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domingo, febrero 23, 2014

Ariosto / Sátira Primera, 2















(Este poema se publica en dos partes. Ver
aquí la primera.)


[2]

Ruggier, si a tu progenie me haces      (20)
poco grato, si no cuenta a favor
cantar tus altas gestas y valor,
¿qué voy a hacer por allí? No sirvo
para trinchar perdices en la horquilla,
llevar perro o gavilán a la traílla.
No hice jamás cosas tales y hacerlas
ahora, estoy viejo para aprenderlas
y adaptarme a las botas y espuelas.
Yo no gusto mucho de las viandas,
y de trinchar, digno fui venir al mundo
cuando los hombres vivían de bellotas.
No deseo llevar cuentas de Gismondo;    (21)
ni de andar a Roma como posta
y aplacar la gran ira del Segundo;         (22)
si sucediera aún, ya no tengo edad,
debido al mal contraído por entonces
no conviene andar corriendo caminos.
Haga tales servicios quien tiene sed
de estar cabe tuyo, como sed de oro,
tal lo hace el Boyero con la Osa;             (23)
Antes que riqueza, deseo quietud:
más que ocuparme de otro encargo,
y dejar que el Leteo invada mi estudio.
Aunque no pueda alimentar el cuerpo,
lo da a la mente con tal noble cebo
que merece no estar sin cultivo.
Ello hace que la pobreza no crezca,
y que no desee la riqueza al precio
de dejar mi libertad para tenerlas;
lo que no espero tener no me enoja
ni desdén ni envida me consumen
que el señor a Marón o Celio llame,   (24)
no espero del medio estío las luces
a ser visto con el Señor cenando,
no me hago ilusión con tales humos;   (25)
que vaya solo, a pie, donde me lleva
mi deseo, y cuando vaya a caballo
pueda atar las alforjas a su lomo.
Creo que hay en esto menor fallo
que hacerme pagar si recomiendo
al príncipe la causa de un vasallo;
mover litigios en provecho, cuando
no hay razón, o vengan los rufianes
a rogarme y ofreciendo donaciones.
Ello hace que lleve las manos al cielo,
que en mi casa vivo cómodamente,
sea entre citadinos o entre villanos;
del remanente de bienes paternos
vivir pueda sin saber nuevas artes,
entre los míos sin que se avergüencen.
Para que no tenga que darte cinco        (26)
sueldos, que no tengo, regresaré
hasta el comienzo de mi fábula.
Tengo mis razones para quedarme:
te he dicho una, y para las otras
ni lo dicho bastará ni otro folio.
Diré solo una más: que tolerar
no debo, que quitado todo sostén
nuestra casa en ruinas se quedara.
De los cinco que somos, Carlo vive    (27)
do los turcos raptaron a Cleandro,
y estarse allí un tiempo es su deseo;
Galasso busca en la ciudad de Evandro
poner camisa sobre camiseta;  
vos, Alessandro, con el señor fuiste.
Está Gabriel ¿pero qué quieres que haga
si de muchacho su mala fortuna
lo dejó impedido de pies y brazos?
No estuvo jamás en plaza o en corte,
y regir casa, como es debido,
comprende que para esto importe.
La quinta de mis hermanas restantes
está aún en casa y es tarea nuestra
darle buena dote ahora que marida.
La edad de nuestra madre me percute
de piedad el corazón, que de golpe
la dejáramos sola sería una infamia.
Yo soy de diez hermanos el primero
cuarenta y cuatro años, cabeza calva
ha tiempo que escondo bajo gorra.
La vida avanza y la paso lo mejor
que puedo, pero vos que tardaste
dieciocho años en salir de la panza,
andá nomas con húngaros y alemanes,
tras el señor ya con sol o haya frío
sirve por ambos y purga mis faltas.
El cual si desea de cálamo y tinta
de mí servirse y no seguir el pleito,
dirás: “señor mi hermano es vuestro”.
Yo, estando aquí, con clara tromba
haré sonar su nombre quizás tan alto
donde jamás volando llegó paloma.
A Filo, a Cento a Ariano a Calto
llegaría, pero nunca hasta el Danubio,
que no tengo pies gallardos para salto.
Pero si nuevamente me tuviese enjulio  (28)
los quince años que lo he servido,
no dudaría ni en vadear la Tana.    (29)
Si por darme cada cuatro meses
veinticinco escudos, no seguros,
que muchas me han regateado,
cree me puede encadenar de esclavo,
tenerme a que sude y que tirite
sin respeto alguno, muera o enferme,
no le dejen creer cosa tal de mí;
y díganle que antes que ser siervo
cargaré la pobreza con paciencia.
Hubo un asno todo hueso y nervio   (30)
y tan magro que entró un día
por la grieta de un granero;
y tanto que comió que la panza
se le hizo grande como un barril,
pero no de golpe, hasta saciarse.
Temiendo que los huesos le molieran,
salir intentó de donde se había colado,
más ya por aquel hueco no cabía.
Mientras luchaba por salir en vano,
le dijo un ratoncito: “compadre
si querés salir, a vaciar la tripa:
a vomitar ponete ya y aprisa
lo que tenés adentro y enflaquecer,
que así no hay buco al que vencer”.
Concluyendo, digo que si el sacro
Cardenal piensa haberme comprado
con sus dones, no es acerbo y agrio
rendirle, y recobrar mi libertad.

Ludovico Ariosto (Reggio Emilia, 1474-Ferrara, 1533), Satire, Biblioteca Universale Rizzoli, Milán, 1990
La presenta versión y notas son de Angel Faretta

Notas:
20: Ruggier, apócope de Ruggiero, Rogelio, Roger. Nombre poético de uno de los paladines que aparecen su Orlando Furioso, como un antecedente familiar epónimo, cabeza (capo) de la casa d’Este.

21: Gismondo uno de los administradores de Ippolito, el contador, y raggionier; no el spenditor, como se ha dicho.

22: “el segundo” es Julio II, papa. Conocido por sus campañas militares, por terminar de pintar el techo de la Capilla Sixtina, por las peleas ciclópeas con el pintor de marras –Michelangelo- y que se oían hasta Sicilia, o casi; por ser interpretado en un horrendo film por Rex Harrison, por crear la Guardia Suiza que no eran entonces esos figurones decorativos sino bravísimos mercenarios helvéticos (ya que Suiza jamás tuvo “ocho siglos de paz”), por ser retratado por otro de su protegidos –Rafaello- y por ser uno de los que -a su manera- intentó la unidad italiana. Que casi logra.
Los pequeños estados principescos, como Ferrara, eran los que muchas veces debían ser más instigados a la unidad -vaticana o secular-, porque eran o ricos dispensadores de material –no de hombres, porque los italianos usaban tropa extranjera para sus guerras, a pesar de las recomendaciones del Secretario florentino en sentido contrario-, o caían, nolens volens, en el status de estados tapones.

23:“artofilace”, “guardián de la osa menor”, constelación conocida en castellano como “boyero”. Los latinos la llamaban Bootes y su estrella más conocida es Arturo. Sería interminable dar las asociaciones que Ariosto emplea aquí (como Leopardi en su “Vaghe stelle dell Orsa”), digamos que en “mimético bajo”, sería el argentinismo, “pararse”, o “estar parado”

24: de Marón ya se ha dicho; Celio es otro poeta-cortesano, más que dispuesto a viajar tras Ippolito.

25:“in questi fiume” estos humos. “Darse humos”, la expresión atravesó casi intacta el océano Atlántico.

26: costumbre, tradición, de quien no concluía un relato debía pagar al o los oyentes cinco sueldos.

27: Los Ariosto eran diez hermanos, y su madre -Daria Malaguzzi- sería una santa para aguantarlos. Carlo, para la fecha de este poema, era comerciante en Nápoles, donde se desarrolla la mejor y más conocida comedia de Ariosto “I Suppositi” (“Los supuestos”, “Los fingidos”, etc.); allí su héroe, Cleandro, es raptado por los turcos. Galasso vagabundeaba en Roma (ciudad de Evandro según Virgilio) en busca de aventuras o de alguna colocación. Alessandro es uno de los dos destinatarios de esta epístola. El infortunado Gabrielle estaba impedido, y la hermana Taddea era quien estaba por casarse. Otras dos habían “entrado en religión y otras dos estaban ya casadas.
N. B.: “poner camisa…” Digamos ponerse a cubierto, asegurarse, estar algo más abrigado. No se me ocurre otra forma de traducir “la camiccia sopra la guarnaccia”; es decir camisa, que podría ser entonces un “manto”, esa suerte de bolero masculino que se observa en tantas pinturas renacentistas, siendo “guarnaccia” una capa corta para cubrirse del frío. Creo que el argentinismo le cae muy bien a éste como a otros momentos italianos.

28: Traduzco como “enjulio” lo que Ariosto “subbio” puesto que es, literalmente, el cilindro donde los tejedores van recogiendo la tela.

29: Tana, nombre mítico-legendario del río Don.

30: obviamente a los lectores de J. D. Salinger esto les recordará la fábula central de su relato “Un día perfecto para el pez banana”. Ariosto a su vez la toma y deriva –con variaciones- de una Epístola de Horacio (I, vii, 21-33), aunque aquí no es un asno sino una zorra la que se atora de alimento.



Ruggier, se alla progenie tua mi fai
sì poco grato, e nulla mi prevaglio
che li alti gesti e tuo valor cantai,

che debbio far io qui, poi ch'io non vaglio
smembrar su la forcina in aria starne,
né so a sparvier, né a can metter guinzaglio?

Non feci mai tai cose e non so farne:
alli usatti, alli spron, perch'io son grande,
non mi posso adattar per porne o trarne.

Io non ho molto gusto di vivande,
che scalco io sia; fui degno essere al mondo
quando viveano gli uomini di giande.

Non vo' il conto di man tòrre a Gismondo;
andar più a Roma in posta non accade
a placar la grande ira di Secondo;

e quando accadesse anco, in questa etade,
col mal ch'ebbe principio allora forse,
non si convien più correr per le strade.

Se far cotai servigi e raro tòrse
di sua presenza de' chi d'oro ha sete,
e stargli come Artofilace all'Orse;

più tosto che arricchir, voglio quïete:
più tosto che occuparmi in altra cura,
sì che inondar lasci il mio studio a Lete.

Il qual, se al corpo non può dar pastura,
lo dà alla mente con sì nobil ésca,
che merta di non star senza cultura.

Fa che la povertà meno m'incresca,
e fa che la ricchezza sì non ami
che di mia libertà per suo amor esca;

quel ch'io non spero aver, fa ch'io non brami,
che né sdegno né invidia me consumi
perché Marone o Celio il signor chiami;

ch'io non aspetto a mezza estade i lumi
per esser col signor veduto a cena,
ch'io non lascio accecarmi in questi fumi;

ch'io vado solo e a piedi ove mi mena
il mio bisogno, e quando io vo a cavallo,
le bisaccie gli attacco su la schiena.

E credo che sia questo minor fallo
che di farmi pagar, s'io raccomando
al principe la causa d'un vasallo;

o mover liti in benefici, quando
ragion non v'abbia, e facciami i pievani
ad offerir pension venir pregando.

Anco fa che al ciel levo ambe le mani,
ch'abito in casa mia commodamente,
voglia tra cittadini o tra villani;

e che nei ben paterni il rimanente
del viver mio, senza imparar nova arte,
posso, e senza rossor, far, di mia gente.

Ma perché cinque soldi da pagarte,
tu che noti, non ho, rimetter voglio
la mia favola al loco onde si parte.

Aver cagion di non venir mi doglio:
detto ho la prima, e s'io vuo' l'altre dire,
né questo basterà né un altro foglio.

Pur ne dirò anco un'altra: che patire
non debbo che, levato ogni sostegno,
casa nostra in ruina abbia a venire.

De cinque che noi siàn, Carlo è nel regno
onde cacciaro i Turchi il mio Cleandro,
e di starvi alcun tempo fa disegno;

Galasso vuol ne la città di Evandro
por la camicia sopra la guarnaccia;
e tu sei col signore ito, Alessandro.

Ecci Gabriel; ma che vuoi tu ch'ei faccia?
che da fanciullo la sua mala sorte
lo impedì de li piedi e de le braccia.

Egli non fu né in piazza mai, né in corte,
et a chi vuol ben reggere una casa
questo si può comprendere che importe.

Alla quinta sorella che rimasa
n'era, bisogna apparecchiar la dote,
che le siàn debitori, or che se accasa.

L'età di nostra matre mi percuote
di pietà il core; che da tutti un tratto
senza infamia lasciata esser non puote.

Io son de dieci il primo, e vecchio fatto
di quarantaquattro anni, e il capo calvo
da un tempo in qua sotto il cuffiotto appiatto.

La vita che mi avanza me la salvo
meglio ch'io so: ma tu che diciotto anni
dopo me t'indugiasti a uscir de l'alvo,

gli Ongari a veder torna e gli Alemanni,
per freddo e caldo segui il signor nostro,
servi per amendua, rifà i miei danni.

Il qual se vuol di calamo et inchiostro
di me servirsi, e non mi tòr da bomba,
digli: «Signore, il mio fratello è vostro».

Io, stando qui, farò con chiara tromba
il suo nome sonar forse tanto alto
che tanto mai non si levò colomba.

A Filo, a Cento, in Arïano, a Calto
arriverei, ma non sin al Danubbio,
ch'io non ho piei gagliardi a sì gran salto.

Ma se a voglier di novo avessi al subbio
li quindici anni che in servirlo ho spesi,
passar la Tana ancor non starei in dubbio.

Se avermi dato onde ogni quattro mesi
ho venticinque scudi, né sì fermi
che molte volte non mi sien contesi,

mi debbe incatenar, schiavo tenermi,
ubligarmi ch'io sudi e tremi senza
rispetto alcun, ch'io moia o ch'io me 'nfermi,

non gli lasciate aver questa credenza;
ditegli che più tosto ch'esser servo
torrò la povertade in pazïenza.

Uno asino fu già, ch'ogni osso e nervo
mostrava di magrezza, e entrò, pel rotto
del muro, ove di grano era uno acervo;

e tanto ne mangiò, che l'epa sotto
si fece più d'una gran botte grossa
fin che fu sazio, e non però di botto.

Temendo poi che gli sien péste l'ossa,
si sforza di tornar dove entrato era,
ma par che 'l buco più capir nol possa.

Mentre s'affanna, e uscire indarno spera,
gli disse un topolino: «Se vuoi quinci
uscir, tràtti; compar, quella panciera:

a vomitar bisogna che cominci
ciò c'hai nel corpo, e che ritorni macro,
altrimenti quel buco mai non vinci».

Or, conchiudendo, dico che, se 'l sacro
Cardinal comperato avermi stima
con li suoi doni, non mi è acerbo et acro
renderli, e tòr la libertà mia prima.

sábado, febrero 22, 2014

Ariosto / Sátira Primera, 1















(Este poema se publica aquí por partes, que naturalmente
no tiene el original. Serán dos.)


 [1]


a Micer Alessandro Ariosto
y a Micer Ludovico Da Bagno


Deseo el poder oír de ustedes,
fraterno Alessandro y compadre Bagno,  (1)
eso si en la corte se acuerdan de mí,
y como el señor me acusa; si amigo
a mí defiende y dice porqué causa
partiendo los demás yo aquí me quedo;
oh, ustedes tan doctos en adular
(arte que entre nos más se estudia),
que así le ayudan a insultarme.
Loco aquel que a su señor contradice,
aunque está visto que dijese el día
tiene estrellas y la medianoche el sol.
Que cante loas o que befas cante,
de súbito surge un coro de voces
armoniosas de cuántos lo rodean;
y quien por humildad no tiene ardor
para abrir la boca, con el rostro aplaude
y así parece decir: ‘también consiento”.
Si a otro critican, al menos alaben
cuando, queriendo dar mi parecer,
haya dicho a cara abierta y sin fraude.
He dado muchas razones verdaderas,
de las cuales por sí sola cualquiera
debería ser digna a tener en cuenta.
Primero la vida, poca o ninguna
cosa he dar preferencia, que más breve
no quiero que Fortuna o Cielo quieran.
Cada alteración, ahora si bien leves,
que hubiese el mal que tengo, o moriría,
o Valentino y Póstumo errar debieran.  (2)
Más que su opinión lo digan los males,
mejor que los demás sé de remedios
me sean útiles, y más de los que no.
A mi natura sé qué mal le convienen
los fríos invernales, y allá en el polo
los tenéis, más que en Italia, intensos.
Y no me dañaría tan solo el frío;
mas el calor de estufas tan infesto,   (3)
que huyo de ello como de la peste.
Y allá el invierno lo pasan juntos
en el lugar donde se come, duerme,
bebe y donde también se hace el resto.
¿Quién podrá allí sorber como se debe
aire que hace trabajar el fiato
de las cercanas montañas Rifeas?       (4)
Y el vapor del estómago elevado,
da catarro a la testa y cala el pecho,
y acabaría una noche sofocado.
Y el vino humoso, que me lo prohíbo     (5)
como veneno, y se traga a cada brindis,
sacrilegio les sería aguarlo.
Todo lleva pimienta y cardamomo
que nocivos mi médico prohíbe.
Dicen que podría tener reducto,
sentado junto al fuego y evitaría
oler sobacos, pies y a los eructos;
las viandas sazonaría el cocinero
a mi antojo, como aguarme el vino
podría a mi gusto, o no beberlo o poco.
Y ustedes ¿juntos estarían y yo
mañana y noche pasaría solo
de celda a la mesa como cartujo?
Necesitaríamos ollas y petates
de cocina y de recámara, dotarme
los enseres de una recién casada.
Si cocinara separadamente,
una, dos, cuatro veces, maestro Pasino  (6)
pondrá facha de darnos a las armas.
Si deseara las cosas que habrá comprado
Francesco de Siver para su familia,          (7)
podré mañana y tarde conseguir muchos.
Si digo al despensero esto me traiga     (8)
ya que al húmedo cerebro poco afecta
y esto no, que al catarro sutiliza,
por una vuelta o dos que obedeciera,
cuatro o seis olvidará, y porque teme
no acepte el gasto, no se calentaría.
Entonces me reduzco al pan; ruge
la cólera; que luego de dos palabras
mis amigos entraríamos en disputa.
Me podrían ahora decir “de tu escote
haz que el fante el comprador te sea;  (9)
y come pollos al spiedo asados”.   (10)
Yo, por mi mal servicio, no he podido
del cardenal sacar tanto provecho
para volver a su corte en hostería.
Apolo, tu merced, tu merced, santo
colegio de Musas, no tengo para ustedes
lo que alcanza para hacerme un manto.
“Oh, el Señor te ha dado…”, os lo concedo,
tanto, de hecho y más que un manto;
más dado por ustedes, lo dudo mucho.
Lo ha dicho tanto a estos como aquellos
que con mis versos puedo a mi gusto
mandarlos al Culiseo como muestra.   (11)
No desea que los laudes que le escribo
tengan derecho a una recompensa;
sino que vaya de una posta a la otra.
Otorga a quien al Barco o villa le sigue,  (12)
a quien lo viste o desnuda o el frasco
le pone al fresco para la hora nona;     (13)
o pasa en vela hasta que el bergamasco
se levanta a forjar clavos, por eso   (14)
a menudo se le cae el quinqué al suelo.  (15)
Si por mi parte en mis versos lo alabo,
dice lo hago por placer y por ocio;
mejor hubiera seguido a su lado.
Si en Milán me han hecho socio
De Costabile canciller y un tercio   (16)
tengo de lo que el notario factura,
es porque pico espuelas, corro
cambio de bestias y riendas, apuro
montes y valles, con la muerte juego.
Marón, haceme caso, tirá tu lira      (17)
y todos tus versos a la letrina,
aprendé algo de valor y provecho.
Pero si lo hacés, pensá una vez hecho
tu querida libertad habrás perdido
si la hubieras jugado a los dados;   (18)
y que nunca más, aún si a la canosa edad
de Néstor vivieras vos y él también,    
esta condición podrías ya cambiar.
El nudo diseñado no desharás,
negocio harás si él, con amor y paz
quiere le devuelvas lo que te ha dado.
A mí por contumaz, de no querer ver
ni Agria ni Buda, no me desagrada          (19)
desee recuperar lo que fue suyo
(si bien las mejores plumas ganadas
en mi muda me cortase), sería peor
de su afecto y merced fuera excluso,
que sin ninguna fe ni amor me nombre,
y que demuestre con palabras y guiños
el desprecio y odio hacia mi persona.
Y fue por esta razón que me retuve
de comparecer jamás delante suyo,
desde que fui a excusarme en vano.


Ludovico Ariosto (Reggio Emilia, 1474-Ferrara, 1533), Satire, Biblioteca Universale Rizzoli, Milán, 1990
La presenta versión y notas son de Angel Faretta


Notas:
1: Alessandro, el hermano menor de Ludovico que se mencionará otras veces en esta Sátira. Ludovico de Bagno secretario privado de Ippolito d’Este.
Contexto: en 1587, El cardenal y protector de Ariosto, Ippolito d’Este príncipe de Ferrara, se traslada a Agria-Ager- en Hungría, y le pide al poeta que sea parte de su comitiva, a lo que Ludovico se niega y que constituye el motto de esta sátira/epístgola. Escrita, circa octubre de ese año.

2: Valentino y Póstumo, médicos de la corte de Ferrara.

3: “stuffe”, de donde deriva tanto estufa como estofar (así como el lunfardismo “estufado”) no es el hogar a leña o chimenea, sino el cuarto caldeado con braseros o también con calefactores de porcelana cilíndricos puestos en los rincones, y en cuyo interior arden leños, generalmente aromáticos.

4: montes Rifeos o montañas Rifeas, nombre de un locus más mítico que orográfico, situado en la Escitia, locus también perteneciente a la geografía más simbólica que cartográfica. Ya citadas por Dante y Virgilio, es sinónimo de “Ultima Tule”

5: los tales vinos humosos posiblemente fueran vinos como el típico tokai húngaro, aromatizados con hierbas o especias. Ariosto hará en ésta y otras sátiras, varias, desde luego, referencias al vino. Para ello debe recordarse que a la manera griega o romana se lo tomaba todavía por entonces con agua porque el vino, sobre todo “rosso” o tinto resultaba muy espeso, a veces casi un jarabe y debía rebajárselo con agua.
Por cierto solo en algunas partes de Grecia, Italia, como de la Argentina, es posible ver todavía el hábito de rebajar el vino con agua o con soda. Hábito atávico que debe explicarse por esta memoria ritual, más allá de la calidad del vino que se ingiere.

6: Pasino, cocinero en jefe de la comitiva de Ippolito.

7: Francesco Siver, el raggioner, contador encargado de comprar alimentos. Véase más abajo.

8:“spenditor”. Expendedor. También “contador”, luego vuelto “raggioner” (o “raggionero”) en italiano, es el que lleva las cuentas de los gastos sobre todo alimenticios -¡múltiples, siendo italianos y del cinquecento! Ese “spendere”, que también tiene que ver con “el gasto” se volvió, vía el francés “depenser,” en el apellido inglés Spencer. La serie “dispensa-expensa” sería fascinante de seguir.

9: “Fante” apócope de infante. Tanto en la milicia como en la baraja, donde es la sota española. Refiere también a un criado menor, más bien un  mandadero. Sin entrar en demasía en los arcanos cartománticos, es la figura que viene o deviene tras el rey y el caballo-caballero. Que en la baraja francesa y luego inglesa fuera o se transformara en el “knave” o “joker”, refiere también al empleo de intermediario, tanto confidente como alcahuete. Es decir intermediario o parte intermedia de las otras dos figuras mayores. Por ello el carácter o “disegno” generalmente andrógino de la sota en la baraja española, por ejemplo, aunque también a veces en la del “joker”.
 Si en esta sátira vemos una figura real (Ippolito), más varias menciones a caballos y cabalgaduras, se hace más visible el empleo aquí del “fante” o de la sota.

10: “spiedo”. En el original “a tua alaria cotti”. “Alaria” es el espeto o espetón, pero preferimos la forma “spiedo” porque es, o fue, una forma italiana de cocción que fuera bien conocida por argentinos.

 11:“culiseo”, obvio juego de palabras obsceno con Coliseo. Interesante de observar que aquí en esta epístola satírica, el poeta no se arredra de pasar de la referencia más alta a la más baja, lo mítico, el juego de palabras y la obscenidad precisa corren por andariveles imaginarios paralelos.
 “Alaria” (spiedo) antes empleado como otras metáforas cumplen también a veces tales dobles y triples y –claro- cuádruples sentidos.

12: “barco” era “parco” (parque), en dialecto ferrarés, en el que por cierto está escrito buena parte de la obra de Ariosto, sobre todo sus comedias, aunque eso aparece también en diversos loci de las sátiras, como en el propio “Furioso”. Aquí el propio poeta revisó en su segunda edición estos dialectismos y los llevó un poco más hacia el toscano-florentino que ya se volvía por entonces la koiné italiana.

13: “I fiaschi in pozzo per la cena” es guardar los frascos de vino en pozos practicados en la tierra y húmedos para enfriarlos para la cena. Puede como tantos otros loci de la sátira tratarse de un doble sentido.
 “Hora nona”, las tres de la tarde. Una de las siete partes en que se dividía el día desde los romanos, y que la Iglesia continuó modo sui. Son: maitines a media noche, laudes al amanecer, prima (suprimida por el vaticano segundo, que otro poco suprime la misa), a las siete de la mañana; tercia, a las nueve, sexta al mediodía y nona a las tres. Es la hora del viernes en que Cristo expira en la cruz. Y la mención de Ariosto es justísima de una sátira, puesto que emplea o degrada elementos sacros en profanos.

14: Ariosto emplea toda serie de dicta anónimos, luego mal llamados “populares”. Aquí “más temprano que herrero bergamasco” (es decir de Bérgamo) refiere que tales se levantaban apenas despuntada el alba para sus trabajos, básicamente la de forjar clavos parar herrar caballos, con que la serie, caballo-caballeros-cabalgar-montura, et al., suma otro pliegue o matiz.

15: “torchia” en el original. De donde –como incontables palabras- viene el inglés “torch”, antorcha, tal vez otras de las tantas acuñadas casi cien años después por Giovanni Florio en Londres. Éste se las pasó a su amigo Shakespeare.
 Pongo “quinqué” por razones métricas y por el uso casi particular que le hemos dado a este pequeño farol de mano, que podía colgarse sobre los muros o en el postillón de un carruaje.

16: Ippolito le había dado a Ariosto la tercera parte de la canonjía del arzobispado de Milán, reservado otra tercera para su persona y el tercio restante para este Antonio Costabile.

17: Según casi todos los comentaristas y exégetas ariostescos, refiere al poeta Andrea Marone, que pidió acompañar a Ippolito, cosa que éste rechazó. Pero claro está que Marón refiere así también a Virgilio, es decir Publio Virgilio Marón (Publius Vergilius Maro), con lo cual aparte del apócope que el italiano emplea a piacere (amore/amor, onore/onor) Ariosto reduplica el ritmo de su sátira al ironizar con este poeta que juega aquí el rol del cortesano obsecuente, es decir la otredad personificada de su epístola satírica en marcha.

18: “zara”, juego practicado con tres dados; contracción de azar.

19: “Agria” y “Buda”, ciudades húngaras. La primera es Ager, y la segunda luego unida a Pest, situada en la otra orilla del Danubio, formaría Budapest.




SATIRA I

A MESSER ALESSANDRO ARIOSTO
ET A MESSER LUDOVICO DA BAGNO



Io desidero intendere da voi,
Alessandro fratel, compar mio Bagno,
s'in corte è ricordanza più di noi;

se più il signor me accusa; se compagno
per me si lieva e dice la cagione
per che, partendo gli altri, io qui rimagno;

o, tutti dotti ne la adulazione
(l'arte che più tra noi si studia e cole),
l'aiutate a biasmarme oltra ragione.

Pazzo chi al suo signor contradir vole,
se ben dicesse c'ha veduto il giorno
pieno di stelle e a mezzanotte il sole.

O ch'egli lodi, o voglia altrui far scorno,
di varie voci subito un concento
s'ode accordar di quanti n'ha dintorno;

e chi non ha per umiltà ardimento
la bocca aprir, con tutto il viso applaude
e par che voglia dir: «anch'io consento».

Ma se in altro biasmarme, almen dar laude
dovete che, volendo io rimanere,
lo dissi a viso aperto e non con fraude.

Dissi molte ragioni, e tutte vere,
de le quali per sé sola ciascuna
esser mi dovea degna di tenere.

Prima la vita, a cui poche o nessuna
cosa ho da preferir, che far più breve
non voglio che 'l ciel voglia o la Fortuna.

Ogni alterazione, ancor che leve,
ch'avesse il mal ch'io sento, o ne morei,
o il Valentino e il Postumo errar deve.

Oltra che 'l dicano essi, io meglio i miei
casi de ogni altro intendo; e quai compensi
mi siano utili so, so quai son rei.

So mia natura come mal conviensi
co' freddi verni; e costà sotto il polo
gli avete voi più che in Italia intensi.

E non mi nocerebbe il freddo solo;
ma il caldo de le stuffe, c'ho sì infesto,
che più che da la peste me gli involo.

Né il verno altrove s'abita in cotesto
paese: vi si mangia, giuoca e bee,
e vi si dorme e vi si fa anco il resto.

Che quindi vien, come sorbir si dee
l'aria che tien sempre in travaglio il fiato
de le montagne prossime Rifee?

Dal vapor che, dal stomaco elevato,
fa catarro alla testa e cala al petto,
mi rimarei una notte soffocato.

E il vin fumoso, a me vie più interdetto
che 'l tòsco, costì a inviti si tracanna,
e sacrilegio è non ber molto e schietto.

Tutti li cibi sono con pepe e canna
di amomo e d'altri aròmati, che tutti
come nocivi il medico mi danna.

Qui mi potreste dir ch'io avrei ridutti,
dove sotto il camin sedria al foco,
né piei, né ascelle odorerei, né rutti;

e le vivande condiriemi il cuoco
come io volessi, et inacquarmi il vino
potre' a mia posta, e nulla berne o poco.

Dunque voi altri insieme, io dal matino
alla sera starei solo alla cella,
solo alla mensa come un certosino?

Bisognerieno pentole e vasella
da cucina e da camera, e dotarme
di masserizie qual sposa novella.

Se separatamente cucinarme
vorà mastro Pasino una o due volte,
quattro e sei mi farà il viso da l'arme.

S'io vorò de le cose ch'avrà tolte
Francesco di Siver per la famiglia,
potrò matina e sera averne molte.

S'io dirò: «Spenditor, questo mi piglia,
che l'umido cervel poco notrisce;
questo no, che 'l catar troppo assottiglia»

per una volta o due che me ubidisce,
quattro e sei mi si scorda, o, perché teme
che non gli sia accettato, non ardisce.

Io mi riduco al pane; e quindi freme
la colera; cagion che alli dui motti
gli amici et io siamo a contesa insieme.

Mi potreste anco dir: «De li tuoi scotti
fa che 'l tuo fante comprator ti sia;
mangia i tuoi polli alli tua alari cotti».

Io, per la mala servitude mia,
non ho dal Cardinale ancora tanto
ch'io possa fare in corte l'osteria.

Apollo, tua mercé, tua mercé, santo
collegio de le Muse, io non possiedo
tanto per voi, ch'io possa farmi un manto.

«Oh! il signor t'ha dato...» io ve 'l conciedo,
tanto che fatto m'ho più d'un mantello;
ma che m'abbia per voi dato non credo.

Egli l'ha detto: io dirlo a questo e a quello
voglio anco, e i versi miei posso a mia posta
mandare al Culiseo per lo sugello.

Non vuol che laude sua da me composta
per opra degna di mercé si pona;
di mercé degno è l'ir correndo in posta.

A chi nel Barco e in villa il segue, dona,
a chi lo veste e spoglia, o pona i fiaschi
nel pozzo per la sera in fresco a nona;

vegghi la notte, in sin che i Bergamaschi
se levino a far chiodi, sì che spesso
col torchio in mano addormentato caschi.

S'io l'ho con laude ne' miei versi messo,
dice ch'io l'ho fatto a piacere e in ocio;
più grato fòra essergli stato appresso.

E se in cancellaria m'ha fatto socio
a Melan del Constabil, sì c'ho il terzo
di quel ch'al notaio vien d'ogni negocio,

gli è perché alcuna volta io sprono e sferzo
mutando bestie e guide, e corro in fretta
per monti e balze, e con la morte scherzo.

Fa a mio senno, Maron: tuoi versi getta
con la lira in un cesso, e una arte impara,
se beneficii vuoi, che sia più accetta.

Ma tosto che n'hai, pensa che la cara
tua libertà non meno abbi perduta
che se giocata te l'avessi a zara;

e che mai più, se ben alla canuta
età vivi e viva egli di Nestorre,
questa condizïon non ti si muta.

E se disegni mai tal nodo sciorre,
buon patto avrai, se con amore e pace
quel che t'ha dato si vorà ritorre.

A me, per esser stato contumace
di non voler Agria veder né Buda,
che si ritoglia il suo sì non mi spiace

(se ben le miglior penne che avea in muda
rimesse, e tutte, mi tarpasse), come
che da l'amor e grazia sua mi escluda,

che senza fede e senza amor mi nome,
e che dimostri con parole e cenni
che in odio e che in dispetto abbia il mio nome.

E questo fu cagion ch'io me ritenni
di non gli comparire inanzi mai,
dal dì che indarno ad escusar mi vienni.

Imagen: Ariosto por Cristofano Dell'Altissimo

viernes, noviembre 01, 2013

Orlando en verso y prosa, IX

1. La tragedia de Olimpia


¿Hay un corazón que el amor no pueda
dominar, despiadado Amor, traidor,
si a Orlando pudo arrebatar del pecho
la fe que le debía a su señor?
Fue sabio Orlando, y pleno de respeto,
y de la Santa Iglesia defensor;
por un vano amor olvidó al monarca,
a sí mismo, a Dios y cuanto Él abarca.




Lo excuso a pesar de todo y me alegro
de tener un par tal con mi defecto;
también soy en el bien lánguido y débil,
sano y dispuesto si debo ir al mal.
Orlando se va vestido de negro;
no le pesa dejar a sus amigos.
y pasa donde, de África y España,
la gente pernoctaba en la campaña;

incluso no en tiendas, sino debajo
de árboles: los esparció la tormenta
de a diez, de a veinte, o de a cuatro, ocho, siete;
y cerca o lejos todos se cubrieron.
Cada uno duerme roto de fatiga,
tendido entero o con algún respaldo.
Duermen, y con Orlando no se apura
su espada Durindana en la cintura.

Para Orlando, exquisito noble, quien domina varios idiomas occidentales y orientales, el árabe sobre todo, no resulta difícil -de negro y embozado- preguntar aquí y allá por Angélica. Pero los moros no la han visto. Decide pues explorar un poco la comarca, y termina por recorrer toda Francia, cada vez más lejos de los campos de batalla. Se le va en esto un invierno, cuanto menos, y una primavera. Va desde Bretaña a la Provenza, y desde Picardía hasta la frontera española. Sólo encuentra, como era de esperarse, dificultades. Y estas dificultades son desvíos de su objetivo que, misteriosamente, terminan por acercarlo a Angélica.
En un río imposible de cruzar a caballo encuentra a una dama a bordo de un bote. Ella le dice que puede transportarlo a la otra orilla, pero antes debe ayudar al rey de Hibernia a liberar de un antiguo mal a una isla remota, Ebuda. Tan remota como la de Hibernia, ambas en el Mar del Norte. En aquella isla, la gente tiene la mala costumbre de sacrificar doncellas a un monstruo marino.
Por cierto, Orlando, igual que su primo Reinaldo, no tolera las injusticias y, en menos de lo que se tarda en decirlo, está en Saint Malo; allí se hace de un barco con la idea de partir hacia las islas irlandesas. Antes de que pueda llegar siquiera a Inglaterra, lo espera un nuevo desvío. La tormenta lo arrastra hasta una playa cercana a Amberes, en donde mora una noble mujer exiliada. Es Olimpia, la hija del conde de Holanda, ya muerto, como sus dos  hijos varones, por obra del rey de Frisia, quien dispone de un arma terrible que vomita fuego.
Pretendía el rey de Frisia que la doncella se casase con su hijo, pero el corazón de ella pertenece a Bireno, noble de Zelanda,  quien partió rumbo a Vizcaya a combatir a los moros. Ofendido por el rechazo, el frisón entró a sangre y fuego en Holanda.
Narra la dama:

"Además de robusto y muy forzudo,
que pocos como él suelen encontrarse,
es como nadie astuto para el mal:
fuerza para el ardid también la tiene.
Lleva asimismo un arma que la gente
de cierta edad no había visto nunca:
un fierro oscuro, como de una braza,
donde va polvo y una bala calza.

"Con fuego detrás, en el tubo negro,
toca una rendija que se ve apenas,
como hace el médico antes de ligar
una vena en la que después opera,
por lo que se produce tal estruendo
como el que provocan trueno y relámpago.
No menos que por donde el rayo pasa,
cuanto alcanza lo incendia, abate, arrasa.

"Puso dos veces nuestro campo en fuga
con este truco, y mató a mis hermanos;
uno en el primer asalto: la cota
atravesó, y el corazón, la bala.
Luego, en la otra, al segundo que escapaba
de un disparo logró llevarle el alma:
de lejos y a traición le disparó,
y con la bala el pecho le partió.

"Defendiéndose más tarde mi padre,
dentro de un castillo que le restaba,
pues ya había perdido los demás,
lo hizo, de otro tiro, perder la vida;
mientras andaba desde un sitio al otro,
disponiendo acciones de la defensa,
igual entre los ojos fue alcanzado
por ese fierro avieso disparado. "

La dama, prisionera del invasor y casada con su hijo, no perdió el tiempo. Con el aporte de un fiel servidor, le cortó el cuello a su marido, mientras el otro lo apuñalaba. Pudo huir, pero el déspota había en tanto capturado a su amante en una batalla naval. Lleno de odio por el asesinato del príncipe, el rey frisón dio un año de plazo para que la doncella se presentase y diera su vida a cambio de la de Bireno. Ella no teme ahora la muerte para que su amor viva, sino que el frisón no cumpla la promesa y los atormente y mate a ambos no bien ella se presente.


2. Una acción fulmínea de Orlando


Todo paladín, hemos dicho, reacciona como un resorte no bien se le narra una injusticia. Sobre todo si una dama es la víctima. Olvidando pues, por el momento, a las muchas otras doncellas que mueren día a día en boca de un monstruo marino en una lejana isla de Irlanda, Orlando embarca con la holandesa. El propósito de Olimpia no es que el caballero asegure su vida, sino la de su amante cuando el sacrificio de ella se haya cumplido. Orlando no la deja, empero, bajar de la nave cuando llegan a tierra. Él se hará cargo del asunto.
En las puertas de la ciudad, Orlando clama por la presencia del rey, para ajustar cuentas mano a mano. Mientras el rey es llamado, un cortesano le da charla, y treinta frisones salen por otra puerta para cercarlo por detrás.

El paladín de Anglante, cuando cerca
vio aquella gente armada, bajó el asta;
y uno en ella, y luego otro, los ensarta;
luego otro, y otro más, como muñecos;
y al fin seis tiene en fila atravesados;
y como no le basta para siete,
el séptimo, ya herido, queda afuera,
sin que tal cosa impida que se muera.

No de otro modo cerca de los márgenes
de canales y fosas a las ranas
el buen cazador las traspasa juntas
y una con otra se las lleva todas,
sin darse prisas hasta que completa
de una punta a otra el largo del arpón.
La grave lanza Orlando arroja presto;
con espada va ahora por el resto.

Inútil la lanza, esa espada lleva
que jamás fue por él blandida en vano,
y a cada golpe de tajo o de punta
derribó hombres de a pie o de a caballo;
donde tocó, siempre tiñó de rojo
lo que era blanco o azul, negro o amarillo.
Se duele el rey Cimosco, que su fuego
lo dejó para usarlo en otro juego.

Huye el frisón, y Orlando no puede seguirlo, pues ha elegido para esta pelea un caballo demasiado pesado. El rey llega a su arma letal  en tanto la ciudad se alza contra el monarca. Éste prosigue su huida y la ventaja que le da su cabalgadura le permite llegar a un monte cercano y preparar una emboscada. Cuando Orlando se aproxima con su lento caballo, dispara.

Detrás relampaguea igual que un rayo
y por delante escupe y manda trueno.
Tiemblan muros y bajo el pie el terreno;
el cielo suena con el estampido.
La candente flecha que pasa todo
lo que sale a su paso y no perdona,
silba estridente, pero como quiere
el cruel tirador esta vez no hiere.

Tal vez por la prisa, o por el deseo
de matar a aquel barón, erra el tiro;
o tal vez su corazón tiembla tanto
que da temblor al brazo y a la mano;
o la voluntad divina no quiere
que su campeón caiga de este modo:
cierto es que la bala a la bestia acierta,
la que rueda por tierra y queda muerta.

Caen a tierra el corcel y el jinete:
la oprime uno, la toca el otro apenas.
Se levanta tan diestro y tan ligero
que parece con más aliento ahora.
Como el libio Anteo, siempre más fiero, *
se alzaba aún de la tocada arena,
así parece, y que la fuerza cuando
tocó tierra, se redobló en Orlando.

El rey de Frisia, horrorizado ante el rostro de Orlando, que hubiese hecho temblar hasta al mismísimo Marte, se da a la fuga. Pero esta vez corren ambos a pie, y el paladín -imbuido de sagrada furia- es más veloz que una saeta.

…y aquello que no pudo Orlando antes
hacer de a caballo, a pie logra hacerlo.
Lo sigue tan veloz que no querría,
el que no lo ve, creerlo realmente.
Lo alcanza en corto espacio y sobre el yelmo
levanta el filo duro y la cabeza
le parte hasta el cuello de un solo tajo;
vencido lo oye agonizar debajo.

Liberado Bireno por el pueblo, sus tropas invaden la ciudad. Holanda es liberada y Olimpia se reúne con su amante.
Orlando decide partir sin escalas hacia la isla de Ebuda. Lleva consigo el arma diabólica del rey de Frisia, pero la arroja en medio del mar “para que por ti no dejen de ser ardidos los caballeros y nunca más el malo se envanezca”, designio que, sabrán ya, no se cumplió.
Orlando ha tenido el presentimiento de que Angélica puede estar entre las doncellas destinadas al monstruo marino. No piensa detenerse ni siquiera en Hibernia, donde se prepara una armada contra la isla maldita. Nunca se sabe: esto podría significar otro desvío.
Pero dejémoslo por ahora en el mar, porque no quiero que las bodas de Olimpia y Bireno se celebren sin nosotros. Eso les disgustaría, lo sé. No imaginemos aún nada que pueda disturbar la fiesta en Holanda, y la que se prepara en Zelanda. De esto hablaré en el próximo canto si quieren oírme.

Ludovico Ariosto (Reggio Emilia, 1474-Ferrara, 1533), Orlando furioso, 1532; Einaudi, Turin, 1992
Versión de Jorge Aulicino


* El gigante mitológico, hijo de Poseidón y Gea, la tierra. Anteo cobraba fuerzas cuando era derribado. Vivía en Libia y desafiaba a quien pasase por su comarca. Heracles logró vencerlo cuando se dio cuenta de que el gigante recibía, al caer, la energía de su madre; lo alzó y le impidió tocar el suelo, hasta que logró destruirlo con su abrazo.

sábado, octubre 12, 2013

Orlando en verso y prosa, VIII

1. El honor de la espada

¡Oh qué de magas y de magos hay
entre nosotros sin que lo sepamos!
Con sus artes, a hombres y mujeres,
mutando el rostro, hacen que los quieran.
No llaman espíritus para tal fin,
ni hacen observación de las estrellas,
sino que con mentira y simulación
atan en nudo insoluble el corazón.





Con el anillo de Angélica, o con
un poco de razón, podría verse
de esos tales el rostro verdadero,
aunque con ficción y arte lo escondieran.
Así, el que parece bueno, depuesto
el colorete, se vería malo y feo.
Fue suerte para Rogelio, en realidad,
que el anillo le mostrara la verdad.


Situaciones hay en que la rigurosa ética del caballero se pone a prueba, y tales situaciones suelen ser las más vulgares. Si en un combate no es siempre fácil contenerse y tener para con los rivales la digna actitud que cabe de un alma gentil, más arduo resulta conservar el temple ante un mosquito molesto, digamos, o un insufrible ganapán, cuya enhiesta soberbia no es menor a su servilismo, y cuyo cerebro no alcanza no ya a medir la talla del oponente, sino las consecuencias de su proceder desquiciado. Rogelio podría encontrarse a estas alturas por demás confuso ante el mundo incesante de magias y artificios al que lo ha arrojado su autor. Pero el desconcierto lo invade en verdad cuando en ese mundo encantado aparece lo absurdo y lo grotesco.
Topa con un lacayo cazador.

Llevaba un ave de presa sobre el puño
a la que hacía volar todos los días
hacia un cercano prado, o hacia un estanque,
donde cazaba presas numerosas;
iba a su lado un perro compañero;
montaba un rocín no demasiado ornado.
Pensó muy bien que Rogelio se escapaba
cuando vio con cuánta prisa galopaba.

Fue hacia él y con un gesto algo altanero
le preguntó el motivo de su apuro.
No quiso responderle el buen Rogelio
y el otro estuvo cierto de que huía
y pensó presto en cómo detenerlo.
Amenazó extendiendo el brazo izquierdo:
"Si por arma uso el ave, ¿qué dirías?
Contra el ave escudarte no podrías."

Arroja al ave, y ésta bate las alas.
Rabicán no lograría adelantarla.
El cazador salta de la montura
y al mismo tiempo le libera el freno.
El corcel es una saeta disparada,
formidable en patear y en tirar mordidas;
llevado como por el viento el fuego,
se apura tras la bestia el siervo luego.

No quiere parecer el can más lerdo:
va contra Rabicán con igual prisa
que la usual en correr liebres silvestres.
Vergüenza es escapar para Rogelio.
Mira al que viene corriendo a pie, audaz;
no ve que tenga armas, sólo una vara:
es la misma que usa con el perro.
Él no quiere desenvainar el fierro.

El siervo llega, y lo golpea fuerte;
lo muerde a un tiempo el can en el pie izquierdo;
se agita el palafrén desenfrenado,
tirando coces una y otra vez.
El ave da mil vueltas sobre el yelmo
y con la garra llega a herirlo, incluso.
Su corcel con el ruido se estremece;
ni tirones ni espuelas obedece.

Obligado, finalmente, el fierro saca
para dar fin a molestia semejante;
a los animales y al villano muestra
o el tajo o la punta de la espada.
Esa importuna turba no se aleja
y ocupa, aquí o allá, toda la vía.
Él ve tanto deshonor en la parada
cuanto peligro si atrasa la escapada.

Sabe que poco más que se demore,
Alcina estará a un paso con su pueblo:
de trompas, de tambores y campanas
oye por todas partes el estruendo.
Contra un siervo sin armas y su perro
no le parece bien usar la espada.
Tiempo, para pensarlo, no hay de sobra.
Pondrá fin el escudo a la zozobra.

Apartó el paño bermejo que cubierto
tuvo en esos días al escudo mágico.
Hizo el efecto mil veces comprobado
y su luz hirió los ojos del sirviente.
De sentido queda el cazador privado;
caen el can y el rocín y, entre plumas,
el ave que se batía con empeño.
Marcha y los deja tendidos en el sueño.

En un mal cálculo, entre tanto, Alcina envía parte de su monstruoso ejército a seguir la senda hacia el castillo de su hermana, y a la parte restante le ordena  embarcar. Ella misma sube a una nave. Las velas desplegadas son tantas que oscurecen el mar. De esta manera, deja la ciudad sin protección, circunstancia que aprovecha Melisa para liberar de los conjuros a todos los amantes de la hechicera, los cuales se dispersan hacia Grecia, Persia, la India. También Astolfo queda liberado. Incluso, Melisa tiene tiempo de buscar la lanza de oro del caballero, que infaliblemente derriba al enemigo con el primer golpe. Lo invita a montar en grupas de su caballo y parten hacia el reino de Logistila. Por la candente senda de la playa iba en tanto Rogelio hacia el mismo sitio. Pero no quiero demorarme siempre en las mismas cosas y parto a Escocia en busca de Reinaldo.


2. La misión de Reinaldo


Aprovecha Reinaldo el favor logrado ante el rey en Escocia, con su caballaresca intervención en favor de la princesa Ginebra, y le explica los motivos de su viaje. Sin dudar un instante, el monarca pone todas sus fuerzas militares a disposición de Carlomagno. De inmediato, manda a sus representantes por todo el reino a reclutar soldados y a comprar naves y suministros.
El rey acompaña a Reinaldo hasta su navío y allí lo despide, emocionado. Reinaldo navega hasta la desembocadura del Támesis y  continúa en bote hasta Londres. El príncipe que sustituye a Otón, pues éste se encuentra junto a Carlomagno, precisamente,  lo recibe con honores y le da cartas credenciales para que continúe el reclutamiento en Gales.
Mas, como un músico que debe tañer los distintos tonos de su instrumento, me he acordado de Angélica, abandonada cuando había encontrado a un eremita, y hacia ella vuelvo.



3. El eremita lúbrico


Luego de que se despide del ermitaño, éste siente que su sangre se calienta ante la belleza de la reina extranjera, más de lo que sería decoroso para un sabio eremita. Quiere seguirla, pero el burro en el que monta en modo alguno puede alcanzar el paso del corcel de Angélica. Invoca entonces la ayuda infernal mediante artes mágicas y pone un espíritu diabólico en el caballo.
Al principio, el demonio no se manifiesta, pero he aquí que cuando Angélica cabalga por las playas gasconas, el corcel se desenfrena y entra al mar. Tanto se aleja de la costa que la doncella teme por su vida. De pronto, el palafrén vuelve a la playa, pero no al punto del que había partido, sino a otro, donde el eremita acecha desde una alta roca, allí llegado por artes extrañas.
Angélica se conduele ante el Cielo de su posición. Allí está, empapada y casi desnuda. Ha perdido a su hermano, Argalia, aquél cuyo fantasma reclamó su yelmo a Ferragús; el mismo Argalia que blandía la lanza de oro que es de Astolfo ahora. Ha perdido su casa, su reino.  La suerte enreda sus intentos de volver. No sabe aún que un nuevo peligro la amenaza: el mismísimo nigromante que se hace pasar por fraile y que ahora siente arder su instinto como cuando era joven. Este se le aproxima, pero con otro rostro. La confunde y ella se desahoga ante él, contándole todo lo que el otro sabe.

Comienza el eremita a confortarla,
con argumentos buenos y devotos;
y pone la audaz mano, en tanto habla,
en el seno y las húmedas mejillas;
envalentonado, intenta abrazarla,
pero ella desdeñosa le golpea
con una mano el pecho y lo rechaza,
y de honesto rubor toda se abrasa.

El nigromante, de un zurrón que lleva,
saca una ampolla de raro licor;
en las pupilas le instila unas gotas,
justo allí donde arde brillante Amor,
y el sueño le trasmite en esas gotas,
de modo que se duerme en un instante.
Cae en la arena Angélica indefensa,
a merced de este viejo y de su ofensa.

Él la abraza y a su placer la toca,
y ella duerme y no puede detenerlo.
Le besa en el bello pecho y la boca:
nadie podría verlo en este páramo.
Pero en el lance, su corcel le falla:
no responde al deseo el viejo cuerpo.
Enfermo y débil, con ya muchos años,
al afán siguen feos desengaños.

Todas las vías y los modos tienta,
mas su pobre jamelgo no se alza.
En vano agita el freno o lo espolea:
no logra que levante la cabeza.
Al fin, junto a la dama se adormece,
pero ya lo amenaza otra desgracia.
Cuando juega con uno la fortuna,
si no afloja en dos, menos lo hace en una.


4. El sueño de Orlando


Menester es que antes de continuar cuente el porqué del arribo de unos extraños que ingresarán a este escenario agreste y tomarán prisionera a Angélica.
Hacia el ocaso, más allá de Irlanda, existe una isla llamada Ebuda donde se practica un rito cruel: periódicamente una muchacha hermosa es entregada a las fauces de una orca.
Tal rito se basa en una antigua historia, según la cual Proteo se enamoró de la hija del rey y la dejó embarazada. Enterado el rey, mató a su hija y con ella a su descendiente. Proteo lanzó desde entonces monstruos y tormentas sobre el reino. Alguien pensó en darle, cada vez, la mujer más bella que se encontrara. Así se hizo y Proteo la tomaba, hasta que descubría el engaño.
No sé si la historia es cierta, pero los habitantes de la isla entregan aún una bella no ya a Proteo, sino a una orca salvaje. Y cuando las bellas escasean, recorren las costas en busca de alguna. Tal la mala suerte de Angélica y del eremita. Unos desconocidos desembarcaron y encontraron en brazos de un fraile la más bella rosa que pudieran entregar a la orca. Imaginen: la gran beldad que enloqueció a Agricán, el tártaro; la que hizo que Sacripante deseara la muerte; la perla que Orlando robó de Oriente y defendió a todo lo ancho del mundo conocido hasta llevarla a Francia. Ahora, ella será entregada a las fauces de un odioso y vulgar monstruo marino. No lo puedo creer ni yo mismo.

Pero, como era Angélica tan bella,
movió a piedad incluso a esos feroces,
quienes quisieron diferir la muerte
cruel y evitarla todo lo posible.
Mientras hubo doncellas extranjeras,
perdonaron a la beldad angélica.
Al monstruo fue llevada finalmente;
llorando iba detrás aquella gente.

¿Quién narrará la angustia, llantos, gritos,
el alto dolor que llegó hasta el cielo?
¿Quién dirá que la tierra no se abrió
cuando fue puesta sobre fría piedra,
donde, en cadenas y desamparada,
esperó el fin tétrico, abominable?
No seré yo, pues el dolor me parte,
y me llevo mis rimas a otra parte.

Voy hacia París, hacia Orlando, donde la batalla arde ya, y tan literalmente que sólo una tormenta y la lluvia logran apagar los fuegos y evitar la caída de la ciudad en manos del moro.
Orlando no puede dormir, pero no por los avatares de la batalla, sino por el torturante recuerdo de Angélica. Y se maldice por la idea insensata de traerla hasta el campamento cristiano.
Orlando no duerme, pero cuando apenas duerme, sueña.

Pareció a Orlando sobre verde orilla,
de fragantes flores toda cubierta,
ver el marfil bello, el natural púrpura
que Amor antes solía regalarle,
y las dos claras estrellas que nutren
en las redes de Amor el alma presa:
hablo de los bellos ojos y cara
que el corazón del pecho le llevara.

Sentía gran placer, la mayor dicha
que pueda sentir un feliz amante.
Y ve que se levanta una tormenta
que destroza las flores y las plantas;
no vio otra jamás igual a ésta,
cuando sopla aquilón, austro o levante.
Le pareció correr por un collado,
en busca de algún sitio reparado.

En tanto el infeliz (no sabe cómo)
pierde su dama en aquel aire oscuro
y aquí y allá como campanas resuena
su nombre: en las campanas y en los árboles;
y mientras dice "¡Mísero de mí!
¿Cómo cambió mi dulzura en veneno?",
oye a la dama que su ayuda clama;
sólo a él, no a cualquier otro, la reclama.

Adonde parece que habla la voz
corre, y de aquí a allá se fatiga en vano.
¡Qué atroz es el sufrimiento, qué áspero,
pues no puede ver los hermosos rayos!
Entonces otra voz, en otra parte,
dice: "No esperes volver a verme más".
Ante este horrible grito despertó,
y cubierto de lágrimas se halló.

Parte Orlando sin pensar que aquello ha sido un sueño. Parte en medio de la batalla. Se entera Carlomagno, maldice y lo amenaza. Tal vez por no seguir oyéndolo, también parte Brandimarte, un fiel amigo de Orlando. Y no solo eso: la amada de Brandimarte, Flordelís, parte a su vez, tras su amado. Se trata de no pocas bajas para el malhadado ejército del Emperador. Pero dejo esta pareja aquí, pues me importa el señor de Anglante, de quien les hablaré en el próximo canto.


Ludovico Ariosto (Reggio Emilia, 1474-Ferrara, 1533), Orlando furioso, 1532; Einaudi, Turin, 1992
Versión de Jorge Aulicino

sábado, septiembre 28, 2013

Orlando en verso y prosa, VII

1. La irresistible Alcina


 De este lado del río ve Rogelio a la gigantesca Erifila montada en un lobo no menos enorme, como jamás se ha visto en tierras italianas.  Aparece cubierta del más fino metal, adornado con gemas de color diverso: rubí bermejo, crisólito amarillo, verde esmeralda, flavo jacinto. En el escudo y en la cimera, un gordo sapo le sirve de insignia.
Ambos se embisten a los gritos. No necesita más que un golpe Rogelio para derribarla, en lo que será su última acción militar por un largo tiempo. Las chicas del Unicornio le dicen que no hace falta degollarla y el campeón deja a la giganta tendida en el prado, para ser conducido por un camino boscoso y áspero a la colina que domina el paraíso de la maga. Ella misma sale de su palacio de oro y gemas a recibir al héroe.


La bella maga Alcina hacia Rogelio
avanza desde la primera puerta,
y lo acoge con semblante señorial,
rodeada por distinguida corte.
Todos le hacen tantos honores, tantas
reverencias al ínclito paladín,
que no harían más, si pisara el suelo,
a Dios padre venido desde el cielo.

No tanto aquel palacio era excelente
porque venciese a otros con su riqueza,
cuanto porque albergaba a cortesanos
más gentiles que todos y más bellos.
Poco eran, entre unos y otros, distintos
en florecida edad y en hermosura;
entre todos Alcina era más bella,
como es más bello el Sol que cada estrella.

Su cuerpo estaba tan bien conformado
cuanto los fingidos por pintores en sus telas:
rubia cabellera, larga y anudada,
no hay oro que más brille y resplandezca.
Se esparcía por la tersa mejilla
mixto color de rosas y ligustro; *
de torneado marfil la frente quieta,
el espacio cerraba en justa meta.

Bajo negros, sutilísimos arcos,
dos negros ojos, o mejor, dos soles,
píos al mirar, lentos al moverse;
en torno parecía que Amor iba
y que descargaba todo su carcaj
y uno a uno derribaba corazones;
de allí, la fina nariz desciende
y no encuentra envidia que la enmiende.

Bajo aquélla, entre dos vallecitos
la boca era de natural bermejo;
y dos filas de perlas elegidas
al abrirse mostraba el dulce labio;
salían de allí corteses palabras
que vencían el corazón más duro,
y la risa, fluyendo desde el viso,
desplegaba en la tierra el paraíso.

Nieve blanca, el cuello; leche, el seno;
el cuello redondo, el pecho colmado:
dos manzanas salvajes, hechas de marfil,
subían y bajaban como las ondas
cuando el aire plácido combate el mar.
No podría el todo verlo Argos: **
se adivina cómo corresponde
a lo visto aquello que se esconde.

Los brazos eran de medida justa;
y las cándidas manos se asomaban,
largas un poco, mas de anchura angosta;
sin nudo ni vena que se destacara.
Se asomaba al final de esta belleza
el breve, delgado, dulce combo pie.
Formas de un ángel, hechas en el cielo,
no se pueden celar tras ningún velo.

Ese cuerpo entero tiende lazos
cuando habla o canta o ríe o camina;
no es extraño que Rogelio caiga
en ellos, tan bella le parece.
Lo que de Alcina le dijo el mirto
-cuan pérfida es-, poco lo recuerda;
el engaño o la traición no avisa
el suave reír de esa sonrisa.


Bradamante, la bella guerrera, se eclipsa en el corazón de Rogelio, del mismo modo que se diluye en su mente la veracidad de la advertencia de Astolfo.  Esa misma noche, rodeado de los cortesanos más bellos, sutiles y mejor ataviados que puedan imaginarse, el paladín cena con Alcina. A la degustación de los manjares sigue un juego que consiste en confesar al más próximo algún secreto. Como resultado de la diversión, algunos se van juntos a la cama. No así Rogelio, quien sin embargo parece haber escuchado en sus oídos la más deseada promesa de Alcina. Espera ahora, entre suaves linos, a la maga.


A cada pequeño sonido que oía,
esperándola, alzaba la cabeza,
le parecía sentir, pero no era;
reconocido el engaño, suspiraba.
A veces salía del lecho y abría,
miraba afuera, y no veía nada;
y maldecía cada vez la hora
que le hacía sufrir tanta demora.

Se decía a cada instante: "Viene",
y comenzaba a contar los pasos
que podía haber entre la estancia
de Alcina, y esta, en que la esperaba;
En tanto la dama no aparece,
su cabeza vuela en fantasías.
Sobre mil cosas piensa, en vano,
que alejan el fruto de su mano.

Luego que terminó de perfumarse
con ricos aromas en su cámara,
y llegado el momento más propicio,
ya que en la casa todo estaba quieto,
la maga Alcina sale de su estancia;
y callada, por un camino oculto,
va hacia donde aquél teme y espera,
el alma entre el "es" y el "no era".

Cuando contempla el sucesor de Astolfo
aparecer allí la riente estrella,
como si tuviera azufre en las venas,
siente que se le enciende todo el cuerpo.
Flota dichosa su vista en un golfo
de grandes delicias y cosas bellas.
Salta del lecho, nada en él que dude,
sin esperar a que ella se desnude,

aunque hábito y enagua no llevaba:
la cubría solo una fina seda
que había echado sobre la camisa,
blanca y sutil en extremo grado.
Cuando él la abrazó, se cayó ese manto;
el resto la cubría cuanto cubre,
de igual manera por detrás y el frente,
lirios o rosas, vidrio transparente.

No con tanta fuerza ciñe la hiedra
las plantas que se alzan a su vera,
cuanto se apretaron los dos amantes,
tomando del espíritu en sus labios
suave flor: no crece ninguna igual
en la fragante arena india o sabea.
De su gran placer, decir a ellos toca,
pues tenían dos lenguas en la boca.



2. Bradamante desconsolada


Estaba Rogelio en tal dicha y fiesta,
mientras Carlos en brega, y Agramante.
De sus historias no querré, por ésta,
olvidarme; ni la de Bradamante,
que con trabajo y con pena molesta
lloró tan largo al deseado amante,
luego que partió por tan rara vía
y no supo a dónde, y si vivía.

Por muchos días anduvo Bradamante, infatigable, por bosques oscuros y por campos, por villas y ciudades, incluso entre los vivaques de los moros, valiéndose del anillo mágico que podía hacer invisible a su portador. No puede creer que Rogelio esté muerto, porque la muerte de un hombre tan grande resonaría de uno a otro confín. Decide pues volver a las reliquias de Merlín. El mago podrá revelarle sin dudas el destino de Rogelio. En el camino, encuentra a la discípula del mago por antonomasia, Melisa. Ella, a su vez, iba en su ayuda porque ciertamente conocía el paradero del paladín de los moros.

Lo vio sobre el caballo volador
que no podía gobernar, sin freno,
apartarse por larguísimo tiempo
por desusada senda peligrosa;
y sabía que estaba entretenido
en ocio, comidas y dulce lecho,
y sin memoria alguna de su señor,
de su amante doncella, de su honor.

Y así la flor de los más bellos años
en larga inercia podía perder
un paladín como él, y perder luego
el cuerpo y el alma, arrebatados;
la fragancia que queda de nosotros
luego que el resto frágil ha partido,
y más que el epitafio nos recuerda,
tronco sería, o hierba, o cerda.

Cuando se encuentra con la maga, Bradamante escucha el relato de ella con dolor  y estoicismo. No piensa que Rogelio ya no la quiere, sino que está en peligro. A pedido de la maga, le da el anillo de Angélica. La maga parte de inmediato hacia la isla de Alcina montando un corcel que hace surgir de los infiernos. Llega en una noche y tiene la fortuna de encontrar a Rogelio solo, paseando junto a un arroyo. Está completamente reblandecido, cubierto de anillos y collares,  perfumado con exceso y ya un poco gordo. Se muestra ante él en la figura de Atlante y lo reconviene.

"Médulas de osos y de leones
te di entre los primeros alimentos;
te llevé por cavernas y horridos barrancos
siendo niño aún a estrangular serpientes;
a panteras, tigres, arrancar las zarpas;
a los jabalíes quitarles vivos los colmillos,
¿a fin, pues, de que tanta disciplina
Adonis te hiciese o Atis de esta Alcina?

"¿Es esto, aquello que las estrellas,
las sacras vísceras, los unidos trazos,
responsos, augurios, sueños y todas esas
suertes en las que he consumido mis estudios,
prometido de ti, desde que mamabas,
me habían, así que pasaran los años?
¿No era que con tus armas invencibles
harías tantas obras increíbles?”

En la figura de se protector, Melisa le ruega que al menos no olvide a sus descendencia, la cual no nacerá si permanece en ese estado.



3. La cruda realidad

Al caer en los lazos de Alcina, Rogelio ha vuelto a vivir en un mundo engañoso de placeres, del mismo tipo del que le había armado su protector y del que lo liberó Bradamante. Como si viviera siempre en Babia, sin otra realidad -la que a menudo pierde- que la fuerza de su brazo. Ahora es el propio Atlante quien se lo recrimina. Una vez más desconcertado, abatido por las amonestaciones de quien cree que es su maestro, y seguramente también por la escalofriante sucesión de engaños y desengaños, Rogelio deja que la maga le calce el anillo y el hechizo de Alcina desparece. De inmediato, cambian sus sentimientos.


En odio la tuvo, pese a que tanto
la había amado; no parezca raro,
ya que su amor fue fruto del engaño,
que teniendo el anillo se hizo vano.
Puso el anillo asimismo en evidencia
que la beldad de Alcina era ilusión;
de la trenza al pie, ajena su beldad;
cayó lo bello y quedó la fealdad.

Como un chico que maduro fruto
guarda y olvida luego dónde está,
y mucho después va por la senda
donde lo puso, lo reencuentra
y se asombra de que esté podrido,
y no fresco como fue dejado,
y allí mismo, donde supo amarlo,
lo odia y no duda en arrojarlo,

así sintió; y luego que Melisa
lo hizo retornar a la hechicera,
con el anillo ante el cual no cabe,
si está en el dedo, obrar encantos,
ve, aunque no se crea, en vez
de la bella a la que había dejado,
una mujer a tal punto asquerosa
que no existe más vieja y horrorosa.

Pálido, crespo y macilento tenía
Alcina el rostro; la crin rala y canosa;
su estatura a seis palmos no llegaba;
todo diente de su boca había caído;
pero más que Hécuba y más que la
de Cumas y toda otra había vivido. ***

Advertido por Melisa, Rogelio disimula su horror y su odio. Debe primero asegurarse la salida.

Como le aconsejó Melisa, se contuvo,
sin mudar el habitual semblante,
hasta que sus armas, ya olvidadas,
pudo vestirse del yelmo al pie.
Para no darle sospechas a la maga,
fingió probar si aún era gallardo
-fingió probar si podía calzarlas
o si había engordado de no usarlas-.

Y a Belisarda la calzó en el flanco
(que tal nombre su espada designaba),
y el encantado escudo lo alzó también,
el que solía encandilar la vista
y hacía que el espíritu flaquera
y pareciera abandonar el cuerpo.
Con una seda entero lo cubrió
y del cuello también se lo colgó.

Fue al establo, y brida y silla dijo
pusieran a un palafrén más oscuro
que la pez; Melisa le había dicho
cuán ligero era cuando galopaba.
Quien lo conoce, Rabicán lo llama;
y es el mismo que, con aquel caballero
a quien sacuden los vientos de la mar,
la ballena condujo hasta el lugar.

Podía haber montado al hipogrifo,
pues junto a Rabicán estaba atado,
pero Melisa dijo: "Ten presente
que (como sabes) es desenfrenado."
Le dijo que lo llevaría luego
a algún paraje lejos de ese sitio,
donde con calma domarlo pudiera
y a Rogelio, manso, obedeciera.

Sospechas no dará, si no lo toma,
de la tácita fuga que prepara.
Rogelio hace como Melisa dice:
invisible le hablaba en el oído.
Así fingiendo, del lascivo y muelle
retén de la vieja puta salió;
y galopó derecho hasta la vía
que hacia el de Logistila conducía.

Asaltó a los guardianes de improviso;
se arrojó contra aquéllos fierro en mano,
y quien no salió herido, salió muerto;
y corrió presto a atravesar el puente.
Mucho antes de que Alcina se enterara,
ya había recorrido un gran espacio.
En otro canto diré qué senda hizo,
después de que zafara del hechizo.


Ludovico Ariosto (Reggio Emilia, 1474-Ferrara, 1533), Orlando furioso, 1532; Einaudi, Turin, 1992
Versión de Jorge Aulicino

 * Se refiere sin duda a la flor del ligustro, que suele ser blanca y muy delicada. Los parangones de estos versos hallan antecedentes en Bocaccio, Petrarca y Polizano, y se remontan a la poesía provenzal; se los hallará también en el Siglo de Oro español, en Góngora precisamente ("oro, lirio, clavel, cristal luciente"). En cada caso, hay variantes: lirio por ligustro, clavel por rosa, cristal por marfil (en tanto se refiere la tersura, no la apariencia);  luego, nieve por blanco; perlas por dientes, etc.

** Argos Panoptes, el gigante mitológico de mil ojos.

*** Compara a la maga Alcina con otras mujeres de vejez legendaria, como la troyana Hécuba, mujer de Príamo y madre de innumerables hijos, quizá cincuenta, y la Sibila de Cumas.

martes, septiembre 24, 2013

Orlando en verso y prosa, VI

1. El caballero negro

Pobre quien mal obrando se confía
en que siempre estará el delito oculto:
cuando todo calla, en torno gritan
el aire y la tierra en que está sepulto.
Dios suele hacer que el pecado lleve
al pecador, luego de un breve indulto,
a acusarse a sí mismo, sin encuesta
que sea expresamente manifiesta.

Polineso apuró él mismo el triste desenlace de su fraude. Podría no haber hecho nada y tal vez nadie se habría enterado, pero al ordenar el asesinato de Dalinda, se condenó a sí mismo. Apurando una segunda felonía, reveló toda la madeja de su mal.
Pero es hora de que sepamos quién era el caballero negro que defendió a Ginebra. Instado por el rey, los cortesanos y la multitud, el héroe enmascarado se quita el yelmo. No es otro que Ariodante.

Ariodante, por quien Ginebra lloró
creyéndolo muerto; y el hermano, y el rey,
y la corte, y el pueblo entero, y todos;
que tanto era su valor, tanto brillaba.
Por esto, del peregrino pareció
que había mentido todo lo narrado.
Aunque era cierto que, desde aquella roca,
lo vio arrojarse al océano de boca.

Pero (suele sucederle al desesperado,
que de lejos a la muerte llama y desea,
y la aborrece cuando la tiene próxima,
porque le parece ese trago acerbo y duro),
Ariodante, luego de que se tiró a la mar,
se arrepintió de hacerlo; y como era tan fuerte,
y diestro, audaz, y más que otros preparado,
a flotar se dio, y volvió a la orilla a nado;

y abominando y proclamando loco
aquel deseo de dejar la vida,
empezó a caminar, mojado y débil,
y pudo hallar refugio en una ermita.
Se quedó secretamente, hasta que,
difundida que fuese la noticia,
supiera si Ginebra se alegraba,
o si triste y piadosa se mostraba.

Se enteró así que por el gran dolor
ella estuvo muy cerca de la muerte
(la fama viajó de tal modo fuera
y dio que hablar a toda aquella isla):
era lo contrario a lo que esperaba,
luego de lo que creyó ver, dolido.
Y supo dicho el acto condenable
en la corte del padre, venerable.

Por el hermano, no arde mucho menos
que lo que arde de amor por su Ginebra;
la acción de él le parece cruel, impía,
aun cuando la sostenga en su memoria.
Sabe además que no habrá en todo el reino
un paladín que quiera defenderla
(pues Lurcanio es tan fuerte y tan gallardo
que todos tienen miedo de enfrentarlo;

y quien lo conociera lo sabía
tan discreto, tan prudente y tan sabio,
que si la acusación no fuese cierta
no se pondría en riesgo de ser muerto;
por esto es que dudaban casi todos
de asumir decididos la defensa);
Ariodante, tras un largo debatirse,
decide que asistirá para medirse.

"¡Ah desgraciado! -decía-; no puedo
soportar que por mis manos él muera;
sea mi propia muerte amarga y mala,
si veo que perece por mi causa.
Pero ella es mi dama, ella es mi diosa,
es la luz pura que más me ilumina:
amerita que, para su salvación,
me arme yo, y me inmole en esa acción.

"Sé que con esto no soy justo: sea;
y si muerto, ni eso me conforta,
porque sé que, a causa de mi muerte,
morirá también esa hermosa flor.
Triste consuelo me dará la muerte:
que, si su Polineso dice amarla,
ella muy claramente habrá podido
ver que en su ayuda ahora no ha acudido;

y de mí, a quien hirió expresamente,
verá que he combatido por salvarla.
De mi hermano que pretende inmolarla,
me vengaré de una u otra forma;
le dolerá, cuando haya comprendido
a qué condujo este pésimo asunto:
cree que podrá vengar a su hermano,
y le habrá dado muerte con su mano."

Resuelto que tuvo esto en su cabeza,
halló nuevas armas, nuevo caballo
y túnica negros; escudo negro
halló, con franjas verdes y amarillas.
Encontró por ventura un escudero
desconocido en aquella comarca;
todo de negro, como he narrado,
se presentó ante su hermano, armado.

El rey se alegra tanto por la noticia cuanto se había alegrado de que su hija no tuviese que ser sacrificada por una ley que él mismo mantenía. Concede sin dudarlo la mano de la princesa al joven noble italiano y como dote le da el ducado de Albany. Reinaldo impetra gracia por la infeliz Dalinda. Es perdonada y marcha a vivir a un convento en Dacia. *
Terminado de la mejor manera el incidente, es hora de volver a alguna de las otras tramas de este relato.


2. La isla hechizada


Tiempo hace que, a caballo del hipogrifo, Rogelio ha dejado atrás el mar que sellan  las Columnas de Hércules. Comienza a preocuparse. Incluso, tal vez, a temblar.
Nadie vuelva tan rápido como el hipogrifo. Nadie ni nada. Pero el monstruo alado también suele cansarse, a juzgar por el hecho de que, en cierto punto, el movimiento de sus alas mengua y comienza a descender en círculos sobre una isla. No hay empero tal cansancio.  El hipogrifo está cumpliendo un programa dictado por los encantamientos de Atlante, que no se resigna a abandonar a su suerte a Rogelio.
La isla es, como cabría esperar, paradisíaca.  Suaves pendientes, bosquecillos encantadores, umbrosas rocas, fuentes transparentes se ofrecen a la vista de Rogelio.  En los prados vagan libremente ciervos y conejos. El laurel perfuma el aire. Cantan los ruiseñores.
El paladín ata al salvaje, y hasta entonces indomable hipogrifo, como a un manso caballo, se quita el duro yelmo, se descubre las manos enguantadas de fierro, y hacia la marina y los montes vuelve la cara para refrescarse. Moja con agua de una fuente los labios resecos y comienza a beber, pero es interrumpido por los nerviosos movimientos del hipogrifo, que continúa atado a un mirto.


Como el tronco que ya toda su médula
ha perdido y que fue puesto en la hoguera
y, por el calor, el aire atrapado
en sus entrañas se calienta y lo hincha,
y dentro resuena y bulle con ruido,
hasta que lanza afuera todo el furor,
así resuena, grita y se desboca
el mirto herido, al fin llena la boca. **

Con tristísima y quejumbrosa voz
sacó expedita y clara la palabra
y dijo: "Si eres tú cortés y pío,
como demuestra tu buena presencia,
saca a este animal del árbol en que estoy,
me basta con el mal que me castiga,
sin que mayor dolor o pena fiera
venga a atormentarme desde afuera."

Al primer sonido de tan rara voz,
Rogelio se volvió y se incorporó,
y cuando oyó que venía del árbol,
quedó más asombrado que ninguno.
Fue prestamente hacia el caballo alado
y con la cara roja de vergüenza:
"Quien seas, perdóname el ultraje,
alma -dijo- o diosa del follaje.

"Yo no supe que podía esconderse,
bajo silvestre faz, un alma humana:
me ha confundido esta hermosa foresta
y le hice injuria a su mirto viviente;
pero no quede yo sin la respuesta
acerca de quién, en cuerpo enzarzado,
con voz de un alma racional no muere;
así Dios del granizo te libere.

"Y si puedo, más tarde, compensarte
de alguna manera el daño infligido,
por una bella dama te prometo
-con ella dejé lo mejor de mí-
que por igual con actos y palabras
cuando sea preciso habré de honrarte."
Mientras él a sus dichos fin ponía,
el mirto, infeliz, se estremecía.

Revela el mirto el alma que encierra: es Astolfo,  paladín de Francia, heredero de Inglaterra, primo de Orlando , de Reinaldo y de Bradamante.  Ha llegado a esa isla por un maldito encantamiento tramado por una maga. Ha sido la amante de ella. Luego,  la maga lo convirtió en mirto. Todo comenzó cuando regresaba con Reinaldo y otros desde las islas del Índico, por las playas de aquel lejano mar. Caminaban los caballeros bajo el sol y el viento seco. La maga Alcina solía pescar por allí atrayendo la pesca hacia su costa. Y no solo peces pescaba.

"Veloces corrían los delfines;
iban con la boca abierta los atunes;
los cachalotes, las focas se acercaban,
arrancados de su pereza marina;
salmonetes, corvinas, salpas, salmones,
nadaban en rápidas hileras;
bigotudos, peces sierra, orcas, ballenas
poblaban, monstruosos, las arenas.

"Vimos una ballena, la más grande
que jamás fuese vista en ningún mar;
once pasos se alzaba por encima
de las ondas su gigantesca espalda.
Caímos todos en el mismo error:
como estaba detenida, inmóvil,
creímos estar ante un gran islote
pero era un soberano cachalote.

"Alcina hacía salir peces del agua
con palabras y puros encantamientos.
Alcina nació con el hada Morgana,
no sé decir si del mismo parto, o antes
o después. Me miró Alcina, le gustó
mi aspecto, según bien lo mostró su cara.
E imaginó, con ingenio y con engaño,
apartarme. Y se dispuso a hacer el daño.

"Salió al encuentro con cara amigable,
graciosos y reverenciales modos,
y dijo: -Caballeros, si les place
ser hoy agasajados en mi casa,
puedo ofrecerles las piezas del mar:
muchos peces de distintas especies,
escamosos, lisos, hasta con pelo:
hay tantos, como estrellas en el cielo.

"Si quieren contemplar una sirena,
que con dulcísimo canto aquieta el mar,
debemos ir hacia ese promontorio,
al que suele venir para estas horas."
Y nos mostró la ballena enorme que,
ya dije, parecía un gran islote.
Y yo siempre (no menos esa vez)
voluntarioso, fui y me subí al pez.

"Reinaldo hacía señas -igualmente
Dudón- de que no fuese. Pero fui.
La maga Alcina, con cara dichosa,
siguió mis pasos y dejó a los otros.
El cachalote al que había encantado
comenzó a nadar sobre el oleaje.
Me arrepentí de esta estupidez
cuando estábamos lejos, sobre el pez.

Así el primo de Bradamante, paladín de Francia y heredero de Inglaterra, se arrojó a los brazos de Alcina, que lo colmó de delicias amatorias en un riquísimo palacio. Pronto sin embargo cayó en desgracia. Y entonces supo la cruel verdad: los amantes de Alcina terminaban convertidos en plantas, fuentes, piedras o bestias.
Recluida en otro castillo,  la hermana de Alcina, Logistila, mantiene una porción de la isla. Y así como Alcina y Morgana encarnan la vileza y la lascivia, Logistila es la imagen de la pureza y la honestidad.
Nada puede hacer Rogelio en bien de Astolfo, al menos por el momento. Decide pues marchar hacia el castillo de Logistila llevando al hipogrifo de las bridas. De lejos avizora el palacio de oro de Alcina, pero sigue decididamente la senda del bien. No ha de ser fácil. Le sale al encuentro no precisamente una comitiva de recepción.

No fue vista jamás tan extraña mezcla
de rostros horribles y gestos aun peores;
algunos, del cuello abajo, tienen forma humana
pero cara de simio, rostro de gato;
algunos dejan huellas de cabra,
otros son centauros ágiles y ligeros;
hay jóvenes impúdicos, viejos felones;
van desnudos o se cubren con jirones.

Hay quien galopa en un corcel sin freno,
quien van en un asno o en lomos de un buey;
unos montan la grupa de un centauro,
avestruces otros, águilas, grullas;
alzan el cuerno éstos, ésos la copa;
son machos o hembras o ambas cosas;
portan ganchos unos, otros escalas;
limas en la mano, sogas o palas.

Tenía el capitán de todos ellos
el vientre tan hinchado como el rostro;
iba sentado sobre una tortuga
que avanzaba muy despaciosamente.
Lo sostenían de uno y de otro lado,
porque estaba ebrio y no veía nada.
Le enjugaba la frente este rebaño,
y agitaban el aire con un paño.

Uno que tenía piernas y tronco humanos,
y cabeza, orejas y cuello de perro,
comenzó a ladrarle para que regresara
a la ciudad de oro que había pasado.
Le responde nuestro caballero: "No lo haré,
mientras tenga la fuerza para blandir ésta",
y le muestra la espada, cuya dura punta
resplandece vivamente y contra él apunta.

El monstruo lo quiere herir con una lanza,
pero Rogelio se mueve hacia un costado
y lo atiza por el vientre con la espada,
que lo traspasa, hasta emerger un palmo.
Carga el escudo y los embiste a todos,
aunque la turba enemiga es poderosa:
a uno aquí pincha; a otro, más allá, aferra;
el hierro gira sin fin y les da guerra.

Vuela dientes, rompe cabezas, pechos,
atravesando aquella infame raza;
a su espada no la para ningún hierro,
ni hay escudo, espaldar, peto, que valgan.
Pero tanto lo estrechan por cuatro lados,
que harían falta, para abrirse espacio
y mantener lejos este pueblo reo,
las manos y los brazos de Briareo. ***

Si hubiese tenido Rogelio la voluntad
de descubrir el escudo del hechicero
(digo, aquel que encandilaba el rostro
y que en el arzón había dejado Atlante),
bien rápido habría abatido aquella turba;
la habría hecho caer ciega a sus plantas.
Tal vez desprecia valerse de ese fraude,
pues quiere que su mérito se laude.

Dos bellas acuden entonces en ayuda del paladín, montadas, semidesnudas, sobre el Unicornio. La turba se aparta al verlas. Complacido y agradecido por la intervención de la jóvenes, acepta Rogelio volver con ellas al muro de oro. Ha caído ya bajo el hechizo pero no lo sabe.

El gran ornamento que rota sobre
la bella puerta y sobresale un poco,
no tiene parte que no esté cubierta
de las más raras gemas del Oriente.
Por los cuatro lados reposa sobre
gruesas columnas de íntegro diamante.
Si es verdadero o falso no comporta:
que sea bello a la mirada importa.

Por el soportal y entre las columnas,
corren jugando lascivas doncellas
que, si el respeto a la mujer debido
guardasen, serían aun mas hermosas.
Están vestidas con ropajes verdes,
y coronadas de ramas verdecidas.
Oferentes y con alegre viso,
conducen a Rogelio al paraíso:

así se puede llamar a aquel lugar,
donde creo que fue parido Amor.
Allí todo son danzas y son juegos,
y siempre festivas pasan las horas;
serio o sapiente, ningún pensamiento
se puede albergar en el corazón;
no entran ni la inquietud ni la inopia;
siempre llena está la cornucopia.

Las bellas amazonas del Unicornio le encomiendan una tarea que Rogelio acepta, pues, dice, salida de esos labios acogería cualquier petición. Se ha enredado.
La tarea es librar aquellos lugares maravillosos de las incursiones de una guerrera loca, Erifila, que monta un lobo gigantesco. Pero esto queda diferido para el siguiente canto.

Ludovico Ariosto (Reggio Emilia, 1474-Ferrara, 1533), Orlando furioso, 1532; Einaudi, Turin, 1992
Versión de Jorge Aulicino

* Se supone que Ariosto quiso escribir Dania, nombre latino de Dinamarca. Pero pudo querer escribir, y escribió, Dacia, antiguo nombre del territorio que abarcan Rumania y Moldavia. Esta opción es descartada por algunos comentaristas, con el único argumento de que Dinamarca está más cerca de Escocia. La existencia de caballeros italianos en este episodio no es menos improbable que el viaje de una dama escocesa hacia un remoto convento de Rumania, o que  el grifo de Atlante (cf. Canto IV), sin hablar de que Carlomagno retrocede desde los Pirineos a París prácticamente en menos de lo que canta un gallo (cf. Canto II), etc. Datos todos que pueden robustecer la idea de que lo verosímil no guiaba la pluma de Ariosto.

** La escena evoca el Canto XIII del Infierno, de Dante. En la ocasión, Dante arranca una rama del tronco que alberga el espíritu de Pier della Vigna, canciller del emperador germano Federico II. La comparación con los ruidos provocados por un tronco en el fuego es similar a la que hace Dante, sólo que Ariosto introduce un tronco seco donde Dante puso una rama verde: "Come d'un stizzo verde que arso sia / da l'un de'capi, che del altro geme / e cigola per vento que va via" (Como de una rama verde encendida / por una punta, y que gime por la otra / y silba por el viento que la agita -cigolare, en términos estrictos, vale por rechinar-). Con la sangre, brotan del tronco palabras en aquel séptimo círculo; Virgilio le hace notar a Dante que no ha sabido leer sus versos, es decir, el pasaje de La Eneida donde, al arrancar el pasto que crece sobre el cadáver de Polidoro, Eneas provoca que el cuerpo sangre. Ariosto rinde doble tributo: a Dante y a Virgilio. La sangre unida a la palabra en el Infierno dantesco es simbólicamente crística, sin embargo; no lo es en Virgilio ni en Ariosto. Aunque Pier della Vigna se ha suicidado, su muerte y su infernal padecimiento se parecen a una inmolación, como las de todas las almas que penan en ese bosque, todas suicidas; pero sólo de la rama de Pier della Vigna "usciva insieme parole e sangue" (salían juntas palabras y sangre). Una especie de Evangelio.

*** El gigante de cien brazos de la mitología griega, Briareus para los latinos; universalizado como Briareo.

sábado, septiembre 07, 2013

Orlando en verso y prosa, V

1. Dalinda, el amor sometido

Es esperable que la atroz escena que acaba de describirse motive al menos unas estrofas de condena a semejante violencia contra el género femenino. Lo es hoy, como lo era entonces.

¿Qué peste abominable, qué Megera *
ha venido a turbar el pecho humano?
para que se vea a esposa y marido
siempre reñir con gritos injuriosos,
y golpearse hasta ponerse negros
uno al otro; bañar de llanto el lecho.
Y no solo de llanto: alguna vuelta
de sangre lo ha bañado la ira suelta.

Parece poco mal el que hace el hombre,
contra la naturaleza y contra Dios,
cuando a la mujer golpea en la cara
-mucho es rozarle apenas un cabello-,
porque hay además quien las envenena
o las mata con lazo o con cuchillo;
no creo yo que sea el hombre eterno,
sino más bien demonio del infierno.

De tal abominable índole parecen los secuestradores de los que Reinaldo acaba de liberar a la bella muchacha escocesa. Sabremos de otro tipo de violencias masculinas no bien ella comience su relato. Empieza por decir que es la doncella de la mismísima Ginebra, a quien el caballero franco se apresta a salvar. La muchacha ha estado enamorada de un cortesano, el duque de Albany.

"Porque me dijo que me amaba mucho,
a amarlo me entregué sin reticencia.
Se oye hablar y se puede ver el rostro,
pero el alma se puede juzgar mal.
Creyendo, amando, no me detuve
hasta que pude llevarlo a la cama:
de todas sus estancias, era aquella
la secreta de Ginebra, la bella;

"tenía allí sus cosas más queridas,
era allí que dormía casi siempre.
Se puede entrar por un balcón abierto
sobre el muro del cuarto recatado.
Hacía a mi amor subir por el balcón,
y una escala de cuerdas, con ese fin,
yo misma desde arriba desplegaba,
cada vez que mi amor lo demandaba;

"y tantas veces lo hice yo subir
cuantas ella me dio oportunidad:
solía ella mudarse de habitación,
por el mucho calor o el mucho frío.
Él no fue nunca visto por ninguno;
porque aquella muralla del palacio
da sobre un caserío no habitado:
nadie va por el sitio abandonado.

"Siguió días y meses, en secreto,
entre nosotros el juego amoroso:
creció el amor y me encendió por dentro
y me sentía arder toda en su fuego.
Ciega fui, y no supe comprenderlo:
sabía fingir más de lo que amaba;
aun cuando su engaño debí entrever
por tantos signos cuantos pude ver.

El duque, que según sabremos se llama Polineso, sin decir agua va, le confiesa un día que pretende el amor de Ginebra. Y por un simple cuanto eterno motivo: la fortuna a la que echará mano si la princesa lo acepta en matrimonio. Y pretende que la muchacha lo ayude en este propósito.  ¿Cuáles son los argumentos? Los de siempre: que lo que siente por Ginebra en punto alguno puede compararse a lo que siente por ella; que si lo ayuda, más fuerte se hará el lazo que los une; y que, si finalmente logra casarse, su verdadera amante será siempre Melinda, que así se llama la incauta muchacha. Ella acepta, porque el poder que tiene el de Albany sobre su espíritu es muy fuerte. Pero no hay caso. Ginebra no escucha a su doncella y confesora. Su corazón pertenece a otro cortesano,  un caballero italiano llamado Ariodante.  Enterado que estuvo el duque de esta situación, trama una siniestra jugada.
Polineso se topa con Ariodante en un corredor del palacio y lo increpa directamente. Le dice por qué se interpone entre él y Ginebra. Que exhiba sus pergaminos. Esto es, que diga qué señal le ha dado la princesa de que puede aspirar a su corazón.  Luego él hará lo mismo, y el que quede peor parado en la comparación, que renuncie a la empresa. Ariodante le confiesa que tiene una carta de amor de Ginebra. A lo que suma que cuenta con méritos suficientes para se recibido como yerno por el rey.  Responde el duque:

"-Finge ella, no te ama ni te aprecia;
te nutre con mentiras y palabras.
Además, de tu amor suele burlarse
cuanto está conmigo y habla de ti.
Yo sé con certeza que ella me quiere,
no por un puño de palabras huecas.
Hablaré, porque así lo hemos pactado,
aunque mejor sería estar callado.

"-No pasa ni un mes en que tres o cuatro
o seis veces, o diez, yo no me encuentre
desnudo y gozando entre sus abrazos;
este ardor parece una buena prueba;
tú decide si el placer que tengo
se compara a las burlas que recibes.
Concédeme que esto que te cuento
es claro y superior a tu argumento-.

El herido Ariodante dice que Polineso deberá dar prueba lo que afirma, porque de otro modo sería un mentiroso y habría cometido una ofensa de las que no se pagan con disculpas.  El plan del de Albany se ha puesto en marcha con los mejores pronósticos. El otro ha mordido el anzuelo.” Por supuesto”, dice el duque, “quiero que lo veas con tus propios ojos.”
Con el concurso de su amante, Polineso monta una escena para convencer a Ariodante.  Melinda aparece en el balcón del cuarto preferido de Ginebra vestida con la ropa de la princesa y adornada con igual peinado. Ariodante, quien se ha deslizado entre las casas deshabitadas acompañado de su hermano, Lurcanio, ve cómo el duque de Albany sube una escalera de cuerdas y se besa lúbricamente con Melinda, disfrazada de Ginebra. Se precipita la tragedia. Ariodante desaparece. Un lugareño informará que lo vio arrojarse desde un acantilado. Lurcanio acusa a Ginebra ante el rey. Alarmado por el giro de los hechos, el de Albany ordena a dos lacayos que maten a Melinda para suprimir al cómplice y testigo de su fraude. Salvada Melinda por la vigorosa intervención de Reinaldo, galopa ahora en grupas del caballo del escudero.

2. La intervención justiciera de Reinaldo

Anoticiado de tal forma, Reinaldo espolea a su corcel. La comitiva corre hacia la ciudad de San Andrés a todo galope. Llegan a una población desierta, pues todos se han reunido en el campo para presenciar el combate del acusador, Lurcanio, y un embozado caballero que ha decidido defender el honor de la dama.

Reinaldo pasa entre la muchedumbre;
la abre paso su gran corcel, Bayardo:
quien siente la tormenta de sus cascos,
para darle lugar no se hace el rengo.
La gloria de Reinaldo par no tiene,
bien parece la flor de los gallardos.
Que llegue hasta el rey, no hay cómo impedirlo.
Todo el mundo se acerca para oírlo.

Reinaldo le dijo al rey: "Magno señor,
nos dejes que prosiga la batalla;
uno de los dos caerá en este campo,
y digo que morirá injustamente.
Cree uno que lo asiste la razón.
Está mintiendo, aunque no lo sabe.
El oscuro error que llevó a su hermano
a la muerte, armó después su mano.

"El otro no sabe si tiene razón,
sólo por gentileza y por bondad
en peligro se pone de ser muerto,
para que no perezca la belleza.
Yo traigo la salud a la inocencia
y lo contrario traigo a aquél que miente.
Por el Cielo, en dos la lucha parte,
y escucha lo que quiero revelarte."

Fue la gran autoridad del hombre digno,
como aquella que Reinaldo mostraba,
lo que conmovió al rey, que hizo una seña
de que el asalto iniciado se parara.
Así, a los barones de aquel reino
y a los caballeros y a la multitud,
Reinaldo el gran ardid les hizo expreso
que le tendió a Ginebra Polineso.

Dijo que deseaba defender
con armas todo lo que había dicho.
Se llama a Polineso; comparece
con un aspecto todo conturbado;
luego, con audacia, niega los cargos.
Dijo Reinaldo: "Ahora lo veremos."
Vacío era y de brega el campo falto:
sin demora se fueron al asalto.

¡Cuánto quieren el rey y su querido pueblo
que la inocencia de Ginebra se demuestre!
Todos tienen esperanza de que se aclare
que de impúdica fue acusada injustamente.
Cruel y soberbio, reputado como avaro,
era Polineso, inicuo y fraudulento:
no sería ninguna maravilla
que él hubiese plantado esa semilla.

Polineso, desencajado el rostro,
tembloroso, con las mejillas blancas,
al tercer toque pone lanza en ristre.
Reinaldo va veloz a la pelea.
Deseoso de terminar la fiesta,
quiere pasar el peto con la lanza.
Cerca del deseo, venía el hecho:
la mitad del asta le hundió en el pecho.

Clavado el tronco, lo baja a la tierra,
lejos de su corcel más de seis brazas.
Reinaldo desmonta y aferra el yelmo
del otro, antes de que se levante,
pero él no puede hacer ya mucha guerra:
ruega merced con cara de humildad;
confiesa, ante todos y la muerte,
el fraude vil que lo llevó a tal suerte.

No dijo todo; en medio del discurso,
la voz y la vida lo abandonaron.
El rey, que ve a su hija liberada
de la muerte y de no muy buena fama,
se alegra más, y goza y se serena,
que si hubiese perdido la corona
y le fuera devuelta en ese instante;
a Reinaldo lo honra su talante.

Y, cuando él se quita el yelmo, lo conoce,
porque otras veces ya se habían cruzado;
eleva las manos a Dios, que ha querido
hoy proveerlo de auxilio semejante.
El otro caballero, desconocido,
quien había tomado armas por Ginebra,
y luchado por ella, luego apartado,
vio todo lo allí ocurrido y terminado.

El rey le rogó que dijera el nombre,
o se dejara ver al descubierto,
a fin de ser premiado, tal y como
su honorable intención lo reclamaba.
Él, tras largos ruegos, de la cabeza
se quitó el yelmo: claro y evidente
apareció aquél de quien he de contar,
si usted tiene deseo de escuchar.

Ludovico Ariosto (Reggio Emilia, 1474-Ferrara, 1533), Orlando furioso, 1532; Einaudi, Turin, 1992
Versión de Jorge Aulicino

* Una de las tres Erinias de la mitología griega, deidades que acosan a los criminales. También se las llama Euménides (benévolas) para adularlas. Las Erinias, aunque custodian el orden social,  son diosas de la venganza. Se trata de espíritus primitivos que no se someten a los dioses olímpicos. Su cólera es temible e irracional. En la tradición literaria termina prevaleciendo su aspecto vengativo desvinculado de la función justiciera.  Aquí, precisamente, Ariosto parece identificar a Megera (“la Celosa”) con el arrebato de violencia y no con el castigo a una falta. Dante las pone en el infierno, cumpliendo el rol de guardianas de la ciudad de Dite, dentro de la tardía concepción de las Erinias como demonios. Los romanos las llamaron Furias.