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23/9/11

Espejismo


Cuenta Edward G. Browne en A Literary History of Persia -4 vols. (Londres, 1902-1924)- y recoge Alberto Manguel en Una historia de la lectura, que allá por el siglo X, en Persia, el visir al-Sahib ibn Abbad Abd al-Qasim Ismail, para no separarse de su biblioteca de 117.000 volúmenes cuando viajaba, se los hacía transportar por una caravana de cuatrocientos camellos adiestrados para caminar en orden alfabético.


Parece asunto para un cuento de Borges, a propósito de un sueño febril tras la penúltima de las mil y una noches o quién sabe si sobre la visión -presagio o espejismo- de una niña llamada Sherezade.


(Fotografía de George Steinmetz)

18/7/11

La herida de los signos



Uno de estos días, aprovechando una escena que se me resistía, enderezaba la espalda caminando por el pasillo y recorría los anaqueles de libros que frecuento apenas, muy de tarde en tarde, cuando venimos a Tui por más tiempo que una "visita de médico", que dice la madre de Ángeles. Le puse entonces la vista encima al lomo de Las palabras y las cosas, un libro de Foucault que compré, como dejé constancia en la portadilla, el 25 de mayo de 1985 en Tui, en una de esas colecciones -baratas- de bolsillo que se vendían en los quioscos. Recuerdo muy pocas cosas de ese libro, creo que sólo leí dos o tres capítulos, los dedicados a las Meninas y al Quijote, al que describe como un largo grafismo flaco como una letra, [que] acaba de escapar directamente del bostezo de los libros, y poco más; encuentro subrayados que no son míos sino de Ángeles, aquel año de finales de los ochenta cuando preparó unas oposiciones de Filosofía (se va a llevar una sorpresa cuando se lo recuerde en estas líneas). Me sigue gustando el título -Las palabras y las cosas- que remite al hiato entre el significante y el significado, a la herida -de los signos- que se abre entre las cosas y las palabras que las nombran, a esa quiebra entre el mundo y el lenguaje.  


Este libro nació de un texto de Borges -cuenta Foucault en el prólogo de Las palabras y las cosas-del encanto de otro pensamiento, el destilado en El idioma analítico de John Wilkins -publicado en Otras inquisiciones-, que cita "cierta enciclopedia china donde los animales se dividen en a] pertenecientes al Emperador, b] embalsamados, c] amaestrados, d] lechones, e] sirenas, f] fabulosos, g] perros sueltos, h] incluidos en esta clasificación, i] que se agitan como locos, j] innumerables, k] dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l] etcétera, m] que acaban de romper el jarrón, n] que de lejos parecen moscas". Las palabras y las cosas nace del asombro de esta taxonomía y busca comprender dónde hunde sus raíces el conocimiento y cómo el lenguaje deviene un desgarro con el mundo que nos define, que define al hombre. El arte no sería otra cosa que la tentativa -no inútil pero, quizá sí, ya condenada al fracaso- de restaurar la armonía entre las palabras y las cosas, entre el mundo y el lenguaje, ese mundo remoto, contiguo con aquél tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo, que García Márquez cartografía en Macondo con las primeras líneas de Cien años de soledad. Creo que iban por ahí las cosas que me rondaban en las cavilaciones de hace más de veinticinco años y que a veces se enhebraban con las conversaciones gozosas -el güisqui, el tabaco, las horas de la madrugada- con el maestro, con Ángeles y Esther. Y en ésas andaba, olvidada ya la escena que se me resistía, cuando recordé un hatillo, de palabras y cosas, de cosas y palabras.   




Cuenta Alberto Manguel en Historia de la lectura que en 1964, a sus dieciséis años, encontró un trabajo para después de clase en la librería Pygmalión de Buenos Aires. Una tarde entró Borges, acompañado por su madre de 88 años, en busca de libros para sus estudios de anglosajón. ¡Ah, Georgie!, dijo la madre de Borges, no sé por qué pierdes el tiempo con eso en vez de estudiar algo útil como el latín o el griego. Cuando ya se despedía, Borges le preguntó a aquel diligente muchacho que le había encontrado los libros si estaba ocupado por las noches, porque -se disculpó- necesitaba a alguien que le leyese, puesto que su madre se cansaba pronto. Durante los dos años siguientes, Manguel leyó para Borges. Un día "mientras me escuchaba leer el relato de Kipling  Más allá del muro, Borges me interrumpió después de una escena en que una viuda hindú envía a su amante un mensaje hecho con diferentes objetos recogidos en un hatillo, y me señaló lo poéticamente adecuado de la acción, preguntándose en voz alta si Kipling había inventado aquel lenguaje simbólico y concreto al mismo tiempo". 


En una nota al texto -de Historia de la lectura-, Manguel añade una fuente que por entonces ni Borges ni él conocían, la Historia de la escritura de Ignace J. Gelb, que despeja las dudas sobre el mensaje de Kipling. No se trataba de una invención. Una joven del Turkestán Oriental envió a su amante un hatillo que contenía un puñado de té, una brizna de hierba, un fruto rojo, un orejón [pedazo de fruta seca], un trozo de carbón, una flor, un terrón de azúcar, un guijarro, una pluma de halcón y una nuez. El mensaje decía: "Ya no puedo beber té, sin ti estoy tan pálida como la hierba, mi corazón arde como el carbón, eres tan hermoso como una flor, tan dulce como el azúcar, pero ¿tienes una roca en lugar de corazón? Volaría hasta ti si tuviese alas, soy tan tuya como una nuez que estuviera en tu mano".   
   
En el lenguaje ordinario, las palabras sirven para nombrar las cosas, pero cuando el lenguaje es realmente poético, las cosas sirven para nombrar las palabras, escribía Joseph Joubert. Sólo la poesía cicatriza la herida de los signos. Con un hatillo de palabras y cosas.


[Las fotografías son de Chema Madoz]

10/7/11

La cama

No podría imaginar la mesilla de noche sin libros (así, en plural). Si me empeñara, me costaría recordar algún día que no haya leído en la cama antes de dormir; y quedarme leyendo en cama por la mañana se parece bastante a la felicidad. Pero escribir, nunca; subrayar -por ejemplo, la advertencia de Kurosawa en su Autobiografía de que no se debe leer en la cama, porque hay que tener un cuaderno al lado para tomar notar y echado no se puede-, tomar algunas notas -en un papel o en los mismos libros, aunque no tengan que ver con su lectura-, pero escribir en la cama, jamás.

Robert Luis Stevenson

Stevenson escribió en la cama y con hemoptisis Dr. Jeckyll y Mr. Hyde. Rossini, por lo visto, se pasaba el día en la cama y, desde luego, no salía de ella para escribir, esparciendo las partituras por la cama; cuentan que una vez se le cayó una al suelo y por no levantarse cogió otra en blanco y escribió un aria diferente.

Ramón Mª del Valle-Inclán

También Valle-Inclán acostumbraba a escribir en la cama, fijando con chinchetas en un tablero las cuartillas, que su mujer, Josefina Blanco, iba numerando y pasando a limpio.

Juan Carlos Onetti

Onetti, el gran tumbado, como lo definió Luis Landero, se pasó los últimos años en la cama, donde escribió en cuadernos escolares con una letra muy grande  Cuando ya no importe.

Paul Bowles en Tánger

Y Paul Bowles.

Polanski con Gérard Brach trabajando en el guión de Tess

Y qué decir de Gérard Brach, el guionista habitual de Polanski (Repulsión, El quimérico inquilinoEl baile de los vampiros, Tess... y tantas): padecía agorafobia y, no sólo no salía de casa, sino que no se movía de la cama, y los directores que querían un guión suyo debían ir a su casa, sentarse en su cama y contarles el proyecto; tenía la televisión siempre encendida y. eso sí,  le bajaba el volumen con una vara que tenía cerca a tal efecto para que no interrumpiera la conversación con los cineastas: recuerdo haber recortado una foto donde se ve a Brach en la cama, con un tablero del mismo ancho, estirando el brazo con la vara en ristre para cambiar de canal.

Edith Wharton

Alberto Manguel cuenta en su Historia de la lectura que Edith Warthon hizo de su cuarto el último refugio contra los ceremoniales victorianos, el único lugar donde podía leer y escribir con tranquilidad, y trae a colación unas líneas de un ensayo de  Cynthia Ozick a propósito de la autora de La edad de la inocencia:

Imaginemos su cama. Utilizaba un tablero para escribir. Gross, el ama de llaves, casi la única persona que estaba enterada de aquel intimísimo secreto del dormitorio, le traía el desayuno. (Una secretaria recogía del suelo las páginas escritas para mecanografiarlas.) Fuera de la cama Edith Wharton habría tenido que estar, de acuerdo con el código de conducta, adecuadamente vestida, y eso significaba llevar corsé. En la cama, la libertad del cuerpo liberaba la pluma.

A Edith Warthon le encantaba también leer en la cama y podía ponerse histérica cuando la cama de un hotel estaba mal dispuesta en relación a la ventana para poder entregarse a la lectura. No es de extrañar que se refiriera a menudo al vicio de leer.

Fotograma de La edad de la inocencia (1993) de Scorsese

Y tampoco que La edad de la inocencia destile esas emociones aherrojadas, silenciadas, sumergidas, necesitadas de la escritura para fijar las imágenes de la caricia leve de un presente efímero, las alas de un deseo que arden antes de alcanzar el cuerpo amado, cenizas de las emociones clausuradas.

Fotograma de La edad de la inocencia

Cómo va a extrañarnos, entonces, que Martin Scorsese haya confesado que La edad de la inocencia sea la menos sangrienta y la más violenta de sus películas. La violencia de una pluma que rasga un papel en una cama con la memoria -crear es recordar, decía Kurosawa- de las pasiones sacrificadas en carne viva.