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ALBERTO VILAS QUINTETO

Nuevas visiones... cromáticas

Existe cierto antiguo refrán que comparaba a Liszt con Chopin. Lalo Schifrin lo (re)utilizó con los nombres de Bill Evans y Oscar Peterson. Para Schifrin, Peterson y Liszt conquistaron el piano; Evans y Chopin lo sedujeron. Extendiendo la alegoría, podríamos decir que Alberto Vilas lo enamora. La manera en que extrae la belleza de las 88 teclas con sus composiciones y su forma de tocar validan esta afirmación. En todo caso, tanto las referencias a Evans como a los clásicos vienen muy a cuento aquí porque el pianista que escuchamos hoy trae tras de sí una formacion clásica. Alberto Vilas, el músico en cuestión, presenta en su segundo disco, Crónica cromática, un álbum en quinteto, donde aúna heterodoxia y vanguardia con elegancia.

El primer punto a favor del disco cuando lo tenemos en las manos es su presentación. Ni caja de plástico ni digipack. El álbum llega en una espectacular caja de cartón sin plastificar. En su interior, el disco viene en un sobre de papel negro con el logotipo en relieve. El libreto, por su parte, es un A-4 plegado en seis partes que lleva en un lado la reproducción de una interesante pintura de Lolo Nantes y por el otro toda la información que corresponde al libreto. Una delicia para coleccionistas en estos tiempos de iTunes y sucedáneos.


En Crónica cromática está presente esa ductilidad del jazz para enredarse y transformarse con influencias externas y no tan externas. Alberto Vilas es un pianista de conservatorio (Vigo, en concreto), con formación jazzística (alumno de Abe Rábade y Paco Charlín en el Seminario Permanente de Jazz de Pontevedra) y con cierta experiencia en otras músicas como el rock y el tango (forma parte del proyecto Tangata). Todo esto tiene un peso específico en su manera de componer y se nota en el disco, donde el jazz fluye con la suficiente libertad como para adentrarse en ciertas sonoridades sin salirse de la senda.

En cierto modo, esto es lo más remarcable de Crónica cromática, el hecho de presentar un repertorio heterodoxo y transgresor a la vez, lleno de referencias jazzísticas pero innovador en estructuras, en armonías, en el mismo concepto del quinteto con piano, guitarra y saxofón, una formación no muy habitual pero que constituye un quinteto en el sentido más jazzístico de la palabra, aunque se permita la licencia de variar el número de músicos en algunos temas e incluso de hacer un maravilloso solo de piano en la coda del disco ("Alma en calma"). En lo innovador, la capacidad para integrar elementos ajenos al jazz y ese cromatismo del que Alberto Vilas presume en el título del disco, un cromatismo que queda patente en cada compás y en cada armonía. No hay que ser músico ni leer música para apreciarlo: se entiende en la diversidad de conceptos que se barajan tema a tema, en el sentimiento que hay en ellos y en la enorme paleta de colores (valga la metáfora) que podemos escuchar. A pesar de todo esto, los temas suenan de una manera fresca y natural, fácil de escuchar. Y esto no es poco.

El quinteto lo componen el guitarrista Felipe Villar, del que hablábamos hace poco por el lanzamiento de su álbum Home y que aquí tiene un papel principal, aportando color y, en cierto modo, espejando el lenguaje del piano. Nos ha gustado especialmente la manera en que ambos instrumentos se combinan, hablan y se responden en "Coma peixa na auga", un tema que contiene elementos funk de una manera sutil, un tanto sublimada. En "Onírica" también hay una conexión piano/guitarra ciertamente bella. Rosolino Marinello es nuestro descubrimiento de este disco, un saxofonista versátil (alto, soprano...) y, en cierto modo, clásico, que no defrauda y que se integra en el quinteto con eficacia. En el contrabajo está Juansy Santomé, al que hemos escuchado antes acompañando a Marcos Pin en el proyecto Organic Collective y en Factor E-Reset. Javier Barral nos ha sorprendido también por el uso que hace de las escobillas. Nunca habíamos notado tal abundancia de escobillas en un disco y con tan buen resultado. Cuando un batería es rítmico y espectacular sin recurrir al ruido ("Vai pasar", "Instante distante") tiene que recibir nuestro aplauso.

Como es nuestra costumbre, elegimos un tema del álbum. En Crónica cromática nos ha gustado especialmente este "Instante distante" porque suena canónico y, al mismo tiempo, contiene todos esos elementos de fusión con la clásica y el folk que mencionábamos, todo ello con una elegancia que es la seña distintitva de las composiciones de este disco. Que ustedes lo disfruten y, si es en formato físico, mejor.



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** Fotografía de Juan L. Amado.

How my heart sings (I)

Estoy acabando de leer la biografía de Bill Evans. Como dice un amigo poeta al que últimamente cito demasiado a menudo, no soy un crítico al uso (y menos de los que ejercen la crítica literaria o musical por oficio), de esos que leen dos libros a la semana y luego escriben en las revistas por qué debemos (o no) leerlos. Sé que después de este comentario no tendré mucho futuro el día que mi novela llegue a los críticos, pero me voy a limitar a anotar lo que me impresionado de este libro. 

El título de la entrada, How my heart sings, corresponde al título original del libro y hace referencia al afán de Bill Evans de conseguir una expresividad tal en el teclado que pareciera que su piano “cantara”. El título en español, Vida y música de Bill Evans es menos evocador. Bill Evans era un pianista clásico que tocaba jazz. Esto puede prestarse a discusión o, al menos, a un debate teórico al que no me voy a apuntar porque mi formación musical es limitada. Bill Evans se formó como pianista clásico y jamás abandonó su pasión por la música clásica ni cuando tocaba. En sus últimos años, solía viajar acompañado de una grabadora portátil JVC que el promotor de su gira japonesa le había regalado. Oía sin cesar a Rachmaninoff. Aunque dijo frases tan apasionadas y jazzísticas como Me saca de quicio que la gente quiera analizar el jazz como si fuera un teorema intelectual. No lo es. Es sentimiento”, su carrera se estructura a través de los pasos que daban sus teorías musicales, a través de sus avances técnicos, de sus “descubrimientos”, porque nunca dejó de investigar y teorizar sobre su propia música. 

Y esto siempre lo hizo desde la óptica de sus referencias clásicas. La biografía escrita por Peter Pettinger comienza realmente cuando Evans decide ser un músico de jazz, empapándose de las influencias de muchos pianistas de la época, entre los que estaban Lennie Tristano, del que admiraba su frialdad, y sus preferidos: Oscar Peterson y Thelonius Monk. Nunca llegó a convertir a ninguno de ellos en una única influencia (aunque de Bud Powell dijo que en él estaba todo), pero jamás se sentó a imitar la música de ninguno de ellos. Estudiaba sus teorías y las traía a su propio contexto. Si le sumamos a esta alquimia el componente clásico, tenemos la ecuación Bill Evans. Vida y música de Bill Evans es un ensayo, pero un ensayo que se lee como una novela, un melodrama de superación personal que, escrito por un pianista clásico, como es Peter Pettinger, se entiende como un relato de superación musical, una búsqueda épica de la teoría perfecta, que comprende tres décadas. 

Es cierto que datos como la hepatitis crónica que obligó al músico a tocar durante temporadas en un estado lamentable, al límite de sus fuerzas, o su apego a varias drogas por impulso social, por conjuntarse con el grupo, son temas que tienen que aparecer en el libro, pero son detalles de atrezzo, no el hilo argumental del relato. Peter Pettinger centra la narración en la partitura y en la ejecución, describe los estados de ánimo y el resultado de cada grabación, de cada sesión que ha llegado en forma de álbum o de grabación pirata, todo ello analizado nota por nota, escala por escala, con sus improvisaciones y sus variaciones, un libro que va más allá de la simple biografía y que podría ser un simple libro de teoría musical, un estudio sobre la evolución de un músico en singular, pero el libro va más allá. A mí aún me sigue estremeciendo la anécdota que cuenta sobre una jeringuilla en mal uso que le dejó el brazo derecho inútil. Principios de los sesenta, en parte por culpa de la droga, fue una mala época económicamente hablando para Bill Evans, lo cual en lo musical se convirtió en fecundidad. Se prodigada en todos los clubs que lo llamaban, grababa con dúos, quintetos, big bands... gracias a que era capaz de adaptarse a cualquier formato, pero una jeringuilla sucia le infectó el brazo derecho, dejándoselo sin sensibilidad, por lo que tuvo que tocar una semana entera en el Village Vanguard con una sola mano. Afortunadamente, si algo caracteriza el estilo de Evans es su habilidad para crear motivos musicales con ambas manos, esto, ayudado por lo pedales y el truco de apoyar la mano insensible sobre el teclado a modo de acompañamiento no sólo salvó la situación sino que atrajo la curiosidad y la presencia de numerosos pianistas en el Vanguard aquella semana. 

El libro es prolífico, extenso, cuatrocientas páginas, y está lleno de detalles. No os canso más. En cuanto acabe de leer el libro y antes de llegar a las 60 jugosas páginas de discografía que incluye, terminaré esta crónica. 

La continuación de la reseña se puede leer aquí: https://jazzeseruido.blogspot.com/2008/06/how-my-heart-sings-y-ii.html

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Fotografía: Bill Evans en 1957, de Sy Johnson.

DE BRUJAS Y PIANISTAS

JORDI ROSSY TRIO, Wicca (Fresh Sound New Talent, 2007)

Antes que nada, puntualizar que, hasta que llegó la chica del correo hace unos días, el nombre de Jordi Rossy era para mí un concepto ambiguo leído de pasada en el blog Sopa de hielo, un concepto vagamente abstracto que fue adornándose con el adjetivo de “pianista” e inflándose con los elogios que le dedicaba Sebastián en su blog, hasta que explotó en esa forma monstruosa de obsesión que nos hace lanzarnos a la tienda de discos (en este caso, virtual).

El disco de Jordi Rossy, Wicca (Fresh Sound Records, FSNT 309) es, desde la portada, con un maravilloso trabajo plástico de Ana Golobart, hasta el último tema un álbum introspectivo, reflexivo, intuitivo y lleno de otros aspectos que no riman, pero que explicarían mejor en qué consiste este trabajo íntimo construido en el reducido espacio de un trío, pero plagado de matices tan heterogéneos que la obsesión de tenerlo se ha convertido ahora en la obsesión por volverlo a escuchar cada vez que acaba.


Antes de quitar el maldito plástico que envuelve todos los cedés, ese plástico que dicen que se llama fleje y que, aparte de contaminar, sólo sirve para aumentar tu ansia por pinchar el disco, lo que más sorprende de este trío es su singular formato: piano, órgano Hammond y batería. Es cierto que el órgano Hammond puede sustituir a muchos instrumentos en un combo de jazz (puede hacer las veces de bajo, de metales, de piano...), pero hacerlo sonar junto a un piano sólo nos hace pensar que va a “tapar” el sonido del otro instrumento, pero es todo lo contrario. La sonoridad cáustica y heterodoxa del Hammond (aquí en las manos de Albert Sanz) dota al conjunto de un trasfondo melancólico y lleno de matices que hace que brillen con más nitidez las notas del piano (llamémosle) acústico. La capacidad polimórfica del batería R.J. Miller redondea el conjunto.

Aunque es su primer disco como líder/compositor, Jordi Rossy no es una rising star cualquiera. Procedente de Barcelona, vía Boston y New York, donde formó el grupo The Bloomdaddies con Chris Cheek y Seamus Blake, tiene detrás una larga carrera en la que ha colaborado como sideman para Perico Sambeat, Paquito de Rivera y Brad Mehldau, en cuyo trío tocaba la batería.

Los temas de Wicca, compuestos por Jordi Rossy (a excepción de dos de ellos, escritos por el organista Albert Sanz) son herederos de Bill Evans, de Oscar Peterson y suenan a pensamientos en voz alta, tanto en los tiempos lentos como en los medios. Un trabajo inspirado que obliga a escuchar, a dejar lo que estamos haciendo y pararnos a esperar la siguiente nota, a entender de qué va. No es uno de esos discos que se puede dejar correr mientras leemos un libro o escribimos en el blog.

Destaca de entre todo el setlist el tema que da título al álbum, no sólo porque se trata de una melodía más vital y enérgica (alegre, si se quiere) sino porque es el único tema grabado en formato quinteto, ya que se unen al trío el saxofonista Enrique Oliver y a la trompeta Félix Rossy, un pequeño genio preadolescente, hijo del pianista, del que ya había oído hablar en Sopa de hielo, quien, aunque no tiene la oportunidad de hacer un solo, acompaña apropiadamente al saxo tenor durante todo el tema. Pero si tuviera que elegir un tema del disco, no lo dudaría. Me gusta la forma de entrar a la melodía en El bardo, que me recuerda a Oscar Peterson o ese don (no puede tener otro nombre) que tiene Jordi Rossy de detener el tiempo con los dedos en Moose love o la maravillosa conjunción de piano y Hammond intercambiando notas al tiempo en Loving tone (que tiene un comienzo casi Monk), pero mi preferido, el tema que hace que ponga el disco una y otra vez es Sexy time. Comienza con un ritmo sincopado de escobillas y pedal que casi parecen batería y bajo. Sigue el órgano Hammond con su peculiar sonido, muy cool, a modo de introducción a la melodía del piano, que te entra por los oídos y te engancha durante más de siete minutos. Sexy time. Lo curioso es que a la primera escucha pasé este tema por alto, fui esperando un tema y otro para encontrar el por qué había comprado el disco, pero luego de oído, el primer tema es el que te devuelve las ganas de escucharlo entero de nuevo. Sexy time. Señoras y señores, Jordi Rossy Trio. 
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* Fotografía de Gema Darbonens (tomada de Tomajazz).