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viernes, 17 de noviembre de 2017

17 de noviembre: Día Mundial del Niño Prematuro.




Para mas información:  https://g.co/kgs/AgGUxD

FELIZ DÍA PARA TODOS aquellos que, en el afán de conocer el mundo y sus alrededores, decidieron apurar el tramite y lanzarse a la vida mucho antes.   



Es especialmente en estos días donde me siento mas agradecida que nunca porque la lucha incansable de toda mi vida hoy valga tanto la pena.

Desde aquel enero con veintiocho semanas de gestación y un peso de 1,340 que pronto paso a ser solo de 900 gramos; hasta hoy, sigo luchando, poniéndole el cuerpo y la cabeza a un designio de la vida.  Aceptándolo, yendo para adelante, sobreponiéndome, plantandole cara; y pensándolo como el privilegio de haber conocido al amor mas puro de mi vida - de mi familia, mis abuelos y mis perros -  de forma tan anticipada.  Decididamente, hoy para mi se festeja algo muy especial.

Si, luego de tantos años de trabajo, he empezado hace rato a hacerle los honores a este día y a transitarlo desde la felicidad.

¡Feliz día a todos los guerreros que están y vendrán con ganas de vivir! ¡Feliz día para mi!

viernes, 23 de junio de 2017

La vida da (muchas) vueltas

Lo miraba de lejos, lo miraba de lejos, lo miraba de lejos. Lo que más me gustaba, pese a que era muy chica, se resumía en una cosa peculiar para mi edad: a él le salían las cuentas difíciles y tenía la cartuchera ordenada. Ah, sí, además, era el nene más lindo de todo el grupo. Por eso lo miraba de lejos.  ¿Fue el primer chico que me gustó en la vida? Sí, me parece que sí, porque es hasta el día de hoy que lo recuerdo. También me recuerdo a mi misma, velándolo, de lejos. También recuerdo que a él le gustaba otra chica, compañera nuestra, que era la más linda de todas, la que tenía más amigos y la que todos los chicos apreciaban; etc.

 A partir de ahí, los recuerdos comienzan a cambiar de color, y es como si no hubiera habido espacio para noviecitos escolares en mi memoria, porque de hecho, no los tuve. Nunca, de hecho, los chicos que a mí me gustaban me daban bola y, asimismo, nunca le gustaba a los chicos que me hicieran posible corresponderlos. Desde ahí, eso es lo único que me acuerdo. No sé, algo habrá empezado a pasar con el asunto de las cargadas, porque fue como si toda la atmósfera se hubiera desarmado. Sólo sé con certeza que la mayoría de los recuerdos que tengo de esa época son extraños y siempre me dejan un regusto amargo que no sé bien de dónde viene, porque no conservo detalles muchas veces y porque tampoco me empeño en revolver, claro. 

Un día, lo último que supe de él,de este chico que era El principito en pinta, es que se cambió a un colegio de un nivel alto, con algo parecido al prestigio, pero de todo lo demás no me enteré hasta que se puso a salir con una compañera del secundario, muchos años después, y cuando ella me contó de su nuevo novio me dí cuenta que a aquél chico lo conocía. El crecimiento, lamentablemente, le había sumado músculos y alguna que otra neurona, pero en especial, músculos lo cual me parecía muy desalentador, porque si hay algo que me vuelve candidata a monja, son los hombres musculosos, artificiales; esculpidos, ellos, en una palabra. 

 Sé que salió un tiempo bastante largo con mi compañera, pero en realidad, para mí había pasado a ser un desconocido total, básicamente, por la falta de interés que me generaba. Me enteré, durante esos años, producto de los chismes habituales, que la relación que tenía con esta chica era bastante tóxica, lo cual, me hizo lamentarlo por ella. 

II 

Hace unos meses, volvía de tomar un café con una amiga, cuando se subió al mismo colectivo que yo. Me miró y lo miré de soslayo, sin corresponderle la mirada, porque si hay que evito es saludar a mis ex-compañeros de escuela, casi desde que tengo memoria. 

Llego a casa, esa mismo día, y veo que tenía una nueva solicitud de amistad y que era suya. 

Lo acepto; me escribe, me explica que me había reconocido en el colectivo y me cuenta de su vida. Él, está estudiando en la facultad una carrera compleja, llena de cuentas. Le cuento que estoy estudiando la carrera que sigo.

Eso me recuerda a algo en particular: de chica me gustaban los poemas que leía la señorita pero decirle que me gustaban me daba vergüenza (a todos le daban gracia los poemas y a mí me gustaban, no me parecían graciosos, me gustaban de verdad), entonces, no lo decía a nadie por miedo a que se burlaran de mí por eso. Y más, porque como había aprendido a leer lindo, me mandaban a leer en los cafés literarios poemas o ese tipo de cosas, frente a los padres de mis compañeritos. 

Sonrío, cuando a través de la charla, recupero un recuerdo. 

Él me sigue hablando y, siempre que puede, elogia lo que hago, me chusmea las publicaciones, me escribe comentarios en los estados y le da me gusta a muchas de mis fotos de perfil. 

Y yo me río, claro, me río por pensar la de vueltas que tiene la vida. 

Ahora quien era El principito se convirtió en sapo. Ahora, mientras me escribe para hacerse el "los años que pasamos sin vernos, juntémenos Veinteava, qué carrerón estás haciendo, qué grosa que sos", yo me río...  <<Dale, sí, cualquier cosita te llamo >> pienso y me río. 

Mucho, me río, de hecho, porque entre El Principito que me quiere levantar, la señorita de las calzas violetas que me encuentro en la parada y me baja la vista, y "Esteban el malo" como le decía al principal burlón de mi vida, que le preguntaba a amigos míos si yo lo odiaba o no lo odiaba, con culpita, casi, con culpita el pobre, tantos años después; me estoy riendo mucho. 

Y se sabe que el que ríe último, siempre ríe mejor. En especial, si no es de nadie. 

Porque yo sólo me río de las vueltas que suele dar la vida y de cómo la persona a la que se le rieron y a la que cargaron y a la que burlaron porque se caía o porque se llevaba todo por delante, ahora, tiene la posibilidad de elegir qué hacer con todo eso. Y yo elijo reírme, reírme y reírme. Considero que lloré lo suficiente y que, en muchas ocasiones, en relación al origen de mis lágrimas, fueron muy en vano. Considero que si lloré por personas que no se lo merecían ni un poquito; por gente que, de verdad, no se podía reír de nadie; ahora, me tengo que reír por ver cómo todo va llegando, se va ordenando, se va ajustando y se va cerrando sobre lo ya cerrado, incluso, sin haberlo esperado, sin haberlo buscado; solo como regalo de la vida.  

Hoy en día, todos ellos, han dejado de importarme; incluso poco me interesa si yo le gusto a El principito, si Esteban el malo se siente odiado o si vive con culpita.

Allá ellos, de verdad, les llegará o no todo lo que merezcan, como pasará conmigo, y cada uno vivirá y transitará la adultez como pueda, teniendo su trabajo, criando a sus hijos, pensando cómo educarlos, pensando qué valores dejarles. 

Yo prefiero leerme un poema de Wisława Szymborska y pensar que, si un día llego a tener un niñito le voy a leer poesía desde la panza, lo voy a llenar de frases de Cortázar y le voy a meter poemas de Benedetti hasta adentro de la bañadera, junto con patitos de juguete y shampoo Johnson & Johnson. 

Pensar en estas cosas, de ésta forma, me hace feliz.

Yo ya elegí qué hacer con mi historia. Yo ya elegí qué llevarme a modo de enseñanza, para el día de mañana. Lo sigo eligiendo, día a por día, cada vez que me levanto y cada noche que me acuesto. Y sobre todo, insisto, la clave es siempre la misma: ser feliz con lo bueno y con lo malo que me tocó en suerte.

Lo demás, carece de importancia.

El resto de las cosas, finalmente, se acomodan solas.

La vida da un montón de vueltas.







martes, 14 de marzo de 2017

Especialistas III

Estábamos haciendo sobremesa, mis padres y yo. 

 - Mañana te voy a cortar el pelo. La verdad, no podés estar así - lo miré. 

Se rió. 

- Sí, está hecho un asco ¿viste? 
- Un asco total - enfaticé - ¡Dios mío, esas lianas! - lo cargué - Te voy a pasar esa maquinita que tenés vos para emprolijarte la nuca... - medité, mientras observaba el asunto - Ya te creció todo, desde la última vez. 
- Sí, ya se fue todo a la mierda... - suspiró - No hay gel que lo controle. 
- ¿Te vas a afeitar, no? - le pregunté, intencionalmente. 
- Sí, sí. No sé cuando, pero sí.  
- Podés hacerlo tranquilo, el fin de semana, pero el pelo... - sacudí la cabeza - No va a llegar así a la próxima vez que veas al Doctor *** . 
- Vos sola me mirás con cariño, Veinte. Nadie se dá cuenta de esas cosas - sonrió - Ya me tengo que ir preparando, sí. 
- Yo no solamente te miro con cariño, sino que me gusta verte prolijo, es más fuerte que yo. Tenés que tratar de estar lo más prolijo que puedas, más allá del trabajo que hacés donde estás lleno de polvo - le expliqué.  
- Eso dejalo para vos, que siempre estás toda cuidadita y es lindo que sea así - admitió - No me quiero imaginar cómo va a ser tu marido, si así te preocupás por mí, que estoy todo el día lleno de polvo - mofó. 

Le puse cara de cansancio. 

- Esto no es frivolidad, son gestos - argumenté - Y sí, yo miro a la gente pensando en cómo se puede ver mejor, no buscándole los defectos. No te estoy diciendo que estás desprolijo, te estoy diciendo que mañana te corto el pelo, así te ves mejor - insistí. 
- Bueno... Está bien. Mañana, cuando llego de trabajar, hacés todo. 

Sonreí. 

-¿Qué me decís vos, cuando no me pinto y se me notan las ojeras? ¡Qué parezco un caballo viejo! - nos reímos. 
- Y sí, tenés los ojos todos hundidos, más si estás preparando esos examenes de mierda... 
- Bueno - concedí - A mí me pasa lo mismo, cuando te veo todo invadido por los pelos, la barba toda crecida, me da la misma mala impresión. 
- Pero vos te pasás, hija... - se rió - ¡Me sacás los pelos de acá, de acá! - se señaló el puente de la naríz. 
- ¿Y qué querés que haga, que te los deje? ¡No, ni loca! - sacudí la cabeza. 


(...) 

- ¿Para el día de la cirugía te vas a sacar la barba? - le preguntó mi mamá. 
- No ¿para qué? 
- Ya con que se afeite... - acoté yo. 
- Tengo unos soquetitos nuevos - me comentó - Ah, cuando termine te llamo para que me vengas a buscar - le dijo, a mi mamá. 
- ¡NO! ¡Yo voy a ir con vos! 
- ¡Vamos a ir con vos, olvidate de ir solo! 
- ¡No, no, no, no! ¡Quiero ir solo! 
- Sí, dale, Superman, que vas a salir corriendo del quirófano - ironicé ¡Haceme el favor y no seas duro! 
- Pero no pasa nada, hija... 
- No es eso - le expliqué - No va a pasar nada, si Dios quiere, pero me voy a morir de la ansiedad acá sola, esperando noticias. 
- Te quedás con tu madre, esperando. 
- No, no hay chances. Vamos a ir los tres. 
- ¿Para qué? Si no van a poder entrar ni nada... 
- No es eso - dudé - ¿Viste cuando uno necesita estar cerca? Bueno, es eso. 
- Pero si no vas a poder hacer nada... - insistió - Todo lo hace el médico. 
- Pero es algo muy propio de los seres humanos querer estar lo más cerca posible  de la persona que quieren en una situación difícil. Es el apego que sienten entre sí las personas que se quieren - le expliqué. 

Aflojó un poco, con ello. 

- Bueno, pero igual... 
- ¿Te acordás cuando íbamos los tres a mi traumatólogo? - hice el paralelismo- ¿Por qué ibas, vos? ¿Por qué te tomabas siempre el día, si sabías que me llevaba mamá y podías estar tranquilo? ¿Por qué si era un control y no una operación? - lo arrinconé - Es el apego. 
- Nunca, hasta que seas mamá, vas a entender cómo lo vive un padre. Es distinto. 
- Lo entiendo desde el apego que también puede tener un hijo, por su papá o su mamá. Y eso va a hacer que vaya, quieras o no, como vos fuiste cada vez que tuve que visitarlo a Eduardo - le dije, en relación a mi traumatólogo. 
- Yo iba por las hamburguesas de McDonald que nos comíamos después, a la salida - bromeó. 

Me reí, por la aportación.

- Por descontado que yo también - le dije - Qué control ni control... - mofé. 

II 

Estamos en la cuenta regresiva. Ya falta menos y los días se me hacen largos. 
Que sea con bien, que todo se acomode y se encause pronto; eso es lo único que pido. 


martes, 27 de diciembre de 2016

Pasar en limpio

" Si no lográs aceptarte, nunca vas a ser feliz, Veinte. La aceptación es algo a lo cual aspirar, porque, de otra manera, no vas a poder tener relaciones afectivas sanas, ni ahora, ni más adelante. Es importante que lo tengas en consideración para tu vida"
Eso fue lo que me dijo mi psicóloga, en esta misma época, hace más de dos años atrás. 

En el momento, tengo que reconocerlo, la frase me impactó, me dolió. Hoy entiendo que de eso se trataba. Había que hacer mella en mi postura, en mi descontento absoluto con las cosas de todos; estado que atravesaba en esa época. Paradójicamente, en medio de ese dolor, entendí que lo único que yo quería era cambiar para bien; porque bien no estaba.  Me sentía mal con la persona que era, no porque hubiera cometido algún error con los otros, sino porque no podía convivir conmigo. Estaba cargando demasiadas cosas, de toda la vida, que ya no las podía seguir llevando encima. 

Cuando mi terapeuta apeló a algo tan duro bajé la cabeza y fue como si mirándome mis propias rodillas hubiera entendido todo.  Lo que entendí, en realidad, fue que existía un camino para sentirme mejor y precisamente eso yo andaba buscando aquéllos días. El camino a seguir era la aceptación de mi misma, la creación de una buena autoestima, entre tantas otras cuestiones que fui resolviendo y sigo resolviendo, hasta el día de hoy. 

Esa frase, sin embargo, me acompañó siempre. Fue algo muy curioso de mi parte, pero se conectó específicamente con todo lo que yo quería para el futuro en mi vida: vivir rodeada de gente a la que quiera y que me quiera; poder estar tranquila y segura de quién soy, sentirme realizada con mi profesión, sentirme segura de la clase de tipa que vea en el espejo todas las mañanas. Pero yo, en esas épocas, pensaba que todo eso era una especie de mundo ideal, de sueño imposible. Pensaba que mi felicidad personal no existía, y lo que es peor, que no iba a tener manera ni forma de arribar a ella por mucho que lo intentara, porque las cosas "eran así". Aunque yo, solapadamente, cuando decía que las cosas eran así, a lo que realmente me refería en mi mente no era a la vida y sus sucesos, sino a mi misma, a mi cuerpo, a mis defectos físicos. Los cuales sí, son irreparables, definitivos, permanentes, irremediables, pero que son lo único en mi vida - junto con la muerte misma - que no puedo cambiar, porque todo lo demás tiene derecho a réplica, reparación, reevaluación y derivados.  

Y de este último rasgo importantísimo no me había dado cuenta, concentrada en defenestrarme a mi misma siempre que tuviera la oportunidad, concentrada en sentirme mal si me cargaban, si me excluían porque no me gustaban los juegos de chicos o porque leía en los recreos. Concentrada en no llevarme nada por delante, en hacer las tareas, en estudiar todo para poder irme a la pileta a nadar, en hacer la tarea adelantada porque al día siguiente tenía kinesiología. Concentrada en juntar los útiles rápido para no perder el colectivo que me llevaría al estudio de danza clásica, tal como me lo mandaba el médico; concentrada en esperar que mi mamá me pasara a buscar, para después llegar a casa y hacer alguna tarea que me hubiera quedado. Concentración, disciplina, responsabilidad, control, mesura. En pocas palabras: a los once años, yo una adulta en frasco chico.  

Ante todo ese sentido de la responsabilidad y de la preocupación por mi propia salud que adopté desde tan temprano, delegué el resto de la vida normal de cualquier niña. No sólo porque no me sentía cómoda, sino, porque sentía que otras cosas tenían verdadero sentido, verdadera importancia. Y aunque no estuvo mal tomar cartas en el asunto de mi propia historia, sí entendí que no fue sano hacerme cargo de las consecuencias diarias que dejó, creyendo que por eso yo podría arreglarlas.  Con el paso del tiempo, entendí que eran una situación que nadie podría explicarme o modificar para mí, sin importar lo que hiciera. Unos años más adelante, en la entrada a la adolescencia, entendí el concepto de lo inevitable y lo asocié directamente con mi vida. Según lo pensaba en esa época, si de mi historia para abajo nada se podía cambiar de lo que me pasara, mi vida iría a ser una porquería. Esa sensación de previsibilidad frente a todo me agobiaba y me dejaba sin armas más que el sobrevivir frente a la vida que, sentía, yo nunca iba a poder alcanzar. 

Mientras, mi vida pasaba sin sobresaltos. Amigos tenía algunos en el Club, donde me sentía mucho más entendida, donde la gente me conocía y me aceptaba. Amigos, en el colegio, sólo tenía a dos (que hoy son dos de mis tres amigos) pero de entre la multitud de nenes y nenas, de mi entorno escolar, pocos eran los que yo apreciaba. Terminaba siempre sintiéndome en falta, siempre sintiendo una silenciosa vergüenza de mi misma, siempre tratando de solventar todo ese escarmiento interior con una simpatía y una comodidad meticulosamente ensayada. 

La felicidad durante esos años estaba en mi casa. La felicidad eran mis mascotas, mis hermanas y mis padres; que me amaban y mientras lo pienso no puedo evitar que se me llenen los ojos de lágrimas. La felicidad eran las tardes en la pileta del club, o la complicidad con mi profesora de natación que, a la primera que le contaba la noticia de su embarazo era a mí y yo le hacía un dibujo para que pegara en su casa y que ella lo colgara. La felicidad era escribir en mis diarios cómo me sentía, era ordenar la carpeta de Lengua, era que mi mama me regalara figuritas o que mi papá me fuera a buscar a la pileta y me esperara en el bar del Club, para cenar con mi mamá, los tres juntos, mientras le contaba qué tal me había ido. La felicidad era hablar con mi abuela por teléfono durante un largo rato, como ahora hablo en el jardín, durante largo rato. La felicidad era que mis hermanas me molestaran o que siempre me quisieran, que siempre me aceptaran todo, desde abrazos, besos o travesuras.  

Nunca, sin embargo, me caractericé por ser una persona confiada. Nunca supe lo que era esa especie de inocencia de la juventud de la que algunas personas hablan y nunca supe qué era llevarme bien con mis pares, sentirme parte de sus intereses, sentir que yo también podía ser como ellos. Siempre estaba demasiado absorbida por la vida que llevaba ajena al colegio, lugar que me parecía siempre funesto, lugar que me dolía por todos lados y del que me quería librar pronto. Las experiencias que quedaron circunscritas a ese entorno, por su parte, también estuvieron mayoritariamente clausuradas. Las odiaba, francamente, las odiaba. Todo lo que representaba a mis compañeritos, a sus actitudes estúpidas, a esa época de la vida donde empieza a emerger la competencia, la popularidad, la belleza y los parámetros de la misma, fue de una dureza insoportable en mi vida. Y seguramente por eso, por lo incompatible de mi figura con el mundo en el que vivía,  durante mi niñez odiaba dos cosas: comprarme ropa y arreglarme.  Según mi pensamiento de esa época, yo no iba a ser linda nunca y menos porque me pintara o me comprara ropa; estas dos cosas me parecían soluciones vanas a un problema totalmente de fondo que, sin embargo, yo creía ignorar. 

Si desde que tengo uso de razón hasta los dieciocho años me preguntaban cómo era para mi misma, te decía que era fea. Pero, si me preguntabas especialmente desde que tengo uso de razón hasta los quince, te decía que era "gorda", tenía poca coordinación, me caía bastante, no tenía muchos amigos, no iba a fiestas, los varones me parecían tontos y leía, por lo cual, tenía menos éxito de encajar con los valores que en mi grupo etario-económico y social, me presentaba en esa época. Además, lo que empezaba a aflorar en esa época y lo que se enfatizó con los años, era que yo me llevaba siempre mejor con la gente más grande y los adultos, en esos años, son el enemigo primero del adolescente promedio, nunca sus aliados. Por eso, con más razón, yo me daba por vencida respecto a ser la adolescente promedio que mis padres, mi madre en especial, esperaba que fuera, tal como mis dos hermanas.  Ellas, por suerte, me hacían más fácil todo, si de intentar imitarlas se tratara. Tuve (si, tengo que reconocerlo) desde muy chica, una especie de don para leer los terrenos; las relaciones causa-consecuencia en las cosas que veía en los demás. Por eso, actuaba según lo que observaba, es decir, haciendo lo mismo o lo contrario a los otros, según correspondiera al caso y a mis valores en formación. 

Cuando entré en la adolescencia, toda esta incomodidad con mi entorno se agudizó. El odio que sentía por mi misma, que no me animaba a reconocer pero que me torturaba, crecía y disminuía por temporadas.  Mis hermanas, en términos de referencia, me ayudaron durante años a ser un poco más como se suponía que debía ser.  Pero cuando crecía enormemente mi estado de odio era cuando uno tenía una fiesta, un cumpleaños, una reunión, porque era todo lo que yo no era, todo lo que no iría a ser nunca, multiplicado por mil y concentrado. Especialmente en la época de los cumples de quince se suponía que se tenía que pintar, poner un vestido y bailar. Veía como "las chicas normales" bailaban, se divertían con chicos, se ponían cosas ajustadas y tomaban alcohol. Yo las miraba, nada más, y no entendía de qué se divertían tanto o, en realidad, qué se suponía que era lo divertido. Como no lo entendía, las miraba más y me humillaba ese desencanto, esa desconexión, que, al mismo tiempo, intentaba ocultar. Porque pintarme y ponerme un vestido me hacía sentir rara, porque no podía usar tacos y porque nunca aprendí ni tuve gracia para bailar. Al final, como en todos los cumpleaños, fueran de quince o no, terminaba sentada mirando a los demás bailar. Terminaba esquivando a los chicos, en la época de los primeros besos, porque me daban asco; terminaba con un nudo en la garganta, rogando que se hiciera la hora, pensando qué le iba a inventar a mi mamá para decirle que la pasé bien y que me reí un montón con una Fulanita que, en realidad, ni me había registrado. 

De a poco, sin embargo, el tiempo empezó a pasar, lento, pero inevitable. De a poco me fui haciendo fuerte, solitaria, pero fuerte. De a poco, el tiempo de la escuela se equilibró con deporte, cursos, literatura - mucha, hermosa y mucha - que me mostró otras posibilidades. De a poco, conocí gente que me instruyó, que me conmovió y que nada tenia que ver con esa ajenidad y mediocridad en la que viví durante tanto tiempo. De a poco, el colegio se fue acabando y, también de a poco, emergió la vida universitaria con toda ansiada libertad, con esa diversidad que necesitaba, con ese cambio que, al parecer, toda mi vida había estado esperando. 

Desde ese momento, hasta hoy, empecé un camino que me llevó a comprender la inexistencia de destinos inexorables. Empecé a vivir como yo quería y ya nadie me empujaba, en ningún sentido, para que me caiga; o al menos, ya nadie me iba a empujar y a cargar porque me caía y eso para mí era genial, era sentirme libre con la persona que era. 

Al principio, esa libertad me dió miedo, porque de tanto esperar a que se terminara la tortura, no había pensado qué hacer estando fuera de ella. Me llevó tiempo, pero  empecé a creer más en la concreción de una vida futura más sana, más amorosa, más como yo la había soñado desde siempre, desde que era chica y lo bastante pronto me daba cuenta de un cúmulo de cosas que me desencantaron muy rápido, que me inyectaron demasiada conciencia.  

Empecé a creer en una vida donde se me incluyera en los planes de alguien más, una vida donde pudiera seguir compartiendo una comida con mis padres y mis hermanas, una vida donde pudiera caminar por la calle sintiendo que todo, en esencia al menos, está lo suficientemente en orden para que pueda vivir en paz, pero especialmente, donde no sintiera que me estuvieran mirando todo el tiempo porque era diferente, porque se daban cuenta de todo lo que me había pasado y eso les generaba rechazo, lástima o cualquier tipo de emoción negativa hacia mi persona. Creía que todos los demás irían a ser una eterna reproducción de mis compañeros de jardín o de colegio. Creía que nadie me iba a querer, que nunca iba a ser linda para ningún chico, que nadie iba a querer acompañarme. Creía que estaba bien que así fuera, porque "la vida era así", porque siempre había sido eso, porque no conocía otra cosa y sin embargo, la quería, la necesitaba, de alguna manera, necesitaba que la vida fuera diferente, tenía que ser diferente. 

Y sin duda, desde el día que me dijeron esa frase, la vida dejó de "ser así" para pasar a ser un reflejo de lo que quiero para todos los días, no sólo para mí, sino para mis hijos, para mis parejas, para mi familia: aceptación, amor, tranquilidad, entrega. 

Es que, de alguna extraña forma, comprendí que esa frase era un hilito que me demostraba la existencia de toda esa vida que soñaba, alguien comprendía mi deseo y me explicaba que las cosas podían ser de otra forma; aceptarme era la pauta. Esa frase afirmaba que "el cuando sea grande" en mi caso tan básico, iba a ser una realidad, si me aceptaba. Me demostraba que no hacía falta esperar a que "fuera grande" para dejarme querer, para sentirme bien conmigo, para realizarme en mi vocación, para tener amigos, para sentirme linda, para encontrar a alguien que me quiera, para querer a otros, para poder construir relaciones sanas. Descubrí que ese momento, ese objetivo,  no era un utopía, sino, algo a lo que podría llegar. 

Descubrí que aquél anhelo, se resumía a unas pocas palabras: la importancia del amor propio y el poder del ahora.


viernes, 15 de julio de 2016

Donde quería estar...

Hace unos años, digamos seis años atrás para ser exactos, a menudo solía pensar dónde estaría, qué estaría haciendo yo, al cabo de cierta cantidad de tiempo. Era una época donde, en el ante-último año de secundaria, tenía muy presente la fórmula aquélla que yo entendía como: el día de mañana voy a mirar para ésta etapa y voy a saber si lo que soñé para mi, es lo que estoy haciendo; o no, en esa decisión se basa todo lo que tengo que hacer ahora. 

Y así, con esa perspectiva casi como estandarte, crecí. 
Pasaron, de hecho, estos seis años.  

Ayer, mientras conversaba con mi abuela y tomábamos la merienda, pensé si estaba orientado mi día a día  respecto a aquéllos deseos que -hoy lo entiendo -fueron expresados con una simpleza muy propia de la adolescencia, donde uno es capaz de jugarse el todo por el todo, donde uno tiende a pensar que las cosas se obtienen de formas fáciles, y especialmente, rápidas; pero que no estuvieron nunca faltos de fundamentos reales. La pasión los movía en esa época y es, aunque ahora cuesta más alimentarla, la que los hace persistir hoy. 

En mi caso, ya en el piso de los veintiún años, recuerdo esas épocas con muchos sentimientos encontrados. Mis sueños, y mis deseos más chiquitos, eran el fundamento para resistir sus partes ásperas, que eran mayores en ciertos aspectos, porque tenía herramientas de menos. Pero también esos días se me aparecen hoy transformados en buenas constantes, esas nociones  que se mantuvieron hasta hoy y que tuvieron su espacio propio, de origen y decantación, en esa época. 

Hubo lugares en donde me soñé, o anhelé estar, y a los que finalmente, llegué. Hubo proyectos que supe ver, a tiempo, y hubo sorpresas que nunca me imaginé posibles, a mi edad, y en los que me valió ser caradura, hasta tanto se me pasara el temor. Hubo otros proyectos que tuve que reformular para poder sostenerlos en el tiempo. Hubo renuncias, dolorosas renuncias, que también tuve que hacer, porque en el decidir, también está el hacerse cargo. Hubo aventuras, conflictos, risas, peleas. 

Un montón de cosas, en seis años, para acá.  

Quizá por este motivo es que la conversación con mi abuela me dejó pensando. Quizá es que, por ese motivo, también me quedé pensando en este hoy donde, contrariamente a cuando era adolescente, lo vivo con mucho más sentido de realidad, aún mismo, siempre haya sido una chica muy lúcida, en términos de sentido de tiempo y espacio.  Quizá por eso es que, lo sé, la adolescente que era en ese entonces, le diría a la joven adulta de hoy, que siga haciendo todo lo que la hace feliz, que siga soñando con concretar todo eso que todavía no llega y que, dejando sus miedos- esos que ganó con el paso de estos años y las experiencias duras - no pierda las ganas de seguir luchando por estar donde quería estar... Porque se llega. Con reformulaciones, con alternativas, con coraje, con muchísima voluntad, con paciencia, con trabajo, con valores y con humildad, siempre se llega. 

Hay que actuar en consonancia a ese anhelo de, mirar para atrás, y saber que hemos hecho todo lo que fue posible para estar donde queríamos estar, en tanto sigamos deseando lo mismo, o al menos, el gérmen del deseo sea el mismo. Siquiera el mero intento ya es algo que vale la pena y da gusto que, en el, se nos vaya la vida. 



jueves, 23 de junio de 2016

Noción de oportunidad IV: Cavernícolas

Hoy, cuando mi papá llegó del trabajo, me comentó una situación muy dura que había sufrido su ahijado. Una situación de la que, además, él se había enterado por vivirla de primera mano, repleto de impotencia, sobrepasado, producto de que el sufrimiento del pequeño le revolviera tantas cosas. 

Me contó que, cuando había llegado del colegio, lo había hecho a los gritos; llorando, con la cara muy colorada, el buzo del uniforme roto y todo el cuerpo adolorido. Corriendo, además, fue directo a encerrarse en el lavadero de la casa de sus abuelos, donde mi papá está trabajando y donde el niño pasa la mayoría del tiempo. Así fue que se encontraron. Él, me dijo, tocó la puerta del pequeño cuartito y esperó, pero el nene, desde adentro, llorando a los gritos. Mi papá ya no golpeó esta vez y entró, con un vaso de jugo, para ofrecérselo. Llorando, lo abrazó.   

¿Qué fue lo que le pasó? Entre cuatro compañeros del colegio lo habían rodeado y golpeado, sin que pudiera defenderse demasiado. Aunque tiene ya doce años, desde que era muy pequeño le diagnosticaron TGD, es decir, un trastorno general del desarrollo que infiere en el habla, el comportamiento y la conducta. En el caso de él, el resultado es - no quiero pecar de ignorante -  un retraso madurativo que infiere en el lenguaje, la conducta y el habla; porque aunque desarrolló todos estos aspectos, lo va haciendo a su ritmo. Razones por la cual, en esa situación, se encontraba en inferioridad de condiciones no sólo en número, sino también en aptitudes.  <<Lloraba y me preguntaba por qué lo despreciaban, por qué lo habían tratado mal, por qué nadie lo quería, por qué nunca querían jugar con él; no te puedo explicar, casi me pongo a llorar >> me decía mi papá. Él, en respuesta, intentaba calmarlo y distraerlo en partes iguales, primero consolándolo y después, dándole pintura para pintar, arena para jugar, y dejándolo que almuerce con él, en el momento convenido. No obstante, el pequeño se dejaba abrazar, también abrazaba a mi papá y se repetía el siguiente dialogo: 

- Quedate tranquilo, *** - le decía mi papá - Ya pasó, ya pasó, no llores. 

- Sí, sí - le decía el nene - Vos tambíen quedate tranquilo, no te pongas mal, quedate tranquilo - mientras se lo notaba fuertemente alterado, según lo que me comentó mi papá y, al mismo tiempo, lo calmaba a él mismo, un adulto de cincuenta años que, a la vez, corroboraba no haber dejado de ser un niño nunca. 

Mientras me lo contaba, supe dos cosas: primero, que no hacía falta que me explicara nada en lo absoluto, porque lo importante era ayudar al nene, sacarlo de un entorno tan sucio y denigrante para con su persona; y segundo, que podía llegar a comprender apenas un poco cómo es que se sentía él, y también, cómo se sentía el nene en esos momentos. 


 La vida, paradójicamente, me había surtido de experiencias parecidas. Precisamente por eso estaba luchando contra las casi inevitables ganas de llorar. Las cosas que ese nene planteaba, salvando las distancias de los cuadros, me tocaban... fuerte, ahí, ahí adentro, donde duele. Pensé que era totalmente injusto criar a tu hijo para que sea sometido a ese tipo de humillaciones, para que llegue a la casa con semejante angustia, sintiéndose despreciado, y además, golpeado. ¿De qué clase de sociedad, de qué clase de nenes hablamos, después de todo, si son capaces de hacer este tipo de cosas? Lo sé, hablamos ante todo de adultos, de adultos que vienen detrás de aquéllos nenes, y deberían darles otro tipo de educación. No obstante... ¿Cómo pueden pasar estas cosas, así, de este modo, y que todos como sociedad sigamos funcionando, creyéndonos modernos, cabales y civilizados? Somos, al menos emocionalmente, peor que los primates. De otra forma, no se justifica semejante grado de crueldad.  


Todo este tipo de situaciones me despiertan un grado de indignación muy alto. Es algo que no me entra, francamente, no me cabe en la cabeza. No concibo la idea de un maltrato de este tipo, quizá, desde una perspectiva bastante personal: pasé experiencias, no iguales, pero muy parecidas. Sé, precisamente, lo que duele el desprecio, la discriminación, la perfecta e ineludible noción de saberse diferente, y aquél vacío imposible de rellenar: la conciencia de ser distinto. 


¿Qué hay de todo esto? La vida es todo esto, la vida que se te presenta de una forma distinta y, por momentos, no entendés por qué es así, qué hiciste de malo, en teoría, para estar como estás. Los años pasan, de a poco, lentos, dolorosos, marcando a fondo, pero pasan. Con el mismo paso del tiempo la vida se empieza a ordenar, o a complicarse, según el caso. Lo único que no se pierde, nunca, en mayor o menor medida, es la conciencia. La conciencia de ser distinto, de saber que en ese aspecto no hay nada con lo que pueda equipararse, es un parámetro del dolor muy especial. No se lo deseo a ninguna persona, realmente, porque las marcan que dejan son muy difícil de curar.


No me han golpeado entre muchas personas, pero sí, cierto demonio en particular, me empujaba, me " metía la traba", es decir, ponía un pie cuando yo pasaba caminando para que tropezara o me cargaba. Yo también lloraba porque nadie quería jugar en gimnasia conmigo, porque nadie me incluía en su equipo de voley o porque no podía correr como todos mis compañeros. ¿Me han insultado? Sí, lo han hecho. Renga de mierda, me decían. 

He sentido, con pelos y señales, el miedo... ése tipo de miedo deshonesto, que viene de la humillación de otros, hacia uno mismo. He sido, también, durante muchos años, la que les mentía a los adultos sobre muchas cosas, para que no se pusieran mal, teniendo ocho, diez, once años...  He sido la que consolaba a mi papá, también, la que lloraba a escondidas, la que no entendía, y la que sufría más de lo que cualquiera que la haya visto pudiera imaginar. He sido aquella que, aún pudiendo tener todo lo material que  pudieran darle, supo desde siempre que lo quería, era imposible de obtener. 

¿Cómo no entender? Esa es la pregunta, cómo no sentir una impotencia densa y espesa, que me recorre entera. Lo sé, estas cosas sacan lo peor de mí misma y también, las muchas muchas muchas ganas de cambiar la historia. Sé que todavía puedo hacer algo más con mi vida, porque, en mi caso, la apariencia es el fruto del trabajo incansable y la experiencia es lo único que me queda para luchar, para demostrarme a mi misma que todos los días, pude, puedo y podré otro poquito. 


Pese a que escribo, persiste la tristeza. Me gustaría dejar un mensaje optimista pero no sería congruente con mi nudo en la garganta. <<Qué cavernícolas somos, carajo>> me digo, con una franca desilusión <<... más duros que la madera... >>. 

martes, 22 de marzo de 2016

Noción de oportunidad II

Otra vez una mañana pasando por las mismas calles céntricas con mareas de gente, sin pasar alrededor de las míticas palmeras que me dejan admirada, ya sea por su belleza como por lo inusual de la ubicación.  Otra vez, mi observación de las mareas contrarias a lo que se exponía en las vidrieras. 

 Una nena, de alrededor de unos ocho años, si no eran menos, iba tomada del brazo de su madre que la conducía cariñosamente. Mientras, yo la miraba caminar justo por delante de mí y en ese momento no pude evitarme voltear la cabeza cuando una punzada de familiaridad de perturbó. Me afectó al punto de darme vuelta a mirarla y quedarme clavada con la mirada en un punto fijo, que se reducía al espacio donde ella había acabado de pasar. Me quedé callada y re-ubiqué mi cabeza en torno a la dirección de mi cuerpo, que permanecía de frente a la vidriera. Cuando quise prestar atención a lo que miraba mi mamá, junto con mi hermana que también paseaba con nosotras, me encontré con una batería de sentimientos confusos y lo único que pude hacer es dar media vuelta, enderezarme, y seguir caminando en dirección contraria a la nena que había desaparecido. 

Fue mi hermana la que se dió cuenta de lo mismo que yo, y le puso palabras médicas - que le son propias, por su profesión - a lo que yo le hubiera atribuido palabras más etéreas, menos científicas, pero igual de ciertas. 

- Tiene secuelas propias de la prematurez, ¿viste? - me dijo, dando por sentado el motivo por el que me había quedando mirando a la nena con un puñado de emociones. 
- ¿Si, no? - le dije, no haciendo uso de todo tipo de palabras que podría haber empleado en ese momento. 
- Sí, de hecho, no era sólo en las piernas, sino que era también en uno de sus brazos... - agregó, mientras mi mamá se unía a la charla. 
- No ví su  brazo - murmuré, mientras pensaba. 

Fue increíble, pero a la vez, lógico, sentir esa punzada. 

- Eso tiene la espasticidad - suspiró mi hermana. 
- Lo que ella tiene es un grado mínimo, viste, siempre lo dice el médico, porque si hubiese sido otro caso... - le dijo mi mamá a mi hermana, agradeciendo desde la intensidad de la oración como también desde el modo de decirlo. 
- Sí, pueden estar mucho más comprometidos. Se lo puede entender como surcos en el cerebro, producidos por la muerte de neuronas, que en consecuencia, trae secuelas. Hay un montón de tipos... - añadió mi hermana. 
- ¿Quiere decir que tengo el cerebro agujereado? - la miré, intentando no ponerme demasiado solemne y mi hermana me comprendió, con una mueca.
-  Es neuronal, son neuronas muertas - me explicó mi mamá. 
- Ya lo sé, pero no sabía lo de los huecos... 
- Igual, es mínimo. Pudo haber afectado el habla, la deglución, y en si mismo el funcionamiento de tu cabeza... - repitió, otra vez, la persona que me dió la vida y me llevó de la misma forma amorosa por la vida de forma tanto literal como metafórica. 
- Ya me sé las probabalidades de memoria, ma... - le dije, de una buena manera, para atenuar los efectos que me generan este tipo de repeticiones. 
- Bueno, pero fijate, es algo que puede afectar el desarrollo, el aprendizaje, y vos sos súper inteligente - me dijo, toda contenta. 
- Por suerte que puedo estudiar; leer me salvó la vida  - dije, como para mí. 

Si algo profundizó la punzada que me generó el paso de la nena, fue el parecido. Me ví en ella de una manera tan cercana que quedé prendada, y sin palabras, como si estuviera mirando un embudo ó como si fuera una versión menos mitológica de Narciso. Me ví en ella, como si volviera a tener ocho años, como si mi mamá o mi papá me volvieran a llevar de la mano por la calle o hasta el supermercado. Ví otra vez la dificultad (del pasado) o el amague casi inmediato (en el presente) de darme las manos o atajarme si ven que tengo dificultad para subir muchos escalones, bajar de un colectivo cargada de cosas ó subir a uno si no está parado en el cordón, desde donde me es más fácil tomar el envión. Sí, detalles, en comparación a esa nena... Estrategias de supervivencia, diría yo, hoy en día. 

Me ví en ella y de una forma que no puedo explicar, entre todo ese entramado de sensaciones, quise que fuera feliz. Que tuviera la posibilidad de progresar, de sanarse, de aprender a disfrutar la vida, de salir ilesa ante las cargadas, que pudiera sacarles jugo aunque doliera, que pudiera encontrarse con gente que la acepte como es, con gente muy buena, e incluso con esos angelitos que la ayuden a sentirse acompañada. Quise que no se hiciera ningún tipo de problema, más que ocuparse de ella misma, y de sentirse bien. Quise que tuviera amigos, una buena familia, muchos juguetes, y mucho amor.  Y si sólo pude expresar esto en mi cabeza, entre todo ese cañaveral de sentir así, lo hice por saber que todas estas cosas son las que, hace veintiún años, a mí me vienen salvando la vida. 

Esa vida que no deja de ser un acto de coraje diario. Esa vida que no es sólo coraje sino también, y pese a todo, el tener un centenar de motivos más para transitarla con agradecimiento, con fe y con la mayor voluntad que sea posible.  

La noción de oportunidad una vez más; el precio, o bien digamos la posibilidad, de cambiar la historia. 


lunes, 26 de octubre de 2015

Paradojas I

Mi cabeza es una licuadora. Las semanas, una detrás de otra, se van alternando entre la decisión y la indecisión y cada una de sus acciones inclina para un lado u otro la balanza. 

Susanito y yo hablamos mucho, ahora, de las cosas que nos pasan, de lo cotidiano, de cualquier tema.  La particularidad es que él tiene, conmigo - ¡vaya paradoja!- una capacidad increíble de poder decir. Este chico puede decir, como con no demasiadas personas, si yo soy quien lo escucha o lo lee. Sí, de una manera casi irónica la vida me presenta en una situación donde ahora me dicen de una manera especial y privilegiada, por ser yo, porque le parece increíble la claridad con la que entiendo todo, con la que veo... "todo".   Él habla conmigo de las cosas que le pasan, de las que le preocupan, de las que le gustan y no tiene vergüenza en reconocerme cómo se siente consigo mismo, al menos, por todo lo que me va diciendo ahora. 

Este poder decir de su parte es todo lo que hubiese deseado a corazón abierto en otro momento. Ahora su confianza me carga de una sensación rara que tengo, se lo debo, saber manejar. Él me consulta acerca de lo que le pasa, de sus propios sentimientos, de sus formas de ver el mundo, de la incredulidad que compartimos acerca de muchos temas.  Él me carga, me mira, me hace chistes. Me vuelve a cargar, me vuelve a mirar, me pregunta cómo me fue en las clases que no compartimos.  Lo pesco mirándome mientras hablo de nuestra pasión en común con un grupo más amplio o me rió en silencio cuando observo que compramos las mismas galletitas, porque son nuestras preferidas para compartir.  

<<¿Qué pasa? >> lo enfrento, para variar en mi. <<Nada >> me dice, mientras se come internamente ese juicio que sé, en algún lado, se emitió con constancia y todo. 

¿Y yo? ¿Y qué me pasa a mí? ¿Y cómo me siento con esto? 

Me siento capaz de contenerlo, de estar ahí, de responder todos sus llamados, de aconsejarlo, de sugerirle, de apoyarlo. Sé que puede, es una buena persona, y no dudaría en suministrarle el aliento si me lo pide, si necesita de alguien. Porque con algunas personas, escasas quizá, pero de manera real, me nace así, puedo asegurarlo, sin ninguna mala intención. Yo cuando veo gente pura tiendo a protegerla, a realzar esa pureza que en los tiempos que corren me parece admirable. 

¿Pero por qué voy a negar la otra cara de lo que me pasa? 

Me siento, a veces, por momentos, una especie de contenedor lejano a un rol que me ayude a verlo como hombre. ¿Qué quiero decir con esto? Siento que si bien él me pueda ver como una chica atractiva, a mí me cuesta verlo como un hombre. Él no toma, por el momento al menos, una cuestión varonil estando a mi lado, cuando hablamos, cuando conversamos.  No espero, aclarando, que se rasgue por mí las vestiduras y sólo sirva en función de contenerme, apuntalarme, acompañarme y consentirme en todo. Lo que a mí me pasa es el sentir, lisa y llanamente, que quizá no es la persona con la cual yo me pueda brindar segura de que entienda el alcance que tienen para mí muchas cosas vividas y que, además, fueron formativas. 

Cómo le cuento toda mi historia personal sin que del otro lado me espere un "todo va a estar bien" o simplemente nada, que vea un silencio, un no saber qué decir.  Yo no quiero que me recite un soneto ni que me diga que todo va a estar bien, me gustaría que lo tratara con la naturalidad que merece y siento que a veces no se hace ni puta idea de las pistas que le voy soltando. 

Quiero que no vea en mi una persona que tiene claridad en las cosas como si fuera una de las chicas superpoderosas porque del otro lado yo quisiera encontrarme con alguien con quien pueda hablar sin miedo de recibir una frase trillada o un silencio que es mil veces peor. 

Siento que Susanito ve en mi un manojo de seguridades y si sigue acrecentándose esta postura, me convertiré en un libro de respuestas y no en una mujer que lo mira como hombre capaz de escucharla detenidamente, intentar entenderla, contenerla de esa forma en que sólo pueden contener las personas que se conectan con sus propias experiencias para, así, conectarse también con las del otro. No quiero que me vea como la persona fuerte de los dos, porque me siento detenida a la hora de mostrarme humana y endeble, verdadera, total. Si me encasilla de esa forma... ¿cómo pedirle ayuda, en caso de necesitarla? ¿cómo dejarme confortar si él busca en mí una guía? ¿Cómo buscar una mano tendida en una persona que me ve a mi de esa manera? 

No pretendo una persona que oficie de psicólogo, ni de guía, ni de orador, ni que me de sermones con tinte paternal. Lo que yo pretendo es saber que voy a poder hablar con alguien que transite ese camino conmigo, al lado, y no precisamente desde la edad ni desde las concepciones, ni desde las apariencias, sino desde la experiencia. 

A veces, a pesar de no vivir tanto en materia de años y de que algunas experiencias escaseen para mi, sé que otras las tengo muy presentes. Últimamente y después de años de trabajo en un diván, lo que la gente ve en mi es una persona mucho más segura, alegre y fuerte, pero yo tengo en cuenta de que todo ha sido fruto de trabajos hondos, de momentos poco felices que tuve que corporizar y trasformar.  Eso me hace parecer por momentos, una vieja en cuerpo de joven o una joven adelantada en algunas cosas. Justamente, otra vez, una versión de mi misma es prematura en otro aspecto. 

Hoy en día, insisto, después de mucho trabajo lo que veo yo es una mujer de la que me siento orgullosa,  pero me reconozco a la vez, como una misma mujer que al lado necesita un tipo de hombre que no se espante de algunas de mis visiones del mundo, teniendo justamente la edad que tengo, que sepa entender que esto no es generación espontánea y que tenga una dosis de propias certidumbres en caso de que las mías se nublen, mostrándose él también contenedor al punto de que yo me sienta bien y pueda confiarme. 

Porque mientras él me cuenta, y me cuenta, y me cuenta, hay tantas cosas de las que yo siento que no puedo hablar. Esta vez soy yo la que siento que no puedo hablar de las cosas que me pasan, no por miedo, nada más lejano, sino por prudencia, por sentir que quizá no llegue a comprenderlo del todo. <<Qué hago... ¿Lo contamino o me lo guardo? >> pienso, cada vez, porque aunque sé que no lo lastimaría, tampoco quiero influirlo de una manera muy subjetiva, de ocupar un lugar de oradora, cuando yo quisiera ocupar un lugar, en el caso hipotético, de compañera, de... <<su chica>>, extremando las elucubraciones.  Susanito, justamente por su pureza creo que es algo influenciable. Eso no es eso lo que yo quiero hacer con él, más allá de que sé que no tengo malas intenciones, porque seguiría continuar ocupando un lugar más protector desde el que no me siento cómoda. 


A veces, siendo tan tranquila, parece que viví poco de lo que me correspondería: no fuiste de viaje de egresados, no compartirte esto, aquello, no saliste a bailar de pendeja, no saliste con chicos de tu edad, no hiciste previas en la casa de algún allegado, son algunas de las cosas que me han dicho o hecho sentir en estos veinte años. Por otros momentos, no obstante, sé que nada de eso viví, pero sí experimenté cosas que, a mis ojos, implicaron mucho más de mi misma que salir a bailar todos los sábados a pesar de que no tenga nada en contra de quienes lo hacen y se la pasan bárbaro. Desde estos aspectos siento que Susanito me ve como una chica fuerte, sin preguntarse demasiado de donde viene eso, si realmente es así, si... 

Una charla, con aquél interlocutor que tan importante fue para mí en este aspecto y en tantos otros, surgió una noche y vuelve a mi cabeza: 
- ¿No saliste nunca a bailar? - susurraba cerca de mi oído mientras me acariciaba la cintura, la panza, con los ojos cerrados al lado de mi cabeza. Yo lo abrazaba y me relajaba como pocas veces he experimentado en mi vida, al lado de esa otra persona.- Sí que salí, tonto - nos reíamos - Pero no me gustaba... - ¿Y por qué? ¿Qué era lo que no te gustaba? - Lo que sentía cuando estaba ahí. Me sentía todavía más diferente - él se quedaba callado y me parecía muy bien, mientras, me abrazaba fuerte y esa fuerza me permitía contarle cosas que nunca había contado a nadie - Imaginate que mientras para muchos lo fundamental era estar ahí, bailando así, yo nunca pensé en esas cosas. Las cosas que evaluaba a mi edad, en las que estaba centrada, conllevaban preocupaciones distintas. Y por eso me sentía muy diferente... Siempre me pareció que lo mío estaba en otro lado, más a largo plazo, afuera de ahogarme en un boliche sábado trás sábado - completé. 
Él se quedó callado, porque incluso conocía mis ritmos para hablar. Se comunicaba con los gestos, y cuando la charla era difícil, solamente me abrazaba sabiendo que era más fácil para mí hablarle aspirándole el olor presente en su barba puntiaguda de pelitos plateados y un negro todavía predominando. 
- Yo... - ese día pensé cada palabra y él no me soltó en ningún momento - Imaginate que a los cinco o seis años, caminaba en puntas de pie. Me caía todo el tiempo. No tenía equilibrio, control, templanza... ¿Qué clase de interés me podía dar, a los dieciocho, bailar hasta las cinco de la mañana?  - dejó de acariciarme y me abrió su cuerpo un poco más para que escondiera la cara, sin embargo, yo me quedé mirando el techo en la oscuridad.  Era cosas que nunca imaginé poder decir. Y se las había dicho a la persona con la que me sentía segura, porque, paradójicamente, me sentía inmune a la incomprensión si él me escuchaba. 

- ¿Y qué hacías, entonces, un sábado a la noche? - me preguntó, con esa voz que recuerdo repleta de simbronazos por dentro. - Leía, miraba televisión, me juntaba a cenar con mis amigos, escribía, hacía cosas de la facultad... - le expliqué - Vivía... Como siempre. - ¿Y ahora, qué hacés a la noche? - murmuró ya en otro tono, mucho más dulce. Lo percibí y me ganó. - Depende... - bajé mucho la voz - ¿Sabías que tengo un señor conocido? A veces me invita a su casa a la noche, para que estemos justo como estamos nosotros. Me gusta mucho ir y la verdad me hace olvidarme de los parciales... - me reí levemente - Cuuuuando eeeseee señoooorrr está roncando después de trabajar todo el día leo, escribo, miro películas o pienso... O hablo con el señor, que es uno que ni te digo...  - le dije, sacándole solemnidad a la charla. 
Él rió y entendió el juego. 
- ¿Ah, sí? -  Ya ves que uno elige con qué actividades quedarse hasta las cinco de la mañana - repliqué, cerrando una de las partes de esas charlas (siendo ésta, a la vez de más largas y más memorables) que tuve con él

Es raro, pero... No entiendo por qué, sin embargo, de momento, no puedo hacer ni la mitad de lo que Susanito hace, ni con la mitad de la simpleza que lo hice con él, ahora, con Susanito.  

Ahora...  -qué ironía que es la vida, pucha - soy yo la que no puede. Y aunque busque justificarlo, o entenderlo, o darle vueltas, o lo que sea... Esto es lo que me pasa. Esta e la paradoja... 

¿Por qué es tan difícil volver a querer? ¿Por qué se me he hecho tan complejo poder con Susanito si es, precisamente, lo lógico para mí, lo que todos esperan, lo que yo debería esperar, lo que de seguro se ajusta la vida de cualquier chica de 20 años? Casi que sé que él pensaría en mi edad sin estremecimientos, sé que él no sentiría vergüenza de que lo acompañe a ningún lugar, sé que él no estaría pensando si voy a dejarlo, si va a poder, si no va a poder, si en el futuro, si el futuro, si el qué dirán... 


Sé que Susanito podría vivir la vida conmigo. Sé que Susanito se quedaría a vivir la vida conmigo. 


 Y justamente por eso, justamente por eso... ¡por eso!, esto, el no poder elegir también esa vida, es lo que más me duele de todo.  


Y esa es la segunda paradoja... 

sábado, 3 de octubre de 2015

Prematuros

"...sólo es el tiempo el que llevará tu vida, a donde quiere que estés..." reza un tema de Las Pelotas. Personalmente me remonta a una época de mi vida. Una época de transición. Hoy la recuerdo como una despedida de algo, algo que era yo en ese momento, y el punto de llegada hacia esa otra cosa que se parece sólo un poco más a lo que soy... Y si es sólo un poco es porque me siento, inclusive, ya muy lejos también de ese otro punto de llegada que se mostraba como puerto seguro en su momento. 

Sí, la vida me puso justo donde quiere que esté. La vida hizo de una especie de revoltijo interno durante muchos años para mí, pero de a poco me fue poniendo, despacito, en mejores posiciones. Hasta ahora, donde cuento con las facultades, normales, ningún superpoder, para tener conciencia de poder detenerme a ver muchas cosas con optimismo. 

¿Si me es fácil? No, claro que no, pero me parece casi una necesidad sabiendo que el pesimismo respecto a las cosas que de por si son complicadas, o lo fueron, me hizo muy infeliz durante años. Aunque tenga pocos en comparación a otros, yo sé que a mi manera, dentro de mi realidad, y justamente por mis limitaciones que sólo se zanjan con la experiencia, tenía muy presente ese concepto capital de infelicidad. Dentro mío, a pesar de tener muchas muchas cosas, muchas otras cosas, yo no tenía fe en mi misma, no estaba contenta con nada de lo que veía, casi que podía asegurar a futuro una enorme lista de todo lo que iría a salirme mal. Me ponía, definitivamente, en una situación desventajosa y muy triste. Porque siquiera me daba bronca esta postura, no me daba rabia de esas que activan y son fuerza propulsora; sino que me generaba tristeza. A pesar de que los otros notaran en mí una sonrisa resplandeciente o un aspecto de chica que "siempre está feliz", no eran más que intentos por llevar adelante temas sin solución, tristezas viejas, preguntas sin respuesta, complejos, recuerdos feos, palabras. 

Hoy muchos de esos temas tienen solución. Una solución que se reduce a aceptar. Aceptarme, en principal, puedo asegurar que me ha abierto una puerta a la felicidad que yo creía imposible. Para mí, realmente, ese clase que felicidad que en mi vida implica la aceptación - pese a mi historia y justamente por ella - no existía. Yo no iría a tener acceso a ella. Otro de los encabezamientos de mi lista mental de los que, aseguro, se desprendían muchas cosas más; esta era solo una manera de empezar el conteo. 

La aceptación ha sido la palabra clave para este año que arranca su tercer trimestre. La aceptación de mi misma, decantando en los demás, ha marcado la diferencia como al revés, la aceptación de los demás que incidió en mi misma de una manera diferente. Después de tantos años, cada día pienso menos en la opinión de los demás, respecto a elecciones conectadas profundamente a lo que soy y a quien quiero ser.  No sé por qué razón hoy me freno a repensar esto, sin embargo, acepto el freno y me dispongo a masticarlo otra vez.  La aceptación es un logro que había estado buscando poder concretar desde que tengo uso de razón, sin embargo, nunca podía encontrar la punta del ovillo. 

Durante años, pensé que jamás  encontraría la punta del hilo para empezar a desatarme; pensé que toda mi vida iría a ser sentirme así, pensaba que no había vuelta de tuerca posible para lo que sentía. Pensé que dado que mi nacimiento no se volvería a repetir, tampoco aparecerían soluciones diferentes a esto. Sabía, o creía saber que esa angustia había nacido conmigo y que no se iba a ir, sino que la manejaría con los años, que la mitigaría con distracciones, que aprendería a digerirla con el amor de mi familia, casi de manera total. Sin embargo, adentro, pese a todo esto que no faltó, para mí no estaba todo masticado. Pese a todos los regalos de la vida, pese a todas las cosas hermosas, era una persona triste. Y algunos decían que era demasiado chica para hacerme tanto problema por todo, pero en realidad, no sabían que vivir desde adentro las cosas les añade demasiada intensidad. El protagonista de las historias, a veces, por más que no quiera, no puede evitarse el hacerse algunos problemas. Y muchas muchas veces, prefiere hacerse "esos" problemas porque no tiene la fuerza espiritual para enfrentarse a los otros; los de verdad. Y lo cierto es que me pasaba eso. Yo prefería reducir mis preocupaciones a las tareas de matemática o a la inmadurez de los chicos y las chicas de mi edad, cuando los verdaderos problemas siguen siendo las razones por las cuales yo no era "inmadura" o, en otros sentidos, lo era por demás. 

Durante diez años, literalmente, mi papá incurría al mismo ritual cada vez que me iba de mi casa, hacia el colegio, una salida, un cumpleaños, lo que fuera. 

- Cuidate, portate bien y apoyá bien los pies - eran las tres recomendaciones que me decía a modo de mantra, junto con un beso afectuoso. Y aunque él lo hacía desde el profundo amor, desde el haber pasado muchas cosas con el tema, desde el haberse preocupado - y seguir preocupándose por mí- en el pasado... Era una forma de actualizar una cuestión cada día de mi vida.  La última parte de su consejo estaba orientada hacia la recomendación de mi médico que, como me llevaba todo por delante y me caía a veces sin demasiados motivos, me decía que apoyara bien los pies, que me fijara bien donde caminaba, así no seguía almacenando cicatrices en las rodillas. 

- Bueno, chau - le decía yo y lo saludaba. No le guardo rencor ni enojo, al contrario, sino que era algo que ya diez años después me hacía perder la paciencia. Me irritaba. Basta. Era permanente.  Pasaron diez años hasta que, no por no poder enfrentarme a él, sino por no poder enfrentarme a ese otro infierno, llegó un día en que se volvió insoportable esa frase. Un día entendí que ya habían sido suficientes veces de escuchar lo mismo, al margen de que fuera con buena intención, porque ya había crecido signada por la misma frase demasiados días.  Así fue que lo ví sentado a mi papá...  Y a colación de haber sacado yo el tema, se lo dije: 

- De ahora en más, por favor, cuando me saludes, no me digas más que apoye bien los pies. Los apoyo. Aprendí a hacerlo. Me aturde que todo el tiempo me lo repitas - le expliqué. 
- No sabía que te molestaba - admitió mi papá, asombrado, porque me esmeraba para que se me viera feliz, pero de tan bien que me salía, los demás se lo creían. Y no era del todo así. 
- Cuando era chica, todo bien. Ahora ya no amerita, viste - le expliqué, con tranquilidad.  Mi papá entendió. 

Casi tres años después de ese momento, ahora cuando me despide, siempre me dice: <<Cuidate, pasala lindo y divertite >> inclusive, si me estoy yendo a la facultad, él nunca volvió a hacerme sentir que cada palabra de esa otra frase era una gota más de las tantas que hicieron rebalsar el vaso.  Porque rebalsó, claro, y estuvo bueno. 

Si quieren conocer un poco más de qué se trata, les dejo un capítulo del documental PREMATUROS. Corresponde a la directora de cine Lucía Puenzo, que recientemente se trasmitía los domingos por la noche en el canal INCAA TV.  Todos los demás, son solo cuatro episodios, están colgados en la web. Les recomiendo que los miren, que presten atención a las estadísticas, que evalúen el alcance. 

Yo lloré en la última parte, porque mis secuelas podrían haber sido las mismas, porque la chica tiene una edad parecida a la mía, porque lo mío es y, a la vez, no es esto.  Pasan los años y no puedo evitar sorprenderme de estar del otro lado... De haber tenido otras posibilidades, de haberle escapado a las previsiones, de poder contar otra historia. 





Ésta canción  podría ser la banda de sonido de ésta otra parte... Que aunque no es decididamente el final de la historia, para mí es el final de un capítulo. 

Final feliz. 

sábado, 27 de junio de 2015

¡Otra vez, mamá!

Me da pena que nunca podamos entendernos profundamente. Me da pena, me da rabia, me duele que no nos toque la vida de la misma manera. Me da fuerza, a su vez, tu ejemplo: sos lo que no seria nunca y sos una madre que, a la vez, es la mejor que me podría haber tocado. Me da lástima  mamá que nunca hayamos podido compartir detenidamente esas cosas que para mí siempre han significado mucho.Me da pena no haber podido confiar nunca en vos porque siempre siento que se lo estoy contando a un juez y no a una madre, no a la persona que me peinaba, me preparaba la leche o me llevó durante muchos años a natación, para que me cambie la vida, para que mi salud prospere, para que tenga la vida que disfruto hoy.  Me da pena que siempre hayas preferido juzgarme, intentar aleccionarme o cosa parecida sin entender antes mi mentalidad, sin confiar en ella, conociéndome, conociéndome los valores. Sabiendo todo, sabiéndome cerrada, sabiéndome abierta, sabiéndome buena, torpe, emocional, mala; siendo yo, tu hija, no la vecina; yo. 

Vieja me gustaría que tuvieras apenas un poquito de anchura, en el corazón, en la cabeza, para no andar implantando mensajes estúpidos en una cabeza que está completamente pervertida, dirás vos, mientras me ves a mí inclinarme hacia un sector etario, sin que me quede remedio.  Enterate que no lo hago apropósito. Que el amor me excede y que por eso es acotadísimo el radio en el que lo brindo de manera verdadera y totalmente desinteresada. Enterate que hago lo que puedo, que me gustaría poder haber contado con vos, porque sos mujer como yo, porque tenés experiencia, y sin embargo, las charlas determinantes las tengo con la abuela, porque vos me juzgás en el presente por lo de antes y probablemente por lo que vendrá, sin siquiera saber qué será.  Porque ni yo lo sé. Porque hace rato ya me encomendé a mis creencias más hondas y dije " que sea lo que tenga que ser". 

Mamá, me gustaría que primero te fijaras en mi felicidad y no en intentar insertarme en un mundo de cristal, del que aunque sea cómodo como lo es a veces, yo quisiera salir ante todos tus intentos de ahogarme. Quisiera que te des cuenta que no vas a lograr que cambie para mejor, atacándome ni ahora ni nunca.  El dolor no me hace cambiar para mejor, las críticas menos. Quisiera que comprendas que no vas a lograr cambiar el aire que respiro, las preferencias que tengo o la gente con la que me trate. 

Mamá yo te quiero tanto... Pero punza el no encontrar un referente en vos de tantas de mis luchas personales sino encontrar un juez. Un alguien con quien puedo ser yo misma pero siempre tengo el sexto sentido de esconderle cosas que, después, tiene que preguntar a los demás o escuchar detrás de las puertas. ¿Por qué no indagarme, respeto a cómo pienso, sin atacar, eh?  Me gustaría que alguna vez me entendieras sin juzgarme, me gustaría que te sientas querida sin ese menosprecio por el mate que no compartimos o por las caminatas que no hacemos o quizá por todas esas veces que te ofrecí ir a hacer algo juntas y me dijiste que no, que no tenías ganas o porque no tenés esto, o porque te falta aquello. ¿Y lo que está, mamá? ¿Y cuando ya no te pida que me levantes así te acompaño a pagar impuestos o cuando ya no te intente explicarte que me gusta y me gustará Mercedes Sosa, Almendra, e incluso Gabo Ferro?  ¿Y cuando haga mi vida? 

Mamá, me gustaría saber de qué tenés ganas... Me gustaría saber qué podemos compartir más allá de que me considero una buena hija, una buena persona, con un único defecto a tus ojos: no ser la princesa rosa que has querido criar.  No, no te salí como esperabas. No, me corrí de tu diseño de hija. Soy otra cosa. Soy distinta a mis hermanas, soy la que se hace problema por todo según vos, la que tiene que ser feliz sin importar, pero también soy la que piensa en equipo siempre y la que muchas veces se amarga porque los demás son "felices sin importar", cuando en realidad son egoístas y tienen actitudes donde impera el ello, al por mayor. 

Si, efectivamente, yo no sirvo para estudiar una carrera que no me guste, sino que elegí algo que no tiene el prestigio social de Medicina, pero que amo con todo el corazón. Que me apasiona, que me reinventa y que - si Dios quiere - me dará de comer el día de mañana. Sí, también suelo decirte lo que pienso en la cara porque creo que la sinceridad - de esa que no hiere - es una forma del respeto que te debo, por ser mi madre. Y porque creo, además, que si no intento ser franca con vos me estaría defraudando por encima de todo, a mi misma. Sí, claro, entiendo que pueda molestarte el que pueda asumirme en lo que me gusta frente a todos, contarte si un tipo tal o cual por la calle me miró, a modo de chiste. Y aún mismo entiendo todo me  gustaría poder hablar con vos. Me gustaría poder recorrer mi historia sin que la simplifiques, pensando que me hago demasiado problema por todo, como si tirar la mugre abajo de la alfombra solucionara alguna cosa.   Me gustaría sentirme un poco más cerca de tu mirada en las cosas profundas y no en las banalidades de los favores, de las cosas cotidianas. Vos me esperás todos los mediodías con la comida y yo te traigo de regalo sahumerios... Pero a la vez, jamás puedo terminar de ser yo misma cuando estoy en frente. 

Mamá, nos pelearemos y tendremos conversaciones sobre éste tema quizá durante toda nuestra vida... Esto no me hace dejar de quererte, pero tampoco me hace quererte un poco más. Me aleja de vos que me juzgues. Me duele. No quiero eso para nosotras. No quiero tener que imponerme para mal también ante vos, no quiero enemistarme con vos, que sos familia, que sos importante para mí. No quiero que la vida me lleve a seguir dejándote cada día más de lado en un montón de cosas. No quiero hablarte y ver cómo no te interesa el tema o cómo se te desvía la mirada o cómo cuando me interrumpen alguna de mis dos hermanas, siempre las escuchás a ellas. Y no importa que las chicas interrumpan, no pasa nada, sino importa que nunca volvemos a comenzar el díalogo. No quiero que hablemos de todos los parientes que tenemos en común pero que jamás podamos sentarnos a hablar de nosotras mismas. 

Deseo que algún día podamos compartir lo profundo y no sienta ese umbral de cosas que me debo esconder, para pararme ante vos y tener una relación estable. Mamá ojalá que la vida te demuestre que aunque me quieras comprar el mundo, a veces, mi verdadero consuelo radica en un porcentaje de cosas que ni vos ni nadie podrán comprar.  Me gustaría que formaras parte de mi mundo de una manera diferente. Me gustaría que hablemos de otras cosas que no sean de la facultad, me gustaría que no hubieras esperado a que ganara un premio literario para decirme que escribía bien, sino que me hubieras alentado con verdadero interés durante el proceso.  Me gustaría que no seas tan superficial, tan simplista, tan vacía en ciertas cosas. Me gustaría que realmente comprendas cuál es el verdadero valor del prestigio en mí, en mi presente y en mi vida. Me gustaría que compartiéramos todo lo que no tiene precio y le hiciéramos frente a todo lo que implica esa distancia, erigida en el no poder. 

Sé que el día que no estés voy a quedarme con lo bueno. Espero construir lo realmente bueno para mí a futuro. Quiero quedarme con recuerdos bellos, profundos, exponentes vitales, y no con esa banalidad que remite a decir "si tiene cuarenta años te mato", cuando sí los tenía. Y sigo viva. Y sigo viva aunque no salió como esperaba, aunque me genera un dolor profundo y permanente, aunque me hubiera gustado que todo girara a favor y no en contra. Aún ese profundo carbón quemándome, sigo, vieja. Y ojalá algún día veas que por cosas como éstas no me tenés que matar ni galardonarme. Simplemente estar ahí para cuando necesite de vos, no querer prevenir lo imprevisible y lo que se lee a veinte metros de mi.  Sigo viva y sigo queriéndote. Sigo queriendo que comprendas que cuando te digo "voy a estar con la persona que quiera y no con la que vos quieras, sino, esperame con la tabla en una mano y con el mate en la otra... vos elegís", sepas que te lo digo sin un ápice de rebeldía sino con la mayor naturalidad.  Porque no puedo vender ni nunca he podido corromper mis verdaderas preferencias.   ¿Y si me gustaran las mujeres, mamá, te pensás que no haría lo mismo? ¿Y qué si me han gustado determinados hombres? ¿Qué voy a hacer con eso que no puedo evitar?   No todo en la vida son tus medidas ni tampoco las mías, lo sé. No todo en la vida es totalidad. Quisiera que entiendas que al final, e inevitablemente, tendrán lugar todas las historias que estén destinadas a ser.  ¿Y qué importa lo demás? 

Quizá nunca has llegado a comprender la profundidad del dolor que pasé por no sentirme cómoda durante veinte años conmigo misma. Crecí con esa sensación perturbadora de deferencia y diferencia ante los otros. Me tocó vivir esto, y a nivel interior, modificó todo conforme pasaron los años.  Quizá no hayas entendido el alcance de vivir así, quizá nunca sepas en el fondo cómo pienso y cómo me transformó la manera en que viví mi infancia. 

Mamá, aprendí a confiar en mí misma aún todas las equivocaciones del mundo. Estoy aprendiendo a disfrutar de eso. Estoy sanándome de a poco, lastimándome por otras cosas, respirando hondo... Queriendo más y mejor.  Me llevó mucho, o dirás vos, mucho drama por todo, entender que tenía que compartir esa quemazón y esa angustia con alguien más, para poder vivir en paz. No tenía paz, mamá, lo veo ahora cuando veo también mi propia valía. 

 Aprendí que valgo y eso no me lo transmitió un par de botas, una cartera o una chomba. Eso me lo dió haber seguido mis deseos, que me hayan fallado, lastimado, cuidado, acompañado y todos los "ado" que vos evitás pensar. El seguir mis decisiones en muchas oportunidades me lo dió el ser
 valiente, el tener que ser fuerte. Me lo dieron las épocas frías donde no podía ni quería salir a la calle al no saber cómo  lidiar con el pánico cuando se me cerraba la garganta y tenía 18 años. Y me sentía chica para todo lo que me sobrepasaba, y me sentía firme tiempo después para azotarlo. Y me endurecía y llegaba hasta hoy, con grandes ayudas. Y vos me preguntabas qué problema podía tener yo... Y yo no podía creer cómo no eras capaz de comprender todo lo que había vivido manifestando cada día de mi vida, durante 18 años. 

 Siendo que cada  rasgo de mi forma de ser se construyó a partir de no haber sabido cómo defenderme y cuidarme del todo de esas cosas que no eran lo que después decantó, quizá diez u doce años después, en un ataque de pánico, me gustaría que supieras que hice más de lo que podes imaginar. Y no es sentirme víctima, sino no querer ser justamente víctima de la situación. ¡¡¡Yo tengo hambre ante la vida, mamá, eso es lo que pasa!!! Quiero progresar y realizarme, elegir por mi misma, seguir eligiendo, seguir perdiendo, seguir ganando. Seguir siendo fiel, obstinadamente fiel quizá, a mis valores. No hay más que eso. 

Mami... yo hubiese querido que entiendas que necesito y quiero elegir lo que sienta en todos los aspectos porque todas esas cosas de mierda que no pude elegir, por las cosas de la vida que nadie elige (todos cargamos con designios propios), me han sobrepasado y me han dañado mucho.  Quiero elegir y voy a elegir siempre por toda la imposición que me marcó tanto, en contra y a favor. Por esas cosas de mierda que han impuesto casi toda mi vida, y mi día a día, pero que ahora me dejaron enseñanzas de lo más potentes, me debo el elegir.    ¿Te acordás cuando mi médico me hablaba de los cinco deportes que podía seleccionar a modo de rehabilitación? Cada vez que tenía que empezar una nueva etapa de rehabilitación siempre me extendía la mano y me los nombraba por opciones. Yo elegía, solita, a conciencia, por gusto. ¿Lo ves?  Era chica y él me dejaba elegir... Siempre me pareció algo maravilloso porque a través de eso y a partir de ese momento, con ocho años, yo entendí lo importante que era. Y con los años, a través de los años, todavía más.  Con ello me  garantizaba algo nada tonto como es el disfrute, el poquito de aire entre todo ese manojo de hechos que no, nadie puede elegir.  

¿Entendés lo que me molesta que me critiques y saber que esto no es de hoy, sino que se va sedimentando desde los trece años? Con ese silencio infinito ante mis preferencias ya me dejaste expuesto desde chica lo que para vos estaba bien. Y para mi muchas veces está horrible ¿qué remedio?  Entiendo que quieras que vele por mi formación y mi futuro y que por eso seas tan molesta a veces con tus comentarios respecto a mis preferencias... ¿pero, decime, qué tiene que ver? Con ponerte un día en mis zapatos, comprenderías que es una de las cosas más valiosas para mí es mi carrera... Ahí elegí. Elegí con la pasión y con el amor propios de lo que quería y quiero hacer.  Porque la literatura me curó. Porque leer me mejoró la vida potencialmente. Porque aunque me contracture, me exija y me demande... Me gusta esto. Sino, hace rato, hubiera largado todo. Sino hubiese dejado la carrera cuando se complicaron las cosas y no hubiera buscando con todas las fuerzas que tenía las alternativas que busqué, agradeciendo al cielo encontré, y ahora tomo. 

Quizá jamás entiendas que ese otro lado por donde para mí pasa la vida, no coincide con el lado en que debe pasar para vos. Quizá me sigas jodiendo con las mismas cosas, quizá se sigan armando debates agresivos sobre los hombres longevos, que empiezan por reírnos con papá de la propaganda de Cofler.  Él a la vez es padre, y a la vez se resigna... Y a la vez, me conoce. Y miles de veces me lo ha dicho: no quiero criarte en una caja de cristal. El mundo es otra cosa. Tengo que dejar que te golpees, aunque no quiera. Y a veces no puede con su genio, me ataja, me compra galletitas, putea mi pasado, le teme a mi futuro. E intenta aprender de todos los errores anteriores que determinaron las relaciones al día de hoy, con mis hermanas. 

Mientras tanto, yo no pierdo la esperanza de que algún día captes que puedo ser diferente a mis hermanas, diferente a vos, matizada por otras cuestiones... Porque mi crianza, mi vida, mis amigos, mis círculos sociales, mis gustos, mi cuerpo, mi color de pelo, mis ojos, mi punto de vista del mundo... Toda Veinteava es diferente. Y aún diferente sigo siendo la misma hija que si te ponés a llorar, es capaz de escucharte durante horas... Porque... ¿con quién te has desahogado tantas veces? ¿Quién siempre te ha defendido?  La misma personita a la que vos condicionás por los pies que elige o eligió para enrredarse.  La misma persona a la que no le perdonás, como si fuera un delito, haber elegido a un "viejo" e incluso haber tenido la valentía que implica reconocérselo a sus allegados sin vergüenza.  Yo al "viejo" lo elegí con el amor más grande que sentí hasta ahora. Y aunque grande, más grande que yo, lo elegí con la certeza de hacerlo de corazón.  Aunque haya salido todo mal, aunque nunca termine de entender si me eligió o no, qué fue realmente lo que pasó y lo que quedó más que pendiente entre nosotros. 

Mamá... Para mí la verdad prima en muchas cosas. Y justamente a pesar de saber que me has mentido por no poder enfrentarme en situaciones donde no estuviste bien parada, yo sigo respetando tus silencios, tus evasivas e incluso estas cosas. Intento mirarle el lado opuesto a casi todos tus errores, procuro comprenderte. Intento barajar en silencio, dar de nuevo...Trato con todo lo mejor de verte lo bueno. Pero no me pidas que cambie a costa tuya. Tengo miles de defectos vieja y vos tenés otro montón. Yo te acepto como sos en tanto y en cuanto vos no esperes que cambie para que así te sientas conforme.  

Mis cambios son de adentro hacia afuera. ¿Cuántos años estuve y me sentí profundamente lejos de tantas cosas que acuñaban el pertenecer, cuántas veces me miraron con ignorancia, lástima, pena, admiración, o cariño diferentes personas? ¿Pensás que, realmente, voy a seguir cagándome la vida con las apariencias? Mi apariencia física es el mejor y más cercano ejemplo.  Mis defectos físicos son casi casi casi imperceptibles... Pero se notan si me mirás más de una vez. ¿Cómo creés que me hizo sentir el que sean casi y no verdaderamente imperceptibles? Mientras que otros pueden esconderlos, yo no puedo. Nada me podría causar el dolor o la vergüenza que me ha causado cada episodio de cargadas, preguntas incómodas, miradas fijas y risas junto con apodos.  La mirada de los otros me pesó durante años, cada día. 

Imaginate ahora, cómo me siento respecto a que me digan que era un viejo o que me gustan los viejos. Imaginate ahora, cuán poco le llega la vergüenza a ésto después de haber podido con tanto y tener que seguir pudiendo, porque como me  repito desde muy chica yo no puedo ni quiero que ésto que me pasó me determine la vida entera.  Imaginate má, el efecto que ese mantra, esa especie de paragolpe, tiene diez o doce años después. Imaginate en ciertos aspectos, cuán arraigado tengo el que hay que ir más allá de eso que nos signan los demás, que a veces nos signa la vida. 


Espero que el día de mañana me esperes con un mate conciliador. Aunque no tomes, aunque no te guste, aunque no sea eso lo que compartamos. ¿Quizá con un café de esos que te salen riquísimos? Espero que sí, que el día de mañana me esperes con un café y no con la estupidez superflua de las apariencias. No hay héroes como en los cuentos, má, sino que nosotros lo somos.  García Márquez, que también escribía cuentos, decía: 

...Los seres humanos no nacen para siempre el día en que sus madres los alumbran, sino que la vida los obliga a parirse a sí mismos una y otra vez...”