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3/8/13

Cosecha de aluvión



La belleza, noble señor, no es tanto una cualidad del objeto observado cuanto un efecto sobre el observador. (Spinoza, Carta a Hugo Boxel.)

Sólo donde hay tumbas hay resurrecciones. (Nietzsche)

Las películas que hemos querido ver, sin conseguirlo, son como vidas que hemos podido vivir y se nos escaparon. (Ramón Gómez de la Serna)

El futuro del cine es su pasado. (Serge Daney)

El que escriba puede ser malo, pero el que corrija debe ser muy bueno. (Leila Guerriero)

La roca del mundo está sólidamente asentada sobre las alas de un hada. (Scott Fitzgerald, El gran Gatsby.)

La vida de la gente es suficientemente interesante si consigues captarla tal cual es: monótona, sencilla, increíble, insondable. (Alice Munro)

Hay cosas en el fondo de nuestras almas que nos harían pedazos si las conociéramos. (Van Gogh)

Por encima de todo, un libro debe constituir un peligro. (Cioran)

Con pequeños malentendidos con la realidad construimos las creencias y las esperanzas, y vivimos de las cortezas a las que llamamos panes, como los niños pobres que juegan a ser felices. (Pessoa, Libro del desasosiego.)

Así en cada época es preciso intentar arrancar de nuevo la tradición al conformismo que siempre se halla a punto de avasallarla. (Walter Benjamin)

Allí donde está el peligro, allí crece también lo que salva. (Hölderlin)

Lo que yo quiero es lo definitivo por azar. (Godard)

4/5/13

Retoños de lo invisible


Dibujar y contar son formas de mirar. Formas de atención. Lentes para observar algo que pide ser dibujado, una historia que implora ser contada. Dibujar y contar conjugan distancias del mirar. (Distancias, como declinaciones del mirar.) Mirar acerca. Dibujar y contar devienen momentos de un mismo movimiento. Promesa y profecía. Una cita secreta y un adiós. Viáticos de lo invisible. Contrabando de esperanza. Dibujar y contar dejan en herencia formas de prestar atención. Somos retoños de los relatos que nos han conmovido. Que nos han soñado. Que nos han alumbrado.

Me pregunto por qué no tomaron nota 
de esta cubierta en la edición española.

Dibujos e historias -campesinos de los adentros- pespuntan El cuaderno de Bento, la conversación (inacabada e inacabable) de John Berger con (Bento) Spinoza, el cuaderno de dibujo -perdido, recordado, imaginado- del filósofo y pulidor de lentes soñado por el escritor; al fin y al cabo, dibujar y contar sirven para acompañar a algo invisible hacia su destino insondable.


(Con el maestro en la memoria, prendida en los amarillos que Ángeles vela en el jardín, veo acercarse el gato de la aldea que viene a visitarnos a la hora del crepúsculo, acaso de vuelta de alguna selva. Luego se va a dormir a una de las páginas de Berger en El cuaderno de Bento, quién sabe si un sueño de tigre.)  

18/9/12

La trama de las palabras


Leo con una semana de retraso (la que hasta ayer llevaba ausente de esta escuela) una entrevista con Aaron Sorkin en la revista de El País. Preferí aparcarla mientras acabamos de ver la primera temporada de The Newsroom (o sea, "La redacción"), la última serie del guionista, el autor de El ala oeste de la casa blanca, o para ser más precisos, de las cuatro primeras temporadas, las mejores, con algunos de los episodios más brillantes -y memorables- de la ficción de este siglo. Ya se ha dicho aquí, las mejores series americanas -el mejor cine americano de ahora (pongamos por caso Mad Men)- son series de guionistas, y casi se podría decir -lo digo- que representan el reino del guión, donde ese texto combustible arde mejor, o digámoslo de esta otra manera, donde mejor puede arder. Pero, aun tratándose de una serie puro Sorkin, The Newsroom, dista de ser el mejor Sorkin.

Ala izda., Aaron Sorkin en el set de The Newsroom

Me explico, trata de la escritura de la realidad, de trasladar la realidad al papel y a la pantalla -en este caso, aborda el periodismo de televisión- y despliega esos diálogos -marca de la casa- con dos personajes que mantienen -en la misma escena- dos conversaciones a la vez -entreveradas- donde una denota la trama periodística -del episodio- y la otra la trama íntima -del arco de la temporada-; y por supuesto -tratándose de una serie puro Sorkin-, el periodismo no se nos muestra como es sino como debiera ser. Pero -el gran pero de The Newsroom- el artificio, o sea, la carpintería del guión se nota demasiado, es como si Sorkin nos estuviera diciendo: ¿os dais cuenta de cuán brillante soy? Quizá porque el talón de Aquiles del guionista salta a la vista como nunca antes: ese desajuste -casi patológico- entre la inteligencia (profesional) y la incompetencia (íntima, emocional) de los personajes, ese infantilismo que roza lo inverosímil en el conflicto amoroso de los protagonistas (en el aquel de marear la perdiz para dilatar su resolución), resulta cansino, empalagoso, como esos platos demasiado cocinados o salsas demasiado condimentadas, y echamos de menos la levedad del vuelo de El ala oeste incluso en las tramas más densas o frondosas. Esta vez a Sorkin se le fue la mano. Y ya que la temporada se trufa con alusiones al Quijote, la novela de cabecera del guionista -tiene un molino de viento en la mesa de su despacho y sus personajes se aventuran en los entresijos de lo real porfiando quimeras (ese periodismo como debería ser)-, sería deseable que la citas tuvieran mayor enjundia, mayor complejidad -la del mundo de Cervantes, la de nuestro mundo que quiere reflejar Sorkin-, y desdeñara el esquematismo y la banalidad que acaban por estragar el valor referencial del caballero andante y su escudero en el universo de la serie.

Quizá la debilidad congénita de The Newsroom se cifra en el titular de la entrevista: Mi deseo es volver a hacer héroes de los periodistas; en la porfía militante -Somos una gran potencia armada y muy desinformada- de hacer de los periodistas unos caballeros andantes se fragua el mesnocabo de la serie. Pero aun así  hay momentos gozosos dignos de ver. Y de escuchar: Yo no poseo la inteligencia que admiro, pero tengo el don de imitar su sonido. Claro que lo tiene, sólo que esta vez se dejó llevar hasta perder de vista que los diálogos son -sólo (por espléndidos que sean)- una herramienta de los personajes para conseguir lo que quieren -la trama- en el curso de un episodio o de una -o más- temporadas. Por eso se sorprende uno cuando lee en la entrevista que le da más importancia a los diálogos que a la trama frente a otros guionistas -cita a David Milch (Deadwood) y David Mamet (a los que considera geniales)- que le dan mucha más importancia a la trama que al diálogo, pero enseguida apunta que son poetas, o sea, que a su manera -a la manera que se desprende de la trama- dialogan de maravilla. Y cuando le preguntan por su secreto como escritor se pone estupendo y dice: ¿Pasarme encerrado hasta que acabo un trabajo? Escribir consiste en comprender la intención de los personajes y los obstáculos a los que se enfrentan [o sea, el drama, que viene de la raíz dran, que significa lucha, el corazón de la trama]. Alguien quiere algo y algo está en su camino. Saber lo que quieren tus personajes, si es dinero o ganarse a la chica o la fama, y qué es lo que necesitan para conseguirlo. Una vez que tienes eso, ya estás a mitad de camino. Pues sí, de eso se trata; en fin, los fundamentos del guión destilados en unas líneas. Es obvio que sabe de sobra que no hay diálogos creíbles si no afloran en la lucha por un objetivo, es decir, que los personajes hablan por la misma razón que hacen todo lo demás, para conseguir lo que quieren. Dicho de otra forma, los diálogos pueden ser más o menos aparentes -brillantes- pero no pueden ser más importantes que la trama porque forman parte de ella, son una manifestación verbal de su naturaleza, o sea, acción dramática. Quizá convendría matizar que tan importante como aquello que quieren los personajes -y de lo que pueden ser más o menos conscientes- es lo que necesitan -y que siempre ignoran hasta que el clímax los hace caer de la burra-, un asunto mayor de eso que llamamos -a falta de una palabra mejor- dramaturgia, y que en The Newsroom se nota demasiado, y sucede entonces como esas flores secretas que se mustian cuando se exponen la luz.

Quiero pensar que el formato de la entrevista resulta propicio para generar ciertas confusiones acerca de la escritura (ésas que tanto me empeño en aclarar, de forma preventiva, cuando tengo que impartir alguna clase de guión, como la que se avecina, y nunca estoy seguro de haber desbrozado los conceptos, por más ejemplos que desgrane y muestre, y que me encomiende a la cristalina iluminación de Spinoza). Para muestra dos botones. Primero, cuando se refiere a El ala oeste como una serie sobre una administración demócrata que consigue hacer lo que quiere; nada de eso, precisamente la serie trata de lo que no consiguen hacer -una verdadera sanidad pública, por ejemplo-, de problemas complejos que no pueden resolver y deben conformarse con mínimos logros parciales que, comparados con la magnitud del empeño, cobran visos de muy poca cosa. Segundo, cuando asegura que sus diálogos son reales y explica que es como hablaría la gente si tuviera el tiempo suficiente para pensar lo que quieren decir, si les dieras media hora para responder; es decir, esa media hora que nunca tenemos y por la que tantas veces suspiramos; en resumidas cuentas, son diálogos realistas -no reales- y en el caso de Sorkin, coherentes con un mundo cercano al nuestro donde los políticos (El ala oeste de la Casa Blanca), guionistas (Studio 60) o periodistas (The Newsroom) son como deberían ser.

Donde no cabe ninguna confusión es cuando se refiere a la diferencia entre escribir para el cine y para la televisión: cuando escribo un guión de cine, si un día no lo hago bien, tengo la opción de mejorarlo al día siguiente. Pero en televisión tienes que seguir escribiendo incluso cuando lo haces mal.

Después de leer la entrevista no puede uno sino ser consciente de lo arduo que deviene la lucha por la expresión y lo difícil que resulta atrapar la precisión con la trama de las palabras.

13/7/12

¡Cómo te habría gustado el Cabo Norte...!


No es sólo que belleza rime con tristeza, es que la destila. Sólo entonces lo bello deviene también verdadero. Porque no hay belleza sin verdad. De eso trata la estética. De la verdad, como forma del arte. Belleza triste, entonces. La bella tristeza que desprende, pongamos por caso, El fantasma y la señora Muir (1947).


Sobran razones para traer a la señora Muir a esta escuela, es uno de esos filmes que podríamos enhebrar en diversas constelaciones: los fantasmas, desde luego -¿habrá figura más cinematográfica?, ¿y cómo no imaginar que la película podría titularse "El fantasma de la señora Muir"?-, pero también las fronteras -entre lo real y lo imaginario, entre los vivos y los muertos, entre la memoria y el sueño-, las metáforas -de la escritura (el fantasma le dicta sus memorias a la señora Muir, ¿una voz de su imaginación?, ¿un sueño de la razón?) y del cine mismo (fantasmagoría primordial y la más onírica de las artes)-, las historias de amor -entre las más bellas, delicadas, líricas y elegantes que se hayan filmado-, los poemas de cine -esta vez la Oda a un ruiseñor de Keats-, los retratos -tiene su aquel ver a Gene Tierney como señora Muir fascinada por el retrato del capitán Gregg (Rex Harrison), cuando el suyo (tres años antes), como Laura, tanto fascinó a tantos-, las películas freudianas -el fantasma como fantasía sexual, como proyección de los deseos reprimidos y depositados en el inconsciente (¿habrá algo más freudiano que el cine?)-, las películas de la familia -ésas que nunca nos cansamos (cansaremos) de ver- y... las películas de Gene Tierney, faltaría más, razón sobrada para recrearnos en El fantasma y la señora Muir...


Claro que si esta escuela hubiera existido hace veinte años, le habría bastado con ser una película de Mankiewicz, y ya habrían encontrado cobijo también Eva al desnudo y La condesa descalza, como mínimo. Recuerdo haber subrayado una frase suya (de una entrevista): Dirigir una película es la segunda fase del trabajo de un guionista; escribir el guión es la primera fase del trabajo de un director. Fue la lección esencial de Lubitsch, que produjo su primera película, El castillo de Dragonwyck, también con Gene Tierney.

Mankiewicz, tercero por la izda., dirige a Gene Tierney 
en El castillo de Dragonwyck

Recuerdo también cómo lamenté que nunca pudiera llevar al cine El cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell (una de mis lecturas preferidas entonces y aun antes)-la gran decepción de mi vida es no haber realizado este proyecto- ¡Cuanto me gustaba el cine de Mankiewicz! Ese cine hablado, ese cine de la representación -el teatro (de la vida, del escenario, de la pantalla) era su centro de interés primordial y la vida destruye el guión, era uno de sus temas favoritos-, ese cine (tan) escrito -porque la vida se parece a las malas películasdice el guionista y director Harry Dawes/Bogart en La condesa descalza (una de las películas preferidas del cineasta)-, ese cine de mirar con el oído y de oír con la mirada que ya no me encanta como entonces, salvo El fantasma y la señora Muir, que me gusta cada vez más


Para Mankiewicz, su cuarta película como director era una obra de aprendizaje, quería demostrarle al estudio que era un realizador solvente y la recordaba como una película para coger oficio, sólo eso; para el guionista Philip Dunne, El fantasma y la señora Muir era una de las películas de las que se sentía orgulloso de haber escrito. Creo que esta hermosa comedia de fantasmas, con toda su contención, sobriedad y (milagroso) equilibrio de humor, romanticismo y melancolía, perdura como una -por no decir la- obra mayor de MankiewiczBénard da Costa cuenta en Os filmes da minha vida que tuvo siempre cerca el cartel de la película, primero en la Gulbenkian y luego, ya descolorido -¿a quién se le ocurre poner los fantasmas al sol?-, en la Cinemateca de Lisboa, y anota que Mankiewicz persiguió toda su vida un cine total, del que nunca estuvo tan cerca como en El fantasma y la señora Muir, una película de la que el cineasta decía recordar sobre todo el viento, el mar y la búsqueda de algo diferente. Y la decepción, o cómo la vida destruye una vez más el guión soñado de Lucy Muir.
  

La señora Muir lleva luto por su marido, muerto hace un año; en realidad, lleva luto por ella, porque nunca ha tenido una vida propia. Pero ha llegado la hora de ponerle remedio. Siempre quiso vivir junto al mar (muir, en gaélico) y se queda prendada de la casa del capitán Gregg, un marino que, según el de la inmobiliaria, se suicidó cuatro años antes. Es como si Gulls Cottage, o sea, la casa de las gaviotas, la estuviera esperando. Y la llamara.



Y es como si la música -qué score tan maravilloso- de Bernard Herrmann nos transportara con la señora Muir donde todo y nada le va a suceder: he ahí el nudo de la película, el centro de gravedad de las emociones, el corazón del tiempo. Porque la historia de la señora Muir y el fantasma del capitán Gregg es un amor imposible: a ella todo podría sucederle pero a él ya todo le ha sucedido. El fantasma y la señora Muir es la historia de un amor al que se le niega el presente, esta vida, este mundo.




Qué bello movimiento de cámara cuando el travelling se acelera hacia la espalda de la señora Muir con el vigor de una presencia, la del fantasma que sentimos antes de verlo, y lo vemos con ella, y con ella tardamos aún un instante en comprender que se trata de un retrato. 


Y ya puede el de la inmobiliaria desaconsejarle el alquiler, la casa del capitán Gregg era lo que buscaba. A la señora Muir le gusta todo, atrezo incluido, sólo mandará talar aquel árbol que estraga las vistas -la decisión suscita la invisible reacción del fantasma que le hace sentir un escalofrío-, y cuando una réplica suya provoca la carcajada del capitán Gregg que resuena en todas las estancias, prueba sonora palpable de la presencia espectral, ya nada podría disuadirla: ¡Una casa encantada. Es perfecta! Y estando encantada, cómo no va a encantarle la casa. Cuánto se van a reír el fantasma y la señora Muir.


¡Qué bien contada El fantasma y la señora Muir! Cómo se exprime el detalle de que ella se lastime la mano al cerrar la ventana cuando va a echarse una horita, justo antes de que el fantasma  la visite por primera vez cuando esté dormida. Al despertar ve la ventana abierta y recuerda que la había cerrado, que se lastimó al cerrarla, y entonces sabe que el fantasma (entró por la ventana y) la ronda.


Pero tal como filma Mankiewicz la escena, nada impide imaginar que ese fantasma sea un sueño de la señora Muir, y así lo evocará ella un año después, cuando ya se ha ido el capitán Gregg. Pero no sólo ella ha sido visitada por el fantasma, también Martha -la criada- lo soñó y muchos años después Lucy descubrirá que su hija también se había enamorado del capitán Gregg y, como ella, también lo recuerda como un sueño. Memoria y sueño, una permeable frontera que deviene la piel misma de la película.


Pero la función principal de haberse lastimado cuando cerraba la ventana -como prueba de que no lo soñó y, por tanto, de la visita del fantasma- consiste en preparar la escena primordial de la película, la invocación del fantasma por la señora Muir. Es una noche de tormenta y baja a la cocina a calentar el agua para la bolsa de cama, pero pasa primero por el salón, quiere echarle una miradita al retrato del capitán Gregg... ¡Qué maravillosa iluminación de Charles Lang!



¡Esa mirada retadora de Gene Tierney! Y ya en la cocina, se va la luz de gas, y harta de que las cerillas se le apaguen una tras otra, desafía al fantasma a presentarse, sabe que quiere amedrentarla con la oscuridad, y lo provoca tratándolo de cobarde por dedicarse a asustar mujeres. Entones irrumpe el vozarrón del capitán Gregg conminándola a encender la vela de una vez.



Y lo ve por primera vez. 


El fantasma se manifiesta como una presencia arrancada a las tinieblas por la luz de la vela. Por la llama del deseo de la señora Muir.
  

Un fantasma malhumorado -que despide huéspedes, vamos-, el tal capitán Gregg, pero no puede evitar conmoverse cuando la señora Muir le habla de la casa y ve transfigurado en sus palabras el mismo sentimiento que lo embargó cuando le puso los ojos encima al primer barco que iba a mandar. Las palabras, no es que sean importantes en el filme de Mankiewicz, devienen decisivas. Desde la primera conversación entre el fantasma y la señora Muir. Una historia de amor enhebrada con palabras. No pueden hacer otra cosa, sino hacer el amor con las palabras; el espacio -la casa- los reúne, pero una herida de tiempo les veda el abrazo por el que pronto van a suspirar. Los corazones se descargan a base de palabras y el amor se consuma en un erotismo de las voces. Una conversación inacabada, El fantasma y la señora Muir. 


A la señora Muir la arquitectura de la casa de las gaviotas le trae a la memoria una vieja canción o quizá un poema. Y el fantasma pronuncia unos versos de la Oda a un ruiseñor...

Las mágicas ventanas, abiertas a la espuma
de mares peligrosos, en tierras de leyendas ya olvidadas...

Y la  señora Muir: ¿Keats, verdad? Palabras para saberse, para tocarse, para quererse. Hasta no poder pasar sin ellas. Por eso, cuando la señora Muir se queda sin los ingresos que le permiten alquilar la casa de las gaviotas, el fantasma  le propone escribir las memorias del capitán Gregg. Y si van a tramar una relación tan íntima como literaria -la señora Muir, amanuense y musa de la voz del fantasma (ya lo apuntamos: qué otra cosa es escribir sino escuchar y dar vida a una voz)-, entonces ya pueden llamarse por el nombre. Puedes llamarme Daniel -le dice el fantasma-. Yo te llamaré Lucía. Ella protesta, su nombre es Lucy. Pero en el fondo le gusta ser Lucía. Sólo para el capitán Gregg. Y empiezan a escribir la cruda historia de un marino     


Y Lucía lo aprende todo del fantasma. Las palabras del mar. Y las palabras de la vida, como esa de cuatro letras que ella se resiste a escribir y luego teclea (en un gesto encantador) como si no quisiera tocarlas. La escritura se vuelve una alquimia del lenguaje amoroso, pura puesta en escena. La de ese libro que se convierte en la única prueba fehaciente de la existencia del fantasma: la literatura, en fin, como documento de un pasaje espectral. Puro Mankiewicz. 


El fantasma le refiere las calaveradas de juventud y despierta en ella el dolor de lo perdido: Ojalá te hubiera conocido entonces. Y cuando le cuenta episodios de la infancia, de la tía que lo crió, de la que dice que se alegró de que se embarcara tan joven, así no le llenaría la casa de cachorros ni le mancharía las alfombras con las botas llenas de barro, y que murió mientras él navegaba por alguno de los siete mares... Qué sola debió sentirse con sus alfombras tan limpias, acierta a decir Lucía, como si diera voz al presentimiento de lo que le espera. ¿Hace falta decir cuánto envidio a Philip Dunne por esa réplica cada vez que llega esa escena?     


Escribir el libro representa una revelación. La escritura sólo es verdadera si incuba una metamorfosis de los adentros. El fantasma y la señora Muir se ven transformados. 


Y transportados a un umbral intransitable, a un abismo insalvable. Qué será de nosotros, se pregunta Lucía. Nada puede ser de mí, todo ha sucedido, nada puede ya suceder, sostiene fatalmente Daniel. Los raccords de mirada en el cine se inventaron para momentos así, cuando ella ve donde no puede ir y él donde no puede quedarse. Un corte entre dos miradas, una herida que declina despeñaderos del sentido, como todo y nada, como siempre y nunca.



Ahí se agrieta la comedia en El fantasma y la señora Muir. Porque comprendemos (con ellos) que sólo la muerte le permitirá a Lucía traspasar el umbral y cruzar el abismo, y viajar más allá del tiempo con el capitán Gregg. En qué problema nos hemos metido, Daniel, se duele Lucía.


Y sí, deseamos que muera, porque a esas alturas somos espectadores cautivos de la belleza atrapada en las palabras, en la voz del fantasma en el aquel de hechizar a la señora Muir mientras le dicta sus memorias y embrujarnos aún más cuando sólo es ya pura voz, la llamada voz over, voz de otro mundo, de ese mundo donde deseamos que, al fin, la señora Muir se reúna con el capitán Gregg. Pero el fantasma la ama tanto (y tan bien como Spinoza define en amor en su Ética), que su mayor bien es el mayor bien de la mujer amada, y no quiere verla atada a un espectro de por vida. Aunque eso signifique saber que va a sufrir con ese escritor -encarnado maravillosamente (como siempre) el gran George Sanders- que conoce el día que lleva el manuscrito de las memorias del capitán Gregg al editor. 


Entonces llega el momento de la despedida, la única escena de la que Mankiewicz conservaba un vivo recuerdo. 


El fantasma contempla a la señora Muir dormida. 


A la hora del adiós cantamos lo que nunca podremos vivir (y qué bien lo escribe ¿Philip Dunne? ¿Mankiewicz? ¿Mankiewicz reescribiendo a Philip Dunne?): Lo que te has perdido, Lucía, por haber nacido demasiado tarde para cruzar conmigo los siete mares. Y cuánto lo echo de menos.


¡Cómo te habría gustado el Cabo Norte, y los fiordos bajo el sol de media noche, y navegar junto el arrecife en Barbados donde el agua azul se torna verde, y hacia las Falkland donde la galerna del sur desgarra el mar entero y lo vuelve blanco! Lo que nos perdimos, Lucía, lo que nos hemos perdido.


Y el fantasma la libera de la memoria de lo vivido y se convierte en un sueño de Lucy, uno de esos sueños que mueren al despertar.



Alguna vez, a la hora de la siesta, la señora Muir deseará que ese sueño se haga realidad, que efectivamente el fantasma entre por la ventana y se quede a verla dormir, y volver a ser Lucía para él.


Y como el mar erosiona la costa al pie de la casa de las gaviotas, así el tiempo roe la memoria y hasta los sueños se vuelven ceniza, polvo, casi nada. El soplo de una voz atrapada en el silencio. Un espejismo.


¿Fue una visión o un sueño despierto? 
Esa música ya ha huido. ¿Duermo o estoy despierto?

Cuántas veces habrá evocado Lucy los últimos versos de la Oda a un ruiseñor de Keats, aunque ya no recuerde que son la memoria viva del fantasma. Que la espera. Que vendrá a buscarla. Con el último sueño. 


Y entonces, fantasmas los dos, pueden dejar atrás tanta pérdida, desencanto, soledad. La muerte. Lo real. 




Tenía razón Bénard da Costa (la tiene siempre). El fantasma y la señora Muir muestra (hasta la evidencia) que el amor no es real.  El amor es surreal. Como el cine.


26/8/11

Vine de tan lejos por la belleza

Mizoguchi en Venecia

Hace casi un año escribí sobre una de las historias de amor más bellas que he visto en una pantalla, Chikamatsu monogatari, que aquí se tituló Los amantes crucificados, y terminaba así:

...en una película de Mizoguchi late el corazón de las cosas. Por eso es tan difícil hablar de su cine, porque allí, sobre la pantalla, un río es un río, el mar es el mar, un árbol es un árbol. Las películas de Mizoguchi no sólo respiran, sino que parecen recoger el latido vital de las cosas y nos otorgan un sentido de pertenencia en el fluir del tiempo, nos religan con el cosmos. Porque, como sólo los más grandes cineastas, en sus filmes, dotados de una sencillez y transparencia extremas, conviven la vida con las sombras y la muerte con la luz. Como en Ugetsu monogatari (1953), conocida en occidente como Cuentos de la luna pálida de agosto o también Cuentos de la luna pálida después de la lluvia, como Os contos da lúa vaga depois da chuva  o sencillamente Contos da lúa vaga en portugués, otra maravilla del arte de la fuga y de la poética del agua de Mizoguchi que traeremos por esta escuela otro día.


Ese día ha llegado. Quería haber publicado esta entrada anteayer -24 de agosto de 2011-, cuando se cumplían cincuenta y cinco años de la muerte de Kenji Mizoguchi, pero cualquier día es el mejor para traer su cine aquí.


Una vez, Mizoguchi escribió -o quizá deberíamos decir que dibujó o caligrafió- sobre una pared esta frase: A cada nueva mirada, es necesario lavarse los ojos... para ver bien. Es lo que hace con los nuestros Cuentos de la luna pálida, nos limpia la mirada. En el curso del tiempo y de los sucesivos visionados asombra cada vez más su poder de síntesis, cómo dice tanto en poco más de noventa minutos; uno tiene la impresión de haber vivido varias vidas en un soplo, esta vida y cualquier otra vida tan verdadera como imaginaria, hasta que cae en la cuenta que para Mizoguchi es la misma vida, o como apuntaba Godard en un texto sobre el cineasta publicado en la revista Arts en 1958, el arte de Mizoguchi se fragua al mostrar a un tiempo que la verdadera vida está en otra parte y que, sin embargo, también esta ahí, en toda su extraña y radiante belleza. Por todo eso, Cuentos de la luna pálida es de esas películas que necesitan toda una vida para decantar nuestra mirada, para educarla, para afinarla con vistas a encontrar nuevos sonidos, cada vez más sentidos y sutiles, con las cuerdas de nuestra sensibilidad.


Cuentos de la luna pálida viene a ser una paradoja en la obra de Mizoguchi - pronunciado "Mitzuguchi", anota Luc Moullet-: por un lado, quizá sea la película más célebre -¿y más conocida?- del cineasta, por otro, la irrupción de lo fantástico  -de lo sobrenatural- resulta excepcional en una filmografía de marcado carácter realista. Pero, como veremos, la conjugación realista de lo fantástico o, dicho de otra forma, una puesta en escena que borra las fronteras entre este mundo y el otro, convierte a Cuentos de la luna pálida en la quintaesencia del cine de Mizoguchi y en la cristalización de su poética. En palabras de Luc Moullet, representa el arte más perfecto y la crítica -en el sentido de hermenéutica- suprema de ese arte.


Ugetsu monogatari -de Akinari Ueda, un autor del siglo XVIII-, un clásico de la literatura fantástica japonesa que se publicó por primera vez en 1776, aporta la materia argumental del guión de Yoshikata Yoda  y Matsutaro Kawaguchi. De los nueve cuentos de Ugetsu monogatari, aprovechan, según Yoda, La cabaña entre las cañas esparcidas -el campesino que abandona a su mujer (la Miyagi del filme) para ir al mercado de la ciudad, pasan los años, y cuando vuelve, le recibe el fantasma de su esposa muerta- y La impura pasión de una serpiente -el protagonista, perdido por los encantos de una mujer diabólica que le lleva a confundir el ensueño con la realidad-, un relato en el que Yoda encuentra una frase que alentará una de las ideas primordiales del guión -y de  la película-: Si yo fuera un fantasma, ¿por qué habría de aparecerme entre tanta gente y a la luz del día?, razona la mujer-serpiente;  de ahí, la aparición -con visos realistas- de la princesa Wakasa en el mercado para comprar las cerámicas de Genjuro. Y aunque de esos dos relatos Mizoguchi y sus guionistas extraen el material de partida de la trama principal de Cuentos de la luna pálida, Antonio Santos señala un tercer relato como inspiración de la película, El caldero de Kibitsu, sobre todo en la escena en que Genjuro transita hacia el territorio fantástico siguiendo a la princesa Wakasa hasta su mansión -...se internaron por un angosto sendero lateral... Atravesando una mísera puerta de bambü... y más allá se vislumbraba el desolado abandono de un estrecho jardín... todo el lugar imponía una indecible tristeza- y en la secuencia en la que un monje practica un exorcismo con Genjuro para librarlo de la posesión diabólica. Pero, además, Mizoguchi le pidió a Yoda que enhebrara en el tejido del guión una historia derivada de Condecorado, un cuento de Maupassant sobre un burgués obsesionado por conseguir la Legión de Honor, que servirá de base para la trama secundaria en torno a Tobei, el hermano y vecino de Genjuro, y Ohama, su mujer.


En todo caso, el material literario experimenta una profunda transformación en el guión, y la piedra angular de la película -el triangulo de Miyagi, Genjuro y Wakasa- cobra una iluminación poética que convierte la materia argumental en puro cine, como el propio Genjuro transfigura el barro en bellas piezas cerámicas, estableciendo una continuidad entre el trabajo detrás de la cámara y el trabajo que vemos sobre la pantalla, entre el Mizoguchi hacedor de formas y el alfarero, y aun más, como señala Bénard da Costa, decantando la esencia de su cine a través de la continuidad indefinida de la existencia de la que habla Spinoza en su Ética,  o dicho de otra forma, la unidad de todas las cosas  -los vivos y los muertos, el mundo y el arte, lo visible y lo invisible, la tierra y el cielo, lo real y lo imaginado- que deviene el tema cardinal de Cuentos de la luna pálida.


Los hilos de la historia de Genjuro y Miyagi -y la princesa Wakasa- y de la historia de Tobei y Ohama que tejen el tapiz de la película se anudan con el deseo de otra -y verdadera- vida que arrebata a los hermanos, con los sueños de gloria -la gloria de las artes (Genjuro) y la de las armas (Tobei)-. No es de extrañar que el gran crítico francés Jean Douchet, que escribió las más esclarecedoras páginas sobre la obra de Mizoguchi, lo definiera como el cineasta del deseo. Tampoco puede extrañarnos la correspondencia entre el artesano  Genjuro que da forma a la tierra y el artesano Mizoguchi que da forma a la materia visual y sonora, entregados ambos a revelar las formas ocultas, imaginadas, invisibles; cautivos del deseo y el sueño de las formas bellas. Yoda, el guionista que amaba y reverenciaba a Mizoguchi, con el que trabajó durante veinte años, hasta la muerte del cineasta, cuenta en sus memorias que Mizo-san (así se refería cariñosamente al maestro) vivía atormentado por una doble naturaleza: la de un eremita sensible y la de un espectro preñado de deseos insatisfechos, de ahí el conflicto entre la acción y la contemplación, el caldo propicio para la ensoñación. En Cuentos de la luna pálida, en ese Genjuro atrapado en la encrucijada de Miyagi y Wakasa, late el corazón mismo de Mizoguchi.

Mizoguchi (en el centro) en el rodaje de  Ugetsu monogatari

Este mundo y el otro, el mundo de los vivos y el de los fantasmas, el mundo real y el mundo de los sueños... la naturaleza dual de Cuentos de la luna pálida encuentra acomodo en una estructura también dual donde, como en El intendente Sansho, la siguiente película de Mizoguchi, cada escena se desdobla: dos viajes a la ciudad, dos agresiones a las mujeres, dos apariciones de fantasmas, dos regresos a la tierra natal... en fin, dos sueños. Claro que sueños de distinta naturaleza, porque, así como Tobei acabará abominando de su aventura como samurái al comprender que la guerra aniquila cualquier sueño-, Genjuro, por su condición de artista, necesita de los sueños, debe aventurarse entre este mundo y el otro, errante entre lo real y lo imaginario -más que vagabundo, vagamundos- en busca de la belleza. Como el propio Mizoguchi.

Mizoguchi y las mujeres
en el rodaje de La calle de la vergüenza (1956)

Pero hay más, porque esa estructura dual que sirve de armazón a Cuentos de la luna pálida tiene su réplica en la microestructura de la película, articulando la puesta en escena en torno a dos líneas de fuerza, que se corresponden justamente con la doble naturaleza de Mizoguchi de la que hablaba su fiel Yoda: la visión y el vértigo, el recogimiento y el deseo, la contemplación y la acción. En torno a esos dos vectores, Mizoguchi articula la puesta en escena, conjugando -y coreografiando- los movimientos de cámara y de los actores con su inclusión o exclusión del encuadre -o sea, en campo o fuera de campo- y con la distancia entre los personajes y nosotros. Ese juego vibrante de distancias entre espectadores y actores, preñado de una tensión contante derivada del conflicto entre las líneas de fuerza, moviliza nuestra sensibilidad y carga de afectividad cada plano. Por eso, como señaló Alain Begala, la distancia con que a veces Mizoguchi nos separa de los personajes deja de ser un territorio vacío para convertirse en el lugar privilegiado donde se generan las emociones, porque deviene un lugar para ver mejor, no para ver más sino más hondo.


En el curso de las odiseas de Genjuro y Tobei, Cuentos de la luna pálida deviene, como Los amantes crucificados, un arte de la fuga y una poética del agua, donde el lago Biwa representa una frontera entre este mundo y el otro.


Como en Los amantes crucificados, la travesía en barca durante la noche y en medio de la niebla, verdadero paisaje liminal entre lo real y lo fantasmagórico, un Leteo por donde transitan los muertos -se cruzan con la barca de un moribundo que les advierte del peligro- camino del más allá.


Una travesía en la que, como apunta Bénard da Costa, el mundo fantasmático se apodera del mundo elegíaco, desplegada mediante composiciones diagonales en las que predominan las líneas oblicuas, que encontrarán su correspondencia en las escenas de la mansión de la princesa Wakasa. Por tanto, también la composición de los planos denota la naturaleza dual de la puesta en escena: la frontalidad para las escenas del hogar (la tumba de los antepasados, las raíces, la aldea natal) y la oblicuidad para lo fantasmagórico. Podemos comprobarlo si examinamos algunos momentos cardinales de Cuentos de la luna pálida.


A Genjuro le ha ido muy bien en el mercado, ha vendido muchas piezas de cerámica, incluso una dama muy elegante acompañada de su nodriza le ha comprado varias y le han pedido que se las lleve a la mansión, pero aún no sabe que esa dama es la princesa Wakasa, ni siquiera se dio cuenta que sólo él vio a esas mujeres. Así que ganó una buena cantidad de dinero y ahora contempla las telas de un puesto del mercado, quiere hacerle un regalo a Miyagi, entonces al fondo se hace visible una puerta abierta a un paisaje rural (como el del hogar de Genjuro) y desde la derecha entra en campo Miyagi llevando al hombro un tabla con piezas de cerámica que deja a la entrada.


Genjuro arrodillado junto al puesto de telas experimenta la ensoñación y se nos muestra desde su punto de vista, con una composición frontal, pues se trata del sueño del regreso al hogar: cuando Miyagi traspasa el umbral -qué decisivas son las puertas en esta película, como elementos de tránsito entre este mundo y el otro, pero también hacia otros conocimientos, otras experiencias-, se convierte, durante unos instantes y por efecto del contraluz, en una sombra mientras se acerca a las telas, al tiempo que la cámara retrocede en un travelling , al principio imperceptible al conjugarse con el movimiento de Miyagi y luego más patente al incluir a Genjuro -de espaldas, contemplando la visión- en el encuadre.


Pero la Miyagi que vemos -con Genjuro- no es la Miyagi que vimos en las escenas anteriores, me explico mejor, es la misma y a la vez es otra, más sensual, más atractiva; es la Miyagi ensoñada por Genjuro, quien acaricia las telas, descuelga una para probársela y luego desaparece por donde vino. Acaba de verla como ensueño, la próxima vez la verá como fantasma. Cuando Genjuro vuelve de su visión, la nodriza y la dama han vuelto a buscarlo, por si acaso se pierde camino de la mansión, y ahora desde su punto de vista -fascinado- vemos un primer plano de Wakasa que le sonríe, con un maquillaje que nos recuerda a las máscaras del teatro Nô.




Cabe señalar, llegados a este momento de Cuentos de la luna pálida -aun adelantándonos un poco- que los relatos de Akinari Ueda reunidos en Ugetsu monogatari son deudores del Nò del mundo ilusorio o fantástico creado en el siglo XIV por Zeami, una forma teatral que Mizoguchi recrea en la escena de la danza de Wakasa y que refuerza el mundo fantasmagórico en el que acaba de penetrar Genjuro.


Cautivo del hechizo -de una Circe- que borra a Miyagi y el hogar de su memoria, Genjuro, con el hatillo de las piezas, sigue a la nodriza y a la princesa Wakasa entre el lago y los juncos que, en primer término, velan el plano a modo de visillos, mientras la cámara los acompaña con una panorámica. Una puerta de bambú desvencijada -otra puerta- movida por el viento, un lugar abandonado, un sendero descuidado. Un muro blanco invadido por la maleza sobre la que se desplazan las sombras -otra vez las sombras- de la princesa, la nodriza y el alfarero.


Ahora volvemos al plano de la puerta desvencijada por la que han entrado los tres personajes. La cámara nos sitúa frente a la puerta -otra más- de la mansión. Resulta patente la desolación y la ruina.  La princesa entra y sale de campo, la nodriza la sigue, pero Genjuro no se atreve a entrar aunque resulta notorio cuán tentado se siente. Entonces, en un plano más cercano, la nodriza vuelve, le cuenta que se trata de la princesa Wakasa -cómo va a rechazar semejante invitación- para vencer la leve renuencia del alfarero. Genjuro obedece y traspasa el umbral con el hatillo de las piezas. La cámara se desplaza en una grúa descendente por el jardín interior de la mansión en una trayectoria oblicua respecto al corredor por donde camina Genjuro siguiendo a la nodriza; en primer término un árbol seco y maleza. Cuando llegan a una estancia contigüa al jardín, la nodriza recoge el hatillo y el alfarero aguarda.


En cuanto desaparece aquélla, un leve resplandor atrae la mirada de Genjuro. Vemos un plano general del corredor donde las sirvientas encienden las candelas, el árbol yermo aparece ahora transfigurado en un cerezo florido y el jardín abandonado se nos presenta ahora cuidado, y la estancia misma antes vacía, amueblada.  Las palabras que uno pueda escribir nunca podrían hacer justicia a la atmósfera visual creada por la fotografía de Kazuo Miyagawa y la iluminación de Kenichi Okamoto -en la japonesa, a diferencia del resto de las cinematografías, la iluminación de la película no es una función del director de fotografía- y el clima sonoro de Fumio Hayasaka e Ichiro Saitô, entre los más próximos colaboradores de Mizoguchi en la búsqueda de la belleza.


Emergiendo de la oscuridad, la sombra de Wakasa, como antes la de Miyagi, precede a su presencia y se acerca oblicuamente hacia Genjuro, lo coge de la mano y lo conduce con gran deferencia hacia el interior de la mansión. Mientras lo acompaña a la sala donde va a ser agasajado, le pregunta si es Genjuro de Kitauguni, como si de un artista de renombre se tratara, y la cámara se acerca para acomodarse a la situación de los personajes. Wakasa le habla con gran admiración del brillo azul del esmalte de sus piezas. En una disposición oblicua con respecto a la cámara, la candela, a la izquierda; Genjuro, a la derecha, arrodillado y con la mirada baja, sin atreverse a mirar a Wakasa en primer término. La princesa se incorpora, corte a un picado sobre el alfarero mientras ella se coloca a su derecha, ocupando el sitio que le deja en encuadre sin cambiar la angulación y recomponiendo la diagonal respecto a la cámara,


quiere que le cuente cómo consigue semejante belleza, ¿acaso tiene un secreto? No, no hay ningún secreto que no pueda contar. Todo es cuestión de experiencia. Son muchos años trabajando el barro y cociendo el esmalte. Cómo no sentir el grano de la voz del propio Mizoguchi en esas palabras, la humildad sí, pero también el arrebato febril. Ella le escucha conmovida y casi se le quiebra la voz cuando exclama: La belleza de la experiencia. Y añade aquellas palabras por las que suspiró secretamente Genjuro: Sólo alguien como tú podría crear piezas tan bellas. En esta escena, todo cuanto Wakasa le dice al alfarero, toda la admiración que le demuestra, todo el valor que otorga a sus obras, es todo cuanto Genjuro soñó alguna vez escuchar, todo el reconocimiento que anheló, toda la gloria que persiguió. Nunca nadie lo vio así, como un artista, o quizá nunca supo ver que también Miyagi lo veía así, pero de otra forma, justamente por esa razón deberá transitar por el otro mundo con Wakasa para lavarse los ojos del sueño y mirar otra vez.


Un travelling de retroceso acompaña a la nodriza que se acerca seguida por las sirvientas hasta componer el plano con Genjuro a la izquierda, pero, en cuando la sirvienta coloca la bandeja con el sake y las piezas de cerámica del alfarero, una panorámica a la izquierda acoge en el encuadre a Wakasa y un travelling hacia delante, conservando la composición oblicúa, nos deja a solas con ellos, excluyendo a la nodriza y las sirvientas. Me apetecía tomar el sake en las piezas que has fabricado. Genjuro se siente feliz y conmovido de que alguien como ella comprara sus piezas, como si sus obras hubieran llegado al destinatario que las merecía. Cómo no imaginar que eso mismo nos dice Mizoguchi a quienes contemplamos arrobados su película. Ahora, cuando su arte ya ha sido reconocido con creces, es cuando Genjuro confiesa que es un campesino, que sólo es alfarero en su tiempo libre. Tiene entre las manos una de sus cerámicas: Para mí, cada pieza es como un hijo. Ahora sí, ahora se atreve a mirarla aunque sea sólo un instante: Y es una alegría y un orgullo que estén en unas manos tan nobles. Mientras entran en campo las manos de la nodriza ofreciendo el sake, el alfarero le confiesa, inclinándose sobre el tatami para ocultar su rostro: Me siento como en el paraíso. Un nuevo plano incluye a la nodriza de espaldas, en el centro Wakasa y a la derecha Genjuro. El alfarero le asegura que ahora comprende que la belleza de sus piezas depende de quién las use, es decir, de quién la mira: es la mirada quién crea la belleza, sólo dormida cuando sale de las manos del artesano. Ahora ella coge una taza y él le sirve el sake. Wakasa no quiere que el gran talento de Genjuro se desperdicie en un pueblo que nadie conoce. Pero él no sabe cómo conseguirlo por más que desee la gloria. Contraplano, ahora tenemos en una angulación frontal a la nodriza que manipula los sueños de Genjuro y lo tienta asegurándole que conseguirá la gloria del arte si se convierte en el amante de la princesa.


Mientras, Miyagi deambula con su hijo a cuestas por un camino. Unos samuráis hambrientos la atacan para robarle la comida que guarda entre sus ropas para el niño y, como se niega a entregársela, uno de los guerreros la hiere de muerte con la lanza. La cámara en una grúa acompaña a Miyagi que trata de mantenerse  en pie y seguir su camino para poner a salvo a su hijo pero cae y se arrastra, mientras en segundo término los samuráis se disputan la comida que le acaban de robar. Víctima y victimarios, causa y efecto, la vida y la muerte, reunidos en el mismo encuadre.




Tras la danza de Wakasa y la primera noche de amor, el baño. Wakasa sale de campo mientras se desnuda y fuera de campo se mete en el agua donde la aguarda Genjuro que sale de campo por la derecha para ir junto a ella. La cámara se mueve en panorámica hacia la izquierda y se desplaza por el regato, la tierra, encadenado por los surcos de un jardín zen y se eleva para descubrir a Wakasa y Genjuro junto al lago que separa al alfarero del hogar, de Miyagi, a quien ha olvidado.



Genjuro juega con Wakasa. Ella le escapa, él la persigue, la abraza...


Me da igual que seas de otro mundo. Nunca me separaré de ti... Eres un sueño del que no quiero despertar. Se alejan jugando hasta un plano en picado sobre Genjuro que rueda por el suelo: Esto es el paraíso.


Wakasa entra en campo, se tiende sobre él y la cámara se acerca hasta un primer plano de ambos, con la madeja del pelo negrísimo de la princesa que parece enroscar el cuerpo de Genjuro como una serpiente.


Al final, protegido por los exorcismos budistas que un monje tatuó en su pecho y espalda, Genjuro consigue librarse de Wakasa y su nodriza, empuñando el sable que había pertenecido al señor de la casa, el padre de la princesa, y destruyendo aquello que le había devuelto la vida a la mansión: la luz de las candelas. El alfarero acaba saliendo al jardín donde cae de bruces.


Un jardín que vemos de nuevo abandonado, como cuando llegamos a él acompañando a Genjuro en pos de la princesa. La luz de las candelas encendió el otro mundo y se apagó con ellas. Nuestro protagonista despierta.


De la mansión sólo quedan ruinas; de la princesa, jirones de sus vestidos y su canción -aquella que escuchamos en la escena de la danza que sirvió de pórtico a su primera noche de amor con Genjuro- que parece haberse quedado prendida en el aire del lugar.


Genjuro vuelve a casa, lo acompañamos con un travelling y una panorámica, pero nos quedamos a una cierta distancia -en plano general- para contemplar cómo camina hacia su casa y se dispone a cruzar el umbral. Corte en torno a la puerta, la primordial, la decisiva. Vamos a contemplar una de las más bellas escenas que se hayan filmado nunca, la quintaesencia del arte de Mizoguchi. Ahora estamos dentro de la casa, frente al umbral que cruza Genjuro, acaba de entrar en su hogar, pero ya no es un hogar, mientras acompañamos  -travelling de retroceso y una panorámica- su deambular por el interior de la casa llamando a Miyagi, resulta patente el abandono, la ausencia del fuego... además sabemos que Miyagi está muerta, algo que Genjuro ignora. Nos quedamos dentro mientras el alfarero sale por la puerta opuesta y gira a la derecha para dar vuelta a la casa, desplazamiento que acompañamos con una panorámica y alcanzamos a verlo a través de una ventana. Y entonces, en el curso de la panorámica, advertimos una candela encendida y el fuego del hogar -el fuego esencial en el arte del alfarero como esencial es la luz para el cineasta- y vemos a Miyagi preparando la cena, al tiempo que la descubre Genjuro -en plano frontal- cuando vuelve a cruzar el umbral -ah, la puerta-, y ahora sí ha vuelto realmente al hogar, y lo encuentra tal como él lo dejó, y ella lo recibe con alborozo, y el mundo vuelve a estar en orden. Es tal la emoción de Genjuro que no podría concebir que Miyagi es un fantasma, sólo atina a confesarle que ha despertado de un mal sueño.


Cuando despierta, Genjuro descubre que su mujer ha muerto. Lego lo vemos con su hijo junto a la tumba y la escuchamos la voz de Miyagi -la maravillosa voz de Kinuyo Tanaka- diciéndole a Genjuro que siempre estará cerca de él, que cuide de su hijo, que vuelva al trabajo. Encadenado. Genjuro trabaja en el torno mientras seguimos escuchando la voz de Miyagi: ¡Qué jarrón tan bonito! Aquí, a tu lado, me siento feliz, ayudándote y haciendo girar el torno. Qué ganas de ver la pieza ya cocida. La leña está preparada. Ya no hay soldados ni samuráis por la aldea. Vive tranquilo y concéntrate en hacer bellas piezas. Encadenado. Genjuro ha metido las piezas en el horno y regula el fuego, mientras continúa la voz de Miyagi: Hemos pasado por tantos avatares... Pero al fin te has convertido en el hombrea que yo deseaba que fueras. A partir de ahora mi alma puede descansar en paz sabiendo que tú eres feliz. Una panorámica siguiendo a Genjuro nos descubre a su hijo jugando a ser alfarero. La tumba de Miyagi está allí al lado y el niño le lleva una ofrenda, y arregla las flores. Un movimiento de grúa nos eleva en un movimiento suntuoso que desposa la tierra con el cielo en la continuidad  de todo lo creado.



Miyagi y Wakasa son verdaderas cómplices en relación a Genjuro. Sólo gracias a que se pierde con Wakasa -o mejor, en Wakasa- puede volver a casa trasformado en el hombre -y el artista- que Miyagi deseaba, sólo gracias a la travesía entre ambas puede Genjuro hallar la armonía entre el arte y la vida, entre la belleza y el mundo, y sólo gracias a la odisea le es revelado por la mediación de Wakasa y Miyagi la verdad que alienta en la belleza de las imágenes, como formas delatoras del hilo invisible que enhebra todas las cosas, y que puede sentirse como la poética del cineasta. Miyagi y Wakasa encuentran en la otra su propio espejo, no podrían existir la una sin la otra, una sola mujer bajo dos imágenes separadas por el río de la muerte. Dos personajes encarnados por dos maravillosas actrices: Miyagi, ya lo dijimos, por la gran Kinuyo Tanaka -inadjetivable, como la califica Bénard da Costa-, la musa de Mizoguchi, con el que llegó a rodar trece películas en veinte años; y Wakasa a la que da vida Machiko Kyô. Dos de las actrices primordiales, con Isuzu Yamada, de la filmografía del cineasta que sentía predilección por las mujeres a la hora de crear personajes y que, de hecho, creo algunas de la mujeres inolvidables que hemos visto sobre la pantalla, como Miyagi y Wakasa, la doble faz de la musa de Genjuro.    

Yoshikata Yoda, Kinuyo Tanaka y Kenji Mizoguchi 
en París, 1953

La belleza de la experiencia que destila Cuentos de la luna pálida reclama la experiencia de la belleza, necesitamos echarnos al camino de convertirnos en los espectadores que la película de Mizoguchi espera. Y espera. Y espera. Puede esperar tanto tiempo como nos lleve. Quizá nunca hubiera llegado a profundizar en ella sin las conversaciones con el maestro, sobre todo en las que mantuvimos en los últimos años, en las que los temas cardinales que suscita Cuentos de la luna pálida estaban tan presentes en sus palabras y habían alentado su propia obra.



Y cuando llegas -o te llega-, nada cifra la experiencia de Cuentos de la luna pálida como aquel verso de Leonard Cohen: I came so far for beauty. Vine de tan lejos por la belleza.