que "adaptarse" a la realidad, y seguir navegando para donde la corriente nos lleva... Acostumbrarse a la tristeza, al agobio, al ruido, a la injusticia, a la explotación, naturalizar la exclusión social, "si total, yo, desde mi lugar, no puedo cambiar nada..." Entonces, tantas veces optamos por "distraernos", por mantenernos fuera del foco de las preguntas. "Me preguntaron cómo vivía/ me preguntaron/ sobreviviendo dije/ sobreviviendo...", cantaba Víctor Heredia. 

La muerte nos silencia, nos aquieta. Rigidiza, paraliza; tal vez ese sea su mayor poder.  Solo lo muerto permanece siempre igual... Nuestras voces muchas veces se rebelan, siguen gritando desde adentro que "siempre hay algo más", que no alcanza. Que no puedo conformarme con "lo que hay", ni creer que esta angustia casi amigable es lo único posible. 

La levadura que llevamos dentro empuja a seguir creciendo, a no dejarnos morir...

El paso siguiente suele ser el miedo. Confrontar con mis propias preguntas, lo sé, me va a exigir cambios. Sé también, que puedo seguir andando en círculos, escapando de mí misma, gastándome y desgastándome para consumirme inútilmente, como las brasas de un fuego apagado, que siguen encendidas sin dar calor a nadie, solo malgastando sus últimos fulgores hasta acabarse. Sé que si soplo en esos tizones, el poder del viento, del Espíritu, los despierta, y quién sabe hasta dónde puede llegar el fuego, qué puede destruir si se despliega... Es el tiempo de la opción: tengo por delante la elección, entre la muerte y la vida en abundancia.

Según el mito griego, en las puertas del reino de los muertos, custodiaba un perro de múltiples cabezas, que impedía la entrada. Perro feroz, que amilanaba a la mayoría. Podemos caer en las redes dulces del conformismo, o del miedo a luchar cuerpo a cuerpo con el can. Dejarlo vencer sin luchar. Pactar con él, aceptando que "las cosas son así", que "ya hice mi vida", que "para qué tanto lío". Darle el poder de que mi vida termine ahí. Quedarme en la entrada, consintiendo que Cerbero no me permita seguir adelante. ¡Eso es morir!

O podemos entrar en duelo.

El duelo con la muerte implica antes que nada reconocerla, mirarla con toda la crudeza de la realidad. Con los ojos abiertos, los oídos atentos, descubrir los cadáveres a nuestro alrededor; todo aquello que veníamos disfrazando, maquillando para que pareciera vital, y que al contemplarlo con mirada profunda, descubrimos rígido, enquistado, sin vida... Como dice Serrat: "nunca es triste la verdad/lo que no tiene, es remedio". Seguramente la versión Disney del mito de Hércules no es la más fidedigna, pero la imagen del héroe atravesando el río de los muertos, rodeado de cuerpos que van perdiendo rápidamente todo rastro vital, me resulta clara para ilustrar lo que digo.  Ir viendo, con los ojos de la verdad, cuán muerta está mi vida, me permite seguir adelante, en medio del dolor y del miedo, atravesando la desolación. Lo que sigue, es la poda. Descartar lo muerto. Terminar con ello. Cortar lo que ya no late y que comienza a generar mal olor, podredumbre, infección contagiosa. Soplar en las brasas, para que todo lo que tenga que sucumbir, sea expuesto al fuego sagrado. Y que lo seco se consuma, y que los metales se templen. Incendio que limpie, que deje en pie lo perdurable, lo verdaderamente vivo. Al pasar del otro lado del río, en el momento cumbre donde parece que la muerte triunfó definitivamente, donde "todo se ha cumplido", Hércules descubre que el hilo de su vida no puede ser cortado, que la vida divina late en él.

Al atravesar la muerte, con toda la potencia de la lucha por la verdad, nos descubrimos resucitados. 

Creo que es allí, donde finalmente podemos decir que "la muerte ha sido vencida". 


Sandra Hojman


domingo, 11 de junio de 2017

Comparaciones

Hace unos días me levanté con la cara inflamada, especialmente en la zona de los ojos. Pensé que era una reacción alérgica no solamente por la época del año en la que estamos situados, sino también por una cuestión del uso de maquillajes. Especialmente en la zona de los párpados, que era donde radicaba toda la cuestión, tenía dos grandes focos de inflamación; como si me hubieran golpeado en ambos ojos.  Descarté, luego de repensarlo bien, la hipótesis del maquillaje porque no me había maquillado los ojos en la última semana. Descarté el factor alérgico, luego de probar con una pomada específica, y que no me hiciera nada en absoluto. Durante todo ese día traté de no preocuparme y de ocuparme a través de estas estrategias. Ante la cantidad de cosas que tengo pendientes para la facultad, necesitaba desentrañar la cuestión cuanto antes, pero no podía hacer nada contra mis propios procesos. Me dediqué a esperar a ver cómo amanecía al día siguiente.  

Pero, al otro día, me desperté peor y ahí caí en la cuenta de que tenía otra cosa

Me impacienté un poco, ante el apremio que implican los menesteres universitarios. Ni qué decir cuánto necesito leer últimamente.  Ha dejado de ser el leer  novelas o poesía, y ahora es además de pasar largas horas en la computadora, también juntarme con mis compañeros a trabajar en grupo y/o leer para las investigaciones extras - con su consabida bibliografía extra- que me exigen además de los parciales escritos y los trabajos prácticos. Por eso, ya había perdido un día y no estaba en condiciones de perder dos. 

Cuando me levanté el viernes, los ojos además de estar inflamados, me lloraban. 

De una materia sola me piden seis notas diferentes. La otra, consiste en seguir  de forma constante las clases, porque el eje es aprender una lengua muerta no solo desde su vocabulario, sino, desde su gramática, es decir, analizar sintácticamente oraciones como bien podría hacerlo en español. 

No podía perder otro día más, no, de verdad, necesitaba no perder ni un día más. 

II 

Fui al centro de ojos más cercano porque en estas ocasiones no me ayudaba el ofrecimiento de mi obra social que me mandaba hasta la otra punta de la ciudad para poder atenderme en una guardia oftalmológica. Esperé hasta que me atendieron con paciencia e intentando no tocarme los ojos por la picazón, el dolor y el ardor, que me estaban castigando lo bastante. Después me fui a comprar la medicación. 

- ¿Después podemos parar en un kiosco? Tengo sed - le pedí. 
- ¿Y si vamos a tomar un café? - me ofreció. 
- ¿Decís? 
- Sí, dale - se rió - ¿Querés? 
- Sí, má, estoy convaleciente pero no tonta - bromeé, pese a la molestia persistente. 
- Ahora te  pongo las gotas, si querés - me consoló mi madre - Ya te vas a sentir mejor, vas a ver. 


Acepté la invitación y emprendimos camino para la confitería para una merienda de chicas. Siendo la hora propicia, examiné la carta con detenimiento y decanté por la opción clásica: un café con leche con dos medialunas. Mi madre me miró, sonrió maliciosamente y me preguntó si no quería cambiarlo por otra opción realmente tentadora. 

- ¿Decís? Yo con el café me conformo, en serio - le expliqué. 
- No, no, pidamos ésta torta - dijo, y me señaló una imagen de una torta suculenta que tenía una pinta exquisita, acompañada de otras cosas. 

Acepte, nuevamente, aunque algo dudosa. 

- Pero, podés pedir vos la torta y yo como lo que te dije, mami - le expliqué. 
- ¡No, Veinteava, dejate de joder, dale, no te fijes más en el precio de las cosas que me ponés loca! - me retó - ¡La vida hay que disfrutarla, nena, disfrutarla! - bromeó- Dale, elegí, elegí. 

Acepté y me reí, sacudiendo la cabeza, porque a veces parece ella la jovencita de veintidós años y yo la señora de cincuenta.  Cuando llegó la torta me encontré con un manjar. Realmente, la mejorcita que he comido en mucho tiempo y, además, una opción que desconocía por completo tratándose de dicha confitería. 

- ¡Esto es un manjar! - exclamó - ¿Te gusta? 
- Sí, la verdad, está genial - la miré, analizando qué buena calidad de ingredientes siendo que les sale tan rica - ¿A vos te re gustó, no? - la burlé porque mi madre es una persona súper golosa. 
- Siiiiiii - exclamó - ¡Es un ... esto! - se quedó en suspenso, porque sabía que iba a adivinar. 
- ¿Un orgasmo, no? - se tentó de risa, cuando dije la palabra precisa.  
- ¡Sí, es un orgasmo!  - susurró. 

Me empecé a reír con ganas, por la comparación y por confirmar el hecho de que mi madre se pasa. Todavía tentada, sacudí la cabeza 

- Mirá si te habrá gustado que vale la comparación... ¡Mamita! - le dije, mientras miraba por la ventana con una sonrisa. 

III

De los ojos todavía me estoy reponiendo, pero ya me siento mucho mejor. Finalmente tenía tapada una de las glándulas de Meibomio y eso me produjo semejante reacción. Menos mal que me acerqué pronto a un centro de atención porque de otra forma hubiera sido algo más serio. Sigo con las gotas recetadas y hay una que tendré que usar de manera permanente, por otra cuestión, pero que tampoco es nada serio. 

Lo que tampoco fue nada serio, pero muy gracioso, fue lo de mi madre que me hizo el día con su comparación. 

¡Se pasa, ella, se paaaasa!

lunes, 10 de abril de 2017

Literatura, cuanto menos ficción: Aprender a vivir II

El recuerdo se sitúa entre los meses de agosto y septiembre de aquél año. Todavía seguía cursando mis estudios en la Universidad de Buenos Aires, es decir, en la Facultad de Filosofía y Letras dependiente de dicha casa de estudios. El viaje que tenía era largo, ancho e interminable: me tomaba un colectivo, un tren, un subte hasta la estación donde combinaba con otro subte; y me bajaba después de doce estaciones, para caminar todavía unas cuadras, hasta la facultad. 

Llegaba, francamente, a fuerza de voluntad y muchas veces, movida por la inercia. Porque, por esos días, casi no existía nada más que la inercia como fuerza conducta de mi propia vida, y en el mejor de los casos, me aferraba a la voluntad. Primaba una total ausencia de la pasión. No sólo estaba emocionalmente destruida - como nunca lo había estado por amor - sino que además estaba físicamente muy agotada. El viaje y la cantidad de lecturas que me daban, me dejaba sin energías y me acercaba, sin que me diera cuenta, día a día al colapso. Tapaba todo con el estudio, sin darme cuenta que no estaba solucionando nada. Tapaba todo, con tal de estar ocupada haciendo algo, para evitar darme cuenta que, en términos que me importaban mucho hasta ese momento de mi vida, yo me había quedado sin nada. 

Él me había dicho que no podía más, que sentía pero que no podía, y esta vez iría a ser en serio. Él me había dicho que iba a ser necesario desde ese punto en adelante que ambos, cada uno de la forma en que pudiera, aprendiera a vivir con lo que le pasaba. Yo no tenía idea de cómo iba a vivir sintiendo tanto amor por alguien que era incapaz de corresponderlo, por motivos ajenos a cosas que de mi parte pudiera modificar. Yo no tenía idea de qué se hacía con tanto amor, tirado a la basura. Yo no sabía, sinceramente, no sabía, cómo se seguía adelante con tantas cosas que hubiera podido ser y no irían a darse para nosotros. 

Embarcarme en esos largos viajes era, al mismo tiempo, la posibilidad de escaparme de la realidad, de los lugares familiares donde habíamos transitado meses antes y especialmente de la acechanza que implicaban los recuerdos dispuestos por las esquinas. Yo lo único que necesitaba, lo único que le pedía a Dios, era no pensar más en Él. No quería pensar más en todo lo que estaba pasando, porque lo único que me importaba era poder estudiar, poder progresar y poder tener algo para el futuro. Un futuro donde Él ya no figuraba, un futuro donde no estaría a mi lado, un futuro que no quería compartir conmigo. Una carrera, eso era lo único propio que yo sentía que tenía, de cara al futuro que se anticipaba demasiado incierto. 

Mi familia, por aquellos días, estaba convulsionada por varios motivos. Uno de los cuales, aunque me pese reconocerlo, era yo. No estaba demasiado tiempo en mi casa, pero cuando permanecía allí, el ocaso se notaba y quizá porque hacía de todo para disimularlo, el malestar resaltaba todavía más.  La mayoría de los días salía antes del almuerzo de casa -para comprar fotocopias, para encargar fotocopias, viajar con tiempo, leer y hacer ejercicios e ir a las clases.; de todo ese trajín volvía pasadas las diez de la noche, cuando me escapaba. Porque pese  a estar todo el día allí yo sabía que perdía clases teóricas, que terminaban unos minutos después de las 23:00 hs. Y aunque eso me hiciera peso muerto a la hora de las lecturas sabía que, si me quedaba, no tenía manera de volver a mi casa en trasporte público.  Mi mamá, si andábamos justos de plata, teniendo en cuenta que el irme tan lejos era un gasto no solamente de energía, me preparaba comida para que me la llevara a la hora del almuerzo. Muchos mediodías, me sentaba en el patio interno de la Facultad y miraba el pequeño recipiente plástico donde estaban mis empanadas favoritas, una porción de mi tarta preferida o alguna de mis comidas elegidas.  No tenía hambre la mayoría de las veces, pero comía lo máximo que me entraba en el estómago, en honor al amor de ella, que estaba reflejado en ese gesto. Otras veces miraba el recipiente y me inundaban unas profundas ganas de llorar, por todo lo que estaban haciendo por mí y a todo lo que yo no era capaz de responder, teniendo la cabeza sitiada. Otras veces, antes de irme, abría mi vianda y dejaba la mitad metida adentro de la heladera, a sabiendas de que era mejor que quedara allí y no que yo me la llevara para mirarla con culpa y con angustia como, creo, miraba todo en esa época. 

Los meses pasaron, muy despacio. Cuando quise darme cuenta llevaba dos sumida en una vida que no quería, en una rutina que me desgastaba, inserta en un entorno en el que no me adaptaba y que ni siquiera el amor por la literatura lograba amenizar. Amaba lo que estaba estudiando pero no me daba el cuerpo ni la cabeza para continuarlo; porque había cosas diferentes a la literatura que, indudablemente, habían volado en pedazos. Una parte mía sabía que estaba dejando mucho más que tiempo y ganas persiguiendo esa causa, sin pensar en las consecuencias, en lo sostenible o no del asunto, a largo plazo. La otra, mi otra parte, quería y necesitaba por todos los medios sentir que todavía tenía algo propio; y lo único propio, paradójicamente, la única hendija por la que yo creía que entraba una felicidad mínima, en algunos instantes de esa vida, era a través de estudiar una carrera como la que estaba haciendo.   

II 



Uno de esos tantos días, mi padre, me preguntó si no quería que me fuera a esperar a la Estación Constitución, para que la última parte de mi recorrido, no fuera a esas horas tan solitaria. Le dije que sí, que me parecía bien, si eso le resultaba tranquilizador, después de todo. 

Una de las noches donde me esperó, antes de ir hacia el próximo medio de transporte, me frenó. 

- Hija - miró a su alrededor - ¿No tenés hambre? 

Recuerdo que me lo quedé mirando y me causó algo de ternura verlo siempre pensar en comida, al panzón. Sacudí la cabeza, en un gesto afirmativo, como respuesta a su pregunta. 

- Sí, tengo hambre, pero aguanto hasta llegar a casa - le dije. 
- ¿Y si comemos algo acá? - recuerdo que me dijo, señalando los puestos dispuestos alrededor de los andenes, que venden comida al paso, tal como pueden ser hamburguesas o panchos. 

Miré a mi alrededor, evaluando. 

- ¡Dale, no seas careta, hija! - me burló. 
- No soy careta, es que nunca comí acá, papá - le expliqué. 
- ¿Y no querés probar? ¡Venden las hamburguesas más ricas de todas, hacele caso a tu papá! - me animó. 

Me abracé a mi mochila y le dije que sí, que fuéramos a comer a alguno de todos esos puestos, a ver qué tal me resultaban esos manjares del cielo. Me llevó a uno y me señaló una banqueta, para que tomara asiento. Miré todo con detenimiento y me abracé de nuevo a mi mochila, indecisa. 

- ¿Qué vas a comer, vos? - me preguntó. 

Miré, inocentemente, buscando una carta o algún tipo de folleto donde se mostraran las opciones. 

- ¿Qué buscás? - me miró, habituado a esas cosas, muchísimo más que yo. 
- Una carta, algo de eso - le susurré. 

Se empezó a reír a carcajadas. Yo me reí también, dándome cuenta de que allí no se usaba el temita de las cartas y ese tipo de cosas. 

- Acá se pide "de boca", hija, no existe eso de la carta ni nada... ¡Estás acostumbrada a otras cosas! - me explicó. 
- No es eso. Yo pensé que había, qué se yo - le expliqué. 

Nos volvimos a reír. 

- ¿Querés una hamburguesa? 
- Sí, sí - acepté. 
- ¿Y una Coca? 
- Dale. 

Le pidió a la chica. 

- ¿La querés completa? - me preguntó la chica mientras despachaba nuestro pedido.  Dudé. Mi viejo me hizo un asentimiento de cabeza, que tomó forma de recomendación, y yo hice el mismo gesto a la chica para darle pie a una montaña de ingredientes que cabrían entre rodaja pan y pan. Ella entonces rompió, todavía me acuerdo, el huevo sobre el borde de una placa caliente y lo cocinó en frente a mi cara, como todo lo demás que fue disponiendo sobre el medallón de carne. Miré el proceso de elaboración y armado por primera vez, con detenimiento. Agradecí cuando me lo sirvió y luego, con el apetito despierto le dí el primer bocado. Allí descubrí una maravilla culinaria: la comida al paso de los andenes de Constitución.  

- ¿Está buena? - me preguntó mi papá, mientras comía, encantado. Con un asentimiento de cabeza le  dí a sus anchas la razón, y por si quedaban dudas del hallazgo positivo, esa noche nos dimos una panzada espectacular. Las hamburguesas resultaron ser, efectivamente, las más ricas de todas pese a las condiciones dudosas de higiene, a la hora de su elaboración, en las que yo pensaba antes de darle una buena mordida.  De hecho, sigo conservando un cariño respecto a ellas, seguramente, sostenido por la memoria emotiva. El viaje en tren, por ende y siempre que se podía, se hacía para nosotros con la panza llena. Y así, de a poco, muy de a poco, la panza llena le abrió paso a lo que más adelante se declararía como un corazón más contento.  Aunque todavía faltaba mucho tiempo, y tenía que tomar muchas otras decisiones personales, durante esas cenas en la barra de los puestos de comida, dispuestos alrededor de los andenes; yo empecé a sentirme mejor. 

Al día de hoy, es uno de los pocos recuerdos felices que me llevo de esa época donde tuve que aprender a vivir, de nuevo. Esas hamburguesas al paso siguen siendo una de las cenas más lindas, de la que estoy segura me voy a acordar toda mi vida, especialmente, el día que tenga hijos y esté buscando la manera de apoyarlos cuando las cosas les salgan bien, pero especialmente, si en algún momento llegan a sentirse angustiados. 

*si quieren leer la primera parte, para ponerlo en contexto, está aquí. 

martes, 21 de marzo de 2017

Especialistas IV

Hoy -si es que todavía es veintiuno- fue la ansiada, padecida y esperada operación de mi papá.


Lo más difícil, parecería que lo dejamos atrás: el quirófano hoy se vislumbra lejos. Agradecimiento enorme a Dios que así sea.


Mañana escribiré. Hoy estoy desarticulada, luego de pasar un lunes con fiebre y desmayo, conjuntamente a un martes de intervención quirúrgica y la posterior internación. Por suerte, mi padre ya está en casa y mejor que hasta ahora. Creo que esta noche va a ser la mas pacífica desde octubre a esta parte.

Comienza una nueva etapa.

viernes, 17 de marzo de 2017

Observaciones mundanas VI

Después de haber estado estudiando desde mediados de enero hasta hace una semana atrás para rendir los exámenes finales de dos materias de la facultad; el aliciente de un poco de verdaderas vacaciones fue muy bien recibido. 

Los últimos meses, al margen de recluirme para estudiar todas las veces que tuve que hacerlo, me encontraron mis padres atravesando problemas de salud, cosa con la que no yo no contaba, hasta el momento. A mi padre lo tienen que operar y en mi madre se desató un cuadro de hipertensión muy fuerte; al punto tal que llegó a su consulta con el cardiologo - por una derivación de otro médico, de casualidad - con la presión en 20.1 y nadie lo podía entender. Ni siquiera ella misma, ya que no sentía signos de malestar que pudieran acomodarse al diagnóstico de una cuestión tan peligrosa, como es la presión, especialmente, ahora que ha llegado a las cinco décadas. 

La constante, entonces, fue estar con media cabeza dispuesta para los estudios y media cabeza dispuesta para la otra cara de mi realidad. Mis hermanas, en mayor o menos grado, se ocuparon de mis padres; pero en mi caso particular, yo paso mucho tiempo con ellos, porque es la misma cantidad de tiempo que estoy en casa, leyendo, durante horas. Inevitablemente, entonces, me conecto y estoy no sólo al corriente de muchas cosas, sino pendiente de muchas cosas. Por eso, la constante académica fue una: la dificultad para concentrarme, el quedarme hasta la madrugada estudiando y el tener que leer más de dos veces cada párrafo, cuando me trababa. 

Quizá por todo esto que se vino dando en mi vida, al menos en el aspecto doméstico-familiar, la madrugada del jueves me pareció extraño haber podido dormir bien, sin pesadillas, sin sueños y sin noches en vela para poder lograr concentrarme, estudiar y así avanzar en la carrera. Probablemente el hecho de que llovió durante todo el miércoles me haya ayudado a relajarme más y haya conformado parte de esas pequeñas cosas de la vida que, en su contundencia pero también en su sencillez, me aportan bienestar. 

La mañana del jueves amaneció fresca, con nubes oscilantes y rayos peleadores de sol. Me levanté pronto, me puse la pava y encendí un sahumerio. Crucé a mi padre en la cocina y traté de ponerle la mejor cara, anhelando contagiarlo un poco,  probando a ver si lo hacía reír un rato; luego del miércoles donde le había cortado el pelo y lo había emprolijado, con la misma pretensión. O como el martes, cuando acompañé a mi mamá a tomarse la presión y de paso caminamos y charlamos un rato, anhelando que se despejara. 

Tomé unos cuantos mates en silencio, mirando el sol entrar desde la ventana, hasta que pasó un rato más y empecé a comentar las noticias con mi padre que tomaba mate dulce en otro recipiente.  En cuanto terminé me decidí a disfrutar de la mañana, por lo cual, en una acertada decisión, agarré mi reproductor de música, la novela que tengo en curso, y me fuí a leer bajo el sol amable de las primeras horas del día. 

En eso estaba, relajada ya, intentando reencontrarme conmigo misma entre la música y la lectura. Mi perro, de lejos advierte mi estancia en el jardín y se levanta, caminando muy rápidamente, mientras movía la cola. Sentada, en el piso, me muero del amor y le abro los brazos, como si fuera un niño que, corriendo, viene a saludarme. 

- ¡Bueeeeeen díiiiia, mi principito! - le susurro, como si me entendiera, mientras lo miro venir. 

Sigue caminando ligerito, con ritmo mientras en su cara se evidencia la ternura, e inesperadamente orienta todo su cuerpo en dirección a mis brazos, que lo esperan, abiertos. Se encastra en ellos, escondiendo la cabeza en mi cuerpo, mientras lo abrazo con las dos manos. Dispone de su cara y de absolutamente toda su trompa, para que lo bese. Apoya y dispone también sus mofletes, sobre mi cara, que olfatea con intencionadamente, mientras mueve la "colacha". Luego de las suavidades de dueña-perro propias del darme los buenos días, asiento con una profunda gratitud a su gesto. Es decir, al sentarse a mi lado, sin dejar un centímetro de márgen, para acompañarme mientras leo y escucho mi música preferida. 

Por un momento, de un modo conclusivo quizá, me detengo...  Miro a mi alrededor: el viento, el sol, el jardín.  Miro a mi perro, bajo el mismo sol, haciendo alarde de sus reflejitos rubios. Miro el libro que conseguí, de uno de mis autores favoritos, gracias a la generosidad de un canillita, que me rebajó el precio, dejándomelo muy barato, de pura generosidad, simpatía y buena onda. 

Y así, con ese racimo de cosas cotidianas (pero tan importantes para mí) me doy cuenta que más allá de todo lo que estuvo pasando y de todos quienes estuvieron sucediéndose, en ese momento preciso -leyendo bajo el sol con mi perro sentado  en el piso pegado a mí - yo  me siento inmensamente feliz. Esa pequeña sensación, tan poderosa al mismo tiempo, actúa como un remanso, como un bálsamo, ante períodos de preocupación e incertidumbre que, a veces, parecerían eternos. 

Es la existencia de cosas pequeñas, al fin y al cabo, lo que me dá un poco más de fuerza para continuar. Lo que me dá un poco más de espacio en mi interior para hacer introspección dentro de mi misma, e intentar darme cuenta todo lo que aprendí en estos últimos meses, conforme fueron pasando las diferentes experiencias.

 Ojalá pueda tener, a lo largo de toda mi vida, muchos más días felices como lo fue éste. 

lunes, 6 de marzo de 2017

Presencias

Salgo de rendir un examen en la facultad, que me costó montones preparar, por el sinfín de cosas subterráneas (como la salud de mi padre, y ahora, la presión nerviosa de mi madre) que pueden interferir en mi ánimo y a las cuales, les doy batalla. Los nervios intentaron jugarme una mala pasada en la mesa de examen oral, y lo sé. Me siento tranquila, sin embargo, por haberme tomado cinco minutos, frente a las profesoras para respirar hondo, eludir los nervios y continuar con la exposición. Fue más fuerte la necesidad de seguir adelante con la carrera aún en los momentos difíciles y fue sobreponerme al miedo. Me sentí agradecida con ellas, también, porque hayan sabido entender si siquiera sospechar que, antes de entrar, del estrés considero, se me nublaba la vista cuando quería repasar la ponencia. 

Llego a casa, a eso de las ocho de la noche. 

Saludo a mi perro, que me vé y de inmediato se deshace en gestos de amor, para darme la bienvenida. 

- ¡Hola mi santo,precioso, hermoso, cosa linda de la vida! - me agacho, a acariciarlo, porque enseguida se recuesta panza para arriba, esperando los mimos de siempre - Te extrañé, mi vida... - me mueve la colita unos instantes más. 

Escucho una voz. 

Es de Urtubey, que está en casa y yo no me enteré. 

- Holaaa - entro a la cocina y lo saludo - ¿Cómo andás? ¿****? - le pregunto, por su retoño. 
- Bien ¿y vos? - me sonríe - Se fue a su casa, *** - me hizo un guiño.  
- Bien, bien, todo bien - miro a nuestro alrededor, buscando a su retoño - ¿De verdadddddd? - le pregunto, y enseguida le sigo el tren. 

Se ríe. 

- Se fue a su casa, cansando de esperarte - me explicó. 
- ¿Ah si? - hice un gesto de falsa lamentación - ¿Me estaba esperando desde hace mucho? 
- Sí, se quedó esperándote pero se fue caminando solito, viste... Porque no llegabas.  
- ¡Ay, qué lástima! - me reí, mientras lo buscaba - Yo lo extraño cuando no lo veo... Me había ilusionado, además, quería jugar con él y hacerle mimitos en los pies, como la otra vez... - dije, en voz alta, apropósito. 

- Qué lastimaaa - me cargó - ¡Qué lástima que se fue! 

Desde abajo de la mesa, su retoño, hizo un ruido. 

- ¿Estás seguro que se fue, Urtu? - bromeé, mientras me agachaba y lo encontraba a su pequeño sentado en indio, debajo de la mesa de la cocina, mirándome con una sonrisa de oreja a oreja, mostrandome todos los dientitos blancos. 

- ¡Hola mi amor! - exclamé y se tapó la cara con el mantel - ¿Cómo andás? ¿Salís del escondite a darme un besito, dale? - le pedí - ¡Te quiero dar un abrazo enorme!

Hizo morisquetas, hasta que Urtubey le pidió que saliera. Hizo caso y enseguida me agaché, frente a él, para saludarlo. Estaba super afectivo y me tranquilizó su cariño, me bajó a tierra, después de tanto estrés. 

- Te extrañe mucho - le dije y enseguida me agarró de la mano, se me quedó pegado a las piernas, para llevarme a jugar - ¿Cómo andan? - miré a Urtu. 
- Bien, todo bien - asintió. 
- No paraba de preguntar por vos - reconoció mi papá. 
- ¿Ah si? - sonreí.
- Sí, estaba preguntando todo el tiempo, dónde estabas. 
- Estaba dando un examen - le expliqué a Urtu - Es un amor él - lo miré al peque y sonreí. 
- ¿Así que te fue bien, hija? - intervino mi papá. 

Suspiré, con alivio. 

- Sí, lo salvé. Pero fue una situación tensa, tensa - reconocí. 
- ¿Qué pasó? - me preguntó Urtubey. 
- Me puse re nerviosa. Me trababa, pero bueno, controlé el estrés... - sacudí la cabeza. 
- Uh, claro - suspiró - Era oral, entonces. 
- Si, oral - le expliqué a Urtu - Vos sabés, yo soy tímida, y cuando estaba frente a los docentes dando me ponía así - hice una parodia de mi propia timidez - Al rojo vivo, ella.  
- No, claro...  - se rió. 
- ¡VEINTEEEEEEEE, VENÍ! - gritó el pequeño retoño. 
- ¡Voy, pequeño saltamontes! - me fuí, dejando la conversación a la mitad. 

Al rato, ambos volvimos. 

- Contale, ***, que hoy empezaste el jardín. 
- ¿Ah si? - lo miré, al peque. 
- Shi 
- ¿Y qué tal te fue? 
- Bien, bien - me dijo, de una forma que me daba ganas de comérmelo a besos. 
- ¿La pasaste lindo? 
- Shi - me explicó - Estuve con mami 
- Muy bien. Qué bueno, mi vida - le dije, naturalizando la mención. 
- Y después fuiste a lo de la abu ¿no? - lo orientó, Urtubey. 
- Shi - respondió y se fue urgente a besar a mi perro, con el que se quieren un montón- Veinte, vamos a buscar a *** - me dijo, en referencia a mi perro. 
- Vamos a hacerle mimitos,dale, así le demostramos que lo queremos - lo animé. 

Y se conjugó, efectivamente, lo que me da un nivel de ternura desbordante. Los nenes chiquitos - especialmente los varones - jugando con los perros. 

- ¿Papi, ya nos vamos?  
- Sí, que hay que cocinar, bañarnos y a dormir, piojito - le explicó, Urtu. 
- ¿Me hacés poshito y papitas? - le pidió. 

Yo ya me imaginé a Urtubey pelando papas, como un servil padre. Es que, si te lo pide así... 

- Sí, vamos a comer pollo, con papitas... - se rió - Le iba a hacer puré, pero si quiere papitas... - sacudió la cabeza - ¿De postre qué hay? 
- Nu she - lo miró, intrigado. 
- He... - se rió - la... 
- ¡Heladitooooo! - festejó. 
- Listo, te lo compaste - me reí - Después venís, papito, ahora andá a comer el pollito que te va a cocinar papá... - lo animé. 
- Bueno, dale - me dijo, muy campante - Vamos papi, vamos - lo tironeó. 

Y los acompañé hasta la calle, por expreso pedido del pequeño, que me quería mostrar unas morisquetas más.  

II 

Por suerte, más allá del último viernes, nadie volvió a hacer ningún comentario relacionado con Urtu y yo. Eso me alivió un montón, luego de que en una cena que tuvimos el pasado viernes, donde escuché a mi madre, a una de mis hermanas y a su novio, hablar de nosotros dos, en susurros, durante la comida. 

Ese día Urtubey vino a cenar con nosotros. Dejó su auto estacionado a pocas cuadras y bajó con paquetes. Lo vieron venir de lejos, jugando con las llaves, con una bolsa. Yo también lo vi venir de lejos pero no le preste atención a lo que traía y seguí sumida en mis pensamientos, que ese día, eran medio tristes. 

Apenas se acercó a la mesa donde estábamos todos, lo miré y saludó en voz alta, mientras me daba un paquete. 



Lo miré, pensando que era para mi mama, porque mas temprano habíamos estado hablando del regalo de ella, por whatsapp y quizá quería que lo vea... No sé, eso se me cruzó por la cabeza, siendo franca. 

- Es para vos - me dijo, mientras saludaba a mi familia y sonrió. 

Evidentemente, sonreí también, cohibida. No me lo esperaba, realmente, y más, cuando había pasado mi cumpleaños y cuando me había hecho un obsequio y no había nada - a mi parecer, al menos, que "justificara" el gesto. 

Lo mire y miré el regalo sorpresa, con un fuerte desconcierto. Me encantó, apenas lo ví. Le devolví una mirada significativa y se rió. << Sabía que me gustaba... >> pensé. 

Era un libro que sabia que me interesaba, del que habíamos hablado hace unas semanas atrás. Un día había estado en casa, justo cruzando la puerta recordó ese libro, y se detuvo buscándome data sobre él, antes de irse. <<Llego a la casa de mi viejo y después te mando unas cosas >> me dijo, frente a mi mamá. Yo me quedé callada y asentí con la cabeza. Un rato después me llegaban varias fotos de la edición que se  había comprado para él del mismo ejemplar que ahora, reposaba en mis manos. Al suyo, lo había sacado de su empaque incluso para mostrarme las ilustraciones y yo le elogié el hecho, de pura inocencia. No esperaba, claramente, que me lo regale y más cuando habíamos estado hablando de que me iba a comprar cierto ejemplar, que fue el que me regaló Urtu, finalmente.  

Por lo general, nosotros hablamos mucho de libros. Él, pese a que su trabajo nada tiene que ver con los libros, lee de todo. Tiene una biblioteca exquisita, a decir verdad, y más, porque los acumula desde el placer y desde sus intereses, no desde las modas. Suele andar pendiente de las colecciones, le gusta perderse en librerías y, siempre que sale algo o que vé un titulo bueno o que lee algo bueno, me avisa, me cuenta, me manda una foto o un link. Yo hago lo mismo, a decir verdad, aunque reconozco que soy un poco más discreta con el asunto, porque me da timidez contarle todo el tiempo de libros.  Me ha prestado libros y yo le he ofrecido míos. Incluso, cuando todavía estaba casado, habíamos estado hablando del Quijote y lo había rastreado por Capital y por nuestro barrio, para regalarme los dos tomos en una edición de lujo, tapa dura que yo había estado buscando y le había comentado de casualidad, a él y a su ex- mujer, una noche, mientras salía el tema de los libros.  

Y sin embargo, yo consideré este regalo del presente, un gesto inesperado. La que cumplía años era mi mamá, no yo, por lo cual, me sentí un poco avergonzada. Al libro lo dejé con el empaque puesto y lo puse a un costado, esperando que mi familia saliera del mutismo general, aunque tengo que reconocer que me encantó el detalle, pero no podía darlo a entender si sentía que tenía todos los ojos encima, poco más. 

Se acercó a saludarme con un beso y siendo la única silla libre, se sentó a mi lado.

- Ey - le toqué el hombro, discretamente, para que me mirara - Gracias por esto. Me encantó. No hacia falta.
- ¿Te gusto? Me alegro mucho - sonreímos-  Es que lo vi y bueno... - sonrió - Dije: " ´ma sí, yo se lo llevo". Sabía que te interesaba...  - me explicó. 
- Sí, la pegaste... - admití -  Es genial, en serio - me reí. 
- Salí de trabajar el otro día y lo enganche justo.  Ya lo tenia de hace unos días...
- ¡Me leíste la mente entonces! - le expliqué - Ayer, justamente, estaba pensando en estos libros... Quería comprarme uno, pero pasé tan apurada que no me pude ni parar a preguntar. 
- Ahora ya esta. Justo, entonces - nos reímos - Yo me compré este el otro dia - me dijo y me mostró otras fotos.

Hablamos brevemente de esos libros, le comenté que había nuevas cervecerías por la zona y me mostró unas fotos de una construcción rústica espectacular. << Me gustaría ponerme un bar con tu papá >> me dijo. <<Sería genial... Mesitas rústicas, ladrillos a la vista, buena música >> soñé, en voz alta <<yo me ofrezco como moza y te tomo los pedidos mientras leo poemas con la otra mano, dale, me gusta la idea... >> lo cargué.  

El cumpleaños siguió viaje. Todos me preguntaron qué era el regalo y si me gustaba, como si les diera curiosidad el detalle, como si les pareciera raro, cosa que no me extrañaría en mi familia, llena de expectativas respecto a que no pase otros veintidós años soltera y, al mismo tiempo, aterrados y recelosos de la posibilidad de que alguien comparta la vida con la preferida de la casa, la consentida, una especie de mascota que soy, para todos, pese a que me moleste y me pese, en un punto.  

- Cuña - me dijo uno de mis cuñados, el novio de mi hermana mayor, al rato - ¿Sabés lo que soñé el otro día? 
- No - lo miré, con curiosidad - ¿Qué? 
- Que vos tenías novio, y yo lo conocía... - me dijo. 
- Ah, bueno... - musité, con sorna. 
- Igual, no le ví la cara, eh... Así que no sé quién es. 
- No puedo darte la información que le faltó inventar a tu psiquis, cuña, perdón - me reí - De verdad, esta semana, está vedada la palabra novio, niiiiii hablemos, ni hablemos... - intenté tomarme la pálida de ese miércoles con humor y no quería entrar en un escenario escabroso donde entraran mis gustos y esas cosas, en discusión. 

Todo iba mejor. Yo estaba comiendo un tostado gigante. Lo veo demasiado grande y pregunto quién quiere compartirlo conmigo. Todos me dicen que no. Miro el plato de mis cuñados y mi padre me hace señas, para que se lo dé a Urtu. Se lo sirvo, con todo cuidado. 

-  ¿Y eso? - se sorprendió -  ¿Vos no comés más? No comés nada, Veinte... - resaltó. 
- Quiero que ingieras alimentos... - le susurré - No tengo hambre, hoy...  
- ¿Querés que ingiera alimentos? - se rió, por la expresión - Igual, ya no estoy flaco como antes. Recuperé peso, tengo panza, mirá - me mostró.  
- Nada que ver, Urtu, estás bien así... - sacudí la cabeza - Comé, que está rico, dale... - lo alenté. 

Seguí comiendo lo que me quedaba de mi plato. 

A mi derecha, estaban mi mamá, mi hermana y mi cuñado. Yo estaba inclinada, de costado, mirando un poco las conversaciones ajenas, sin opinar, mientras masticaba.  A ellos tres, casi les daba la espalda, y habrán pensado que estaba entretenida, porque empezaron a comentar:

- Sí... *** percibió lo mismo, desde el cumpleaños de ella - decía mi hermana - Me decía que se había dado cuenta también, de lo mismo... 
- %··&/···&&/)())$"··... - decía mi mama.
- Si, sí - decía mi cuñado, que nunca habla, pero... 
- ... y trajo el libro - escuche que decía mi hermana.

Me moví para servirme más gaseosa, con disimulo para ver si seguían o no hablando. Los quería matar, a los tres. 

- Y ella encima que... ·"$%&"$!·!%& - dijo mi hermana.
- jsjdjsnwjejdnanw - susurró mi mama.

Las miré. A los tres las vendió la cara, como si necesitara confirmar que estaban hablando del Urtu y de mí. Lo curioso era que se estaban riendo, como si algo de la situación fuera divertido, gracioso, no lo sé. 

- ¿Alguien quiere más? - les ofrecí, apropósito.
- No no, gracias.
- No gracias, gorda.
- No hija, gracias.

Enseguida, rehuyeron la vista y cambiaron de tema. <Cobardes> pensé.  Pasó gran parte de la celebración que no fue larga ni excéntrica.  Mi hermana que antes había estado hablando del tema, me pidió si le mostraba el libro, y se lo tendí.

Casi al final de la cena, el muchacho en cuestión se levantó de la mesa. Nos quedamos literalmente en familia.

- ¿Y eso que es? - me pregunto mi papa.
- Un libro, que me regaló Urtu - le dije. 

Se lo quedó mirando, encima de la mesa, muy fijo. 

- ¿Vos se lo encargaste o algo? - me dijo en referencia a su amigo.
- No - respondí, austera.

Mofó. 

- Es una cosa... - suspiró, pero se quedo callado - No pierde... - dijo.

Ni le dije nada. Lo miré, con cara de fastidio, porque no tenia ganas de escuchar estupideces.

- Che, ¿vos no me podrás prestar un libro, Veinte? - me dijo, cómplice mi otra hermana.
- Si, mas vale - sonreí - ¿Cual querés?
- No se. Elegime vos y yo lo leo.
- ¿Leíste lo de la otra vez...?
- No - dudo - ¿Galeano era?
- Benedetti - rectifiqué - De Galeano no tengo demasiado.

IV

Lo del miércoles mismo, con mi hermana y mi madre, lo hablé al aire, parece. Y ya no perdieron pisada para hacer usufructo de las circunstancias más sencillas,  en pos de especular.

¿Qué, no me puede hacer un regalo inesperado? Que piensen lo que quieran.

Cuando llegamos a casa, ese día, mi hermana me dijo:

- Me parece que ese libro tiene dobles intenciones... - yo seguí sentada en mi cama, observándolo, con adoración. 
- No seas boluda... - me limite a responder y seguí inmersa en mi burbuja. 

De hecho con la sorpresa que me hizo me alegró mucho el dia. Fue un gesto inesperado, que no valió por el regalo, sino, por la intención de ver algo que sabía que podía gustarme y comprármelo, porque sí. De rifas sobre mí felicidad ni hablemos. 

Me alegro que hoy, por lo menos, me hayan dado tregua los comentarios y el examen. 

Lo que sí, creo que mi padre se quedó con la sangre en el ojo, por el presente. Vió una colección en la televisión y exclamó, enseguida: 

- ¡Vos tenés que tener esos libros, Veinteava, esas cosas son necesarias para tus estudios! ¡Yo te los voy a comprar, en cuanto pueda! - exclamó. 
- Sí, igual, está todo bien... - le expliqué - Es bastante plata por semana, así que no sé... - lo previne. 

Me miró y puso cara de pocker. Es decir, esa cara de padre que dice: "Hay un tipo que le hace regalos de cosas que aprecia y que realmente le gustan y más adelante la van a raptar, dejará de ser mi hija más chica, la que siempre toma mate conmigo, la que me convida galletitas a la madrugada y yo a este tipo lo voy a cagar a trompadas". 

Eso que no sabe de mi colección... Bibiloteca: "El chongo que no fue".