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8/8/13

Memorias de un mascarón de proa



Se estrenó hace setenta años. No es que sea una película de otro tiempo, que también, es que es cine de otro mundo. Quizá la película más bella producida por Val Lewton. Era la preferida de su director, Jacques Tourneur (sin olvidar la otra niña de sus ojos, Stars in My Crown). Y de Mark Robson, su montador. La preferida de Ruth Knapp, la mujer de Lewton, su chica desde el instituto.

Val Lewton con Ruth

Una película bellísima. De las que se gloría el sentido de la vista. Yo anduve con un zombie llegó a los cines el 30 de abril de 1943.


Fue la segunda película de la pequeña unidad del terror, creada en 1942 por el ejecutivo de la la RKO, Charles Koerner, con vistas a producir películas de terror de serie B -debían costar menos de 150.000 dólares- para nutrir programas dobles -debían durar un máximo de 75 minutos (Yo anduve con un zombie roda los 70')- y competir con las producciones de la Universal, los amos del terror a la sazón (acababan de estrenar El hombre lobo de George Waggner con guión de Curt Siodmak). El propio Koerner -experto en la gestión de salas de cine- decidiría los títulos a producir. Por lo demás, Val Lewton, como productor al mando de la unidad, podía hacer las películas como quisiera. Gracias a los dioses lares del cine, la primera película fue un cañonazo: La mujer pantera (1942) de Jacques Tourneur le permitió a Lewton defender su visión del cine de terror amparándose en el éxito de público en su estreno como productor. Una visión que no podía ser más distinta de la óptica de sus jefes -en particular los sucesivos jefes de la serie B (por debajo de Koerner, por encima de Lewton)-, a los que no les gustaba nada La mujer pantera, lo poco que salía el felino; en fin, repudiaban las sutilezas de Lewton y Tourneur. Total, que el público se portó -desde el decisivo pase de prueba-, si no quién sabe si llegaríamos a ver, como vemos, Yo anduve con un zombie.


Todo empezó con el título. Koerner -no hablaba por hablar- le encargó a Val Lewton (antes del rodaje de La mujer pantera) una película que se iba a titular Yo anduve con un zombie; se le había ocurrido leyendo I met a zombie  -"Conocí a un zombie"-, un artículo de Inez Wallace aparecido en la revista American Weekly sobre los rituales del vudú en Haití; en realidad, un refrito de materiales procedentes de La isla mágica. Un viaje al corazón del vudú, un libro de William Seabrook publicado en 1930 que causo tanta sensación como para convertirse en la semilla de los zombis fílmicos por venir. Lewton superó la aversión que le producía el título a través de la óptica de una adaptación de Jane Eyre: una Jane Eyre en las Antillas, fue el concepto que Lewton le vendió a la gente de su unidad. La historia de dos hermanos, la mujer que aman -esposa de uno, amante del otro- y la enfermera que la cuida. Pero, por encima de todo, la ambición de Lewton se cifraba en filmar una película hermosa (más hermosa aun que La mujer pantera). Por lo visto, hacía años que JacquesTourneur y él abrigaban la idea de adaptar, de alguna forma, la novela de Charlotte Brontë.

Jacques Tourneur

Lewton y Tourneur se habían conocido en 1934. Los había presentado Selznick durante la producción de Historia de dos ciudades y los puso al mando de la segunda unidad -Tourneur, como director, y Lewton, como productor y guionista (y lo que hiciera falta, era ayudante, investigador, editor de guiones con Selznick)- con el encargo de rodar el episodio de la toma de la Bastilla. Enseguida congeniaron. Investigaron durante dos meses en torno a la Revolución Francesa y escribieron un guión de quince páginas. Y rodaron la secuencia. Fue el primer trabajo importante de Tourneur, como director, en Hollywood. Y el comienzo de una gran amistad.

Fotogramas del episodio de la toma de la Bastilla 
rodados por Tourneur y Lewton 
para Historia de dos ciudades (1935) de Jack Conway. 

En 1941, poco antes de que Koerner lo contratara para dirigir la pequeña unidad del terror de la RKO, Lewton había trabajado por encargo de Selznick en el desarrollo de una adaptación de Jane Eyre. Precisamente cuando se encontraba inmerso en la documentación de la película, conoció a DeWitt Bodeen -el guionista de La mujer pantera, La séptima víctima o La maldición de la mujer pantera-; Lewton recordó que Bodeen (a la sazón trabajaba como lector en el departamento de historias de la RKO) había escrito un libro sobre las hermanas Brontë y Selznick lo contrató como documentalista -bajo la supervisión de Lewton- para ayudar a Aldous Huxley, que se afanaba con el guión de Jane Eyre. (En 1942, ya al frente de la pequeña unidad del terror de la RKO, Lewton pensó enseguida en Bodeen, lo reclutó como guionista y le hizo ver las películas de terror de la Universal, para que tuviera claro qué tipo de cine no iban a hacer; en principio, Koerner compartía el propósito de Lewton. Selznick acabó vendiéndole el proyecto de Jane Eyre a la Fox, que lo llevó a la pantalla; Robert Stevenson dirigió la película que se estrenó en 1943 -aquí se tituló Alma rebelde- y el guión lo firmaron Huxley y John Houseman, un amigo de Lewton, que producirá Cautivos del mal, la película de Minnelli donde se le rinde tributo a nuestro hombre.)

Fotograma de Jane Eyre de Robert Stevenson,
iluminada por George Barnes.

Koerner debía tener un interés especial en el proyecto porque contrató, para trabajar con Lewton, a Curt Siodmak -el guionista de El hombre lobo (de la Universal)-, que escribió la primera versión de Yo anduve con un zombie. Y Lewton le dijo que estupendo, que un placer trabajar juntos... y adiós. Y se puso manos a la obra en una nueva versión con Ardel Wray, una guionista de su unidad. En realidad, lo que no le gustaba del guión de Siodmak era su falta de ambigüedad; por así decir, todo quedaba claro, se ataban todos los cabos (o por lo menos, todo quedaba más claro, se ataban más cabos); pongamos por caso, en la versión de Siodmak resultaba meridiano que Paul, el marido, había convertido a su mujer en un zombi para impedir que se fugara con Wesley, su hermanastro, y tenerla en su poder para siempre. Pero la ambigüedad  es una condición esencial de las películas de Lewton, ahí anida justamente su poética, la poesía de su cine. (Sobra decir que Yo anduve con un zombie es de esas películas que producen sarpullidos a quienes sólo buscan en las películas un guión de hierro, estructurado con una lógica causal y un tercer acto con todos los cabos bien atados.)


Ahora vienen a cuento dos o tres cosa que sabemos de nuestro productor-autor. En sus años RKO, Lewton tuvo que pelear cada una de sus películas, y eso que trabajar para un tipo como Koerner fue lo mejor que le pasó como productor; desde luego le acabó con la salud, pero pudo materializar su cine, y qué demonios, la vida siempre nos acaba matando. Lewton era un tipo obsesivo, convencido de que las pequeñas películas (hechas con cuatro duros y en tres semanas para las sesiones continuas en los tiempos oscuros de la 2ª guerra mundial) también podían ser hermosas, que nunca serían demasiado buenas para los buenos espectadores que sabrían apreciarlas. Por eso preparaba con fervor cada una de sus películas sin descuidar los mínimos detalles, desde el guión hasta el atrezo, como le había contagiado Selznick; además, presa de miedos y fobias, padecía de insomnio y se pasaba las noches trabajando en sus producciones. Y menos mal que padecía insomnio porque, si no, a ver cómo iba a hacer películas tan hermosas con plazos tan apremiantes; basta cotejar unas fechas para hacerse una idea del ritmo febril y fabril de la pequeña unidad del terror de la RKO: rueda La mujer pantera entre el 28 de julio y el 21 de agosto de 1942, y dos meses más tarde, entre el 26 de octubre y el 19 de noviembre de 1942, ya está rodando Yo anduve con un zombie, y dos meses después El hombre leopardo, y dos meses más tarde La séptima víctima... Y así sucesivamente.

Crédito de Val Lewton en La isla de los muertos (1945), 
una de sus últimas películas en 
la pequeña unidad del terror de la RKO.

Lewton era un hombre culto; tenía la casa llena de libros (podía leer una novela de 200 páginas en 45 minutos) y una memoria formidable le permitía recordar pasajes enteros de cualquier libro que hubiera leído. Amaba la literatura y pespuntar unos versos de John Donne aquí o allá, en esta o aquella película, como al final de La mujer pantera, los versos del quinto de sus sonetos sagrados: 

But black sin hath betrayed to endless night 
My world, both parts, and both parts must die.

Pero el negro pecado hunde en la noche eterna
de  mi mundo ambas partes, y ambas deben morir.
(Traducción de Carlos Pujol.)


O en La séptima víctima, otros dos versos, del primero de los sonetos sagrados:

I run from death, and death meets me as fast, 
And all my pleasures are like yesterday.

Voy corriendo a la muerte y ella corre hacia mí,
mis placeres son ya como el día de ayer.
(Traducción de Carlos Pujol.)


Claro que si hablamos de citas no podemos dejar de mencionar las pictóricas que amojonan el cine de Lewton, pongamos por caso el Manolito Osorio de Goya  en La mujer pantera (como elemento del decorado: lo tiene Irena encima de la chimenea y nunca se subraya su presencia) y en La maldición de la mujer pantera (como un ingrediente de la trama: habla del pasado de Oliver, de su relación con Irena).

Arriba, fotograma de La mujer pantera (podemos ver 
tras Irena, la parte inferior de la pintura de Goya). 
Abajo, fotograma de La maldición de la mujer pantera 
con el retrato de Manolito Osorio. 


Volvería a inspirarse en Goya, esta vez en Los desastres de la guerra, para el campo de batalla al comienzo de La isla de los muertos. Y encontramos ecos de la obra de Hogarth -a través de efectos cuadro- en Bedlam.Y, desde luego, mención especial merece La isla de los muertos de Böcklin.

Versión de 1880.

Una versión de 1883.

Una condesa le había encargado a Böcklin un cuadro para soñar. En un principio, el pintor lo tituló Lugar tranquilo. Pintó varias versiones con variantes de formato, luz, tamaño y disposición de los elementos en esta revisión (del mito) de la barca de Caronte. Era el cuadro preferido de Lewton, verdadera imagen-encrucijada, y aun matriz temática y figurativa de su cine: el tránsito entre los vivos y los muertos -Yo anduve con un zombie-, la isla -Yo anduve con un zombie y La isla de los muertos-, el cementerio -El hombre leopardo y Los ladrones de cadáveres-, el barco -El barco fantasma-, un lugar de clausura, de encierro -Bedlam-, un escenario habitado por historias olvidadas y voces remotas -La mujer pantera y La maldición de la mujer pantera-. Cabe imaginar el ciclo de terror de Lewton en la RKO como un único filme, donde todas las películas se comunicarían a través de pasajes espectrales, con el cuadro de Böcklin como mapa. Cómo no imaginar el lugar de trabajo de Lewton presidido por una reproducción de La isla de los muertos, como un programa fílmico. Y no puede sorprendernos que haya citado la pintura, no ya en una película con el mismo título -donde el cuadro se transfigura en decorado-, sino también en Yo anduve con un zombie, donde La isla de los muertos de Böcklin aparece como tal cuadro, colgado en la habitación de Jessica, la paciente que cuida Betsy, la enfermera.


Si cada película representaba una batalla para Lewton se debía, en buena medida, a que se veía en la necesidad de defender su visión del cine de terror (inseparable de su visión del cine y de la alta consideración que le tenía al espectador). Y ahí radica uno de los problemas, en el término terror, que define un género. En esa palabrita se cifra una de las motivaciones de este aparte en el rumbo de Yo anduve con un zombie, pero no tan aparte porque esta película representa una prueba del nueve del cine -de terror- de Lewton (otra sería La séptima víctima, tan olvidada). Unos meses después de su estreno, apareció en las librerías de Estados Unidos una antología de relatos de terror y misterio prologado por Boris Karloff, el actor que había encarnado al monstruo de Frankenstein (su más excelsa encarnación, diríamos), pero también un hombre muy culto, un estudioso de la literatura fantástica, los cuentos de hadas y la obra de Conrad. El actor sugería la pertinencia de diferenciar el horror y el terror. En el territorio del horror ubicaba todas aquellas figuras o asuntos de carácter más o menos repulsivo, en una palabra, el gore. En los dominios del terror residen la creación del miedo, sí, pero un miedo generado a través de lo sugerido, un sentimiento que se entraña en lo más profundo del espectador mediante el despliegue de los poderes de la elipsis (de lo que no vemos pero presentimos, de lo que queda fuera de campo), esos poderes del cine de Lewton y Tourneur a los que rendía tributo, en Cautivos del mal, la escena de La maldición de los hombres pantera. Dicho de otra forma, Karloff y Lewton hablaban el mismo idioma del miedo. Cómo va a extrañarnos que el primero acabara de protagonista en las tres últimas películas del segundo en la RKO: La isla de los muertos, Los ladrones de cadáveres y Bedlam.

Boris Karloff y Val Lewton durante el rodaje de Bedlam

Contemos, como quien dice entre paréntesis, que Boris Karloff  fue contratado por Jack Gross, un ejecutivo procedente de la Universal y jefe de la serie B en la RKO a la sazón, y asignado a la unidad de Lewton. A nuestro hombre le sentó como un tiro. No sólo se trataba de una injerencia en sus dominios, sino que Karloff era un emblema de la escuela de terror de la Universal, un estilo que Jack Groos pretendía trasplantar a la RKO, justo lo que Lewton rehuía: era un anti-Universal militante. Como Tourneur. Ya durante la preparación de La mujer pantera, Lewton mandó proyectar para el guionista DeWitt Bodeen y el resto del equipo las películas de terror de la Universal para dejarles claro que no iba a producir ese tipo de cine. Lewton no quería películas que asustaran, sino que inquietaran; su cine -sobre todo en las películas que hizo con Tourneur- se hilvana con una sintaxis de sombras y destila una poética del desasosiego. (Hasta qué punto podía llegar el absurdo en aquellas fábricas de películas que la RKO publicitaba a Val Lewton como "sultán del escalofrío" y otras lindezas similares. Otra prueba: los carteles que diseñaba el estudio para sus películas; basta ponerle los ojos encima a los de Yo anduve con un zombie: salta a la vista que traicionan el estilo Lewton al prometer lo que nunca se va a ver, los sustos que los espectadores nunca van a experimentar. Que la película fuera un éxito de público dice mucho de aquellos espectadores, y no digamos de los de ahora.)


Claro que, si contemplamos las películas de la Universal -que detestaban Lewton y Tourneur- desde el presente y a la luz de la deriva del cine -y más concretamente del cine de terror-, entonces ese rechazo de los cineastas deviene exagerado y aun injusto, aunque también es cierto que si se comparan la escuela Lewton y la escuela Universal es imposible no apreciar las diferencias. En todo caso, el frente del rechazo radical de Lewton y Tourneur también resulta explicable, no sólo por el aquel de articular una mirada -una estética- propia, que también, sino por el contexto de la militancia anti-Universal: no tienen nada que ver el cine que representaban Frankenstein de James Whale o La momia de Karl Freund, verdaderas joyas del estudio a principios de los 30, con El fantasma de Frankenstein o La tumba de la momia, de principios de los 40, justo cuando se fraguó la pequeña unidad del terror de la RKO. Y no menos explicable resulta, entonces, el rechazo que le inspiraba a Lewton la figura de Boris Karloff, pero pronto se entendieron de maravilla; un hombre culto como Karloff disfrutaba con el gusto refinado de Lewton y llegó a confesar que el productor lo rescató: a esas alturas era un muerto viviente y con Lewton recuperó su alma. Cerremos, pues, el paréntesis.


El propio Lewton explicó, de forma llana, su visión del cine de terror tras el estreno de La mujer pantera en una entrevista publicada en Los Angeles Times (aunque no fuera, sobra decirlo, tan sencilla; todo lo contrario, era sofisticada pero discreta, elegante pero no elitista; y desde luego no era una fórmula):

Nuestra fórmula es simple. Una historia de amor, tres escenas de terror sugerido y una de violencia. (...) Eliminamos la fórmula del horror desde el principio. No queríamos ningún argumento espeluznante. Ninguna máscara inhumana, con dientes rechinantes y peluda. Ninguna manifestación física chirriante. Ningún terror excesivo. No se puede sostener un terror demasiado tiempo. Llega a ser hilarante. Pero toma una dulce historia de amor, o una historia de antagonismos sexuales, sobre personas como nosotros, no "freaks", y sustituye el horror aquí y allá por la sugestión, y habrás conseguido algo. O, por lo menos, pensamos que lo tienes. Esa es la línea que tratamos de seguir.


No me voy a enredar en  una discusión teórica acerca del terror, un género de fronteras movedizas, contiguo a menudo -en el cine de Lewton- con el fantastique (La maldición de la mujer pantera), a veces, o con el noir (La séptima víctima). En todo caso cabe apuntar que el cine -de terror- de Lewton explora las fuerzas oscuras (los dominios de lo oculto que escapa a nuestro control y asedia nuestras vidas), los hechizos remotos, los mitos olvidados (el vudú en Yo anduve con un zombie), las reminiscencias del pasado, trastornando a los personajes de sus filmes que acaban transitando un territorio (más mental que geográfico) donde se borran las fronteras entre el pasado y el presente, donde -como decía Faulkner- el pasado no ha pasado aún (no otro es el hilo que pespunta un motivo temático primordial en el tejido de Yo anduve con un zombie: la esclavitud, con un tratamiento insólito a la altura de 1943), y los deseos reprimidos como fuerza motriz de lo monstruoso, lo otro que saja la piel de las apariencias, lo siniestro que perturba lo civilizado (otro hilo cardinal de Yo anduve con un zombie: la ¿locura? de Jessica se relaciona con una transgresión, amar al hermanastro de su marido; Betsy quiere represar su deseo por Paul, al que cree enamorado aún de su mujer, y concibe la idea de salvar a Jessica para él, se sacrifica por amor, y como último recurso confía en el vudú; aunque, como veremos, nunca podremos disfrutar de una certeza absoluta a propósito del sacrificio de Betsy, la película sólo propicia las conjeturas, y disfrutar, lo que se dice disfrutar, sólo de la ambigüedad).


Lo remoto se enseñorea del presente. Lo oculto sienta sus reales en lo doméstico. Lo insólito subvierte lo cotidiano. Lewton, geógrafo de las tinieblas, se ha dedicado a borrar las fronteras entre lo visible y lo invisible, entre lo real y lo imaginario, entre el pasado y el presente, en el aquel de destilar una insondable memoria de lo oculto. Y lo esencial: Lewton sabe que si lo extraño -lo desconocido, lo otro- fuera un enigma, podría plantearse su resolución, pero se trata de un misterio, y los misterios no se resuelven, son elusivos per se; se perciben, se vive con ellos, si se puede, pero sin dejar de ser misterios. De ahí la incertidumbre sustancial de un universo fílmico donde conviven lo real y lo sobrenatural, este mundo y el trasmundo; donde se disponen lugares y figuras para iluminar lo que no puede verse, dicho de otra forma, para alumbrar una ausencia, para dar forma a lo presentido; un universo, en fin, tan inaprehensible como las sombras. Una trama, un tejido, una  telaraña de sombras deviene así Yo anduve con un zombie, iluminada por J. Roy Hunt.


Por eso los filmes de Lewton se construyen alrededor de una elipsis primordial, sobre lo no dicho, sobre lo radicalmente otro. De ahí que sólo puedan respirar en una atmósfera de ambigüedad. El misterio sólo sobrevive al amparo de las sombras. Tenía razón Robin Wood: nos conformamos con la noción cine de terror a propósito de filmes como Yo anduve con un zombie porque no encontramos otro término más apropiado.


Lewton era un productor que propiciaba la inspiración compartida. Quería que todos sus colaboradores estuvieran al tanto del desarrollo de cada proyecto en cada uno de los departamentos, y contribuía a crear una atmósfera que favoreciera las aportaciones de cada cual en cualquier esfera de la producción de una película. Verna De Mots, la secretaria de Lewton, evocando el ambiente de trabajo, señalaba que la pequeña unidad del terror y la unidad de comedia se hallaban separadas por un vestíbulo, pero éramos nosotros los que más nos reíamos. La oficina siempre estaba llena de escritores y directores bromeando y hablando de Rusia [de donde era originario Lewton] mientras tomaban té y galletas. Con lo bien que lo pasábamos era casi imposible creer que fuésemos capaces de hacer once películas en esos tres años y bastante buenas. Val era una persona maravillosa, cariñosa, sensible y dulce.

Val Lewton con su hermana Lucy 
y su secretaria Verna De Mots. 

Ardel Wray, que escribió la segunda versión del guión de Yo anduve con un zombie, evocó sus jornadas de trabajo con Lewton, cómo la sumergió en una marea de libros sobre el vudú haitiano, todos cuantos consiguió encontrar el productor, un investigador adicto y adictivo; cómo la mandó a comprar la muñeca que se utiliza en el ritual (como una forma de prolongar su inmersión más allá de las páginas del guión); cómo la hizo vivir el tránsito espectral de Betsy con Jessica a través de la plantación en un paseo a medianoche por un baldío mientras trabajaban en el guión.


Lewton procuraba el compromiso emocional de sus colaboradores con la película contándosela oralmente, con una puesta en escena que figuraba los efectos de iluminación que imaginaba en la pantalla, bajando la voz y apagando las luces en tal o cual momento de la historia, dirigiendo la luz de un flexo contra una pared para producir sombras movedizas con las manos o con todo el cuerpo... tal como vemos hacer a  Jonathan Shields en Cautivos del mal, dando vida con las sombras a La maldición de los hombres pantera (como seguramente le contó John Houseman al guionista  Charles Schnee y a Vincente Minnelli que hacía Lewton).

La oscuridad tiene vida propia...

Aunque trabajaba mano a mano con los guionistas, Lewton casi nunca firmaba los guiones de sus películas (salvo en Los ladrones de cadáveres y Bedlam, bajo el seudónimo de Carlos Keith), ni siquiera aparece acreditado en el de una película con una historia tan suya como La maldición de la mujer pantera o en el de La isla de los muertos, que concibió a partir de su cuadro de cabecera; eso sí, siempre escribía la versión definitiva del guión de todas y cada una de sus películas.


Y describe cada escena con un grado de detalle inusual en los guiones de Hollywood, como puede comprobarse en estas líneas a propósito del mascarón de proa en el jardín de los Holland:

En el jardín junto al torreón hay una fuente. El detalle más sorprendente de este manantial o fuente, que brota de una grieta en las piedras de la torre, es que, en lugar de caer directamente en la cisterna, vierte primero en los hombros de un enorme mascarón de madera de teca de San Sebastián. De los hombros del santo caen dos arroyuelos que se deslizan sobre su pecho. El pecho de madera de la estatua está perforado con seis largas flechas de hierro. El rostro aparece gastado y negro. Sólo unos pocos trazos de pintura blanca persisten todavía en un halo sobre su cabeza.


El agua llueve sobre el mascarón de proa (del barco negrero que trajo a los esclavos a la isla antillana), al que los negros llaman T-Misery; una figura que parece llorar todas las lágrimas derramadas desde África por los padres y madres, abuelos y abuelas, de los negros de la isla que, como le cuenta Paul a Betsy, han vivido la existencia durante generaciones como una condena, por eso lloran en los alumbramientos y bailan en los entierros. El mascarón de proa deviene un motivo poético a modo de encrucijada del pasado y el presente, de los tránsitos sonámbulos de unos personajes atrapados en una atmósfera donde se desdibujan las fronteras entre el día y la noche, donde lo visible sólo destila sombras, y en un mundo de sombras nada es lo que parece. Como le explica Paul a Betsy en el barco durante la travesía nocturna hacia la isla, la belleza que la enfermera admira en el mar es pura ilusión, esa fosforescencia  se debe a una miríada de criaturas muertas en estado de descomposición, una mirada que sirve de llave para ver la película.


Ninguna película como Yo anduve con un zombie desvela esa poética de las sombras que profesaban Val Lewton y Jacques Tourneur. Nunca como en Yo anduve con un zombie se vio tan arraigada esa ambigüedad que caracterizaba la visión del cine de terror que compartían; una ambigüedad que se transfigura en una matriz de dudas: ¿Quién es el responsable de la condición zombie en que deambula Jessica? ¿Paul, su marido, que destruye cualquier sombra de belleza, todo sentimiento de vida? ¿Wesley, el hermanastro de Paul, enamorado de Jéssica? ¿La madre de ambos, que se siente culpable por haber ahogado el amor de Jessica por Wesley? (Ese turbio pasado familiar que aflora en los versos de ese romance en la voz de ese cantante de calipso llamado Sir Lancelot.) ¿Por qué Paul se deja convencer por Betsy para aplicarle un shock de insulina a Jessica, si el tratamiento puede matarla? ¿Transige porque suspira por recuperarla o por librarse de ella?


O al revés, ¿por qué Betsy quiere convencerlo, porque hay una posibilidad de devolverle a Jessica o precisamente porque está enamorada de Paul y Jessica puede morir? Cuando el tratamiento fracasa, a Paul y Betsy se les ve decepcionados ¿por qué no curaron a Jessica o porque no murió?  Sospechamos... entonces aparece Wesley y los acusa de querer matar a Jessica. (Primero la película genera dudas y luego irrumpe un personaje convencido de la hipótesis que había germinado en nosotros.) ¿Y por qué Betsy lleva a Jessica a la ceremonia vudú? Como apuntaba Robin Wood en uno de los mejores textos que se hayan escrito sobre la película, palabrear Yo anduve con un zombie, un prodigio de incertidumbre, tiene mucho que ver con desgranar el rosario de ambigüedades que la amojonan.

Yo anduve con un zombie. Parece extraño... 
escuchamos en la voz de Betsy al principio de la película.

Diríase que una cámara sonámbula ha filmado Yo anduve con un zombie y no podemos estar seguros de qué se cuenta y mucho menos de quién cuenta, quizá el brujo de un ritual vudú. Importan mucho más esas imágenes que nos atraviesan el mirar y despiertan ecos oscuros en los adentros, una memoria de lo oscuro, por así decir, más que lo que esas mismas imágenes cuentan; unas imágenes que se hilvanan con una lógica poética (no irracional, pero sí no-racional) alrededor de un centro que deviene pura elipsis. Porque lo verdaderamente extraño no puede explicarse, sólo aludirse. Porque en un mundo de sombras, no queda otra que andar a tientas.


En una última secuencia bellísima afluyen las corrientes subterráneas que resonaban  en el curso de la película, cuando Wesley, llevado por un arrebato mata a Jessica con una flecha que arranca del pecho del mascarón.


La libera en un movimiento dominado por el vudú y se pierde con ella en el mar, ese cementerio marino del que hablaba Paul en una de las primeras secuencias.


Los pescadores encuentran a Jessica (con ecos de la iconografía de una Ofelia) y Carre-Four, el negro guardíán de las encrucijadas, devuelve el cadáver a la mansión de los Holland.


Y la película termina con un travelling hacia T-Misery.


Quizá el único que cuenta, el único que podría contarlo todo. Hemos visto Yo anduve con un zombie como si llovieran en nuestra mirada las memorias de un mascarón de proa.

20/5/12

La aguja de marear (de Carlos Pujol)




Cada personaje somos nosotros o es un error, cada palabra es nuestra o nos equivocamos.

Hay que escribir como un sonámbulo. Lo demás es oficio, necesario, pero no basta.

Escribir de un modo que dé la sensación al lector de algo que necesariamente tenía que expresarse así, con estas mismas palabras y en este orden. Si cabe algún resquicio para la duda es que nos hemos equivocado.

En literatura las buenas ideas se reconocen en seguida: tienen ya como trazado su cauce de palabras, y son alegres y sorprendentes.

Se escribe con recuerdos e imaginaciones, no con lo que se ve.

Hay que cerrar los ojos para ver mejor lo que se está escribiendo.

Se escribe para oír la música de dentro.

La literatura de verdad sale de lo incomprensible.

Una novela mete el mundo en un frasco de cristal; el contenido adopta su forma, pero la vasija ha de ser transparente.

Lo que se pueda decir en prosa que no se diga en verso; lo que se pueda contar sin ficción que no se cuente con el disfraz de la novela.

Decir lo máximo con recursos mínimos. O que lo parezcan.

El cine, hijo adulterino de la novela, da consejos de oro a su madre.

La difícil paciencia, corregir flaubertianamente.




                                                         (Del Cuaderno de escritura de Carlos Pujol.)

7/3/12

La campana



Esta pietà cierra una de las más bellas secuencias de Andrei Rublev, y de la filmografía de Tarkovski; una película que destila quizá la más honda y lírica experiencia sobre el aprendizaje de la vida y el destino del artista en el mundo, y a propósito de la ascesis y la ebriedad de la creación. Un viaje íntimo en busca de la verdad que, como saben los poetas -y escribía Carlos Pujol en unos versos-, nunca es definitiva ni clara ni tajante, sino un peregrinaje interminable.


Andrei Rublev acoge en su regazo al joven fundidor de campanas que llora, desbordado por las emociones,  extenuado por la tensión de la obra recién terminada, después de vivir unas jornadas desvelado, poseído, febril... consumido en la zarza ardiente de su visión. Y Andrei Rublev, rompiendo el voto de silencio, lo consuela, le habla de la felicidad que el tañido de la campana ha despertado en las almas de las gentes: ¿Por qué sigues llorando? Ven conmigo. Tú fundirás campanas y yo pintaré iconos. Vamos a la Santa Trinidad, vamos juntos. ¡Mira que fiesta, qué alegres están todos..!   La cámara se desliza por las figuras del pintor de iconos y el joven fundidor de campanas hasta los rescoldos de un fuego... Así termina el último capítulo de Andrei Rublev, el bellísimo episodio de La campana (aún veo al maestro evocando la secuencia mientras paseamos por Tui, una de tantas veces que la película se nos presentaba en nuestras conversaciones y nos entregábamos con fruición a rememorarla). Sólo entonces Tarkovski nos muestra algunos fragmentos de los iconos de Andrei Rublev.


Porque Andrei Rublev no es un biopic sino un viaje de iniciación o, si se quiere, de formación de la mirada, por eso nunca vemos al protagonista pintar, pero siempre lo descubrimos en el aquel de mirar.


Tarkovski no pretende contar la vida de Andrei Rublev sino algunos de los encuentros cardinales donde germina la sensibilidad de un artista, por eso estructura la película en ocho epìsodios de la vida de Andrei Rublev en los primeros años del siglo XV, como si de escenas de un retablo medieval se tratara, enmarcados con un prólogo y un epílogo (con las únicas imágenes en color del film, las que corresponden a los iconos del pintor).


De hecho, en la mayoría de esas escenas Andrei Rublev no tiene un papel protagonista, no lleva la historia sobre sus hombros, sino que la sufre o la contempla, como en el caso del episodio de La campana cuyo protagonista absoluto es el joven fundidor, que deviene una metáfora del artista y una metonimia de los dos Andrei; del artista en que se convertirá Rublev, desde luego, pero también del artista que ya era Tarkovski: qué semejantes el joven fundidor y el cineasta; el mismo arrebato, el mismo fuego de aquél lo hemos visto en éste cuando dirige una escena, cuando habla con el director de fotografía o con los actores.



Hasta el episodio de la fundición de la campana puede verse como una metáfora del rodaje de una de sus películas, de la propia Andrei Rublev sin ir más lejos.




En ningún momento se nos aparece Andrei Rublev como el motor de la historia, sino como un hombre -un pintor- que vive su tiempo histórico con todas sus consecuencias, un artista que experimenta en carne propia un mundo en crisis. Y experimenta la tentación, cuando tras las candelas que se mueven en la espesura del bosque al anochecer descubre a hombres y mujeres desnudos que acuden a celebrar ritos paganos en las aguas del río.


O la visión del Calvario en la nieve que le hace sentir la obligación del artista de recordarle constantemente a sus semejantes que son seres humanos.




Una escena que deviene un maravilloso tratado de manchas. A través de la maravillosa fotografía de Vadim Yusov, Andrei Rublev alcanza momentos de una sobrecogedora abstracción, como esas manchas sangrantes -en blanco y negro- sobre la nieve, que encontrarán su eco en otros momentos de la película.


Cuando concibe el proyecto de Andrei Rublev, en 1960, Tarkovski no ha cumplido los veintiocho años; acaba de terminar sus estudios en el VGIK, la escuela de cine de Moscú, y aún no ha realizado La infancia de Iván, su primer largometraje. Empieza a escribir el guión de Andrei Rublev con Andrei Konchalovski, compañero y amigo de la escuela de cine. La película -de los tres Andrei, como se ve- experimentó múltiples avatares desde el guión hasta el montaje original de 215 minutos en 1966, pero no se estrenó hasta 1969, en la URSS y en el Festival de Cannes, aunque sólo en 1971 empezó a distribuirse en condiciones normales. La versión más completa que puede verse ronda las tres horas. A pesar de las modificaciones del guión y los cortes del montaje original impuestos por el Goskino -el organismo estatal de la URSS que se ocupaba de los asuntes del cine-, uno no puede imaginar que Tarkovski hubiese podido abordar una película como el Andrei Rublev -su segundo largometraje- en otro lugar que en aquella URSS.


Larissa, la segunda mujer de Tarkovski, contó que Andrei había participado en una sesión de espiritismo, como un juego, no porque creyera en esas cosas, y el cineasta se refiere a esa sesión en un  par de entradas de sus diarios. El caso es que, por lo visto, se manifestó el espíritu de Pasternak, y Tarkovski le preguntó cuántas películas iba a hacer en su vida. "Siete", dijo el espíritu. El cineasta se sorprendió, le parecieron pocas. El espíritu de Pasternak insistió: "Siete, pero todas buenas". Al maestro le hubiera gustado esta anécdota. Recuerdo que, no pocas veces, transitábamos los pasajes que comunican el mundo del Andrei Rublev con El séptimo sello (1957), y el maestro evocaba entonces la escena con el pintor de la iglesia románica, uno de sus momentos preferidos del filme de Bergman.        


En La confesión: género literario de María Zambrano, encuentro un párrafo que subrayé a finales de los ochenta:

Artista es aquél que puede descender hasta tal profundidad de sí mismo donde encuentra unas visiones que a la par son acciones; el arte verdadero disipa la contradicción entre acción y contemplación, pues es una contemplación activa o una actividad contemplativa, una contemplación que engendra una obra, de la que se desprende un producto. Por eso anula a la par la diferencia entre lo real y lo imaginario, entre lo natural y lo fingido. Hay un trozo de un libro sagrado de China, en que este prodigio está señalado de la manera más nítida y humilde, como el agua. En el Tschuang-Tsé leemos la admirativa pregunta dirigida a un artesano por la ejecución perfecta de un campanario de madera, y él responde: "Yo soy un artesano y no tengo secreto alguno. Sin embargo hay una cosa en que consiste mi obra. Cuando me disponía a hacer el campanario me guardé muy bien de derrochar mis energías. Ayuné para aquietar mi corazón. Después de haber ayunado varios días ya no osaba pensar en la ganancia ni en los honores; después de cinco días de ayuno me había olvidado ya de mi cuerpo y de todos mis miembros. En aquella época ya no pensaba tampoco en la Corte de Vuestra Alteza. De este modo me recogí en mi arte y todos los ruidos del mundo exterior desaparecieron para mí. Fuime después al bosque a contemplar los árboles en su natural crecimiento. Una vez que tuve el verdadero árbol ante mi vista, me encontré con el campanario terminado, de suerte que no tuve más que echar mano de él. Si no hubiera encontrado el árbol hubiera abandonado mi empeño. Pero por haber hecho actuar mi naturaleza conjuntamente con la naturaleza del material, es por lo que las gentes dicen que es una obra divina".

Este Tschuang-Tsé de María Zambrano es el mismo Chuang Tzu de aquel cuento chino de Italo Calvino en el capítulo sobre la rapidez de las Seis propuestas para el milenio. El texto parece escrito a pie de pantalla, con la mirada aún a flor de piel, del bellísimo episodio de La campana, pues un mismo acorde reúne la secuencia del Andrei Rublev con las líneas de María Zambrano, y aun parece germinar también en las entrañas de la poética de Tarkovski desgranada en su libro Esculpir en el tiempo (un título que debiera haberse traducido -con precisión- como Esculpir el tiempo). El trance del artesano del campanario es el mismo del joven fundidor de campanas que abraza Andrei Rublev, el mismo del pintor de iconos, el mismo de Tarkovski que abraza la pietà con su película, desnudándose con la mirada.


Porque una obra de arte es también una confesión íntima, que Andrei Rublev, como la obra entera del cineasta, conjuga con tierra, agua, aire y fuego, transfigurados en La campana como un acorde del alma.