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18/7/11

La herida de los signos



Uno de estos días, aprovechando una escena que se me resistía, enderezaba la espalda caminando por el pasillo y recorría los anaqueles de libros que frecuento apenas, muy de tarde en tarde, cuando venimos a Tui por más tiempo que una "visita de médico", que dice la madre de Ángeles. Le puse entonces la vista encima al lomo de Las palabras y las cosas, un libro de Foucault que compré, como dejé constancia en la portadilla, el 25 de mayo de 1985 en Tui, en una de esas colecciones -baratas- de bolsillo que se vendían en los quioscos. Recuerdo muy pocas cosas de ese libro, creo que sólo leí dos o tres capítulos, los dedicados a las Meninas y al Quijote, al que describe como un largo grafismo flaco como una letra, [que] acaba de escapar directamente del bostezo de los libros, y poco más; encuentro subrayados que no son míos sino de Ángeles, aquel año de finales de los ochenta cuando preparó unas oposiciones de Filosofía (se va a llevar una sorpresa cuando se lo recuerde en estas líneas). Me sigue gustando el título -Las palabras y las cosas- que remite al hiato entre el significante y el significado, a la herida -de los signos- que se abre entre las cosas y las palabras que las nombran, a esa quiebra entre el mundo y el lenguaje.  


Este libro nació de un texto de Borges -cuenta Foucault en el prólogo de Las palabras y las cosas-del encanto de otro pensamiento, el destilado en El idioma analítico de John Wilkins -publicado en Otras inquisiciones-, que cita "cierta enciclopedia china donde los animales se dividen en a] pertenecientes al Emperador, b] embalsamados, c] amaestrados, d] lechones, e] sirenas, f] fabulosos, g] perros sueltos, h] incluidos en esta clasificación, i] que se agitan como locos, j] innumerables, k] dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l] etcétera, m] que acaban de romper el jarrón, n] que de lejos parecen moscas". Las palabras y las cosas nace del asombro de esta taxonomía y busca comprender dónde hunde sus raíces el conocimiento y cómo el lenguaje deviene un desgarro con el mundo que nos define, que define al hombre. El arte no sería otra cosa que la tentativa -no inútil pero, quizá sí, ya condenada al fracaso- de restaurar la armonía entre las palabras y las cosas, entre el mundo y el lenguaje, ese mundo remoto, contiguo con aquél tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo, que García Márquez cartografía en Macondo con las primeras líneas de Cien años de soledad. Creo que iban por ahí las cosas que me rondaban en las cavilaciones de hace más de veinticinco años y que a veces se enhebraban con las conversaciones gozosas -el güisqui, el tabaco, las horas de la madrugada- con el maestro, con Ángeles y Esther. Y en ésas andaba, olvidada ya la escena que se me resistía, cuando recordé un hatillo, de palabras y cosas, de cosas y palabras.   




Cuenta Alberto Manguel en Historia de la lectura que en 1964, a sus dieciséis años, encontró un trabajo para después de clase en la librería Pygmalión de Buenos Aires. Una tarde entró Borges, acompañado por su madre de 88 años, en busca de libros para sus estudios de anglosajón. ¡Ah, Georgie!, dijo la madre de Borges, no sé por qué pierdes el tiempo con eso en vez de estudiar algo útil como el latín o el griego. Cuando ya se despedía, Borges le preguntó a aquel diligente muchacho que le había encontrado los libros si estaba ocupado por las noches, porque -se disculpó- necesitaba a alguien que le leyese, puesto que su madre se cansaba pronto. Durante los dos años siguientes, Manguel leyó para Borges. Un día "mientras me escuchaba leer el relato de Kipling  Más allá del muro, Borges me interrumpió después de una escena en que una viuda hindú envía a su amante un mensaje hecho con diferentes objetos recogidos en un hatillo, y me señaló lo poéticamente adecuado de la acción, preguntándose en voz alta si Kipling había inventado aquel lenguaje simbólico y concreto al mismo tiempo". 


En una nota al texto -de Historia de la lectura-, Manguel añade una fuente que por entonces ni Borges ni él conocían, la Historia de la escritura de Ignace J. Gelb, que despeja las dudas sobre el mensaje de Kipling. No se trataba de una invención. Una joven del Turkestán Oriental envió a su amante un hatillo que contenía un puñado de té, una brizna de hierba, un fruto rojo, un orejón [pedazo de fruta seca], un trozo de carbón, una flor, un terrón de azúcar, un guijarro, una pluma de halcón y una nuez. El mensaje decía: "Ya no puedo beber té, sin ti estoy tan pálida como la hierba, mi corazón arde como el carbón, eres tan hermoso como una flor, tan dulce como el azúcar, pero ¿tienes una roca en lugar de corazón? Volaría hasta ti si tuviese alas, soy tan tuya como una nuez que estuviera en tu mano".   
   
En el lenguaje ordinario, las palabras sirven para nombrar las cosas, pero cuando el lenguaje es realmente poético, las cosas sirven para nombrar las palabras, escribía Joseph Joubert. Sólo la poesía cicatriza la herida de los signos. Con un hatillo de palabras y cosas.


[Las fotografías son de Chema Madoz]

1/10/09

Poética (labriega)

Desde hace dos años tengo cerca un librito que abro en trances de confusión y me recuerda aquello que no debo olvidar, pero también me pone tareas y me disciplina, y de paso me amojona las ideas en las calendas del extravío. O sea, me regresa a casa cuando estoy a punto de perderme en el bosque, como Pulgarcito. El librito se titula Sobre arte y literatura y su autor es Joseph Joubert.


Joubert es de esos escritores sin obra o con una obra excesiva o con una obra única (literal y metafóricamente). Depende de cómo se mire. Escribió un diario de 9.000 páginas (sí, 9.000) de pensamientos, reflexiones y aforismos. Amigo de Chauteaubriand -que prologó la primera edición de sus Pensamientos en 1838, catorce años después de su muerte-, prefería sus lecturas, sus tertulias, sus sueños, sus caminatas de diez o quince quilómetros hiciera el tiempo que hiciera, que escribir diez líneas. En palabras de Sainte-Beuve, no era de esos que construyen y fundan, sino de los que siembran. Diríase que sacrificó su obra pensando sobre la obra.


Joseph Joubert (1754-1824)

Sobre arte y literatura,
editado por Periférica, contiene algunas de esos pensamientos cristalizados durante toda una vida de lector, de gran lector (no tanto a lo ancho, sino en lo profundo), de lector devoto, y constituye una poética brevísima y esencial. Aquí os dejo algunos hilos de las reflexiones decantadas por ese escritor inmolado en el aquel de pensar sobre la obra perfecta:


Un libro ordinario no debe contener más que un tema; pero un buen libro debe contener un germen que se vaya desarrollando por sí mismo como una planta.

Hay que tratar a las lenguas como a los campos; para volverlas fecundas, cuando ya no son nuevas, hay que removerlas desde lo más profundo.

No es necesario que haya amor en un libro para que nos encante, pero sí es necesario que haya mucha ternura.

Las palabras son como el vidrio; oscurecen todo aquello que no ayudan a ver mejor.

Homero pintó la vida humana; cada aldea tiene su Néstor, su Agamenón, su Ulises; cada provincia tiene su Aquiles, su Diómedes, su Áyax; cada siglo tiene su Príamo, su Andrómaca, su Héctor.

Una obra de arte no debe de tener el aspecto de una realidad, sino de una idea.

Lo importante, en la elocuencia y en las artes, no está en lo que decimos, sino en lo que dejamos oír; no está en lo que pintamos, sino en lo que dejamos imaginar.

En el lenguaje ordinario, las palabras sirven para nombrar las cosas, pero cuando el lenguaje es realmente poético, las cosas sirven para nombrar las palabras.

El final de una obra debe hacer recordar siempre el comienzo.

Sólo buscando las palabras se encuentran los pensamientos.

Hay mil maneras de decir lo que se piensa, y una sola de decir lo que es.

Antes de emplear una palabra hermosa, hazle un sitio.

Son buenas obras sólo aquellas que han sido durante mucho tiempo, si no trabajadas, al menos soñadas.

Hay que ser profundos en términos claros y no en términos oscuros.


En fin, un breviario de poética (labriega).