Le debo El gato montés a nuestro hijo. Hace diez años la descubrió en algún canal y nos habló maravillado de una película que no se parecía a ninguna otra aunque fuera una summa de Lubitsch. ¡Una summa de 1921! Repito, de 1921. Desde que la vi por primera vez, se convirtió en una suerte de salvavidas.
Cuesta creer que Lubitsch la rodara hace noventa años: tanta vida desprenden sus imágenes que, siendo una película muda, la escuchamos. Tan bien se escucha la música del cine que lleva dentro que hasta sobra el acompañamiento musical. Y rebosa tanta alegría, que uno asiste en el curso de la película a la primera fiesta del cine, o mejor, El gato montés deviene la primera película en la que el cine se celebra a sí mismo como transporte milagroso.
El guión de Ernst Lubitsch y Hans Kräly desarrolla un argumento de ópera cómica: Richska, una bandolera -encarnada por Pola Negri- se enamora del teniente Alexis que manda un destacamento con la misión de capturar a la partida de bandidos que manda su padre. Pero más que un relato, El gato montés representa un delirio visual y un torbellino formal.
Lubitsch le pidió a Ernst Stern que levantara el fuerte Tossenstein en los Alpes bávaros, aunque el escenógrafo prefería que la película se rodara en estudio. Los decorados de Stern, la fotografía de Theodor Sparkhul y la puesta en escena de Lubitsch convierten las montañas en una maqueta "pintada" con espesas capas de blanco e intensas pinceladas de negro. Dicho de otra forma, el paisaje se transforma en una inmensa escenografía. Mayor economía de medios imposible.
Aunque durante el cine mudo era frecuente el uso de las máscaras (visuales) para acotar el encuadre, en ninguna película como en El gato montés las máscaras se usaron con tanto ingenio y profusión, hasta el punto en que casi cada encuadre se nos muestra como si de una viñeta se tratara. Y las máscaras resultan apenas uno de los rasgos que denotan la audacia visual, preñada de una energía y ligereza contagiosas, y la libertad de tono que otorgan a la dirección de Lubitsch -verdadera coreografía fílmica- una gracia irresistible.
En El gato montés, como en tantas de sus películas, Lubitsch pone en escena el despliegue de los poderes del deseo que derriten cualquier barrera, como las lágrimas del amante herido pueden desencadenar un río que deshiela un surco en la montaña nevada, para llegar hasta la amada y que ésta encuentre el camino de vuelta. Y Lubitsch se deja arrastrar por esa corriente, porque esa pulsión amorosa es la única credibilidad a la que va a rendir tributo en El gato montés. Cualquier otra verosimilitud resulta superflua.
Y sometido a la ley del deseo ni lo grotesco ni el disparate parecen fuera de lugar en este teatro de las maravillas donde lo real deviene siempre -y como mínimo- surreal, como esa escena -llamarla onírica suena casi redundante- en que Alexis le ofrece su corazón a Rischka y ella... ¡se lo come! Como si fuera de galleta. Que lo es. O esos muñecos de nieve que se transforman en músicos e interpretan una serenata boreal para los enamorados. O esos bandoleros que disfrutan recibiendo en las nalgas los latigazos de Rischka. O esos soldados que se ponen a bailar durante el cambio de guardia porque no resisten el poder de la música. O esa boda de Rischka en la montaña que es esposada -literalmente- a su esposo, a quién si no.
Aunque El gato montés es una película muda, tiene muy pocos intertítulos, pero cada frase despierta una sonrisa: son ya puras réplicas de Lubitsch. Como en la escena en que Alexis se va de la capital con destino al fuerte y acuden cientos -qué digo cientos, miles- de mujeres a despedirse y a agradecerle lo que ha hecho por ellas, y él apenas si puede musitar: "Hice lo que pude". Y entonces vemos que acuden también a despedirse cientos, miles de niños que agitan sus pañuelos y gritan: "¡Adiós, papá!"
La sabia composición del movimiento en el plano, la intensidad de Rischca, la puesta en pantalla de la incandescencia erótica, del desenfreno amoroso y el desbordamiento de la pasión convierten El gato montés en un delicioso ejercicio de estilo, puro Lubitsch a esas alturas, cuando se estrenó aquel 14 de abril de 1921.
Allí donde sucedan -Budapest, Viena, Nueva York, París...-, sus películas sólo acontecen en la geografía imaginaria de Lubitsch. El primer intertítulo de El gato montés nos advierte que la acción sucede en Unweitpiffkaneiro. En qué otro lugar podría acontecer. Porque Lubitsch sólo vivía en sus películas, allí era un artista que desbordaba finura, humor y elegancia. Sobre el planeta Tierra era feo, bajo, fofo, tenía los pies planos y -qué insufrible le debía resultar- no sabía bailar.
Lubitsch, a la dcha., y Pola negri, a la izda.,
en el rodaje de El gato montés
Ya vuelve Ángeles del instituto. Viene entera, aunque sólo aparentemente, y debe estar agotada. Pero uno, después de pasar una temporada -de ochenta minutos- en Unweitpiffkaneiro ya puede con todo y está listo para levantarle la moral del suelo y reunir -y recomponer- sus trocitos. Vamos, hombre.