" Si no lográs aceptarte, nunca vas a ser feliz, Veinte. La aceptación es algo a lo cual aspirar, porque, de otra manera, no vas a poder tener relaciones afectivas sanas, ni ahora, ni más adelante. Es importante que lo tengas en consideración para tu vida"
Eso fue lo que me dijo mi psicóloga, en esta misma época, hace más de dos años atrás.
En el momento, tengo que reconocerlo, la frase me impactó, me dolió. Hoy entiendo que de eso se trataba. Había que hacer mella en mi postura, en mi descontento absoluto con las cosas de todos; estado que atravesaba en esa época. Paradójicamente, en medio de ese dolor, entendí que lo único que yo quería era cambiar para bien; porque bien no estaba. Me sentía mal con la persona que era, no porque hubiera cometido algún error con los otros, sino porque no podía convivir conmigo. Estaba cargando demasiadas cosas, de toda la vida, que ya no las podía seguir llevando encima.
Cuando mi terapeuta apeló a algo tan duro bajé la cabeza y fue como si mirándome mis propias rodillas hubiera entendido todo. Lo que entendí, en realidad, fue que existía un camino para sentirme mejor y precisamente eso yo andaba buscando aquéllos días. El camino a seguir era la aceptación de mi misma, la creación de una buena autoestima, entre tantas otras cuestiones que fui resolviendo y sigo resolviendo, hasta el día de hoy.
Esa frase, sin embargo, me acompañó siempre. Fue algo muy curioso de mi parte, pero se conectó específicamente con todo lo que yo quería para el futuro en mi vida: vivir rodeada de gente a la que quiera y que me quiera; poder estar tranquila y segura de quién soy, sentirme realizada con mi profesión, sentirme segura de la clase de tipa que vea en el espejo todas las mañanas. Pero yo, en esas épocas, pensaba que todo eso era una especie de mundo ideal, de sueño imposible. Pensaba que mi felicidad personal no existía, y lo que es peor, que no iba a tener manera ni forma de arribar a ella por mucho que lo intentara, porque las cosas "eran así". Aunque yo, solapadamente, cuando decía que las cosas eran así, a lo que realmente me refería en mi mente no era a la vida y sus sucesos, sino a mi misma, a mi cuerpo, a mis defectos físicos. Los cuales sí, son irreparables, definitivos, permanentes, irremediables, pero que son lo único en mi vida - junto con la muerte misma - que no puedo cambiar, porque todo lo demás tiene derecho a réplica, reparación, reevaluación y derivados.
Y de este último rasgo importantísimo no me había dado cuenta, concentrada en defenestrarme a mi misma siempre que tuviera la oportunidad, concentrada en sentirme mal si me cargaban, si me excluían porque no me gustaban los juegos de chicos o porque leía en los recreos. Concentrada en no llevarme nada por delante, en hacer las tareas, en estudiar todo para poder irme a la pileta a nadar, en hacer la tarea adelantada porque al día siguiente tenía kinesiología. Concentrada en juntar los útiles rápido para no perder el colectivo que me llevaría al estudio de danza clásica, tal como me lo mandaba el médico; concentrada en esperar que mi mamá me pasara a buscar, para después llegar a casa y hacer alguna tarea que me hubiera quedado. Concentración, disciplina, responsabilidad, control, mesura. En pocas palabras: a los once años, yo una adulta en frasco chico.
Ante todo ese sentido de la responsabilidad y de la preocupación por mi propia salud que adopté desde tan temprano, delegué el resto de la vida normal de cualquier niña. No sólo porque no me sentía cómoda, sino, porque sentía que otras cosas tenían verdadero sentido, verdadera importancia. Y aunque no estuvo mal tomar cartas en el asunto de mi propia historia, sí entendí que no fue sano hacerme cargo de las consecuencias diarias que dejó, creyendo que por eso yo podría arreglarlas. Con el paso del tiempo, entendí que eran una situación que nadie podría explicarme o modificar para mí, sin importar lo que hiciera. Unos años más adelante, en la entrada a la adolescencia, entendí el concepto de lo inevitable y lo asocié directamente con mi vida. Según lo pensaba en esa época, si de mi historia para abajo nada se podía cambiar de lo que me pasara, mi vida iría a ser una porquería. Esa sensación de previsibilidad frente a todo me agobiaba y me dejaba sin armas más que el sobrevivir frente a la vida que, sentía, yo nunca iba a poder alcanzar.
Mientras, mi vida pasaba sin sobresaltos. Amigos tenía algunos en el Club, donde me sentía mucho más entendida, donde la gente me conocía y me aceptaba. Amigos, en el colegio, sólo tenía a dos (que hoy son dos de mis tres amigos) pero de entre la multitud de nenes y nenas, de mi entorno escolar, pocos eran los que yo apreciaba. Terminaba siempre sintiéndome en falta, siempre sintiendo una silenciosa vergüenza de mi misma, siempre tratando de solventar todo ese escarmiento interior con una simpatía y una comodidad meticulosamente ensayada.
La felicidad durante esos años estaba en mi casa. La felicidad eran mis mascotas, mis hermanas y mis padres; que me amaban y mientras lo pienso no puedo evitar que se me llenen los ojos de lágrimas. La felicidad eran las tardes en la pileta del club, o la complicidad con mi profesora de natación que, a la primera que le contaba la noticia de su embarazo era a mí y yo le hacía un dibujo para que pegara en su casa y que ella lo colgara. La felicidad era escribir en mis diarios cómo me sentía, era ordenar la carpeta de Lengua, era que mi mama me regalara figuritas o que mi papá me fuera a buscar a la pileta y me esperara en el bar del Club, para cenar con mi mamá, los tres juntos, mientras le contaba qué tal me había ido. La felicidad era hablar con mi abuela por teléfono durante un largo rato, como ahora hablo en el jardín, durante largo rato. La felicidad era que mis hermanas me molestaran o que siempre me quisieran, que siempre me aceptaran todo, desde abrazos, besos o travesuras.
Nunca, sin embargo, me caractericé por ser una persona confiada. Nunca supe lo que era esa especie de inocencia de la juventud de la que algunas personas hablan y nunca supe qué era llevarme bien con mis pares, sentirme parte de sus intereses, sentir que yo también podía ser como ellos. Siempre estaba demasiado absorbida por la vida que llevaba ajena al colegio, lugar que me parecía siempre funesto, lugar que me dolía por todos lados y del que me quería librar pronto. Las experiencias que quedaron circunscritas a ese entorno, por su parte, también estuvieron mayoritariamente clausuradas. Las odiaba, francamente, las odiaba. Todo lo que representaba a mis compañeritos, a sus actitudes estúpidas, a esa época de la vida donde empieza a emerger la competencia, la popularidad, la belleza y los parámetros de la misma, fue de una dureza insoportable en mi vida. Y seguramente por eso, por lo incompatible de mi figura con el mundo en el que vivía, durante mi niñez odiaba dos cosas: comprarme ropa y arreglarme. Según mi pensamiento de esa época, yo no iba a ser linda nunca y menos porque me pintara o me comprara ropa; estas dos cosas me parecían soluciones vanas a un problema totalmente de fondo que, sin embargo, yo creía ignorar.
Si desde que tengo uso de razón hasta los dieciocho años me preguntaban cómo era para mi misma, te decía que era fea. Pero, si me preguntabas especialmente desde que tengo uso de razón hasta los quince, te decía que era "gorda", tenía poca coordinación, me caía bastante, no tenía muchos amigos, no iba a fiestas, los varones me parecían tontos y leía, por lo cual, tenía menos éxito de encajar con los valores que en mi grupo etario-económico y social, me presentaba en esa época. Además, lo que empezaba a aflorar en esa época y lo que se enfatizó con los años, era que yo me llevaba siempre mejor con la gente más grande y los adultos, en esos años, son el enemigo primero del adolescente promedio, nunca sus aliados. Por eso, con más razón, yo me daba por vencida respecto a ser la adolescente promedio que mis padres, mi madre en especial, esperaba que fuera, tal como mis dos hermanas. Ellas, por suerte, me hacían más fácil todo, si de intentar imitarlas se tratara. Tuve (si, tengo que reconocerlo) desde muy chica, una especie de don para leer los terrenos; las relaciones causa-consecuencia en las cosas que veía en los demás. Por eso, actuaba según lo que observaba, es decir, haciendo lo mismo o lo contrario a los otros, según correspondiera al caso y a mis valores en formación.
Cuando entré en la adolescencia, toda esta incomodidad con mi entorno se agudizó. El odio que sentía por mi misma, que no me animaba a reconocer pero que me torturaba, crecía y disminuía por temporadas. Mis hermanas, en términos de referencia, me ayudaron durante años a ser un poco más como se suponía que debía ser. Pero cuando crecía enormemente mi estado de odio era cuando uno tenía una fiesta, un cumpleaños, una reunión, porque era todo lo que yo no era, todo lo que no iría a ser nunca, multiplicado por mil y concentrado. Especialmente en la época de los cumples de quince se suponía que se tenía que pintar, poner un vestido y bailar. Veía como "las chicas normales" bailaban, se divertían con chicos, se ponían cosas ajustadas y tomaban alcohol. Yo las miraba, nada más, y no entendía de qué se divertían tanto o, en realidad, qué se suponía que era lo divertido. Como no lo entendía, las miraba más y me humillaba ese desencanto, esa desconexión, que, al mismo tiempo, intentaba ocultar. Porque pintarme y ponerme un vestido me hacía sentir rara, porque no podía usar tacos y porque nunca aprendí ni tuve gracia para bailar. Al final, como en todos los cumpleaños, fueran de quince o no, terminaba sentada mirando a los demás bailar. Terminaba esquivando a los chicos, en la época de los primeros besos, porque me daban asco; terminaba con un nudo en la garganta, rogando que se hiciera la hora, pensando qué le iba a inventar a mi mamá para decirle que la pasé bien y que me reí un montón con una Fulanita que, en realidad, ni me había registrado.
De a poco, sin embargo, el tiempo empezó a pasar, lento, pero inevitable. De a poco me fui haciendo fuerte, solitaria, pero fuerte. De a poco, el tiempo de la escuela se equilibró con deporte, cursos, literatura - mucha, hermosa y mucha - que me mostró otras posibilidades. De a poco, conocí gente que me instruyó, que me conmovió y que nada tenia que ver con esa ajenidad y mediocridad en la que viví durante tanto tiempo. De a poco, el colegio se fue acabando y, también de a poco, emergió la vida universitaria con toda ansiada libertad, con esa diversidad que necesitaba, con ese cambio que, al parecer, toda mi vida había estado esperando.
Desde ese momento, hasta hoy, empecé un camino que me llevó a comprender la inexistencia de destinos inexorables. Empecé a vivir como yo quería y ya nadie me empujaba, en ningún sentido, para que me caiga; o al menos, ya nadie me iba a empujar y a cargar porque me caía y eso para mí era genial, era sentirme libre con la persona que era.
Al principio, esa libertad me dió miedo, porque de tanto esperar a que se terminara la tortura, no había pensado qué hacer estando fuera de ella. Me llevó tiempo, pero empecé a creer más en la concreción de una vida futura más sana, más amorosa, más como yo la había soñado desde siempre, desde que era chica y lo bastante pronto me daba cuenta de un cúmulo de cosas que me desencantaron muy rápido, que me inyectaron demasiada conciencia.
Empecé a creer en una vida donde se me incluyera en los planes de alguien más, una vida donde pudiera seguir compartiendo una comida con mis padres y mis hermanas, una vida donde pudiera caminar por la calle sintiendo que todo, en esencia al menos, está lo suficientemente en orden para que pueda vivir en paz, pero especialmente, donde no sintiera que me estuvieran mirando todo el tiempo porque era diferente, porque se daban cuenta de todo lo que me había pasado y eso les generaba rechazo, lástima o cualquier tipo de emoción negativa hacia mi persona. Creía que todos los demás irían a ser una eterna reproducción de mis compañeros de jardín o de colegio. Creía que nadie me iba a querer, que nunca iba a ser linda para ningún chico, que nadie iba a querer acompañarme. Creía que estaba bien que así fuera, porque "la vida era así", porque siempre había sido eso, porque no conocía otra cosa y sin embargo, la quería, la necesitaba, de alguna manera, necesitaba que la vida fuera diferente, tenía que ser diferente.
Y sin duda, desde el día que me dijeron esa frase, la vida dejó de "ser así" para pasar a ser un reflejo de lo que quiero para todos los días, no sólo para mí, sino para mis hijos, para mis parejas, para mi familia: aceptación, amor, tranquilidad, entrega.
Es que, de alguna extraña forma, comprendí que esa frase era un hilito que me demostraba la existencia de toda esa vida que soñaba, alguien comprendía mi deseo y me explicaba que las cosas podían ser de otra forma; aceptarme era la pauta. Esa frase afirmaba que "el cuando sea grande" en mi caso tan básico, iba a ser una realidad, si me aceptaba. Me demostraba que no hacía falta esperar a que "fuera grande" para dejarme querer, para sentirme bien conmigo, para realizarme en mi vocación, para tener amigos, para sentirme linda, para encontrar a alguien que me quiera, para querer a otros, para poder construir relaciones sanas. Descubrí que ese momento, ese objetivo, no era un utopía, sino, algo a lo que podría llegar.
Descubrí que aquél anhelo, se resumía a unas pocas palabras: la importancia del amor propio y el poder del ahora.