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14/4/19

Fantasmas de una noche sin fin


Pursued es uno de mis westerns de cabecera (de un género que también); dirigido por Raoul Walsh, uno de mis cineastas preferidos; con Teresa Wright y Robert Mitchum, actores que ídem. O sea, Pursued es uno de mis amores; anduvo merodeando por aquí, pero fue disfrutar en el Play-Doc, el pasado 6 de abril, de Nice Girls Don't Stay for Breakfast, ese retrato melancólico de Robert Mitchum obra de Bruce Weber, y a la vuelta ver otra vez Pursued (¿Cuántas van? ¿Diez? ¿Doce?) y ya no poder diferir por más tiempo celebrarla en esta escuela.


Un año glorioso aquel 1947 para Robert Mitchum con el estreno de dos películas admirables; además de Pursued, una maravilla noir como Out of the Past. En realidad, Pursued, padece una infección noir que afectó unos cuantos westerns memorables de la segunda mitad del los 40, como Ramrod (1947), de André de Toth, Blood on the Moon (1948), de Robert Wise, también con Robert Mitchum, o Colorado Territory (1949), del propio Walsh, que ya palabreamos lo suyo. Westerns  colmados de noche y sombras.


Y, dicho sea de paso, no se me ocurre mejor título alternativo para Pursued que Out of the Past, que aquí se tituló Retorno al pasado, destiladas ambas con sendos flashbacks. Jeb Rand, el personaje que encarna Robert Mitchum en Pursued vive atrapado en un pasado que va afluyendo en su memoria en el curso de los años (no son imaginaciones, son recuerdos, le dice a Thorley/Teresa Wright (él la llama Thor), en aquellas ruinas de la casa de la infancia (que no son sino él mismo, su identidad en ruinas); a medida que se hace un hombre, out of the past, el pasado se le viene encima. El peso del pasado, como recuerda Jacques Lourcelles, uno de los temas walshianos por excelencia.


Era de las pocas películas de las que se sentía orgulloso Niven Busch. Llevaba años trabajando como guionista en Hollywood. Tuvo su primer crédito en The Crowd Roars (1932), de Howard Hawks; luego, por mencionar apenas tres más: Angels Wash Their Faces (1939), de Ray Enright; The Westerner (1940), de William Wyler, o la adaptación de la novela de James M. Cain, The Postman Always Rings Twice (1946), de Tay Garnett. También escribió Duel in the Sun -la novela, prefirió pasar del guión- que David O. Selznick llevó a la pantalla en 1946. En una entrevista con David Thomson durante el verano de 1983 (recogida en Backstory. Conversaciones con guionistas de la edad de oro), cuenta Niven Busch cómo dio en escribir esa novela:
Siempre me gustaron los westerns. De forma que decidí irme y recorrer el Oeste durante unos cuantos meses. Adquirir un poco de cultura popular y escribir un western de verdad. Pensé que podía escribir uno mejor que The Westerner. Conocí a un amigo que tenía un rancho en Arizona y me fui allí. Luego bajé por mi cuenta por el Panhandle [una franja de tierra que penetraba en el estado de Texas] y descubrí manuscritos y documentos antiguos. Allí se me ocurrió la idea para Duel in the Sun.
Tras alcanzar una buena posición como guionista, Niven Busch se asoció con Milton Sperling, que tenía a su cargo una unidad casi independiente dentro de la Warner, y pudo producir sus propios proyectos. En Pursued, como guionista-productor, tuvo el control absoluto.

Niven Busch trabaja en un guión, 1937.
(Fotografía de Paul Dorsey.)

Durante el viaje por Arizona y Texas que le inspiró Duel in the Sun, leyó en un viejo periódico en El Paso la historia de un sangriento ajuste de cuentas entre dos familias; un crío sobrevivió y lo recogió la familia que asesinó a la suya. Busch se preguntó por el destino de aquel chaval y ahí encontró el germen del guión de Pursued (tardó seis semanas en escribir la historia y otras tantas en escribir el guión), una tragedia griega en el Oeste (Antiguamente Grecia debió ser muy parecida al Oeste. Pasiones poderosas y armas en la mano, imaginaba Busch) preñada de maldiciones familiares y un destino fatal, con ecos freudianos pero donde resuena sobre todo El señor de Ballantrae, de Stevenson, de la que puede considerarse una estupenda adaptación (inconfesa, aunque Busch le escribió en una carta a Tavernier: De inspirarse en alguien, más vale elegir un buen autor), claro que también puede verse como un tratamiento sugerente de Cumbres borrascosas, de Emily Brontë. Dirigida por Raoul Walsh e iluminada por el gran James Wong Howe (el mejor operador del mundo, para el guionista-productor), Pursued devino un western noir, surreal y fantasmagórico.


Walsh le pidió a Busch que estuviera cerca durante el rodaje por si necesitaba alguna aclaración sobre esta o aquella escena, pero el guionista, llegado el caso, lo abrumaba con tantos detalles y pormenorizadas explicaciones que el director tenía que cortarlo. Al guionista, el director le caía inmensamente bienTe hacía sentirte a gusto, era tu compañero. Walsh consideraba a Busch -que le escribirá también Distant Drums (1951)- un excéntrico que se enamoraba de sus guiones; demasiado para alguien que dirigía de forma tan relajada, y hasta más relajada de la cuenta según algunos testimonios. (También lo ponía de los nervios el complicado proceso de iluminación de James Wong Howe.) Desde luego, Pursued siempre fue algo especial para Busch: Thorley, el personaje femenino protagonista, era un regalo para Teresa Wright con quien llevaba casado desde 1942.


En su autobiografía, Each Man in His Time, publicada aquí como La vida de un hombre y traducida por Marta Pessarrodona (una de las lecturas felices de aquel agosto de 1982), Walsh dedica tres párrafos a Pursued,
 ...un western "psicológico" distinto a cualquier otro film que yo hubiera dirigido... 
(En la Filmografía comentada, del Cahiers du cinéma de abril de 1964, Walsh es un poco más explícito:
Me gusta mucho esta película. Era un western fuera de lo común, muy extraño. Había realmente una atmósfera de [film] fantástico a lo largo de la película. Era casi una historia de fantasmas.)

El director quedó impresionado con Robert Mitchum, uno de los mejores actores naturales que conociera en su vida, con su forma tan letárgica y convincente de actuar. (Busch no estaba muy convencido al principio, pero se convirtió en un rendido admirador de Mitchum.) Actor y director se llevaron de maravilla: eran tal para cual.

Robert Mitchum con Raoul Walsh 
en el rodaje de Pursued.

Por supuesto Walsh, en su autobiografía, valora como se merece el trabajo de Teresa Wright y Judith Anderson, en el papel de la madre de Thorley, la Callum que recoge a Jeb, el chaval superviviente de los Rand, y lo cría con sus hijos, como si fuera un hijo más, como si los tres fueran hermanos. Y evoca, en el último párrafo que le dedica a la película, una de las secuencias memorables:
Hicimos una toma con angular de Mitchum perseguido por el hijo de Judith, Adam/John Rodney, una pequeña figura que descabalgaba en lo alto de la montaña para apuntar con el rifle y disparar. Se creaba una tensión dramática muy violenta apropiada a la situación.
A falta de un fotograma, precisaremos un poco más el magnífico plano evocado por Walsh: un gran plano general con profundidad de campo nos muestra a Jeb Rand a caballo en primer término, en el tercio inferior del encuadre, y arriba, a la derecha, en el tercio superior y en último término, sobre el perfil del barranco, una figura minúscula también a caballo, que los espectadores percibimos como una amenaza para Jeb pero que él sólo descubrirá cuando, tras descabalgar (nosotros lo vemos, pero no Jeb), le dispare, y sólo en el desenlace de la secuencia, tras el tiroteo, se nos revelará al tiempo que a él, la identidad de esa figura yacente, el tipo que acaba de matar: Adam, el hermano de Thor, el hijo de su madre adoptiva. En realidad se trata de dos planos sucesivos donde la cámara acompaña el desplazamiento de los jinetes en paralelo hacia la izquierda del encuadre, sostenidos por una tensión creciente alimentada por el suspense (somos conscientes de la amenaza pero Jeb no) que culmina en una sorpresa (trágica) simultánea para nosotros y el protagonista.


Quienes no hayáis visto Pursued ya os habréis imaginado que la trama se anuda en torno al amor de Thorley y Jeb, una relación con visos de incesto (se criaron como hermanos) y, al tiempo, vástagos de dos familias, los Callum y los Rand, respectivamente, anudadas por una insomne sed de venganza.


Jeb, ya lo dijimos, es el único Rand superviviente, y hay un Callum, Grant Callum/Dean Jagger, que quiere borrar a los Rand de la faz de la tierra, sólo así lavará la mancha primordial: el amor de la madre de Thor y Adam por el padre de Jeb.


La muerte de Adam despierta la sospecha en Thorley (sólo nosotros y Jeb sabemos que lo mató en defensa propia y que ni siquiera sabía a quién mataba). El deseo de venganza acabará infectando la historia de amor y, si consiente en casarse con Jeb, es para matarlo mejor (una venganza sexual parecida a la culminación de Duel in the Sun).


Cartel de Luigi Martinati.
(Pursued se estrenó en Italia en 1948
con el título de Notte senza fine.)

Pursued destila una historia de amor envenenada por los fantasmas de una noche sin fin (en palabras de Jeb) que acosan insomnes a los protagonistas.


Una historia que Walsh despliega en una tensión sostenida entre lo mineral y lo cósmico, en la frontera entre el telón de piedra y el cielo abierto por donde cabalgan los amantes, entre el sueño y el delirio.


Como escribió Patrice Rollet, en Pursued lidiamos con historias de fantasmas, de espectros, de muertos vivos (o sea, literalmente y en todos los sentidos, la masa de la que está hecho -y con la que se hace- el cine), que no paran de rondar las escenas primordiales de la infancia donde anidan todos los secretos. Jeb transita las ruinas del rancho abandonado como un sonámbulo, con la certeza de que aquella casa es él mismo, la ruina de su alma pero también la cripta de su identidad, y se pregunta qué parte de si mismo yace en las tumbas sin nombre allí al lado.


En las secuencias cardinales de Pursued  se libran batallas entre la luz y la oscuridad. Nunca hay luz suficiente para iluminar la noche oscura del alma.


Una noche, Thorley va al cuarto de la madre alumbrándose con un quinqué (la cámara la acompaña con travellings sucesivos de izquierda a derecha). A medida que se acerca a la cabecera de la cama se le ilumina el rostro. La madre le pide que avive la luz y trata de mirar en el corazón de su hija y comprender por qué consiente en casarse con Jeb, el asesino de su hermano. Un travelling de derecha a izquierda acompaña a Thorley, apartándose de su madre, mientras le confiesa el odio que siente y la venganza concebida en vísperas de la boda.


(Cabe señalar un humor negro en esa porfía de Thorley: no quiere renunciar al sueño de ser cortejada por Jeb, un sueño de amor verdadero antes de que se envenenara, y tampoco a la pulsión de la venganza.)


Una secuencia que tiene su eco en la noche de bodas, cuando Thorley se encierra en el dormitorio para quitarse el vestido de novia.


Luego entra Jeb con una bandeja donde trae unas copas y un revólver cubierto por un paño blanco. Thorley acaba empuñando el arma y Jeb aviva la luz del quinqué para que pueda verlo bien y no falle. Claro que, al verlo...


Luz y oscuridad, las materias primas del cine, el blanco y negro de los orígenes, como manifestaciones de los temblores del alma, evidencias de lo invisible.


¿Qué más se puede decir? Apenas citar unas líneas de Jacques Lourcelles que suscribo de la primera palabra a la última:
Pursued es uno de esos films -un puñado- que demuestran de manera definitiva los poderes del cine cuando está en manos de un artista genial como Raoul Walsh. 

18/10/15

Una postal de la infancia


Buena parte de las mejores historias que leí cuando tenía ocho, nueve, diez años, las encontré en un libro de Historia sagrada (tal cual) de 1º de Bachillerato. De mis preferidas, la historia de Sansón y Dalila, que figura en el capítulo 16 del Libro de los Jueces (otra que me encantaba, la de Judith y Holofernes). La verdad, me enfadó que Sansón cediera al apremio de Dalila para que le revelara el secreto de su fuerza: había que ser tonto; eso o había algo en la historia que se me escapaba. Uno o dos años después, a mediados de los 60 del siglo pasado, vi en el Teatro Principal de Tui (entonces Tuy) Sansón y Dalila (1949) de Cecil B. DeMille. Era una reposición, y formaba parte de una sesión continua (de la otra película no me quedó rastro en la memoria). Y ahí estaban (aún están) una Dalila encarnada por Hedy Lamarr y un Sansón en la carne de Victor Mature. Y entonces ya lo entendí todo. Bueno, no había nada que entender. Era evidente (o eso pensaba yo). Quién podría resistirse. Pobre Sansón.


El Teatro Principal estaba a reventar (en palcos, butacas, anfiteatro y gallinero), claro que no se podía comparar con la proyección de Sansón y Dalila en el cine Granada, en Tooting, al sur de Londres, donde entonces vivía David Thomson (tendría unos nueve años también cuando se estrenó), un cine con capacidad para 3.000 espectadores (tres mil, leísteis bien). Después de verla, le aterrorizaba la idea de ir al peluquero. David Thomson trae a cuento aquella sesión en su libro Instrucciones para ver una película (en realidad se titula "Cómo ver una película") para evocar la experiencia de asistir a una proyección en compañía de 2.999 extraños, que durante un par de horas fueron -hasta cierto punto- uno:
Un éxtasis al que cuesta muchísimo renunciar.  

No había vuelto a ver la película, cuando hace seis años me topé con el Sansón y Dalila (1609) de Rubens en la National Gallery de Londres. Era como en aquellos versos de Michael Krüger:
A veces la infancia / me manda una postal...
Me pasé un buen rato delante del cuadro. En el gesto de Dalila se adivina el pasado y se presiente el futuro que pesan en el presente de la escena. Dalila ha cumplido su misión pero a fuerza de fingir que amaba a Sansón para arrancarle su secreto, quizá realmente lo ama, y le duela haberlo traicionado sirviendo a los suyos. Pascal lo cuenta muy bien en su Discurso acerca de las pasiones del alma:
Si tratamos de fingir que amamos, ya casi somos amantes, o por lo menos algo amamos, ya que se deben sentir el espíritu y los pensamientos del amor para semejante engaño.

Y un día de estos veía National Gallery (2014), el documental de Frederick Wiseman que nos depara un viaje de tres horas por el museo, y, mira por dónde, dos de las escenas que más he disfrutado se centran en el Sansón y Dalila de Rubens. En la primera, una guía del museo (uno quisiera haber tenido una profesora de arte así) anima a un grupo de visitantes a ver el cuadro como si de una película de espías se tratara. Dalila es una Mata-Hari de los filisteos a la que encargan la misión de averiguar el secreto de la fuerza de Sansón. La escena del cuadro acontece después de haber hecho el amor (después de yacer, suele leerse en las traducciones de los relatos bíblicos) el hombre se ha dormido: a veces pasa, dice risueña la guía. Y van a cortarle el pelo; en definitiva, está condenado (ya aguardan los sicarios en la puerta entreabierta de la derecha). Dalila vive un conflicto que Rubens muestra en el gesto y las manos de la mujer, la cabeza inclinada sobre Sansón dormido en su regazo, con la mano izquierda sobre la espalda, revela una cierta ternura, quizá entrega, pero al tiempo el torso retraído y la mano derecha aparte denotan reserva, distancia, cálculo, conjugando así el dolor por la perdición del hombre y la cautela en la artimaña, quizá también el deleite por el dominio... Como remate, la guía les sugiere a los visitantes que imaginen que los invitan a una casa donde el cuadro preside una sala, ¿qué les diría eso de su anfitrión?

Esta es la guía, la guía perfecta, 
pero en esta escena ilumina un retablo medieval 
(otro de los momentos gozosos de National Gallery).

Una hora después, la película nos vuelve a situar frente al cuadro y escuchamos a un ¿profesor, historiador, investigador? (en los documentales de Wiseman nunca aparecen los típicos rótulos identificadores de quien habla) explicando a dos alumnas de arte, el contexto de la producción de ese cuadro. El Sanson y Dalila se lo encargó a Rubens un amigo, con vistas a colocarlo sobre una chimenea (de ésas en las que uno podría estar dentro de pie) que tendría a la izquierda una ventana, incluso lo más probable es que Rubens lo pintara in situ. Al parecer llevaron el cuadro al lugar que ocupó en aquella casa para comprobar el efecto en vivo. Esa luz que llega desde la misma dirección de la ventana, esa vela que se mueve hacia la derecha, como empujada por una brisa que entrara por la ventana situada a la izquierda del cuadro...  Así pintó Rubens Sansón y Dalila, para que así fuera visto allí. En fin, una película de espías sobre una gran chimenea.

Frederick Wiseman

Y uno veía y escuchaba maravillado, casi como si Wiseman hubiera hecho el documental para iluminar(me) aquella postal de la infancia.

26/7/15

El viaje de Ida


De las películas que vimos en 2014, unas cuantas las hemos palabreado lo suyo entre nosotros y se han venido con uno al 2015, como si la memoria les sirviera de celestina para engatusarnos con el deseo de verlas otra vez  -y darlas a ver- y hacerles un sitio en la escuela.


Ida (2013), de Pawel Pawlikowski, fue una de esas películas hechiceras. No vimos ninguno de los cuatro largometrajes anteriores del director, ni tampoco los documentales que le formaron como cineasta (su única escuela de cine), pero Ida nos cautivó desde la primera vez, desde las primeras imágenes.

Fotografía del rodaje de Ida.

La belleza de su blanco y negro con un aquel de ceniza (iluminado por Lukas Zal, en su primera dirección de fotografía), el formato cuadrado de pantalla (1:1,37), los encuadres descentrados (tan hospitalarios para los rostros -esos rostros-, con tanto aire sobre ellos), la economía narrativa, la contención, el ascetismo de las formas, el silencio (qué película tan callada)...


La verdad es que a Pawlikowski le preocupaban esos encuadres con las figuras o los rostros en el borde inferior, con mucho aire por arriba, justo donde -en una película hablada en polaco- suelen ir los subtitulos para otros idiomas, claro que la película bien poco iba a precisar de ellos.


Todo nos gustaba en esta road movie por la Polonia de los primeros años sesenta del siglo pasado (concretamente en 1962, si no recuerdo mal), los años de la nueva ola polaca (de Wajda y compañía) y del jazz (con esas resonancias que despierta Naima, de Coltrane), los años de infancia del cineasta...


Pawlikowski (nacido en 1957) se crió en Polonia y desde los 14 años vive en Gran Bretaña donde sus padres pidieron asilo político aprovechando unas vacaciones. Se percibe en Ida una voluntad de recuperar la memoria de aquel tiempo, el sabor de aquellos años:
He intentado ser muy fiel a la realidad y desde luego mis recuerdos de infancia han sido importantes, así como mis álbumes familiares. Utilicé el blanco y negro porque eran los colores de la época. En mi bagaje caben los maestros polacos de los 50, pero es más grande que eso, también está el cine checo de los 60 o la influencia de las primeras películas de Godard.

Contando tanto como cuenta con tan poco y en sólo 80', Pawlikowski se toma su tiempo para acompañar a Anna (Agata Trzebuchowska), una novicia huérfana, acogida en un convento católico, en un viaje imprevisto. Llegado el momento de profesar los votos, la superiora le recomienda que vaya a conocer la única familia que le queda, su tía Wanda Gruz (Agata Kulesza), ahora una magistrada local pero, en tiempos, la implacable fiscal comunista Wanda la Roja (un apodo llevado con orgullo, que quizá hable también de una práctica profesional sanguinaria donde cosechó tantas penas de muerte).


En una road movie como Ida se hilvanan viajes varios. Para empezar el del propio cineasta en busca de la película que necesitaba hacer; empezaba a estar hastiado del cine y recuperó la pasión reconociéndose en la mirada de Dreyer y Bresson, y sólo entonces pudo abordar una película que, de alguna forma, llevaba diez años incubando, cuando empezó a darle forma al guión con Rebecca Lenkiewicz (aunque Ida realmente se escribió durante el rodaje, a pie de obra).


El cineasta conoció, cuando estudiaba en Oxford, a la mujer de un profesor, una polaca de cierta edad, encantadora, irónica, divertida... con la que tomó el té algunas veces por aquello de hablar polaco con alguien. Unos diez años después, escuchó en la BBC que la habían reclamado desde Polonia por crímenes de lesa humanidad; había sido una fiscal estalinista. Al final no fue extraditada por su condición de refugiada política, y Pawlikowski hasta llegó a plantearse un documental sobre ella, que no se concretó, pero acabó inspirando el personaje de Wanda la Roja.


Un texto de Pawlikowski -publicado en The Guardian en noviembre del año pasado- sobre el otro viaje de Ida, desde el guión a la película, resulta muy revelador a propósito del método de trabajo del cineasta. Pawlikowski llegó a pensar que este filme sería su haraquiri profesional, pero los dioses lares del cine amojonaron el viaje con pequeños milagros. No fue el menor encontrar quien encarnara a esa Anna que en el curso del tiempo (de la película) descubre su verdadero nombre, Ida.


A pocos días del comienzo del rodaje, y después de más de 300 audiciones -y de haber rastreado en escuelas y grupos de teatro por toda Polonia-, el director seguía sin actriz para la protagonista, y le comentó por teléfono su apurada situación a la cineasta polaca Malgoska Szumowska. Su amiga le dijo que en la cafetería donde se encontraba en ese momento había una chica con una pinta interesante -aunque para nada religiosa- y le mandó una foto de la joven hecha disimuladamente con el móvil.


Pawlikowski acudió a la cafetería y se topó con aquella chica leyendo un libro. Así conoció a Agata Trzebuchowska, una estudiante de filosofía que nunca había actuado ni se le había pasado por la cabeza convertirse en actriz. Había encontrado a su Ida. (El cineasta no olvidó a Malgoska Szumowska en los agradecimientos de la película.)


Ida enhebra en su road movie el viaje en busca de los orígenes, de la memoria familiar de la protagonista, o lo que es lo mismo, el viaje de Anna en busca de Ida, con los viajes interiores que acercan a tía y sobrina. Wanda es un alma en ruinas y si en un principio parece empeñada en poner a prueba la fe de su sobrina, en el curso de la película aflora el sentimiento de que Ida ha llegado para salvarla -rescatarla o redimirla- de una condena que Wanda ha decretado para sí misma (no hay juez más severo para su propia vida).


Pero no hay nada explicito o meramente ilustrativo en el filme. Ida deviene una película preñada de sugerencias y huérfana de explicaciones, donde la emoción es una cuestión de forma y no de información, con una puesta en escena elocuente sin mengua del misterio que adivinamos en los personajes. A fuerza de depurar el filme de lo informativo, las imágenes acaban por desprender un lirismo que cobija en silencio el desgarro interior y la conmoción espiritual, como esa música (del alma) con la que Pawlikowski trató de dotar a cuanto acontecía ante la cámara.


La naturaleza misma de los encuadres sometidos a un estricto control formal (casi no hay planos en movimiento, salvo cuando Ida llega en autobús en busca de Wanda o  las dos mujeres se desplazan en coche, y al final con la cámara retrocediendo mientras acompaña el caminar decidido de Ida), pongamos por caso la escena de Wanda bebiendo sola en un bar, destilan -como apunta David Thomson- una idea de pérdida de control, de algo que se está rompiendo en su interior.


Ida es un testigo cuyos pensamientos nos están vedados, pero su sigilo ya nos dice mucho, como la propia actitud corporal. No sabemos muy bien qué pasa por su cabeza, pero nos lo podemos imaginar, y tenemos la convicción de que en la herida de la memoria lleva también consigo (como el propio cineasta) la historia lacerante del propio país.


En Ida se conjuga el secreto, que primero tiene que ver con el pasado de tía y sobrina (el motivo que mueve la trama), pero durante el viaje cobra una dimensión más íntima (la cuestión primordial del relato): ¿quiénes son realmente esas mujeres? A fin y al cabo, como decía David Foster Wallace,
la ficción tiene que ver con lo que significa ser un jodido ser humano.

Una encrucijada de soledades. Una mirada a los adentros, el viaje de Ida.


(Una confesión: esta película me deparó una sorpresa: la completa sintonía -por una (¿y última?) vez- con la reseña de Carlos Boyero en El País, casi hasta en el título, Hipnosis en blanco y negro. Sorpresas te da la vida. O sea, el cine.)